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A la mañana siguiente, mientras desayunaba, Dorian hizo pasar al salón a Basil Hallward.
—No sabes cuánto me alegra haberte encontrado en casa, Dorian —dijo muy serio el pintor—. Pasé por aquí anoche y me dijeron que estabas en la ópera. Ni que decir tiene que supe enseguida que eso era del todo imposible, pero me habría gustado que hubieras dejado dicho dónde estabas realmente. He pasado una noche espantosa, temiendo que una tragedia hubiera llevado a otra. Podrías haberme telegrafiado en cuanto lo supiste. Me enteré por casualidad al leer lo ocurrido en la última edición del cuando estaba en el club. Vine enseguida y sentí muchísimo no encontrarte. No hay palabras que describan la pena que siento por lo ocurrido. Pero ¿dónde estabas? ¿Fuiste a ver a la madre de la joven? Por un instante a punto estuve de ir a buscarte allí. La dirección aparecía en el periódico. Está por Euston Road, ¿verdad? Pero no quise importunar un dolor que no tenía modo de aliviar. ¡Pobre mujer! ¡Debe de estar deshecha! ¡Y su única hija! ¿Cómo se lo ha tomado?
—¿Y cómo podría saberlo yo, mi querido Basil? —murmuró Dorian Gray tomando un sorbo de un vino amarillento de una delicada copa de cristal veneciano tachonada de pequeñas burbujas doradas con expresión de profundo aburrimiento—. Estaba en la ópera. Deberías haber venido. Conocí a lady Gwendolen, la hermana de Harry. Estuvimos en su palco. Es una mujer encantadora, y la Patti cantó divinamente. No hables de cosas desagradables. Si no se habla de algo, es que jamás ha ocurrido. Como bien dice Harry, es solo la expresión lo que da realidad a las cosas. Y deja que te diga que la joven en cuestión no era hija única. Según creo había también un hijo, un muchacho encantador. Aunque no se dedica al teatro. Es marinero o algo así. Y ahora cuéntame de ti y de lo que estás pintando.
—¿Que fuiste a la ópera? —dijo Hallward hablando muy despacio y con una crispada sombra de dolor en la voz—. ¿Fuiste a la ópera mientras el cadáver de Sibyl Vane yacía en un sórdido cuartucho? ¿Cómo puedes hablarme de lo encantadoras que encontraste a otras mujeres o de lo divinamente que cantó la Patti antes incluso de que la muchacha a la que amabas repose en el silencio de la tumba? ¡Diantre, hombre, la de auténticos horrores que le aguardan a ese blanco cuerpecillo!
—¡Basta, Basil! —exclamó Dorian, poniéndose en pie—. No me hables así. Lo hecho, hecho está. Y el pasado, pasado.
—¿Llamas pasado al día de ayer?
—¿Y qué tiene que ver con ello el lapso de tiempo que haya podido transcurrir desde entonces? Solo la gente superficial precisa del paso de los años para poder superar una emoción. Un hombre que se jacta de ser amo de sí mismo puede poner fin a su propio pesar tan fácilmente como puede inventar un placer. No deseo verme a merced de las emociones, sino utilizarlas, disfrutar de ellas y dominarlas.
—¡Pero eso es horrible, Dorian! Algo te ha transformado completamente. Aparentemente sigues siendo el mismo joven maravilloso que, un día tras otro, solía venir a mi estudio a posar para su retrato. Pero en aquel entonces eras un hombre sencillo, natural y afectuoso. Eras la criatura menos viciada del mundo. No sé qué te ha ocurrido. Hablas como si no tuvieras corazón, como si no tuvieras compasión. Todo esto es influencia de Harry. Ya lo veo.
El joven se sonrojó, se acercó a la ventana y contempló durante unos instantes el jardín verde y parpadeante bajo los oscilantes rayos del sol.
—Le debo mucho a Harry, Basil —dijo por fin—. Más que a ti. Tú simplemente me enseñaste a ser vanidoso.
—Vaya, y estoy siendo castigado por ello, Dorian… o lo seré algún día.
—No sé a qué te refieres, Basil —exclamó, volviéndose a mirarle—. Y no sé tampoco qué es lo que quieres. ¿Qué quieres?
—Quiero al Dorian Gray al que pintaba —fue la triste respuesta del pintor.
—Llegas demasiado tarde, Basil —dijo el muchacho, acercándose a él y poniéndole la mano en el hombro—. Ayer, cuando me enteré de que Sibyl Vane se había quitado la vida…
—¿Que se ha quitado la vida? ¡Santo cielo! ¿Estás totalmente seguro de que eso es cierto? —exclamó a su vez Hallward, mirándole con una expresión de horror.
—Mi querido Basil. ¿No creerás que se trata de un simple accidente? Por supuesto que se ha quitado la vida.
El pintor se cubrió el rostro con las manos.
—¡Qué espanto! —murmuró al tiempo que le recorría un escalofrío.
—No —dijo Dorian Gray—, no tiene nada de espantoso. Es una de las grandes tragedias románticas de nuestro tiempo. Como norma general, los actores y actrices llevan vidas de lo más vulgares. Son buenos maridos o fieles esposas, o algo así de aburrido. Ya me entiendes: la virtud típica de la clase media y esas cosas. ¡Qué distinta era Sibyl! Vivió su mejor tragedia. Siempre fue una heroína. La última noche que salió a escena (la noche que tú la viste) actuó mal porque había descubierto la realidad del amor. Murió al conocer su falsedad como lo habría hecho la propia Julieta. Regresó una vez más a la esfera del arte. Había algo de mártir en ella. Su muerte contiene toda la patética futilidad del martirio, y toda su malgastada belleza. Sin embargo, como te decía, no debes pensar en ningún momento que no he sufrido. Si hubieras venido ayer en un instante en concreto (quizá alrededor de las cinco y media, o a las seis menos cuarto) me habrías encontrado hecho un mar de lágrimas. Ni siquiera el propio Harry, que estuvo aquí y que de hecho fue quien vino a darme la noticia, tenía la menor idea del momento que estaba pasando. Sufrí inmensamente. Después, el dolor desapareció. Soy incapaz de repetir una emoción. Eso es algo que tan solo pueden hacer los sentimentales. Y estás siendo terriblemente injusto conmigo, Basil. Has venido a consolarme. Es muy amable de tu parte. Y al llegar descubres que ya he encontrado consuelo y eso te enfurece. ¡Qué poco compasivo! Me recuerdas una historia que me contó Harry sobre cierto filántropo que dedicó veinte años de su vida a intentar reparar un agravio o intentando modificar alguna ley injusta, ahora no recuerdo exactamente qué. Al final se salió con la suya y la decepción fue insuperable. No tenía nada que hacer, a punto estuvo de morir de y terminó convertido en un auténtico misántropo. Y, además, mi querido Basil, si realmente deseas consolarme, enséñame mejor a olvidar lo ocurrido o a verlo desde un punto de vista artístico adecuado. ¿No fue acaso Gautier quien escribía a menudo sobre ? Recuerdo haber hojeado un día en tu estudio un pequeño ejemplar encuadernado en pergamino en el que por casualidad di con esa deliciosa frase. En fin, nada tengo en común con ese joven del que me hablaste cuando estuvimos juntos en Marlow. Me refiero al muchacho que decía que el satén amarillo podía consolarnos por todas las desgracias de la vida. Yo adoro las cosas hermosas que podemos tocar y manejar. Los viejos brocados, los verdes bronces, los muebles lacados, los labrados marfiles, los paisajes exquisitos, el lujo, la pompa… es mucho lo que puede extraerse de todo ello. Sin embargo, el temperamento artístico que crean, o que revelan al menos, es a mis ojos más importante. Convertirnos en espectadores de nuestra propia vida, como bien dice Harry, equivale a escapar al sufrimiento que esta encierra. Sé que te sorprende oírme hablar así. Aún no eres consciente de hasta qué punto he evolucionado. No era más que un simple colegial cuando me conociste. Ahora, soy todo un hombre. Me habitan nuevas pasiones, nuevos pensamientos y también nuevas ideas. Pero no debería menguar por ello el afecto que sientes hacia mí. A pesar de que he cambiado, serás siendo siempre mi amigo. Naturalmente, le tengo un gran aprecio a Harry, pero en el fondo sé que tú eres mejor que él. No más fuerte, pues temes demasiado a la vida; pero sí mejor. ¡Y qué felices hemos sido juntos! No me abandones, Basil, y no discutas conmigo. Soy lo que soy. Y no tengo nada más que decir.
El pintor estaba extrañamente conmovido. Sentía un infinito cariño por el muchacho, cuya personalidad había sido el gran punto de inflexión en su arte. No soportaba la idea de seguir haciéndole blanco de sus reproches. Al fin y al cabo, la indiferencia de Dorian era con toda probabilidad un estado de ánimo pasajero. Había en él demasiada bondad y demasiada nobleza.
—Bueno, Dorian —dijo por fin con una triste sonrisa—. A partir de ahora, no volveré a mencionarte este espantoso suceso. Solo confío en que no se mencione tu nombre en ningún momento en relación con él. La vista tendrá lugar esta tarde. ¿Te han citado?
Dorian negó con la cabeza y la palabra «vista» pareció provocarle una momentánea expresión de fastidio. Todas esas cuestiones se le antojaban tremendamente vulgares.
—No saben cómo me llamo —contestó.
—Pero ella sí debía de saberlo, ¿no?
—Tan solo mi nombre de pila, y tengo la certeza de que jamás se lo dijo a nadie. En una ocasión me dijo que todos sentían una enorme curiosidad por saber quién era y que ella se limitaba a decirles que mi nombre era Príncipe Azul. Toda una gentileza de su parte. Deberías dibujarme un retrato de Sibyl, Basil. Me gustaría conservar algo más de ella que el simple recuerdo de unos cuantos besos y de unas patéticas palabras.
—Lo intentaré, Dorian, si eso ha de complacerte. Pero tendrás que venir a posar para mí. Sin ti no puedo seguir.
—No puedo volver a posar para ti, Basil. ¡Imposible! —exclamó sobresaltado Dorian.
El pintor clavó en él la mirada.
—¡Bobadas! —replicó—. ¿Quiere eso decir que no te gusta tu retrato? ¿Dónde está? ¿Por qué lo has ocultado tras el biombo? Déjame verlo. Es mi mejor pieza. Retira el biombo, Dorian. Es simplemente vergonzoso que tu criado esconda de este modo mi obra. En cuanto he entrado la sala me ha parecido distinta.
—Mi criado nada tiene que ver con ello, Basil. Como imaginarás, no le permito que sea él quien organice la disposición de mi habitación. A veces me coloca las flores… pero nada más. No, he sido yo. La luz era demasiado intensa para el retrato.
—¡Demasiado intensa! Nada de eso, mi querido amigo. Es un lugar admirable para él. Déjame verlo.
Y Hallward se dirigió hacia el rincón de la estancia.
Un grito de espanto brotó de labios de Dorian Gray, que se interpuso apresuradamente entre el pintor y el biombo.
—Basil —dijo, muy pálido—. No debes mirarlo. No quiero que lo hagas.
—¡Que no mire mi propia obra! No hablarás en serio. ¿Y por qué no iba a mirarla? —exclamó Hallward echándose a reír.
—Si intentas hacerlo, Basil te doy mi palabra de honor que jamás volveré a dirigirte la palabra mientras viva. Hablo muy en serio. No pienso darte ninguna explicación y te prohíbo que me la pidas. Pero recuerda: si tocas el biombo, todo habrá terminado entre nosotros.
Hallward estaba perplejo. Miró a Dorian Gray, incapaz de ocultar su sorpresa. Jamás le había visto así. El muchacho estaba pálido de rabia. Tenía los puños cerrados y sus pupilas eran como dos discos de fuego azul. Temblaba de la cabeza a los pies.
—¡Dorian!
—¡No digas nada!
—Pero ¿qué ocurre? Por supuesto que no lo miraré si tú no quieres —dijo Hallward muy frío, girando sobre sus talones y dirigiéndose de nuevo hacia la ventana—. Pero me resulta tremendamente absurdo no poder ver mi propia obra, sobre todo porque pienso exponerla en París el otoño que viene. Probablemente tenga que darle otra capa de barniz antes, de modo que algún día tendré que verla. ¿Por qué no hoy?
—¡Exponerla! ¿Quieres exponerla? —exclamó Dorian Gray, presa de una extraña sensación de terror.
¿Acaso iba el mundo a contemplar su secreto? ¿Iba la gente a quedarse boquiabierta ante el misterio de su vida? Eso era imposible. Tenía que hacer algo de inmediato, aunque todavía no sabía qué.
—Sí. Supongo que no te opondrás. Georges Petit va a reunir mis mejores cuadros para una exposición especial en la Rue de Sèze que se inaugurará la primera semana de octubre. El retrato estará fuera solo un mes. No creo que te represente demasiado esfuerzo prescindir de él durante ese tiempo. De hecho, seguro que no estarás en la ciudad. Además, si siempre lo tienes oculto tras un biombo, será que tampoco te interesa tanto.
Dorian Gray se pasó la mano por la frente. La tenía perlada de gotas de sudor. Se sentía al borde de un horrible peligro.
—Hace un mes me dijiste que jamás lo expondrías —casi gritó—. ¿Qué te ha llevado a cambiar de idea? Los que os jactáis de ser personas equilibradas sufrís tantos cambios de humor como cualquiera. La única diferencia es que vuestros cambios de humor carecen por completo de sentido. Espero que no habrás olvidado que me aseguraste con la más absoluta solemnidad que nada en el mundo podría inducirte a mandar el retrato a una exposición. Y lo mismo le dijiste a Harry.
Guardó silencio bruscamente y un rayo de luz le iluminó los ojos. Se acordó entonces de lo que lord Henry le había dicho en una ocasión, medio en serio, medio en broma. «Si quieres vivir un extraño cuarto de hora, pídele a Basil que te explique por qué no expondrá tu cuadro. Cuando me lo dijo, fue para mí una auténtica revelación». Sí, quizá también Basil tenía su secreto. Se lo preguntaría e intentaría descubrirlo.
—Basil —dijo, acercándose mucho a él y mirándole a los ojos—. Todos tenemos un secreto. Cuéntame el tuyo y yo te contaré el mío. ¿Por qué te negabas a exponer mi cuadro?
El pintor se estremeció a pesar de sí mismo.
—Si te lo contara, Dorian, me tendrías en menos estima y te reirías de mí. No soportaría que hicieras ninguna de las dos cosas. Si deseas que no vuelva a mirar tu cuadro, que así sea. Siempre podré mirarte a ti. Si deseas ocultar al mundo mi mejor obra, me doy por satisfecho con tu decisión. Tu amistad es para mí más preciosa que la fama o la reputación.
—No, Basil. Debes contármelo —insistió Dorian Gray—. Tengo derecho a saberlo.
El terror que le había embargado se había desvanecido, reemplazado por fin por la curiosidad. Estaba plenamente decidido a descubrir el misterio que ocultaba Basil Hallward.
—Sentémonos, Dorian —dijo el pintor con semblante preocupado—. Sentémonos. Y respóndeme a una pregunta. ¿Has percibido algo curioso en el cuadro? ¿Algo que en un principio pasara desapercibido a tus ojos pero que de pronto te ha sido revelado?
—¡Basil! —exclamó el muchacho, aferrándose a los brazos de la silla con manos temblorosas y mirándole fijamente con ojos perplejos y enloquecidos.
—Ya veo que sí. No digas nada. Espera a oír lo que tengo que decirte. Desde el momento en que te vi, Dorian, tu personalidad ejerció sobre mí una extraordinaria influencia. De pronto me sentí dominado en cuerpo, mente y alma por ti. Te convertiste en la encarnación invisible de ese ideal invisible cuya memoria atormenta al pintor como un sueño exquisito. Te idolatraba. Sentía celos de todos aquellos con los que te veía hablar. Deseaba tenerte solo para mí y solo era feliz cuando estaba contigo. Si no estabas a mi lado, seguías presente en mi arte… Ni que decir tiene que jamás te dije ni una sola palabra al respecto. Habría sido imposible. No lo habrías entendido. De hecho, yo tampoco lo entendía. Simplemente sabía que había mirado cara a cara a la perfección y que el mundo se había vuelto hermoso a mis ojos… quizá demasiado, pues hay una sombra de peligro en semejantes arrebatos de incontenida idolatría, el peligro de perderlos, que no es menor que el de conservarlos. Pasaron las semanas y con el tiempo sucumbía más y más a tu hechizo, cada vez más absorto en él. Entonces tuvo lugar un nuevo acontecimiento. Te había pintado encarnando a Paris con su elegante armadura; a Adonis, con su capa de cazador y su bruñida lanza de caza; coronado con una profusión de flores de loto habías posado sentado en la proa de la barcaza de Adriano, contemplando la orilla opuesta de las aguas verdes y turbias del Nilo; inclinado sobre el estanque de quieta superficie de un bosque griego, viendo el prodigio de tu propio rostro en la silenciosa plata del agua. Y todo ello había sido lo que debe ser el arte: inconsciente, ideal y remoto. Un día, a veces pienso que fue un día fatal, decidí pintar un retrato de ti como eres en realidad, no con los ropajes de tiempos pasados sino tal y como vistes ahora y en el tiempo en el que vives. No sabría decirte si debido al Realismo del método o a la simple maravilla de tu personalidad, presentada ante mí sin velo ni neblina alguna. Lo que sí sé es que mientras trabajaba en él, era como si cada pequeña pincelada y cada capa de color pareciera revelar mi secreto. Poco a poco me asaltó el temor de que mi idolatría quedara al descubierto. Sentí que había contado demasiado, Dorian, que había puesto demasiado de mí en tu retrato. Fue entonces cuando decidí que jamás lo expondría. Te molestaste un poco, aunque en ese momento no podías saber lo mucho que significaba para mí. Harry, con quien compartí lo que me ocurría, se rió de mí. Pero no me importó. Cuando el cuadro estuvo por fin terminado y me senté a solas delante de él, sentí que había tomado la decisión acertada… Bueno, pocos días después el retrato abandonó mi estudio y, en cuanto me vi libre de la intolerable fascinación de su presencia, tuve la sensación de que había sido un estúpido al imaginar que había visto algo en él, más allá del hecho de que tú eras extremadamente apuesto y de que yo podía pintar. Incluso ahora no puedo evitar la sensación de que es un error pensar que la pasión que nos embarga durante el proceso creativo queda reflejada en la obra que creamos. El arte es siempre más abstracto de lo que imaginamos. La forma y el color nos hablan tan solo de la forma y del color… eso es todo. A menudo tengo la impresión de que el arte oculta al artista mucho más de lo que puede llegar a desvelarle. De ahí que cuando recibí esta oferta de París decidiera convertir tu retrato en la obra principal de la exposición. Jamás se me pasó por la cabeza la posibilidad de que te negaras. Ahora veo que tienes razón. El cuadro no puede exponerse. No te enfades conmigo por lo que te he dicho, Dorian. Como le dije a Harry en una ocasión, tú has nacido para ser adorado.
Dorian dejó escapar un prolongado suspiro. El color volvió a teñirle las mejillas y una sonrisa asomó a sus labios. El peligro había pasado. De momento, estaba a salvo. Aun así, no podía dejar de sentir una infinita lástima por el pintor que acababa de hacerle esa extraña confesión al tiempo que se preguntaba si en algún momento llegaría a sentirse dominado de aquel modo por la personalidad de un amigo. Lord Henry tenía el encanto de ser muy peligroso, pero eso era todo. Era asimismo demasiado inteligente y demasiado cínico para despertar auténtica estima en los demás. ¿Habría alguien capaz de despertar en él una extraña idolatría como aquella? ¿Sería esa una de las experiencias que la vida le tenía reservada?
—Me resulta del todo extraordinario que hayas visto eso en el retrato, Dorian —dijo Hallward—. ¿De verdad lo has percibido?
—Algo he visto en él, sí —respondió—. Algo que me ha parecido muy curioso.
—Bien. En ese caso, ¿te importa si lo veo ahora?
Dorian negó con la cabeza.
—No debes pedirme eso, Basil. No puedo permitirte de ningún modo que contemples el cuadro.
—Pero podré hacerlo algún día, ¿verdad?
—Jamás.
—Bien, quizá tengas razón. Adiós, Dorian. Has sido la única persona que realmente ha ejercido alguna influencia sobre mi arte. Te debo todo lo bueno que haya podido hacer. Ah, no sabes cuánto me ha costado contarte lo que acabo de contarte.
—Querido Basil —dijo Dorian—, ¿y qué es lo que me has contado? Simplemente que creías admirarme demasiado. Ni siquiera es un cumplido.
—No pretendía que lo fuera. Ha sido una confesión. Ahora que la he hecho, tengo la sensación de que algo ha desaparecido. Quizá la adoración no debería jamás expresarse con palabras.
—Ha sido una confesión harto decepcionante.
—¿Y qué esperabas, Dorian? ¿Acaso has visto algo más en el cuadro? ¿Había en él algo más que ver?
—No, nada más. ¿Por qué lo preguntas? Pero no hables de adoración. Eso no es más que una estupidez. Tú y yo somos amigos, Basil, y debemos serlo siempre.
—Tienes a Harry —dijo el pintor sin disimular su tristeza.
—¡Oh, Harry! —exclamó el muchacho dejando escapar una carcajada—. Harry se pasa el día diciendo cosas increíbles y las noches haciendo cosas improbables. Justo la suerte de vida que me gustaría llevar. Aun así, no creo que acudiera a Harry si tuviera algún problema. Antes acudiría a ti, Basil.
—¿Volverás a posar para mí?
—¡Imposible!
—Destrozas mi vida de pintor con tu negativa, Dorian. No hay hombre en el mundo que haya encontrado dos ideales. Y son muy pocos los que han dado con uno.
—No puedo explicártelo, Basil, pero no debo volver a posar para ti. Todo retrato tiene algo de fatídico. Una vida propia. Pasaré a tomar el té por tu casa. Eso será igualmente agradable.
—Supongo que será más agradable para ti —murmuró apesadumbrado Hallward—. Y, ahora, adiós. Me duele que no me permitas volver a ver el cuadro. Pero qué se le va a hacer. Entiendo muy bien lo que sientes.
Cuando el pintor abandonó la habitación, Dorian sonrió para sus adentros. ¡Pobre Basil! ¡Qué poco imaginaba el auténtico motivo de su negativa! ¡Y que extraño que, en vez de haberse visto obligado a desvelar su secreto, hubiera logrado, casi por casualidad, arrancarle uno a su amigo! ¡Cuántas cosas explicaba tan singular confesión! Los absurdos arrebatos de celos del pintor, su furiosa devoción, los exagerados panegíricos y sus no menos curiosas reservas. Por fin lo entendía todo, y sintió lástima por él. Se le ocurrió que una amistad tan teñida por el romance como aquella tenía algo de trágico.
Suspiró e hizo sonar la campanilla. El retrato debía permanecer oculto a toda costa. No tenía la menor intención de volver a correr el riesgo de ser descubierto. Había sido una auténtica estupidez haber permitido que el lienzo estuviera, aunque fuera solo durante una hora, en una estancia a la que tenían acceso sus amigos.