El ermitaño

Capítulo quinto

Capítulo quinto

De pronto, el viejo ermitaño cesó de hablar y aplicó ambas manos, con los dedos extendidos, sobre el suelo arenoso que se hallaba a su lado. Ligeramente, esos dedos sensibles tomaron contacto con el suelo. Él se concentró un momento y, después, dijo: «A no tardar, recibiremos una visita». El joven monje, con los ojos mirando al anciano, le formuló una pregunta muda. ¿Un visitante? ¿Cuál podía llegar hasta allí? ¿Cómo el anciano podía estar tan seguro? Nada se había oído, ningún cambio en las voces de la naturaleza fuera de la cueva. Porque tal vez diez minutos estuvieron ambos sentados y tiesos, expectantes.

Súbitamente, el óvalo iluminado que daba entrada a la cueva se ennegreció progresivamente. «¿Estáis aquí, ermitaño?, —chilló una voz aguda—. ¡Vaya! ¿Por qué los ermitaños tienen que vivir en tan oscuras y alejadas soledades?». Dentro de la cueva, se presentó un monje, bajito y grueso que llevaba un saco sobre sus espaldas. «Os he traído un poco de té y cebada, —dijo—. Era para el eremitorio de las lejanías; pero ellos, ya ellos se encontraban abastecidos; y yo no quiero regresar con la carga». Con gesto de satisfacción, se quitó el saco de la espalda y lo dejó caer al suelo. Luego, como un hombre cansado, se dejó caer sentado, al suelo, con la espalda contra la pared. ¡Vaya desaliñado!, pensó el joven monje; ¿por qué no se sienta correctamente, como es debido? Mas, en el acto, halló la respuesta: el otro monje estaba imposibilitado, por su gordura, de sentarse cruzando las piernas de ningún modo.

El viejo ermitaño le habló amablemente: «¡Muy bien! ¿Qué noticias nos traes? ¿Qué pasa por el mundo?. —El monje mensajero, quejándose y jadeando, le respondió—: Quisiera que me dieses alguna medicina para curar esta gordura mía. En Chakpori, me dijeron que tengo perturbaciones glandulares pero no me dieron nada para que pudiese curármelas». Sus ojos, ahora adaptados a la profunda oscuridad de la cueva —⁠después de haber venido de una brillante luz solar⁠— miraron a su alrededor. «¡Ah! Veo que tenéis aquí el Joven Monje —⁠exclamó⁠—. ¿Cómo se porta? ¿Es tan brillante como dicen?».

Sin aguardar respuesta, continuó diciendo: «Una caída de rocas, hace unos días. El ermitaño de la ermita más lejana fue atrapado por una roca y cayó al precipicio. Ha sido pasto de los buitres. —Se desternillaba de risa ante la idea—. El solitario de la cueva, entonces se murió de sed. Sólo había dos. El ermitaño en propiedad y él, que se emparedó. Sin agua, no hay vida. ¿No es así?».

El joven monje permanecía silencioso, pensando en los eremitas solitarios. Hombres raros que han sentido una «llamada» que les conduce a retirarse de todo y cualquier contacto con el mundo del Hombre. Acompañado por un monje voluntario, el tal «solitario» caminaría por los flancos de la montaña hasta encontrar una ermita abandonada. Allí, el «solitario» penetraría en una habitación interior sin ventanas. Su guardián voluntario levantaría una pared, de manera que el eremita jamás pudiese abandonar su habitación. En el muro había sólo una abertura suficiente para que pasase un cuenco. A través de ésta, cada dos días, se le pasaría al solitario un cuenco de agua de una fuente vecina, en la montaña, y un puñado de grano. Ni una franja de luz entraría en la estancia del eremita durante el resto de su vida. Nunca jamás hablaría con nadie, ni nadie le hablaría a él. Allí, tanto como viviese, estaría en contemplación, liberando el cuerpo astral del físico y viajando lejos, en los planos astrales.

Ninguna enfermedad ni cambio de decisión alguna le aseguraría su liberación. Fuera de la habitación sellada, el ermitaño podía vivir y tener su propia existencia, procurando siempre que ningún mundanal ruido llegara hasta el solitario emparedado. Mas, en el caso de que el compañero enfermase o muriese, o se despeñase por la montaña, entonces el eremita forzosamente tenía que morir, generalmente de sed. En su pequeña estancia, sin calefacción alguna por crudo que fuese el tiempo, el eremita tenía su habitación. Un cuenco de agua para dos días. Agua fría, jamás calentada, nada de té, tan sólo el agua glacial que sale de las heladas faldas de la montaña. Nada de comida caliente. Un puñado de cebada para dos días. Al principio, los tormentos del hambre debían ser tremendos, cuando el estómago se contraía. Las torturas de la sed serían aún peores. El cuerpo se deshidrataría, volviéndose quebradizo. Los músculos se entumecerían y desaparecerían, atacados por la falta de manjar, de agua y de ejercicio. Las funciones normales del cuerpo casi cesarían, a medida que se tomasen menos agua y comida. Pero el eremita jamás abandonaría su estancia. Todo cuanto debiese ser hecho, todo cuanto la Naturaleza le obligase a cumplir, tenía que suceder en un rincón de la habitación donde el tiempo y el frío redujesen sus despojos a glaciales cenizas.

Primero desaparecería el sentido de la vista. De momento se producirían inútiles esfuerzos contra la oscuridad. La imaginación, en sus fases iniciales, proporcionaría algunas claridades; casi auténticas y luminosos «escenas». Las pupilas se dilatarían progresivamente y, al propio tiempo, los músculos de los ojos relajándose, de modo que si una avalancha destruyese el techo de la ermita, la luz del sol abrasaría la vista del ermitaño lo mismo que si la consumiese un rayo.

El oído se volvería sutil, por encima de lo normal. Sones imaginarios torturarían al eremita. Escucharía fragmentos de conversaciones, que parecerían traídas por el aire y desvanecidas tan pronto como el solitario se aprestara a escucharlas. La compensación llegaría a no tardar. Sentiría cualquier ruido a su lado, enfrente, a sus espaldas. Escucharía su acercarse a una pared. La más ligera alteración del aire, al levantar un brazo, resonaría en su interior como un vendaval. No tardaría mucho en percibir los latidos de su corazón, como una máquina potente, latiendo incansable. Después sería el rumor de los fluidos dentro del cuerpo, la exhalación de los órganos secretores y, cuando sus sentidos alcanzasen aún una mayor agudez, el tenue resbalar de un tejido muscular contra otro.

La mente jugaría raras tretas al cuerpo. Imágenes lascivas atormentarían las glándulas. Los muros de la habitación a oscuras, parecerían aplastarle; el eremita tendría la impresión de verse triturado. La respiración se haría afanosa, a medida que el aire se hiciese más corrompido. Sólo cada dos días, la piedra que tapaba la pequeña abertura de la pared se vería apartada para que pudiese pasar a su través el cuenco de agua, el puñado de cebada y una bocanada de aire vital con ellos. Después, se volvería a cerrar la abertura.

Cuando el cuerpo se vea dominado y todas sus sensaciones sujetadas, el cuerpo astral flotará libre como el humo saliendo de una hoguera. El cuerpo material yacerá en posición supina sobre el suelo y únicamente el Cordón de Plata unirá a los dos. A través de las paredes de roca, el astral pasará. Por los desfiladeros llenos de precipicios viajará, saboreando las satisfacciones del sentirse libre de las cadenas carnales. Se deslizará hasta los conventos de lamas y los lamas dotados de telepatía y de clarividencia conversarán con el eremita. Ni la noche ni el día; ni el calor o el frío, le pueden ser estorbo; ni las más robustas puertas causarle el menor obstáculo. Las salas de los consejos, en el mundo entero, se le abrirán y no habrá vista ni experiencia que al viajero astral puedan ser vedadas.

El joven monje iba pensando todas esas cosas, y luego pensó en aquel eremita, yaciendo muerto muy lejos de allí, más arriba de la montaña. El monje gordo no paraba de charlar: «Ahora, tengo que romper la pared y sacar al muerto. Iré a la ermita y llamaré, antes, por el agujero de la pared. ¡Uf!

¡Qué peste!

Está muerto

del todo

. No lo podemos dejar arriba. Iré a Drepung, por ayuda. Bueno, los buitres van a estar contentos cuando echemos fuera al muerto. Le gusta mucho su carne y están aposentados cerca de la ermita graznando ya por él. ¡Ay de mí!, tengo que montar en mi viejo caballo y deshacer camino; no tengo el tipo para esos viajes por la montaña».

El grueso monje, movió vagamente una mano en el aire y se encaminó hacia la entrada de la cueva. El joven, se levantó laboriosamente por haberse lastimado una pierna, lo que le hizo murmurar algunas palabras por lo bajo. Con curiosidad, siguió la marcha del obeso monje, cuando salió de la cueva. Un caballo estaba paciendo a sus anchas por la enrarecida vegetación. El monje gordo, con paso vacilante, se le acercó y montó encima fatigosamente. Poco a poco, el monje y la cabalgadura se dirigieron hacia el lago, donde les aguardaban otras personas y sus monturas. El joven monje permaneció allí hasta que se perdieron todos de vista. Suspirando angustiosamente, se volvió para mirar las altas peñas que se levantaban al cielo. Lejos, los muros de la Ermita de Más Lejos resplandecían en blanco y verde a la luz del sol.

Por un año entero, un eremita y su auxiliar habían trabajado con ahínco para construir la ermita con las piedras esparcidas a su alrededor. Transportándolas al sitio indicado, ajustando piedra sobre piedra, y construyendo una habitación interior, donde no pudiese penetrar la luz ni en el último rincón. Durante un año trabajaron hasta que la estructura básica les satisfizo. Luego vino el trabajo de fabricar una pared con aquellas piedras y blanquearla hasta hacerla resplandeciente. Después fue cuestión de pintar las paredes que se proyectaban sobre los abismos. Para ello se había triturado previamente el ocre y disuelto el color en agua de una fuente próxima. La decoración tendría que ser un monumento a la piedad humana. Durante todo este tiempo, tanto el eremita como su ayudante no cambiarían entre los dos ni una sola palabra. Habría llegado el día en que la ermita estaba acabada y consagrada. El eremita, había mirado a los lejos, al llano de Lhasa, por vez postrera. El mundo del Hombre. Había girado lentamente para entrar en la ermita y caer muerto a los pies de su ayudante.

A través de los años, muchos habían sido ermitaños de aquella ermita. Habían vivido emparedados, en la habitación interior, de muros de piedra. Habían alimentado a los buitres, siempre dispuestos a devorar. Ahora, otro había sucumbido. De sed. Sin esperanzas. Una vez desaparecido su ayudante, desaparecía todo auxilio, el agua vital. No había más solución que tenderse y morir. El joven monje lanzó una mirada, abarcando la ermita y el precipicio. Brillantes prados al flanco de la montaña. Un rasguño se abría, derecho, a través de los líquenes y surcaba las rocas. Más abajo, en el flanco de la montaña, se veía un montón de rocas recién derrumbadas. Debajo de las rocas yacía un cuerpo.

Preocupado, el joven entró en la cueva, cogió el recipiente y se encaminó al lago, a por agua. Después de haber limpiado el recipiente lo llenó de agua y se preparó a proseguir su tarea. Miró a su alrededor y frunció las cejas con desánimo. No se veía por ninguna parte troncos o ramas caídos. Tenía que ir hasta más lejos, en busca de combustible. Buscó, entonces, entre los matorrales. Pequeñas alimañas se detuvieron, en su inacabable búsqueda de comida, y se levantaron sobre las patas traseras, mirando llenas de curiosidad al invasor de sus dominios. Aquí no existía el miedo; los animales no temían al Hombre, porque el Hombre vivía en paz y armonía con los animales.

Finalmente, el joven monje llegó hasta un sitio donde se encontraba un pequeño árbol caído. Después de haber desgajado las mayores ramas que le permitiera su vigor juvenil, volvió atrás y, una por una, las fue arrastrando hasta la boca de la cueva. Con el contenido del recipiente preparó el té con tsampa en pocos momentos. El viejo eremita sorbía satisfecho aquel té caliente. El joven monje se sentía fascinado viendo cómo el viejo tomaba el té. En el Tíbet, toda la vajilla se maneja con ambas manos, en señal de respeto por el manjar que nos alimenta. El viejo ermitaño, a través de una larga práctica, cogía el cuenco con ambas manos, de forma que un dedo de cada una se aplicase al borde interior de la vasija. Así no se arriesgaba a remojarse, ya que uno de los dedos, humedeciéndose, le advertiría. Ahora, estaba sentado y satisfecho, apreciando en gran manera el té caliente, después de enteras décadas de agua fría.

«Es extraño —observó— que, después de más de setenta años de la más rigurosa austeridad, ahora me apetezca el té caliente. También me gusta el calor confortante que nos causa el fuego. ¿Os habéis dado cuenta de cómo calienta el aire de nuestra cueva?».

El joven monje le miró, lleno de compasión. «¿Nunca habéis salido de aquí, Venerable?», le preguntó.

«No, nunca —replicó el eremita—. Aquí conozco todas y cada una de las piedras. Dentro de aquí, la carencia de vista casi no me representa una incomodidad; pero fuera hay piedras resbaladizas y precipicios, ¡es otra cosa! Podría caminar por la ribera y caerme al lago; podría abandonar esta cueva y perder el camino de regreso».

«¡Venerable!, —dijo el joven monje, algo incrédulo⁠—. ¿Cómo pudiste hallar esa tan remota, casi inaccesible cueva? ¿Fue un azar?».

«No; no fue así —replicó el anciano⁠—. Cuando los Hombres del Otro Mundo acabaron sus tareas para conmigo, me depositaron aquí.

¡Hicieron esta cueva expresamente para mí!

». Diciendo estas palabras, se arrellanó en su asiento con una sonrisa de satisfacción, conociendo muy bien el efecto producido sobre su interlocutor. El joven monje casi se cayó de espaldas, por la sorpresa. «

Fabricada

para vos —⁠exclamó con vehemencia⁠—. Pero ¿cómo pudieron labrar un agujero semejante en la montaña?».

El viejo se sonrió, complacido. «Dos hombres me llevaron aquí —⁠dijo⁠—; me trajeron sobre una plataforma que volaba por los aires, cual los pájaros. No hacía el menor ruido, menos que los pájaros, porque crujen; puedo escuchar sus alas cuando azotan el aire, y sus plumas cuando entre ellas pasa el viento. El

objeto

sobre el cual llegué aquí era silencioso como una sombra. Se alzó por los aires sin esfuerzo alguno; no se percibía ningún arrastre, ni sensación de velocidad alguna. Los dos hombres lo hicieron apear ahí mismo». «Pero ¿por qué precisamente aquí, Venerable Padre?», preguntó el joven monje.

«¿Por qué?, —respondió al anciano⁠—. Pensad en las ventajas de este emplazamiento. Está entre cien y doscientos metros del camino de los mercaderes, y éstos para hacerme consultas y buscar mis bendiciones me pagan con provisiones de cebada. Está cerca de unos senderos que conducen a dos conventos de lamas y siete ermitas. No me puedo morir de hambre, aquí. Me dan noticias. Los lamas me visitan; conocen mi misión. Y también la

vuestra

».

«Pero, Señor —insistió el joven monje⁠—, sin duda causó una gran impresión, cuando los caminantes descubrieron una profunda cueva donde anteriormente no había ninguna».

«Joven —replicó el eremita—; habéis estado por esos parajes; ¿os habéis dado cuenta alguna vez de que había cueva alguna por esos alrededores? ¿No? Pues no existen menos de nueve. No os interesan las cuevas y por eso no os habéis dado cuenta de ellas».

«Pero ¿cómo pudieron hacer la cueva los dos hombres? Debió de costarles meses de trabajo», dijo, maravillándose, el joven monje.

«La hicieron mediante la magia que ellos llaman ciencia atómica, —respondió pacientemente el anciano—. Uno de los dos hombres, sentado en la plataforma volante, vigiló si había gente por esos alrededores. El otro llevaba en la mano un pequeño aparato. Entonces se armó un estruendo como de todos los diablos hambrientos y, según ellos me explicaron, la roca se evaporó, dejando el espacio de un par de estancias. En mi habitación interior hay un manantial —⁠un goteo⁠— de agua, con el que puedo llenar por dos veces al día mi vasija. Es más que suficiente para lo que necesito; así no me es preciso ir al lago a por agua. Cuando no tengo cebada —⁠cosa que me ocurre de vez en cuando⁠— me sustento del liquen que se encuentra en la cueva interna. No es nada gustoso; pero aguanta la vida hasta que vuelvo a tener cebada».

El joven monje se alzó y se dirigió a la salida de la cueva. Sí; la roca tenía una estructura peculiar, por el estilo de los túneles de volcanes apagados que él había visto en las tierras altas de Chang Tang. La roca parecía como haber sido fundida, escurrida y enfriada, y convertida en una superficie cristalina y áspera, sin arrugas ni salientes. La superficie se diría transparente, y a través de su grosor se podían divisar las estrías de la roca natural, donde brillaban, aquí y allá, venas de oro. En un punto de la pared, vio cómo el oro se había fundido y rezumado como un líquido espeso y luego había sido recubierto, cuando el dióxido de sílice había cristalizado al enfriarse. ¡La cueva poseía los muros de vidrio natural!

Pero precisaba hacer las faenas domésticas; no era tiempo de conversación. Había que barrer el suelo, traer agua y romper los troncos en pedazos adecuados para que sirviesen de leña. El joven monje empuñó la rama que hacía las veces de escoba y se puso a la tarea con escaso entusiasmo. Barrió el espacio donde por las noches él dormía y fue empujando las barreduras hacia la entrada, siempre barriendo. De pronto, la rama que le hacía las veces de escoba dio con un pequeño montón que había en el suelo; lo removió y descubrió ser éste un objeto de un color entre pardo y verdoso. Enojado, el joven monje dejó de barrer aquella piedra, intrigado por lo que podía ser

aquello

. Al hacerse con aquel objeto, pegó un salto atrás con una exclamación; no era ninguna piedra, ¿de qué, pues, se trataba? Con toda precaución removió aquel objeto con un palo. El objeto se desplazó emitiendo un leve ruido. Entonces, lo levantó del suelo y corrió hacia el interior de la cueva, donde estaba el ermitaño. «¡Venerable!, —⁠le dijo⁠—, acabo de descubrir un extraño objeto, debajo el sitio donde murió aquel preso».

El anciano salió de su habitación interna. «Dime cómo es», le ordenó.

«Parece ser —dijo el joven—, como una bolsa que tiene de ancho unos dos dedos. Es de cuero, o de piel de algún animal. —Diciendo esto, lo palpó—. Hay una cuerda alrededor del cuello de esta bolsa. Voy a buscar una piedra afilada». Corrió fuera de la cueva y cogió un pedernal cortante. A su regreso, aserró con él aquella tira de cuero. «Es muy duro, —comentó—. Todo está sucio de lodo y cubierto de moho. ¡Por fin lo corté!». Cuidadosamente, abrió aquella bolsa y vertió su contenido sobre un jirón de su manto. «Monedas de oro», observó el ermitaño.

«Yo, en mi vida, nunca había visto monedas de oro, sólo en imágenes». También se derramaron pedazos de cristal de colores. Se preguntó

para qué

servirían. Finalmente, había cinco sortijas de oro con pedazos de cristal engarzados en ellas. «Dejadme palparlos», le ordenó el ermitaño. El joven monje, levantó el regazo de su manto y guió las manos de su superior hacia aquel pequeño montoncito.

«Diamantes —dijo el ermitaño—, puedo adivinar por su vibración y…». El anciano permaneció silencioso y atento, mientras manejaba las piedras, las sortijas y aquellas monedas. Después, realizó una profunda inspiración y comentó: «Nuestro prisionero había sustraído todas estas cosas. Las monedas, son de la India. Siento que hay

algo malo

en todo eso. Representan una muy grande suma de dinero. —Meditó en silencio por unos momentos, y terminó diciendo bruscamente—: Llevaos todo esto, lleváoslo y tiradlo en lo más profundo del lago. Nos traerían mala ventura si los guardásemos con nosotros. Aquí hay concupiscencia, asesinato y miserias. Fuera con todo eso,

¡rápido!

». Diciendo esas palabras volvió la espalda y, lentamente, se arrastró al interior de la cueva. El joven monje devolvió todo aquel montoncito al interior de la bolsa y se encaminó hacia el lago. Al llegar a su orilla, depositó todos aquellos objetos sobre una roca plana y examinó, uno por uno aquéllos, con toda curiosidad. Después, levantando una moneda entre el pulgar y un dedo, la lanzó con todas sus fuerzas al agua. La moneda fue rebotando y levantando pequeñas olas, hasta que, con un chasquido final, se hundió hasta lo más profundo del lago. Moneda por moneda, y luego el resto de aquellos objetos, fue lanzado a las aguas, hasta que se hundió el último.

Mientras se lavaba las manos, sonrió al darse cuenta que unos pájaros pescadores se habían largado con la bolsa y perseguían con furia los objetos hundidos. Musitando las Preces de los Difuntos, el joven monje, volvió a la cueva y a sus trabajos caseros. Luego vino el momento de poner de lado las ramas que harían las veces de escobas. Después, esparcir nueva arena, apilar leña para el fuego, disponer la vasija del agua y frotarse las manos, en signo de que el trabajo del día se había terminado. Llegaba el momento en que las células de la memoria de aquel joven se hallaban a punto de almacenar la información que se le comunicaría.

El viejo ermitaño vino jadeando desde su habitación interior. Incluso para la visión inexperta del joven monje, el anciano desfallecía a ojos vistas. Lentamente, el eremita se sentó en el suelo y se arropó convenientemente. El joven le alargó el cuenco y se lo llenó con agua fría. Con todo cuidado se situó al lado del anciano y guió sus manos hasta el borde de la vasija para que supiese exactamente dónde estaba colocada. Entonces, se sentó a su vez, aguardando a que su mayor hablase.

Durante un tiempo, todo permanecía en silencio, mientras el anciano permanecía sentado y ordenando sus pensamientos y recuerdos. Luego, después de un largo carraspeo, empezó diciendo: «La mujer aquella se durmió y yo también. Pero no estuve dormido por mucho rato. Ella roncaba terriblemente y mi cabeza latía con fuerza. Sentí como si mi cerebro oscilase y quisiese salir por la cima de mi cráneo. Entonces, se me produjeron como unos porrazos en los vasos sanguíneos de mi cuello, que me pusieron al borde de un desvanecimiento. Luego, los ronquidos cambiaron su ritmo, se percibió un ruido de pies arrastrándose y, de pronto, con una acusada exclamación, aquella mujer saltó sobre sus pies y corrió hacia mi lado. Inmediatamente, se escucharon unos ruidos metálicos y se notó un ritmo distinto de los líquidos que circulaban dentro de mi cuerpo. En un momento, o dos, cesó la pulsación de mis sesos. Se acabaron las presiones que experimentaba mi cuello, y los huesos cortados del cráneo no me causaron molestias.

»La mujer se afanaba moviendo algunos objetos, metiendo ruido con cristales que chocaban y metales que vibraban unos contra otros. Percibí un crujido cuando ella se agachó para levantar del suelo su libro caído. Algún objeto del mobiliario crujía cuando era movido de su sitio para ser colocado en una nueva posición. Entonces, ella se dirigió como hacia la pared y escuché como se deslizaba la puerta abriéndose y luego cerrándose tras ella. De pronto, llegó a mis oídos el ruido de pasos, disminuyendo a lo largo del corredor. Yo estaba allí, tendido; ¡no me podía mover! Era evidente que algo había sido hecho sobre mi cerebro. Me sentía más despierto. Podía pensar más claramente. Antes, había experimentado un montón confuso de pensamientos que yo no era capaz de enfocar con toda claridad y por esto los había almacenado en rincones de mi mente. Ahora,

todos

ellos eran para mí tan claros como las aguas de un arroyo de la montaña.

»Recordaba mi nacimiento. Mi primera mirada en este mundo, en el cual había sido precipitado. La cara de mi madre. La cara arrugada de aquella mujer que ayudaba al parto. Más tarde, mi padre, cogiendo en sus brazos al recién nacido. Sus preocupaciones, ya que era el primogénito. Recordaba su expresión alarmada y su temor al verme con aquella cara enrojecida y arrugada. Más adelante, me llegaron a la memoria escenas de mi primera niñez. Siempre había sido una ilusión de los míos el que yo pudiese llegar a ser un sacerdote, que diese honor a la familia. Más tarde, me veía en la escuela, adiestrándome en la escritura sobre cuadrados de pizarra. El monje-profesor, yendo del uno al otro, con elogios y reprimendas y diciéndome que podía permanecer más rato que los demás, de forma que aprendiese más que mis compañeros.

»Mi memoria, era completa. Podía recordar fácilmente imágenes que habían aparecido en revistas ilustradas que nos traían los mercaderes indios, e incluso imágenes que no recordaba que las hubiese visto nunca. Pero la memoria es una espada de dos filos; yo recordaba con todos los detalles mis torturas, a manos de los chinos. Debido a que se me había visto transportando papeles de Potala, los chinos habían dado por descontado que se trataba de secretos y, en esta creencia, me habían secuestrado y torturado para obligarme a declarar todo cuanto, en su opinión, sabía. Yo, tan sólo un humilde sacerdote, que sólo sabía la que llegan a comer los lamas.

»La puerta se abrió con una especie de silbido metálico. Sumergido en mis pensamientos, no me enteré de los pasos que se aproximaban por el corredor. Una voz me interrogó: “¿Cómo os encontráis?”, y noté que mi guardián estaba a mi lado. Mientras hablaba, manejaba el extraño aparato con el que yo estaba conectado. «¿Cómo os notáis, ahora?», volvió a preguntar de nuevo.

»“Bien —le repliqué—, pero nada contento por todas las cosas raras que me han sucedido. Me siento igual como un yak enfermo en un parque del mercado”. El hombre, se rió y se dirigió a una parte lejana de la habitación. Pude oír el ruido de papel, el sonido inconfundible de las páginas al ojearlas.

»“Señor, —exclamé—. ¿Qué es un almirante? Estoy muy intrigado. Y, ¿quién es un ayudante?».

»Depuso un pesado libro —o a lo menos a mí me pareció un libro⁠— y se me acercó. “Sí —⁠profirió compasivamente⁠—. Me imagino que desde vuestro punto de vista se os ha tratado más bien cruelmente”. Dio unos pasos y noté que arrastraba uno de aquellos extraños asientos metálicos. Cuando se sentó, la silla crujió de un modo alarmante. «Un almirante —⁠dijo pensativamente⁠—. Os debía haber sido explicado más tarde; pero podemos saciar vuestra curiosidad inmediata… Estáis en una nave que surca el espacio, el

mar

del espacio; lo llamamos así porque, dada la velocidad con que nos trasladamos, el espacio recibe un choque tan rápido que parece que se trate de un océano de aguas. ¿Podéis seguirme?», preguntó.

»Pensé un momento y, sí, podía imaginarme el Río Feliz y los botes de cuero que lo cruzan. “Sí, lo comprendo, —repuse—. Bien, entonces —⁠continuó diciendo⁠—; nuestro barco es uno del grupo. El más importante de todos ellos. Cada embarcación —⁠ésta igualmente⁠— tiene un capitán; pero un almirante es, ¿cómo os lo voy a decir?, un capitán de todos los capitanes. Ahora, además de nuestros marineros tenemos soldados a bordo, y es usual que haya un oficial “ayudante” del almirante. Se le llama simplemente “ayudante”. Para traducirlo a términos eclesiásticos, un abad tiene su capellán, aquél que lleva a cabo las tareas, dejando a su jerarca superior las grandes decisiones que tengan que ser tomadas».

»Todo eso, lo veía claro, y estaba reflexionado sobre el tema, cuando mi vigilante se me aproximó inclinándose y profirió en voz baja: “Y,

por favor

, no os dirijáis a mí llamándome vuestro capturador. Soy el médico en jefe de esta nave. Más claro, para vuestros puntos de referencia soy semejante al médico en jefe de los lamas del Chakpori. ¡Doctor, y no Capturador!”. Yo me divertía mucho, conociendo cómo también esos grandes hombres tienen sus debilidades. Que un hombre de su categoría se disgustase porque un salvaje ignorante (así me llamaba) le llamase «capturador, —era cosa de ver. Resolví ponerle de buen humor—: Sí, doctor». Fue mi premio la más agradecida de las miradas y una amable inclinación de su cabeza.

»Durante bastante tiempo se ocupó de ciertos instrumentos que parecían estar conectados con mi cabeza. Hizo algunas rectificaciones, cambió el curso de algunos líquidos, y se produjeron cosas extrañas que provocaron una comezón en mi cráneo afeitado. Después de algún rato, dijo: “Tendréis que reposar durante tres días. Durante este lapso de tiempo los huesos se habrán soldado y la cicatrización forzada estará en camino. Entonces, sí todo marcha bien, como yo espero, os conduciremos de nuevo a la Cámara del Consejo y os mostraremos varias cosas. No sé si el Almirante querrá hablaros. Sí es así, no temáis. Habladle exactamente como haríais conmigo. —Luego, pensándolo bien, añadió pesaroso—: O, más bien con alguna mayor cortesía». Me dio un golpecito en un hombro y salió de la habitación.

»Me encontraba allí, inmóvil, pensando en mi futuro. ¿Futuro? ¿Qué futuro se presentaba allí para un ciego? ¿Qué sería de mí, si dejaba con vida aquellos parajes, en la suposición que necesitase dejarlos vivo? ¿Tendría que pedir limosna para vivir, como los mendigos que pululaban por la puerta de Occidente? Muchos de ellos eran falsos ciegos, de todos modos. Yo me preguntaba adónde iría a parar, dónde ganar mi sustento. El clima de mi país es duro y no hay puestos para el hombre sin hogar ni dónde reposar su cabeza. Yo me angustiaba y no cesaba de meditar todos los males y quebraderos de cabeza que me aguardaban. Con estos pesares, caí en un sueño profundo. Estando así, percibí cómo se deslizaba la puerta de la habitación donde me encontraba y la presencia de personas que venían quizás a ver si aún vivía. Todos los ruidos a mi alrededor no eran bastantes para hacerme trasponer el umbral de mi sueño. Yo era incapaz de poder calcular el paso del tiempo. En condiciones normales podemos valernos de los latidos del corazón para darnos cuenta de los minutos que pasan. Pero, en aquel caso, se trataba de horas y de horas durante las cuales me hallaba inconsciente.

»Después de lo que me pareció un largo tiempo, durante el cual parecí fluctuar entre el mundo material y la vida del espíritu, desperté bajo una sensación de alarma. Aquellas terribles mujeres habían vuelto a mi alrededor, como unos buitres alrededor de una carroña. Sus risas y su parloteo me atacaban los nervios. Sus impúdicas libertades para con mi cuerpo indefenso me ofendían todavía más. No podía expresarme en su lengua; ni tan sólo moverme. Era para mí una sorpresa que, siendo miembros del llamado sexo débil, se manifestasen tan rudamente con sus manos y su expresión de emociones. Yo me hallaba físicamente arruinado del todo, y aquellas mujeres me llevaban y traían tan rudamente como si se tratase de un bloque de piedra. Me regaban el cuerpo con lociones; me untaban el cuerpo estremecido con malolientes unturas y me quitaban y ponían tubos en los agujeros de las narices y en otras concavidades del cuerpo, sin miramientos de ninguna clase. Mi alma se estremecía y volvía a pensar por qué azar diabólico mis hados habían decretado que debía verme obligado a soportar todas aquellas humillaciones.

»Con la marcha de las terribles mujeres volví a la paz, aunque por no mucho rato. Al cabo del cual, la puerta volvió a escucharse y otra vez mi capturador; más bien dicho, “el doctor, —penetró y cerró tras él la puerta—. Buenos días; por lo que veo, estáis despierto», me dijo, placentero.

»“Sí, señor doctor —le repliqué algo enfurruñado⁠—. Es imposible dormir, cuando esas mujeres charlatanas se abaten sobre mi persona como unos pajarracos”. Esto, pareció divertirle en gran manera. En la actualidad, sin duda conociéndome mejor, me trataba más como un ser humano, aunque un ser humano que no acababa de estar del todo en sus cabales. «Tenemos que valernos de estas enfermeras —⁠dijo⁠— para que os observen, os mantengan debidamente aseado y oliendo bien. Ahora, estáis empolvado, perfumado y listo para un nuevo día de reposo».

»¡Reposo! No lo necesitaba; lo que sí me precisaba, era irme. Mas ¿adónde? Mientras el director examinaba las cicatrices de mi operación del cráneo, volví a pensar sobre todo lo que me dijo. ¿Fue ayer? ¿Anteayer? No podía saberlo. Me era

preciso

saber una cosa que me tenía intrigado en gran manera. “Señor doctor, —le dije—. Me dijisteis que me encontraba a bordo de una nave del espacio. ¿Es que lo entendí bien?».

»“Sin duda replicó Estamos a bordo de la nave almirante de esta flota inspectora. En estos momentos precisos, reposamos sobre una meseta de las Tierras Altas del Tíbet. ¿Por qué, la pregunta?”.

»“Señor mío, —le repliqué—: Cuando me encontré en aquella

cueva

, ante aquellos seres sorprendentes, la

cueva

, ¿se hallaba dentro de esta nave?».

»Él se rió, como si yo hubiese tenido la más jocosa ocurrencia. Al recobrarse, me dijo, entre risotadas. “Sois observador, muy observador. Y tenéis toda la razón. La meseta rocosa sobre la cual reposa esta nave fue primitivamente un volcán. Existen en ella corredores profundos y cámaras inmensas por donde fluía el magma y salía al exterior. Nosotros nos servimos de esos pasajes y hemos engrandecido la capacidad de aquellas cámaras para que sirvan a nuestros propósitos. Nos servimos de estos sitios usualmente. Diferentes naves los utilizan, de tiempo en tiempo. Vos habéis sido sacado de la nave y conducido a la caverna”.

»¡Conducido, desde el barco, al interior de la caverna rocosa! Eso concordaba con la extraña impresión que yo había experimentado de haber dejado el corredor metálico por una caverna de rocas. “Señor doctor, —exclamé—. Sé, por experiencia directa, algo de túneles y salas en la roca; existe una de ellas, secreta, en el Potala; incluso contiene un lago».

»“Sí —observó—. Nuestras fotografías geofísicas nos lo han descubierto. Lo que no sabemos, en cambio, cuándo vosotros, los del Tíbet, lo habéis descubierto”. Se acercó con su piedra de afilar. Me daba perfecta cuenta de que estaba cambiando entonces los líquidos que corrían a través de los tubos y dentro de mi cuerpo. Se produjo al instante una alteración de mi temperatura; involuntariamente, mi respiración se hizo más espaciada y profunda; me veía manipulado como una muñeca que, en la plaza de un mercado, exhiben los buhoneros.

»“¡Señor doctor!, —observé con vehemencia⁠—. Vuestros barcos del espacio son conocidos de nosotros; los llamamos Carrozas de los Dioses. ¿Por qué no os ponéis en contacto con nuestros superiores? ¿Por qué no declaráis abiertamente vuestra presencia? ¿Por qué tenéis que raptarnos a escondidas, como habéis hecho conmigo?”.

»El doctor hizo una profunda inspiración, con una pausa y, por fin, replicó: “Si os lo desease explicar, no haría más que provocar vuestras más cáusticas observaciones, que, a nosotros, no nos importan nada”.

»“No, señor doctor —le repliqué⁠—. De hecho soy vuestro prisionero, como lo fui de los chinos; e igualmente no puedo desafiaros. Sólo intento, en mi incivilizada forma, entender las cosas como supongo que vos mismo deseáis de mí”.

»Giró sobre sus pies y, claramente, decidió que era lo mejor que podía hacerse Habiendo tomado su resolución, dijo: «Nosotros, somos los Jardineros de la Tierra y, naturalmente, de otros mundos habitados. Un jardinero no discute su identidad ni sus planos con sus flores. Ahora bien; elevando un poco la materia, si un pastor de un rebaño de yaks encuentra a uno de ellos que parece más brillante que los demás, dicho pastor no le dirá en modo alguno: “Acéptame por tu guía”. Ni discutirá con el yak de cosas que claramente sobrepasan la comprensión de aquél. No entra en nuestra política el fraternizar con los naturales de ninguno de los mundos que supervisamos. Lo hicimos en anteriores y el resultado fue una serie de catástrofes que originaron fantásticas leyendas en vuestro propio mundo».

»Hice una mueca de contrariedad y menosprecio: “Primero, vos me dijisteis que yo era un salvaje por civilizar, ahora me llamáis, o me comparáis, con un yak, —repliqué con firmeza—. Entonces, si soy una cosa tan baja,

¿por qué me tenéis aquí prisionero?

».

»Su réplica fue contundente. “Porque os necesitamos para utilizaron. Porque poseéis una memoria fantástica que va siempre en aumento. Porque tenéis que ser el depositario de un saber que podrá ser utilizado por otro que llegará hasta vos, al final de vuestra existencia. ¡Ahora, dormid!”. Escuché cómo un crujido y unas ondas de negra inconsciencia cayeron suavemente sobre mi persona».

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