El ermitaño

Capítulo segundo

Capítulo segundo

El bramido de los yaks y los gritos agitados de los hombres y las mujeres despertaron al joven monje. Soñoliento, se puso en pie, arreglando sus vestiduras a su alrededor y encaminándose a la boca de la cueva, para no perder ni un solo detalle del espectáculo. En la orilla, unos estaban ordeñando, otros intentando enjaezar los yaks que permanecían dentro del agua y no se dejaban persuadir a abandonarla. Finalmente, perdiendo la paciencia, un joven mercader se lanzó al agua, tropezando con una raíz sumergida. Con los brazos extendidos dio de cara contra la superficie recibiendo un fuerte golpe. Gruesas gotas de agua se levantaron, y los yaks, asustados, huyeron a la orilla. El joven mercader, cubierto de un lodo cenagoso, y ensuciado cómicamente, salió del barro entre las carcajadas de sus compañeros.

Rápidamente, las tiendas fueron enrolladas, y los utensilios de cocina, después de haber sido frotados con arena, fueron envueltos y la caravana de aquellos mercaderes se marchó lentamente, entre el monótono crujido de los arneses y los gritos de las personas que intentaban vanamente dar prisa a las robustas bestias de carga. Tristemente los contemplaba el joven monje, protegiéndose con las manos del sol naciente. Tristemente estuvo en pie todo el rato, hasta que los ruidos se perdieron en la lontananza.

«¡Oh!, —pensaba—, ¿por qué no he sido comerciante y viajar hasta tierras lejanas?». ¿Por qué tenía que pasarse la vida estudiando cosas que parecía que nadie más debía estudiar? Le hubiera gustado ser un mercader, o un barquero de la Rivera Feliz. Necesitaba moverse de una población a otra y ver cosas. Poco podía pensar que vería «sitios y cosas», hasta que su cuerpo le pidiese reposo y su espíritu suspirase por la paz. Ignoraba que su destino sería vagar por la superficie de la Tierra y sufrir increíbles tormentos. En aquellos momentos, necesitaba únicamente ser un mercader o un barquero —⁠cualquier cosa, menos lo que era⁠—. Lentamente, cabizbajo, cogió una rama del suelo y regresó a la cueva, a barrer el suelo y extender arena nueva.

El viejo eremita, lentamente, se presentó. Incluso para la inexperta mirada del joven, decaía a ojos vistas. Jadeando, se sentó y dijo con una voz ronca: «Se acerca mi tiempo; mas no puedo marcharme sin transmitirte antes mi sabiduría. Aquí hay unas especiales gotas de yerbas que me proporcionó mi famoso Guía para tales casos; aun en el caso de que me desmayase, introduce seis gotas en mi boca y al instante volveré a vivir. Tengo prohibido abandonar mi cuerpo hasta que no haya cumplido mi misión». Buscó entre sus vestiduras y entregó al joven un pequeño frasco de piedra que el monje tomó con especial cuidado. «Ahora, continuaremos, —dijo el anciano—. Podremos comer cuando yo me sienta cansado y también reposar. Ahora escucha bien y pon especial cuidado en recordar. No dejes escapar tu atención porque estas cosas son mucho más importantes que mi vida y tu vida. Es un saber que tiene que ser preservado y transmitido cuando llega la plenitud de los tiempos».

Después de un breve reposo, pareció recobrar fuerzas y algo de color subió a sus mejillas. Sintiéndose más restablecido, continuó: «Habrás recordado que yo te he explicado todo lo sucedido hasta cierto momento. Vamos, pues, a continuar. La discusión se prolongó y era, en mi opinión, muy acalorada; pero llegó un instante en que se terminó aquel debate. Se produjo el ruido de varios pies que se arrastraban; después pasos, pasos ligeros como de algún pájaro saltando sobre la yerba, otros lentos como el caminar de un yak cargado pesadamente. Sonido de pasos que me intrigaron profundamente porque algunos de ellos me parecían no proceder de seres humanos parecidos a los que yo había conocido. Pero mis meditaciones sobre las diferentes maneras de caminar se acabaron súbitamente. Otra mano agarró mi brazo y una voz ordenó: “Ven con nosotros”. Otra mano cogió mi otra y fui conducido a un pasillo que mis pies desnudos sintieron como si fuese pavimentado de metal. La ceguera desarrolla los demás sentidos; noté que caminábamos a lo largo de una especie de tubo metálico, si bien me fue imposible imaginar de qué se trataba concretamente».

El anciano se detuvo como para imaginar aquella inolvidable experiencia; luego continuó: «Pronto llegamos a una área más espaciosa, a juzgar por los ecos que sentía. Allí escuchaba un sonido metálico, deslizándose ante de mí, y uno de los que me acompañaban habló respetuosamente a un personaje que evidentemente era un superior. Lo que dijo no podía comprenderlo, puesto que se trataba de un lenguaje compuesto de chillidos y chirridos. En respuesta vino lo que sin duda era una orden y me sentí empujado hacia adelante, mientras una materia metálica se cerraba con un ruido atenuado detrás de mi persona. Permanecía yo allí sintiendo que alguien me estaba mirando con fuerza. Se sintió un rumor y un crujido semejantes a los que se produjeron cuando, antes, me senté, así me lo pareció. Seguidamente, una mano delgada y huesuda, tomó mi mano derecha y me guió hacia adelante».

El ermitaño hizo una breve pausa, sonriendo. «¿Puedes imaginar mis sensaciones? Yo era un milagro viviente; no sabía lo que tenía delante y tenía que obedecer sin dilación a los que me conducían. Mi acompañante, al final, habló en mi propio lenguaje. “Siéntate”, me ordenó, mientras me empujaba para que me sentase. Abrí la boca asustado; a los dos lados había como unos brazos, probablemente para no caerse si uno se dormía por culpa de aquella blandura extraña. La persona que yo tenía enfrente, me pareció que se divertía mucho con mis reacciones; diría que se trataba de una risa mal reprimida. Muchos, parece que se divierten viendo como se toman las cosas aquellos que no pueden ver.

»“Me parece que os sentís extraño y asustado, —dijo la voz de aquella persona que yo tenía enfrente. ¡Por fin, llegaba un reconocimiento—! No te alarmes —⁠continuó la voz⁠—, por que no recibirás daño alguno. Las pruebas que de ti tenemos, muestran que tenéis una gran memoria eidética, de manera que vamos a comunicaros información —⁠que jamás olvidaréis⁠— y que más tarde transmitiréis a otro que pasará por vuestro camino». Todo eso me parecía misterioso y muy alarmante, pese a las seguridades que se me daban. No dije nada, pero permanecí sin moverme, aguardando nuevas explicaciones, que no tardaron en llegar.

»“Ahora vas a ver —continuó la voz⁠—, a todo el pasado, el nacimiento de nuestro mundo, el origen de los dioses y, por qué razón carros de fuego cruzan el firmamento y nos infunden temor”. Respetado Señor —⁠yo exclamé⁠—, usáis la palabra «ver»; pero mis ojos han sido vaciados y estoy ciego del todo. Entonces escuché una reprimida exclamación de enojo y la réplica más bien áspera: «Conocemos todo cuanto se refiere a ti, más que tú mismo sabes. Tus ojos han sido suprimidos; pero el nervio óptico aún permanece. Con nuestra ciencia conectaremos con el nervio óptico y tú verás lo que te sea preciso ver».

»“¿Significa esto, que volveré a ver por el resto de mi vida?”, pregunté.

»“No, no podrá ser, —me contestaron—. Empleamos tu persona para un fin determinado. Concederte el don de la vista permanentemente, significaría dejarte mover sobre este mundo con un saber muy adelantado para nuestros tiempos; y esto no es lícito. Ahora, basta de conversación; voy a advertir a mis ayudante».

»Inmediatamente se produjo un respetuoso sonido como de llamar a una puerta, seguido por un deslizarse de un objeto metálico. Se entabló una conversación; evidentemente, dos personajes habían entrado. Noté que mi silla se movía e intenté encaramarme; pero, con horror, me sentí inmovilizado. No podía mover ni un solo dedo. Con plena conciencia por mi parte, me notaba movido de una parte a la otra, sobre esta extraña silla. Seguíamos corredores, cuyos ecos me proporcionaban raras sensaciones. Después de una pronunciada curva, curiosos olores asaltaron las encogidas ventanas de mis narices. Nos detuvimos a una voz de mando, sólo murmurada, y unas manos me cogieron por las piernas y por los sobacos. Con facilidad, fui trasladado, arriba, al lado, hacia abajo. Estaba yo alarmado; más exactamente, aterrorizado. El terror subió de punto cuando una venda gruesa fue colocada alrededor de mi brazo derecho exactamente sobre el codo. La presión fue en aumento hasta que noté como si se hinchase mi antebrazo. Luego vino un pinchazo en mi tobillo izquierdo y una rara sensación como si algo se hubiese infiltrado dentro de mí. Otro aparato, a una voz de mando, fue aplicado a mis sienes y entonces sentí como dos discos de hielo en aquella parte de mi cuerpo. Reinaba un ruido como el zumbido de abejas en la lejanía, y sentía que mi conciencia me abandonaba.

»Centellas brillantes de luz, parpadearon ante mi visión. Franjas de colores verdes, rojas, moradas y de todos los colores. Entonces exclamé: “No veo nada, debo de estar en el País de los Diablos y deben de estar preparando tormentos para mi persona”. Un agudo y doloroso pinchazo —⁠como de un alfiler⁠— aumentaba mi terror. ¡No podía más! Una voz me habló en mi lengua: «No te asustes, no queremos hacerte daño; estamos arreglando las cosas para que puedas ver. ¿Qué color ves ahora?». De este modo, me olvidé de mis temores y fui explicando cuando yo veía rojo, verde y otros colores. Luego lancé un grito de sorpresa. Podía ver; pero cuanto veía era para mí tan raro, que apenas podía comprender nada.

»¿Quién puede describir lo indescriptible? ¿Cómo se puede explicar una escena a otro, cuando no existen, en la lengua, palabras apropiadas, ni conceptos que puedan aplicarse? ¿Sólo puedo decir que veía? Aquí, en el Tíbet, estamos bien provistos de palabras y frases apropiadas para los dioses y los demonios; pero cuando se trata de las obras de los dioses y de los demonios, no sé ni lo que se ve, ni lo que se debe hacer, ni describir. Sólo podía decir que yo veía. Pero mi visión no se hallaba situada en mi cuerpo y así podía verme a mí mismo. Era una experiencia enervante; que no tenía ganas de volver a experimentar. Pero déjame explicar por orden, desde el comienzo.

»Una de las voces, me preguntó si veía el color rojo, cuándo el verde y cuándo los demás colores, y entonces dio comienzo a la impresionante experiencia, con esta maravillosa luz blanca y me encontré con que estaba contemplando —⁠es la palabra más apropiada una escena completamente distinta de todo cuanto antes había visto. Estaba recostado, medio tendido, medio sentado, apoyado sobre lo que parecía una plataforma metálica. Parecía que ésta se aguantaba sobre un pilar solitario, y tenía miedo de que toda la estructura se viniese abajo de un momento a otro, y yo junto con ella. La atmósfera del conjunto era de una limpieza jamás vista. Las paredes, fabricadas de un material resplandeciente, no presentaban ni una mancha; eran de un tinte verdoso, muy agradable y suave a la vista. Sobre esa extraña habitación, que era como un salón inmenso, según mi concepto de las proporciones, se veían piezas de maquinaria que no puedo explicar, ya que no existen palabras para describirte su rareza.

»Pero las personas que se hallaban en esta habitación me produjeron extrañeza y miedo, hasta el punto de que estuve a pique de proferir gritos de alarma y llegué a pensar que se trataba de algún truco de óptica. Había un hombre al lado de una máquina. Su talla sería el doble de un hombre de los llamados buenos mozos. Mediría cerca de unos cuatro metros de altura y su cabeza presentaba una forma cónica, terminando en punta como el cabo más agudo de un huevo. No se le veía cabello y era enorme. Parecía ir vestido de un paño verdoso que le llegaba del cuello a los tobillos y, cosa extraordinaria, le cubría los brazos hasta las muñecas. Me horrorizó el ver que llevaba una piel que le cubría las manos. Pensé qué significación religiosa podía tener eso, o bien que me consideraban impuro y tenían algo que ocultarme.

»Mis miradas se alejaron de este gigante; había dos más que, por su silueta, juzgué que debían de ser mujeres. Una de ellas tenía el cabello negro y ensortijado, mientras la otra lo tenía blanco y lacio. Pero debido a mi falta de experiencia en lo referente al sexo femenino, dejemos esos detalles aparte, que no interesan.

»Las dos mujeres miraban hacia mi persona y, entonces, una de ellas señaló con la mano en una dirección que yo no había observado. Allí vi a un ser extraordinario, un enano, un gnomo, una figura diminuta, cuyo cuerpo era comparable al de un niño de unos cinco años, según pensé. Pero, lo que es su cabeza, era descomunal; un cráneo como una inmensa bóveda, sin nada de pelo, ni rastros en todo cuanto se veía sobre el personaje. Las mejillas eran pequeñas, muy pequeñas, y los labios no eran tales como los tenemos nosotros, sino que parecían más bien un orificio triangular. La nariz era chica, no tanto una protuberancia como un pellizco. Era, claramente, la persona más importante de todas, ya que los demás le contemplaban con reverente actitud, dirigiéndose a su persona.

»Pero entonces, aquella mujer movió su mano de nuevo, y la voz de una persona a quien yo no había antes prestado atención, me habló en mi propia lengua diciendo: “Mira delante de tus ojos; ¿ves algo?”. Con esas palabras mi interlocutor se presentó ante mi campo visual. Parecía ser el más normal, a mis ojos. Semejaba —⁠quiero decir vestido como se presentaba⁠— tal vez un marchante indio, de manera que puedes imaginarte lo que era normal. Avanzó hacia mí y señaló hacia una sustancia brillante. Miré en su dirección (así lo supongo; pero mi mirada, estaba fuera de mi cuerpo). Yo no tenía ojos ¿dónde, en realidad, puso el objeto que él veía por mi cuenta? Y, cuando yo miré, sobre la pequeña plataforma que estaba unida al extraño banco de metal donde me hallaba yo recostado, vi la forma de una caja. Estaba yo reflexionando cómo podía yo ver aquel objeto, si era aquel gracias al cual yo estaba viendo, cuando se me ocurrió que el objeto de enfrente, aquella cosa brillante, era una especie de reflector; entonces, el ser más normal movió el reflector ligeramente, alteró su ángulo de incidencia y entonces grité con horror y consternación, al verme a mí mismo, yaciendo sobre la plataforma. Me había visto antes de que me arrancasen los ojos. De vez en cuando había llegado al borde del agua para beber y había contemplado mi imagen reflejada en la tranquila corriente; así es que podía reconocerme a mí mismo. Pero ahora, en esta superficie sobre la cual se reflejaba, vi un rostro enjuto que parecía estar al borde de la muerte. Llevaba una venda alrededor de un brazo y otra alrededor de un tobillo. Extraños tubos salían de esas vendas hacia no sabía dónde. Pero un tubo salía de uno de los agujeros de mi nariz y estaba conectado con una botella transparente, ligada a una varilla de metal, que se encontraba a mi lado.

»Pero ¡la cabeza!, ¡la cabeza! Sólo con recordarlo vuelve mi agitación. De mi cabeza, exactamente de mi frente, surgían una gran cantidad de piezas metálicas que parecían emerger del interior. Las cuerdas metálicas iban a parar, casi todas, a la caja que yo había visto ya sobre la pequeña plataforma que estaba a mi lado. Pensé que se trataba de una extensión de mi nervio óptico que conducía a la cámara oscura; pero su mirada me causaba un horror creciente y quise arrancar, todos aquellos objetos, de mi persona; pero me di cuenta de que no podía mover ni un solo dedo. Sólo me era posible estar allí acostado contemplando las cosas extrañas que me ocurrían.

»El hombre de apariencia normal alargó su mano hacia la cámara oscura y si me hubiese sido permitido moverme habría reaccionado vivamente. Pensé que introducía los dedos en mis ojos —⁠¡la ilusión era tan completa!⁠—. Pero, en vez de ello, movió de sitio ligeramente la caja y entonces tuve otras perspectivas. Podía ver del lado de atrás de la plataforma donde me hallaba tendido. Pude ver otras personas. Su aspecto era del todo normal: uno era blanco, el otro amarillo, como un mongol. Estaban mirándome sin pestañear, sin darse cuenta de mi persona. Parecían más bien fastidiados por todo aquello, y me acuerdo haber pensado que de haber estado en mi lugar no se habrían sentido fatigados. La voz volvió a escucharse, diciendo: “Bien; por una breve tiempo, ésta es tu vista. Esos tubos te alimentan de imágenes; otros tubos hay que te aligeran y atienden a otras funciones. Por ahora, no puedes moverte, porque tememos mucho que, si pudieses, en tu nerviosismo, te harías daño a tu persona. Es para tu propia protección, que te hallas inmovilizado. Pero no tengas miedo, nada de malo tiene que pasarte. Cuando hayamos acabado nuestra tarea, podrás volver a otra parte del Tíbet con tu salud restablecida, y te sentirás normal excepto por lo que se refiere a tu vista; porque seguirás privado de tus ojos. Ten por entendido que no podrás marcharte llevando esta cámara oscura”. Entonces, sonrió ligeramente en mi dirección y se retiró hacia atrás, fuera del campo de mi visión.

»La gente se movía por allí, examinando varios objetos. Se veían una cantidad de objetos redondos parecidos a pequeñas ventanas, cubiertas con cristales finísimos. Pero detrás de los cristales parecía no haber nada importante, excepto una pequeña aguja que se movía y señalaba ciertas extrañas marcas. Todo ello, para mí, no tenía sentido alguno. Recorrí el conjunto con la mirada; pero estaba todo fuera de mi comprensión y dejé de prestar mi atención a todo aquello, que se encontraba más bien lejos de mi alcance.

»Pasó un tiempo, y yo me encontraba acostado, ni descansado ni cansado, pero como en éxtasis, más bien sin sentimiento alguno. Ciertamente, no sufría ni sentía inquietud alguna. Me parecía experimentar un cambio sutil en la composición química de mi cuerpo, y entonces en el borde visual de la cámara oscura vi que un individuo iba dando la vuelta a unos grifos que salían de una serie de tubos de vidrio fijos en una armazón de metal. A medida que el individuo en cuestión daba vueltas a esas llaves, detrás de las ventanillas de cristal se marcaban diferentes puntos. El personaje más pequeño, el mismo que yo había tomado por un enano, pero que, por lo visto, era uno de los jefes, dijo algunas palabras. Entonces, dentro de mi campo visual entró un personaje que me habló en mi propia lengua, y me dijo que en aquel momento iba a ponerme dentro de un estado de sueño, a fin de que yo me restaurase, y entonces, una vez yo me hubiese alimentado y conciliado el sueño, se me explicaría lo que debía serme explicado.

»Apenas acabó su discurso, recobré mi conciencia, como se me había interrumpido. Más tarde, comprendí que las cosas, en efecto, marchaban así; tenían un instrumental instantáneo e inofensivo, que me sumía en la inconsciencia sólo mediante la presión de un dedo.

»Cuánto dormí, no tengo la menor idea, ni medios para saberlo; pudo ser tanto una hora, como un día entero. Mi despertar fue tan instantáneo como había sido el dormirme anteriormente; por un instante, estuve inconsciente, mas, al momento, me sentía despierto del todo. Muy a pesar mío, mi nuevo sentido de la vista no funcionaba. Era ciego como antes. Raros sonidos me asaltaban —⁠el “

cling

” del metal contra el metal, el vibrar del vidrio⁠—. Luego, unos pasos rápidos alejándose. Me llegó a los oídos el ruido de un deslizarse metálico y todo permaneció en la quietud por unos momentos. Yo estaba allí, acostado, maravillándome de los extraños acontecimientos que habían traído un trastorno semejante en mi vida. Dentro del mismo instante en que el temor y la ansiedad brotaban intensamente en mí, llegó algo que retuvo mi atención.

»Unos pasos como de pies calzados con chinelas, breves y destacados, me llegaron a los oídos. Eran dos personas, acompañadas por un ruido lejano de voces. El ruido fue creciendo y se dirigió a mi habitación. De nuevo, aquel deslizarse de un cuerpo metálico, y los dos seres femeninos —⁠porque así determiné que eran⁠— se acercaron hablando en sus agudos chillidos nerviosos. Hablaban las dos a la vez, o así me lo parecía. Se detuvieron, cada una a uno de mis ambos lados y, horror de horrores, me desnudaron de mi capa —⁠única cobertura de mi cuerpo⁠—. Nada pude hacer por remediarlo. No tenía fuerzas ni podía moverme. Me encontraba en poder de aquellas mujeres desconocidas. Yo, un monje, que nada sabía de las mujeres —⁠que no tengo inconveniente alguno en confesarlo⁠—; sentía horror a las mujeres».

El viejo ermitaño se calló. El joven monje lo contemplaba, pensando con horror en la terrible afrenta que representaba aquel suceso. En la frente del ermitaño, un tenue hilo de sudor humedecía la piel bronceada, como si reviviese aquellos instantes horribles. Con manos temblorosas agarró su cuenco, lleno de agua. Bebió unos pocos sorbos y lo depositó con todo cuidado detrás de su persona.

«Mas algo peor sucedió luego —⁠prosiguió con voz vacilante⁠—. Aquellas mujeres jóvenes acostaron sobre uno de mis flancos mi cuerpo y, por fuerza, introdujeron un tubo dentro de una parte inmencionable de mi cuerpo. Me entró aquel líquido y cuidé reventar. La modestia me exime de explicar cuánto ocurrió por obra de aquellas mujeres. Pero aquello era sólo un comienzo: me lavaron mi cuerpo desnudo de arriba abajo y mostraron la más vergonzosa familiaridad con las partes privadas de mis órganos masculinos. Me ruboricé de pies a cabeza y todo yo me sentí cubierto de la mayor confusión. Agudas varillas de metal fueron introducidas en mi cuerpo y el tubo, que se hallaba en los agujeros de mi nariz, fue quitado y otro me fue colocado forzadamente. Entonces, se me colocó una sábana que me cubría de los pies a la cabeza. Pero aún no habían terminado; entonces padecí un doloroso afeitado de mi cráneo y varias cosas inexplicables sucedieron hasta que se me aplicó una sustancia muy pegajosa e irritante sobre la parte afeitada. Durante todo el tiempo, las dos jóvenes estuvieron charlando y bromeando como si los diablos les hubiesen sorbido los sesos.

»Después de un largo rato, se escuchó de nuevo el deslizarse de la puerta metálica y unos pasos más pesados se acercaron, mientras la charla de aquellas mujeres se interrumpía. La Voz que hablaba en mi lengua, me dijo amablemente: “¿Cómo se encuentra?”.

»“¡Terriblemente mal!, —repliqué vivamente—. Vuestras mujeres me dejaron en cueros y abusaron de mi cuerpo en forma increíble». Mi respuesta, pareció divertirles enormemente. Dicho con todo mi candor, se perecieron de risa viendo que no hice nada para disimular mis reacciones.

»“Nos era indispensable lavarte —⁠dijo⁠—, debes tener tu cuerpo limpio de escorias y tenernos también que hacer lo propio con los aparatos que te aplicamos. Por eso, varios tubos y conexiones eléctricas tienen que ser reemplazados por otros esterilizados. La incisión en tu cráneo tiene que ser inspeccionada y puesta en condiciones de nuevo. Sólo tienen que quedarte unas pocas cicatrices ligeras cuando te marches de aquí. —El viejo eremita bajó su cabeza hacia el joven monje—. Mira —⁠le dijo⁠— aquí, sobre mi cabeza, hay cinco señales». El joven monje se puso de pie y contempló con profundo interés el cráneo del ermitaño. Las señales estaban allí; cada una tendría dos dedos de anchura y mostraba una depresión de color blanquecino. ¡Qué temeroso —⁠pensó el joven monje⁠— sería un experimento semejante, administrado por mujeres! Involuntariamente se sentó, como si temiese al ataque de un enemigo desconocido.

»El eremita continuó: No me sentí calmado por las palabras del recién venido, sino que pregunté: “¿Pero fui manipulado por mujeres? ¿No hay hombres, si un tratamiento de esta naturaleza era imperativo?”.

»El que me tenía cautivo —ya que así lo consideraba⁠— se rió de nuevo y replicó: “Querido amigo, no seas tontamente púdico. Tu cuerpo desnudo —⁠tal como se halla⁠— no significa nada para ellas. Aquí vamos todos desnudos la mayor parte del tiempo, en nuestras horas de guardia. Nuestro cuerpo es el Templo del Superyo y es en absoluto puro. Los que sienten escrúpulos es que tienen pensamientos que les inquietan. Por lo que se refiere a las mujeres que cuidan de ti, son enfermeras y están instruidas en este trabajo”.

»“Pero, no puedo moverme, ¿por qué?, —⁠pregunté⁠—. Y ¿por qué razón no se me permite ver? ¡Esto es una tortura!”.

»“No te puedes mover —me dijo—, porque puedes tirar de los electrodos y causarte daño. O puedes causarlo al equipo que está a tu alrededor. No permitimos que te acostumbres a ver, porque cuando te marches serás ciego, y cuanto más hagas servir el sentido de la vista, olvidarás más el sentido del tacto, que los ciegos desarrollan. Sería para ti un tormento si te permitimos la vista hasta que te marches, porque entonces te sentirías desamparado. Tú estás aquí no por placer, sino para ver y escuchar y ser el depositario de un conocimiento, ya que otro tiene que venir y adquirir de ti esta sabiduría. Normalmente, este saber tiene que ser escrito; pero tememos desencadenar otra furia de “Libros Sagrados”, o semejantes fórmulas. Sobre el saber que tú ahora absorberás y más tarde transmitirás, se escribirá acerca de él. Mientras tanto, no olvides que estás aquí, no para tus propósitos, sino para los nuestros”».

En la cueva, reinaba el silencio; el viejo eremita hizo una pausa, antes de continuar. «Déjame descansar por ahora. Necesito reposar un rato. Tú puedes traer agua y limpiar la cueva. Hay que moler la cebada».

«¿Tengo que limpiar el interior de vuestra cueva, Venerable padre?» preguntó el joven monje.

«No; lo haré yo mismo, cuando haya descansado; pero tráeme arena para mí, y déjala en este sitio. —Diciendo esto, buscó sin prisas en un pequeño rincón de las paredes de piedra—. Después de haber comido tsampa y sólo tsampa por más de ochenta años —⁠dijo con cierta animación⁠—, siento ganas de probar otros manjares, precisamente ahora que estoy a punto de no necesitar nada». Movió su anciana cabeza blanca y añadió: «Probablemente, el choque de un alimento diferente me matará». Después de esto, el anciano entró en su habitación privada, que el joven monje desconocía.

El joven monje trajo una gruesa rama, desgajada en la entrada de la cueva, y empezó a rascar el suelo. A fuerza de ir rascando, barrió todo lo que había en el suelo y lo distribuyó de manera que no obstruyese la entrada. Cargado con el material que trajo del lago en el regazo de su capa, extendió la arena por el suelo y la fue apisonando. Con seis idas y venidas suplementarias trajo la arena suficiente para el anciano anacoreta.

En el extremo interior de la cueva se veía una roca cuya parte superior era lisa, con una depresión formada por el agua, muchos años atrás. Dentro de esta depresión puso dos puñados de cebada. La piedra, pesada y redonda, que se hallaba cerca era sin duda el instrumento adecuado al propósito. Levantándola con algún esfuerzo, el joven monje se sorprendió pensando que un anciano como era el ermitaño, ciego y debilitado por los ayunos, pudiese manejarla. Pero la cebada —⁠completamente tostada⁠— debía ser molida. Pegando con la piedra con un ruido resonante, le imprimió una semirotación y volvió a elevarla para un nuevo golpe. Monótonamente, continuó machacando la cebada, imprimiendo media vuelta a la piedra, para moler los granos más finos, recogiendo la harina que se iba formando y reponiendo el grano molido. ¡Tum! ¡Tum! ¡Tum! Por fin, con los brazos y la espalda doloridos, quedó satisfecho con el montón de lo molido. Luego, después de haber frotado la roca y la piedra con arena, para limpiar cualquier residuo de grano que hubiese resultado adherido, puso cuidadosamente la harina en la vieja caja que estaba allí a este propósito y se encaminó, cansado, a la entrada de la cueva.

La tarde, ya avanzada, aún resplandecía y se calentaba al sol. El joven monje se recostó sobre una piedra y revolvió perezosamente su tsampa con la punta de un dedo para mezclarla. En una rama, un pajarilla, encaramado en ella, con la cabeza inclinada, observaba esas operaciones con elocuente confianza. Por el lado de las aguas, un pez de buen tamaño saltó, con el intento coronado por el éxito de zamparse un insecto que volaba muy bajo. Muy cerca, un roedor se aplicaba a sus tareas, en la base de un árbol, plenamente olvidado de la presencia del joven monje. Una nube oscureció el calor de los rayos de sol, y al joven le entró un temblor súbito. Poniéndose de pie de un salto, lavó su cuenco y lo frotó con arena. El pájaro se escapó volando con un chillido de alarma y el roedor se escapó alrededor del tronco del árbol y se puso en guardia con los ojos bien abiertos y brillantes. Metiendo el cuenco en el seno de su túnica, el joven monje se apresuró a volver hacia la cueva.

En la cueva se hallaba sentado el viejo eremita; mas no erguido, sino apoyado contra una pared. «Me gustaría sentir el calor del fuego sobre mi persona —⁠dijo⁠—, porque no he podido encenderlo para mí en todos los sesenta o más años pasados. ¿Querrías encender una hoguera para mí, y así los dos podríamos sentarnos a la boca de la cueva?».

«Con mucho gusto, —respondió el joven monje—. ¿Tenéis pedernal o yesca?».

«No, no poseo más que mi cuenco, mi caja de cebada y mi par de vestiduras. No tengo ni tan siquiera una sábana». Así es que el joven monje puso su propia sábana harapienta alrededor de los hombros del anciano y salió fuera de aquella caverna.

No muy lejos, la caída de una roca había sembrado el suelo de pequeños pedazos de la misma. Allí, el joven monje pudo hallar dos pedazos de pedernal que se adaptaban muy bien a las palmas de sus manos. A modo de experimento, golpeó un guijarro contra el otro con un movimiento de frote; con eso obtuvo una pequeña corriente de chispitas al primer intento. Puso las dos piedras en el seno de su vestidura y luego se dirigió a un árbol muerto, cuyo tronco sin duda había sido alcanzado por un rayo desde hacía largo tiempo. En el hueco de su interior, buscó y halló un puñado de pedazos secos de madera, de color de hueso, podridos y polvorientos. Con cuidado los fue poniendo entre sus vestiduras; después recogió ramas secas y quebradizas que se hallaban dispersas alrededor del árbol. Cargado hasta el límite de sus fuerzas se dirigió a la cueva y satisfecho descargó todos esos objetos en la parte exterior de la entrada, en un sitio bien abrigado del viento dominante, de forma que después la cueva no pudiese verse invadida por el humo.

En el suelo arenoso, con la rama que le servía de escoba, trazó una ligera depresión y con el par de pedernales a su lado, construyó un montoncito de troncos reducidos a pedazos y los cubrió con madera podrida que, a fuerza de enrollarla con sus dedos, quedó convertida en un polvo como de harina. Entonces, con expresión aplicada, cogió los pedazos de pedernal, uno en cada mano, y los hizo chocar el uno contra el otro, procurando que la escasa corriente de chispas, pudiese caer sobre aquel polvillo de madera. Repitió muchas veces la operación, hasta que consiguió que apareciese una partícula de llama. Inclinándose entonces, hasta tocar con el pecho al suelo, con todo cuidado, fue soplando aquella preciosa centella. Poco a poco, cada vez se fue haciendo más brillante. La pequeña chispita creció más y más, hasta que el joven monje pudo apartar una mano y colocar algunos brotes secos alrededor, junto con algo que hacía de puente de la pequeña mancha de fuego. Fue soplando continuamente, y, finalmente, tuvo la satisfacción de ver una verdadera llama de fuego extendiéndose a lo largo de las ramas.

Ninguna madre cuida tanto a su recién nacido como aquel joven se dedicaba con toda su atención a la llama naciente. Ella, gradualmente, crecía cada vez más brillante. Luego, finalmente, triunfando, añadió troncos cada vez más gruesos a la hoguera, que empezaba ya a brillar francamente. El joven monje, entonces, entró en la cueva y fue hasta donde se hallaba el viejo ermitaño. «Venerable padre —⁠dijo el joven monje⁠—, el fuego ya está a punto; ¿puedo acompañaros?». Luego, puso un palo robusto en la mano del anacoreta, y, ayudándole con toda lentitud a ponerse en pie, le acompañó delicadamente hasta la vera del fuego, del lado por donde no pasaba el humo. «Me voy a buscar más leña para la noche, —dijo el joven monje—. Pero antes voy a poner los pedernales y la yesca dentro de la cueva, para que se conserven secos». Diciendo esas palabras, reajustó la sábana sobre la espalda del anciano; le puso agua a su lado y depositó el pedernal y la yesca al lado de la caja de la cebada.

Dejando la cueva, el joven monje cuidó de añadir más leña al fuego y se aseguró de que el anciano no corría ningún peligro de ser alcanzado por las llamas; después, se marchó y se dirigió hacia donde se hallaba el campamento donde estuvieron hacía poco aquellos mercaderes. Podían haber dejado algo de leña, pensó. Pero, no habían dejado leña alguna. Mejor aún, se habían olvidado de un recipiente de metal. Evidentemente, se les había caído sin que ellos se diesen cuenta al cargar los yaks, o tal vez al marcharse. Podía ser también que otro yak hubiese dado con una pata al utensilio, y éste hubiese ido a rodar detrás de una piedra. Ahora, para el joven monje, esto era un tesoro. Un grueso clavo se hallaba al lado del recipiente, por algún motivo que se escapaba al monje; pero que iba a prestar algún servicio, estaba seguro.

Buscando con toda la diligencia por aquellos parajes alrededor del bosquecillo de árboles, no tardó en reunir una pila de madera muy satisfactoria. Yendo y viniendo de la cueva, almacenó en ella toda aquella leña dentro de la caverna. Nada dijo al viejo ermitaño de aquellos hallazgos. Quería darle una agradable sorpresa y tener el placer de contemplar la satisfacción del anciano al poder beber té caliente. Ya tenían té, porque el mercader les trajo alguno; pero carecían de medios para calentar el agua, hasta entonces.

La última carga de leña, había sido ya depositada y, sin hacer nada, se hubiera perdido aquella jornada. El joven monje vagaba de un lado a otro, buscando procurarse una rama de dimensiones convenientes. En un soto a orillas del lago, vio de pronto un montón de harapos. Quién los había llevado hasta allí, lo ignoraba. Mas, la extrañeza dio paso al deseo. Avanzó para levantar del suelo aquellos harapos y, de pronto, pegó un brinco, al escuchar que un llanto salía de aquel montón de trapos. Inclinándose, se dio cuenta de que aquellos «harapos» eran un cuerpo humano; un hombre flaco lo increíble. Alrededor de su cuello, llevaba una tanga

[2]

. Una tabla de madera, cuya longitud sería en total de cerca de más de metro y medio. Dicha tabla, abierta por en medio a lo largo, tenía como una charnela y, por el otro, un candado cerrado. El centro del madero estaba formado de manera que se ajustaba alrededor del cuello de la víctima. Aquel hombre era un esqueleto viviente.

El joven monje, arrodillándose, dejó en el suelo las ramas del bosquecillo que llevaba encima; luego, poniéndose en pie, corrió al agua y llenó su cuenco. Con toda prisa, volvió hasta aquel hombre caído e introdujo el agua por su boca ligeramente entreabierta. Aquel hombre se estremeció y abrió los ojos. «Quise beber —⁠musitó⁠—, y me caí al agua. Gracias a esa tabla floté, casi a punto de hundirme. Estuve días en el agua y, ahora mismo, he podido remontar la orilla. —Y se calló, exhausto. El joven monje le trajo más agua, y luego agua mezclada con harina—. ¿Puedes quitarme esto de encima?», preguntó el hombre. «Pegando con dos piedras esta cerradura, la podrás abrir».

El monje se puso en pie y fue a la orilla del lago, buscando las piedras idóneas. Cuando estuvo de vuelta puso la mayor de las dos piedras bajo uno de los extremos de la tabla, y pegó fuerte con la otra piedra. «Intenta por el otro lado —⁠dijo aquel hombre⁠—, y pega sobre el pitón que atraviesa de parte a parte. Húndelo con todas tus fuerzas». Con todo cuidado, el monje puso en su debida posición el madero y pegó con toda su alma. Apretando luego, después un fuerte crujido, la cerradura cayó por su lado. Entonces pudo abrir el instrumento de tortura y dejar libre el cuello de aquel hombre que, en su esfuerzo, se había ensangrentado.

«Irá a parar al fuego —dijo el joven monje⁠—, sería una lástima que se perdiese».

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