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Dorian no salió de casa al día siguiente. De hecho, pasó la mayor parte del tiempo en su habitación, presa del miedo espantoso a morir y, al mismo tiempo, indiferente a la vida. Le aterraba saberse perseguido, espiado y acechado. Si el viento hacía oscilar el tapiz que colgaba de la pared, él se echaba a temblar. Le pareció ver sus impetuosos arrepentimientos y sus frustradas resoluciones en las hojas muertas que revoloteaban hasta estamparse contra los cristales emplomados de las ventanas. Al cerrar los ojos volvía a ver el rostro del marinero mirándole desde el otro lado del cristal velado, y de nuevo tenía la sensación de que el horror le estrujaba el corazón.
Aunque quizá hubiera sido su imaginación la que había invocado la venganza desde las entrañas de la noche, enfrentándole a las espantosas formas del castigo. La vida real era un auténtico caos, pero la imaginación albergaba cierta lógica terrible. Era ella la que ponía al remordimiento sobre la pista del pecado; ella la que otorgaba a todos los crímenes sus deformes proles. En el común mundo de los hechos, los malvados no recibían castigo alguno, ni los buenos su recompensa. El éxito se concedía al fuerte y el fracaso al débil, y eso era todo. Además, si algún forastero hubiera rondado la casa, los criados o los guardabosques le habrían visto. Si se hubieran encontrado huellas en los parterres los jardineros a buen seguro habrían informado de ello. Sí, habían sido imaginaciones suyas. El hermano de Sibyl Vane no había vuelto para matarle. Había zarpado a bordo de su barco para naufragar en algún mar invernal. De él, al menos, no tenía nada que temer. El hombre ni siquiera sabía quién era, no podía saberlo de ningún modo. La máscara de la juventud le había salvado.
Aun así, si había sido tan solo una ilusión, ¡qué espantoso pensar que la conciencia pudiera crear fantasmas tan aterradores, darles forma visible y hacer que se movieran delante de uno! ¡Qué suerte de vida había de esperarle si, noche y día, las sombras de su crimen venían a acosarle desde silenciosos rincones, burlándose de él desde los escondrijos, murmurándole cosas al oído al sentarse a la mesa, o despertándole con gélidos dedos durante el sueño! A medida que la idea iba tomando forma en su cabeza, Dorian palideció de puro terror y de pronto tuvo la sensación de que el aire se había enfriado a su alrededor. ¡Oh! ¡En qué momento de locura había matado a su amigo! ¡Qué espanto el mero recuerdo de la escena! Volvió a verla de nuevo. Revivió cada uno de los espantosos detalles de lo ocurrido presa de un horror añadido. De la negra caverna del Tiempo, terrible y cubierta de escarlata, surgió la imagen de su pecado. A las seis, cuando lord Henry llegó a buscarle, le encontró llorando como si se le fuera a romper el corazón.
No se atrevió a salir hasta el tercer día, cuando percibió algo en el aire claro e impregnado del aroma de los pinos de esa mañana de invierno que pareció devolverle la alegría y el fervor por la vida. Sin embargo, no fueron simplemente las condiciones físicas del entorno las que operaron el cambio. Su propia naturaleza se había revuelto contra el exceso de angustia que había intentado mermar y mutilar la perfección de su calma. Así ocurre siempre con los temperamentos sutiles y delicadamente labrados. Sus intensas pasiones no conocen término medio. O bien matan al hombre o son ellas las que mueren. Los amores y las penas superficiales siguen viviendo. Los grandes amores y las grandes penas son víctimas de su propia plenitud. Además, Dorian se había convencido de que había sido víctima de una imaginación aterrada y empezó a mirar sus temores con algo de pena y con no poco desprecio.
Después del desayuno paseó por el jardín en compañía de la duquesa, tras lo cual cruzó el parque en coche para unirse a la partida de caza. La crujiente escarcha cubría la hierba como una capa de sal. El cielo era una taza invertida de metal azul. Un fino velo de hielo orillaba las aguas salpicadas de juncos del lago.
En el linde del pinar alcanzó a ver a sir Geoffrey Clouston, hermano de la duquesa, en el momento en que sacaba con un golpe seco dos cartuchos usados de su escopeta. Dorian saltó a tierra desde el carro y, tras ordenar al mozo de cuadras que devolviera la yegua a la cuadra, se acercó a su invitado entre los helechos secos y la agreste maleza.
—¿Ha tenido buena caza, Geoffrey? —preguntó.
—No demasiado, Dorian. Me parece que la mayoría de los pájaros han huido a campo abierto. Imagino que las cosas mejorarán después del almuerzo, en cuanto cambiemos de terreno.
Dorian caminó junto a él. El aire intenso e impregnado de aromas, las luces marrones y rojas que brillaban en el bosque, los roncos chillidos de los oteadores resonando de vez en cuando seguidos del brusco estallido de los disparos le fascinaban, colmándole de una deliciosa sensación de libertad. Se sentía dominado por la despreocupación de la libertad y por la inmensa indiferencia que tan solo concede la alegría.
De pronto, desde un pequeño montículo cubierto de hierba vieja situado a unos quince metros por delante de ellos, con las orejas erectas de puntas negras e impulsándose con sus largas patas posteriores, asomó una liebre. Saltó como una flecha hacia un matorral de alisos. Sir Geoffrey se apoyó la escopeta al hombro, pero hubo algo en la elegancia de movimientos del animal que encantó extrañamente a Dorian, que gritó de pronto:
—¡No dispare, Geoffrey! ¡Deje que viva!
—¡Menuda estupidez, Dorian! —dijo su compañero echándose a reír y disparando justo en el momento en que la liebre se adentraba ya en el matorral.
Se oyeron entonces dos gritos, el de la liebre herida, que es sin duda un grito espantoso, y el de un hombre víctima de un dolor espantoso, que es aún peor.
El guarda se acercó corriendo al lugar con un bastón en la mano.
—¿Dónde, señor? ¿Dónde está? —gritó.
En ese mismo instante cesaron todos los disparos.
—Aquí —respondió sir Geoffrey, visiblemente enojado y echando a correr hacia el matorral—. ¿Por qué diantre no reparte mejor a sus hombres? Acaba de estropearme el día de caza.
Dorian les vio adentrarse entre los alisos y apartar las ramas ligeras y oscilantes. Los dos hombres aparecieron instantes después, arrastrando con ellos un cuerpo a la luz del sol. Al verlos, apartó la mirada, horrorizado. De pronto tuvo la sensación de que la mala fortuna le perseguía allí donde iba. Oyó preguntar a sir Geoffrey si el hombre estaba muerto y oyó también la respuesta afirmativa del guarda. El bosque parecía haberse llenado de rostros en cuestión de segundos. Hasta él llegó el rumor sordo de innumerables pisadas y también el de las voces. Un gran faisán con el pecho de color cobre apareció entre un batir de alas en las ramas superiores.
Tras unos momentos que, dado su estado de profunda turbación, fueron para él como largas horas de interminable sufrimiento, Dorian notó una mano en la espalda. Se volvió, sobresaltado.
—Dorian —dijo lord Henry—, será mejor que les diga que la cacería ha terminado por hoy. No estaría bien seguir con ella.
—Ojalá se acabara para siempre, Harry —respondió con amargura—. Todo esto es repugnante y cruel. ¿Está el hombre…?
No pudo terminar la frase.
—Me temo que sí —respondió lord Henry—. Ha recibido el disparo en el pecho. Probablemente ha muerto casi en el acto. Ven, volvamos a la casa.
Caminaron juntos en dirección a la avenida durante unos cincuenta metros sin mediar palabra. Entonces Dorian miró a Henry y, con un profundo suspiro, dijo:
—Es un mal presagio, Harry. Un muy mal presagio.
—¿A qué te refieres? —preguntó lord Henry—. ¡Ah! Supongo que al accidente. Mi querido amigo, no ha podido evitarse. Ha sido culpa del hombre. ¿A quién se le ocurre ponerse delante de una escopeta? Además, esto nada tiene que ver con nosotros. Naturalmente, es bastante desagradable para Geoffrey. Siempre es un contratiempo disparar a los oteadores porque la gente le toma a uno por un tirador descuidado. Y te aseguro que Geoffrey no lo es. Aunque hablar del asunto no solucionará nada.
Dorian negó con la cabeza.
—Es un mal presagio, Harry. Siento que alguno de nosotros va a ser víctima de algo terrible. Quizá yo —añadió, pasándose la mano por los ojos con un gesto de dolor.
El mayor de los dos hombres dejó escapar una carcajada.
—Lo único terrible en el mundo es el , Dorian. Ese es el pecado que no tiene perdón. En cualquier caso, no creo que nosotros vayamos a padecerlo. Eso, claro está, siempre que estos muchachos dejen de hablar de lo ocurrido durante la cena. Tengo que decirles que obvien el tema. En cuanto a los presagios, no existe tal cosa. El destino no se molesta en enviarnos heraldos. Es demasiado sabio o demasiado cruel para ello. Además, ¿qué diantre podría ocurrirte a ti, Dorian? Tienes todo lo que un hombre pueda desear. No hay nadie que no daría cuanto tiene por ocupar tu lugar.
—No hay nadie en el mundo por quien yo no me cambiara en este momento, Harry. Y no, no te rías. Te estoy diciendo la verdad. El desgraciado campesino que acaba de morir es más feliz que yo. No le tengo terror a la Muerte. Lo que me resulta terrible es su llegada. Sus monstruosas alas parecen girar en el denso aire que me rodea. ¡Santo cielo! ¿No ves a un hombre allí, tras los árboles, vigilándome, esperándome?
Lord Henry miró hacia el lugar donde señalaba la mano enguantada y temblorosa de Dorian.
—Sí —respondió con una sonrisa—, veo al jardinero que te aguarda. Supongo que desea preguntarte qué flores quieres para adornar la mesa esta noche. ¡Estás absurdamente nervioso, mi querido amigo! Cuando regresemos a la ciudad quiero que vayas a ver a mi médico.
Dorian dejó escapar un suspiro de alivio al tiempo que veía acercarse al jardinero. El hombre se llevó la mano al sombrero, miró dubitativamente y durante un instante a lord Henry y a continuación sacó una carta que entregó a su señor.
—Su Excelencia me ha ordenado que espere una respuesta —murmuró.
Dorian se metió la carta en el bolsillo.
—Dígale a su Excelencia que ahora mismo voy —fue su fría respuesta. El hombre giró sobre sus talones y regresó apresuradamente a la casa.
—¡Hay que ver lo aficionadas que son las mujeres a hacer cosas peligrosas, Dorian! —dijo lord Henry entre risas—. Es una de sus cualidades que más admiro. Una mujer es capaz de flirtear con cualquiera siempre que haya alguien mirándola.
—¡Y hay que ver lo aficionado que eres a decir cosas peligrosas, Harry! Aunque en este caso te equivocas de medio a medio. Me gusta mucho la duquesa, pero no la amo.
—Y la duquesa te quiere mucho, pero no le gustas demasiado, de modo que hacéis una pareja perfecta.
—Eso son habladurías, Harry, y te aseguro que no hay en ellas base para el escándalo.
—La base de todo escándalo es una certeza inmoral —dijo lord Henry encendiendo un cigarrillo.
—Tú sacrificarías a cualquiera por un epigrama, Harry.
—El mundo acude al altar por su propio pie —fue la respuesta.
—Cuánto lamento no poder amar —dijo Dorian Gray con un profundo patetismo en la voz—. Tengo la impresión de haber perdido la pasión y de que he olvidado también el deseo. Estoy demasiado concentrado en mí mismo. Mi propia personalidad se ha convertido para mí en una carga. Quiero escapar, huir, olvidar. Ha sido una estupidez venir aquí. Creo que enviaré un cable a Harvey para que tenga el yate a punto. A bordo de un yate siempre estamos a salvo.
—¿A salvo de qué, Dorian? Te noto preocupado. ¿Por qué no me dices qué te ocurre? Sabes que te ayudaría.
—No puedo contártelo, Harry —respondió Dorian con voz triste—. Y creo además que son solo imaginaciones mías. Este desafortunado accidente me ha trastornado. Tengo el horrible presentimiento de que algo semejante puede ocurrirme.
—¡Bobadas!
—Eso espero, pero no puedo evitar sentirlo así. ¡Ah! Aquí llega la duquesa, como la mismísima Artemisa con un vestido a medida. Como verá, ya hemos vuelto, duquesa.
—Acabo de enterarme de lo ocurrido, señor Gray —respondió la dama—. El pobre Geoffrey está terriblemente conmocionado. Y al parecer le pidió usted que no disparara a la liebre. ¡Qué curioso!
—Sí, muy curioso. No sé qué me impulsó a pedírselo. Supongo que un simple capricho. Me pareció un animalillo encantador. Pero lamento que le hayan contado lo del hombre. Es un asunto espantoso.
—Y aburridísimo —intervino lord Henry—, pues carece del menor asomo de valor psicológico. Aunque ¡qué interesante sería si Geoffrey hubiera actuado a propósito! Me encantaría conocer a alguien que hubiera cometido un auténtico asesinato.
—¡Qué cosas tan horrendas dices, Harry! —exclamó la duquesa—. ¿No le parece, señor Gray? Harry, el señor Gray vuelve a encontrarse mal. Está a punto de desmayarse.
Dorian se rehízo no sin un gran esfuerzo y sonrió.
—No es nada, duquesa —murmuró—. Tengo los nervios destrozados, solo eso. Me temo que he caminado demasiado lejos esta mañana. No he oído lo que ha dicho Harry. ¿Tan malo era? Deberá repetírmelo en otra ocasión. Ahora creo que iré a acostarme. ¿Me disculpan?
Habían llegado a la gran escalinata que subía desde el invernadero a la terraza. Cuando la puerta de cristal se cerró tras Dorian, lord Henry se volvió a mirar a la duquesa con ojos somnolientos.
—¿Estás muy enamorada de él? —preguntó.
La duquesa tardó unos instantes en responder mientras perdía la mirada en el paisaje.
—Ojalá lo supiera —dijo por fin.
Lord Henry negó con la cabeza.
—El conocimiento sería sin duda fatal. Es la incertidumbre lo que nos seduce. La bruma hace que las cosas parezcan maravillosas.
—Nos podemos extraviar en ella.
—Todos los caminos llevan al mismo lugar, mi querida Gladys.
—¿Y cuál es ese lugar?
—La desilusión.
—Ese fue precisamente mi en la vida —suspiró la duquesa.
—Te llegó coronada.
—Estoy harta de las hojas de la fresa que adornan mi corona.
—Te sientan bien.
—Solo en público.
—Las echarías de menos —dijo lord Henry.
—No pienso desprenderme de uno solo de sus pétalos.
—Monmouth tiene orejas.
—La vejez es dura de oído.
—¿Jamás se ha puesto celoso?
—Ojalá hubiera sido así.
Harry miró a su alrededor en busca de algo.
—¿Qué buscas? —preguntó ella.
—El botón de tu florete. Se te ha caído.
La duquesa se rió.
—Todavía conservo la máscara.
—Te hace los ojos aun más hermosos si cabe —fue la respuesta de lord Henry.
Ella volvió a reírse. Sus dientes asomaron como semillas blancas en una fruta escarlata.
Arriba, en su habitación, Dorian Gray descansaba reclinado en un sofá con el terror hormigueando en cada fibra de su cuerpo. De pronto la vida se había convertido para él en una carga demasiado espantosa. La terrible muerte del desafortunado oteador, cazado en el matorral como una bestia salvaje, parecía haberle anunciado su propia muerte. A punto había estado de desmayarse al oír el comentario casual y un tanto cínico de lord Henry.
Tocó la campanilla a las cinco y en cuanto su criado apareció le ordenó que hiciera su equipaje para que pudiera tomar el expreso nocturno que llevaba a la ciudad y que tuviera la berlina en la puerta a las ocho y media. Estaba decidido a no pasar una noche más en Selby Royal. Aquel era un lugar preñado de malos augurios. La muerte caminaba allí a la luz del sol. La hierba del bosque estaba manchada de sangre.
Entonces escribió una nota a lord Henry, diciéndole que volvía a la ciudad para consultar a su médico y pidiéndole que se encargara de atender a sus invitados durante su ausencia. Cuando la metía en el sobre, llamaron a la puerta y el camarero le informó de que el guardabosques deseaba verle. Dorian frunció el ceño y se mordió el labio.
—Hazle pasar —masculló después de unos instantes de vacilación.
En cuanto el hombre entró Dorian sacó su talonario de un cajón y lo extendió ante él.
—Supongo que tu visita obedece al desafortunado incidente de esta mañana, ¿no es así, Thorton? —preguntó cogiendo una pluma.
—Sí, señor —fue la respuesta del guardabosques.
—¿Está casado el pobre hombre? ¿Tenía a alguien a su cargo? —preguntó Dorian sin ocultar su aburrimiento—. De ser así, no quisiera que les faltara de nada y les mandaré la cantidad de dinero que estimes necesaria.
—No sabemos quién es, señor. Por eso me he tomado la libertad de venir a verle.
—¿Que no sabéis quién es? —dijo Dorian sin demasiado interés—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿No era acaso uno de tus hombres?
—No, señor. No le había visto antes. Parece un marinero, señor.
A Dorian se le cayó la pluma de la mano y de pronto sintió como si el corazón hubiera dejado de latirle en el pecho.
—¿Marinero? —gritó—. ¿Has dicho marinero?
—Sí, señor. Por su aspecto, debía de ser marinero. Tenía tatuados los brazos y esas cosas.
—¿Llevaba algo encima? —dijo Dorian, inclinándose hacia delante y mirando al hombre con ojos asustados—. ¿Algo con su nombre?
—Algo de dinero, señor… no mucho. Y un revólver de seis balas. No había ningún nombre. Un tipo de aspecto decente, señor, aunque tosco. Creemos que era marinero.
Dorian se levantó de un salto. Vio revolotear ante sus ojos una terrible esperanza que no dudó en atrapar con un gesto enloquecido.
—¿Dónde está el cuerpo? —exclamó—. ¡Deprisa! Tengo que verlo ahora mismo.
—Está en un establo vacío de la granja, señor. A la gente no le gusta tener esa clase de cosas en casa. Dicen que los cadáveres traen mala suerte.
—¡En la granja! Ve allí enseguida y espérame. Y di a uno de los mozos de cuadras que traigan mi caballo. No, es igual. Iré yo mismo a los establos. Así ganaré tiempo.
No había pasado ni un cuarto de hora y Dorian Gray galopaba veloz por la larga avenida. Los árboles pasaban a su lado en espectral procesión y un bosque de sombras parecía cruzarse en su camino. A punto estuvo de caer al suelo cuando la yegua se desvió bruscamente al esquivar un poste blanco. Dorian le cruzó el cuello con la fusta y el animal surcó el aire oscuro de la noche como una flecha, haciendo volar las piedras con los cascos.
Por fin llegó a la granja. Encontró a dos hombres que haraganeaban en el patio. Dorian saltó al suelo y le arrojó las riendas del caballo a uno de ellos. Vio brillar la luz en el establo más alejado. De pronto sintió como si algo le dijera que era allí donde estaba el cadáver. Corrió hasta la puerta y puso la mano en el pestillo que la mantenía cerrada.
Esperó durante un segundo mientras pensaba que estaba a punto de hacer un descubrimiento que podía salvarle o destruirle la vida. Después abrió de golpe la puerta y entró.
Al fondo del establo, sobre un montón de sacos vacíos, yacía el cadáver de un hombre vestido con una camisa ordinaria y pantalón azul. Un pañuelo sucio le cubría el rostro. Junto a él chisporroteaba una vela de sebo ensartada en una botella.
Dorian Gray se estremeció. Se vio incapaz de levantar el pañuelo con su propia mano y llamó a uno de los mozos para que lo hiciera.
—Quítale eso de la cara. Quiero verle —dijo apoyándose en el quicio de la puerta.
Cuando el mozo así lo hizo, Dorian dio un paso adelante. Un grito de alegría se abrió paso entre sus labios. El hombre que había muerto en el matorral era en efecto James Vane.
Se quedó allí unos minutos, mirando el cadáver. Cuando volvía a casa a lomos de su caballo, tenía los ojos velados por las lágrimas, pues sabía que estaba a salvo.