El ermitaño

Capítulo decimoprimero

Capítulo decimoprimero

El joven monje se sentó de un golpe, sintiendo en las vértebras del cuello un escalofrío de terror.

Algo le había rozado.

Algo había paseado unos dedos glaciales por su frente. Durante un rato muy largo estuvo sentado, a punto de ponerse en pie, aguzando los oídos para poder percibir el menor ruido que se produjese. Con los ojos abiertos de par en par y con todos sus esfuerzos, luchaba en vano para atravesar las tinieblas espesas a su alrededor. Nada se movía. Ni el mentir vestigio de ruido alguno llegaba a rozar su atención. La entrada de la cueva se veía de una negrura más ligera distinguiéndose vagamente de la completa falta de luz que abismaba la caverna.

Aguantó la respiración, hasta que logró escuchar los latidos de su propio pecho y los débiles rumores de sus propios órganos. Ni el más leve susurro de hojas movidas por el viento se producía. Ni una sola criatura de la noche se anunciaba. Silencio. La falta absoluta de todo ruido, que pocas personas del mundo conocen, y nadie que viva en comunidades populosas. Otra vez, rastros luminosos recorrían alrededor de su cabeza. Con un estremecimiento de terror pegó un brinco en el aire y sus piernas ya corrían, antes de volver a reposar sobre el suelo.

Saliendo, veloz, de la cueva, sudando de terror, se detuvo apresuradamente al lado del fuego, que estaba bien cubierto. Entonces, quitó la tierra y la arena que cubrían las brasas encendidas. A toda prisa, eligió una rama bien seca y sopló los rescoldos hasta que pareció que las venas del cuello y de la frente fuesen a estallar bajo el esfuerzo. Finalmente, de la leña brotó una llama. Sosteniendo aquel palo con una mano, eligió apresuradamente otro palo y aguardó que a su vez se le pagase fuego. Al fin, con una antorcha encendida en cada mano, entró lentamente en la cueva. Las llamas vacilantes saltaban y danzaban a cada movimiento que el joven hacía. Las sombras, grandes y grotescas, se lanzaban a cada uno de sus lados.

Nerviosamente, escudriñaba a su alrededor. Buscaba ansiosamente, con la esperanza de que había sido una telaraña que se había arrastrado por encima de su cuerpo; pero no se veía el menor signo. Entonces pensó en el viejo ermitaño y se reprendió a sí mismo, por no habérsele ocurrido antes haber pensado en el anciano. «¡Venerable!, —llamó con voz trémula—. ¿Os encontráis bien?». Con los oídos tensos, escuchó; mas, no obtuvo respuesta alguna; ni un eco. Vacilando avanzó lentamente hacia el fondo de la cueva, con las dos ramas encendidas por delante. Al final de la cueva, giró a la derecha, donde nunca había entrado, y lanzó un suspiro de satisfacción al ver el anciano sentado en la posición del loto, al final de otra caverna menor que la otra.

Un extraño ruido de gotas le sorprendió cuando iba a retirarse en silencio. Mirando con toda su atención vio que se trataba de un manantial que brotaba de un saliente de las paredes de aquella estancia —⁠drop-drop-drop⁠—. El joven monje se tranquilizó. «Lamento el haber entrado aquí sin vuestro permiso, Venerable, —le dijo—. Temía que os sintieseis enfermo. Ya me voy». Pero, no obtuvo ninguna respuesta. Ni un solo movimiento. El anciano estaba allí sentado, como una estatua de piedra. Con temor, el joven avanzó unos pasos y permaneció un momento contemplando aquella figura inmóvil. Por fin, con temor, extendió el brazo y tocó un hombro del anciano. El espíritu ya no estaba. Antes, engañado por el temblor de las llamas, no había pensado en el aura del eremita. Ahora se daba cuenta de que también le había abandonado, que ya no existía.

Muy triste, el joven se sentó enfrente de aquel cadáver y recitó el antiquísimo ritual de los difuntos. Dando instrucciones para las etapas del Espíritu, en el camino de los Campos Celestiales. Advirtiéndole de las posibles asechanzas que, aprovechándose del confuso estado de la mente, le tenderían las fuerzas del mal. Por fin, habiendo cumplido con sus obligaciones religiosas, se puso lentamente en pie, se inclinó hacia el difunto y, habiéndose consumido ya las dos antorchas, el joven buscó su camino en el exterior de la cueva.

El viento precursor del amanecer empezaba sus murmullos fantasmales a través de los árboles. Un silbido agudo, producido por el paso del viento por las fisuras de las rocas como una altísima y fortísima nota aguda de órgano se escuchaba en las alturas. Poco a poco, las primeras franjas de luz aparecieron pálidas en las alturas y se destacó progresivamente la más lejana de las cordilleras. El joven monje estaba tristemente acurrucado muy cerca del fuego, preguntándose qué tenía que hacer, pensando en las brumosas tareas que le aguardaban. El tiempo parecía inmóvil. Pero, al fin, después de lo que parecía representar una infinitud de edades, el sol apareció y se hizo de día. El joven monje plantó una rama dentro del fuego y aguardó pacientemente hasta que brotaron llamas en la punta. Entonces, con toda pesadumbre, agarró la antorcha ardiente y entró, temblándole las piernas, hasta llegar a la cámara interior.

El cuerpo del viejo eremita estaba sentado como si aún estuviese vivo. Con aprensión, el joven monje se agachó y sin apenas esfuerzo alguno, levantó el cadáver y se lo cargó al hombro. Con paso vacilante emprendió la marcha hacia el exterior de la cueva y luego, por la senda, llegó hasta la piedra plana que parecía aguardarles. Lentamente, el joven despojó de sus vestiduras aquel cuerpo consumido y experimentó unos instantes de compasión ante la visión de aquel casi esqueleto, con la piel adherida a los huesos. Con un estremecimiento de repugnancia, plantó el cuchillo de afilado pedernal en la parte baja del abdomen de aquel cadáver. Se produjo un ruido al cortar los cartílagos y las fibras musculares, que advirtió a los buitres, que se aproximaron rápidamente.

Habiendo expuesto aquel cadáver y sus entrañas abiertas por completo, el joven alzó una pesada roca y la tiró sobre el cráneo, de forma que los sesos se esparcieron sobre la piedra. Luego, con lágrimas que le corrían abundantes por las mejillas, se llevó los hábitos del ermitaño y el cuenco que utilizaba y se arrastró, paso a paso, hasta el interior de la cueva, dejando que los buitres se peleasen y luchasen, a espaldas de aquel joven monje. Tiró entonces a la hoguera aquellas vestiduras y la vasija, aguardando hasta que las llamas consumieron rápidamente todos los restos.

El joven monje, muy apenado, con lágrimas que brotaban de sus ojos y regaban la tierra sedienta, se marchó de allá y caminó lentamente. Cruzó el desfiladero, marchando hacia otra fase de su existencia.

Download Newt

Take El ermitaño with you