Capítulo sexto
Capítulo sexto
«Horas interminables, transcurrieron pesadamente. Yo, yacía dentro de un estupor, una ausencia, dentro de la cual el pasado, el presente y el futuro se confundían recíprocamente. Mi vida pasada, mi desvalido estado presente, que no podía ni moverme ni ver, y mi gran temor del futuro fuera de “allí”, si es que podía librarme nunca. De tiempo en tiempo venían aquellas mujeres y me atropellaban. Mis miembros era retorcidos, mi cabeza giraba sobre el cuello y todas las partes de mi anatomía se veían manoseadas, pellizcadas, aporreadas y manejadas. A veces, grupos de personajes venían y permanecían a mi alrededor discutiendo mi caso. No era capaz de entenderlos; pero su intervención era clara. Esos personajes, igualmente, me aplicaban diversas cosas; pero yo les negaba la satisfacción de verme cómo me estremecía a sus agudas punzadas. Yo iba transcurriendo mis días.
»Llegó un momento en que se volvió a despertar mi alarma. Había estado traspuesto, ignoraba las horas que hacía. Aun cuando me había dado cuenta de que se había deslizado la puerta de mi estancia, no me había desvelado. Fui retirado del sitio donde yacía y como envuelto en mantas de lana sin darme cuenta de lo que pasaba a mi alrededor y a mí mismo. De pronto, se produjeron una serie de cortes alrededor de mi cráneo. Me vi pinchado y hurgado, mientras una voz en mi propia lengua exclamaba. “¡Bravo!, ¡dejemos que vuelva a la vida!”. Un zumbido, del que me di cuenta sólo cuando cesó, terminó con un débil chasquido metálico. Inmediatamente me sentí repuesto, en vida e intenté sentarme. De nuevo me sentí imposibilitado; mis más violentos esfuerzos no causaron el menor movimiento a ninguno de mis miembros. «Ya vuelve a estar entre nosotros, —dijo una voz—. ¡Eh! ¿Podéis oírnos?», preguntó otra persona.
»“Sí puedo —repliqué—, pero ahora, ¿estáis hablando tibetano? Creía que el doctor estaba hablando conmigo. —Entonces se produjo una risa en voz baja—: Hablamos vuestra lengua —me replicaron—, así entenderéis mejor lo que os digan».
»Otra voz intervino, en otro lado. “¿Cómo le llamaremos?. —Otro, que reconocí ser el doctor, repuso—: Llamémoslo
¡Oh!
No sabemos su nombre; yo le llamo simplemente
vos
».
»“El Almirante ha dispuesto que se le dé un nombre, —afirmó una nueva voz—. Decidamos cómo nos tenemos que dirigir hacia él». Entonces se entabló una discusión animada, en cuyo curso fueron propuestos varios nombres, algunos de ellos muy despectivos y que indicaban que yo, a juicio de aquellas personas, gozaba de la consideración que se merecen ante los hombres de la Tierra los yaks o los buitres que se alimentan de cadáveres. Por fin, cuando los comentarios habían ido excesivamente lejos, el doctor decretó: «Acabemos de una vez, este hombre es un monje. Cuando tengamos que mencionarlo, llamémosle simplemente “el Monje. —Entonces hubo un silencio, que finalizó en un ruido que, a mi juicio, era de aplausos—. Muy bien —sentenció una voz, que hasta ahora yo no había escuchado—, aceptado por unanimidad, de ahora en adelante llevará como nombre “el Monje”. Debe ser así registrado».
»A esa discusión siguió otra que no me interesó y que, al parecer, versaba sobre las virtudes o la carencia de ellas de las mujeres y la mayor o menor facilidad que había para obtenerlas en cada caso. Ciertas alusiones anatómicas estaban fuera de mis conocimientos, de manera que no hice ningún esfuerzo para seguir el curso de la discusión; pero me intrigaba el poder visualizar a los opinantes. Algunos de los hombres eran muy pequeñitos y otros, muy cuadrados. Era una cosa rara y que me intrigaba mucho el comprobar que en la Tierra no existiesen medidas como las que poseían aquellos personajes.
»Fui precipitado bruscamente al mundo presente por un ruido súbito de personas que se ponían de pie, y lo que parecía un arrastrarse hacia atrás aquellas extrañas sillas. Los hombres aquellos se alzaron y uno tras otro fueron saliendo de la habitación. Finalmente, sólo permaneció el doctor. Más tarde, me dijo: “Os llevaremos ante la Cámara del Consejo, dentro de una caverna de la montaña. No debéis demostrar ningún nerviosismo; todo os parecerá extraño; pero podéis estar bien tranquilo, Monje, que no recibiréis daño alguno por parte de nadie”. Diciendo estas palabras, se marchó y quedé de nuevo solo con mis pensamientos. Por alguna razón extraordinaria, una escena particular estremeció mis recuerdos. Uno de los torturadores chinos se me había aproximado y, con sonrisa diabólica, me había dicho: «Os queda un sola probabilidad para decirnos lo que necesitamos de vos, o perderéis vuestros ojos».
»Yo le repliqué: “Soy un pobre, un sencillo monje y no tengo nada que deciros”. Con lo cual, el verdugo chino metió un dedo y el pulgar dentro de la órbita del ojo izquierdo y mi ojo saltó fuera como el hueso de una ciruela. El ojo colgaba balanceándose sobre mi mejilla. El tormento de la visión deformada era terrible. Mi ojo derecho, aún intacto, miraba derechamente; el izquierdo, en su balanceo, miraba en otros sentidos. Entonces, de un rápido tirón, el chino cortó el ojo libre y me lo tiró a la cara, antes de hacer lo propio con el ojo derecho.
»Recordaba que, hastiados finalmente de aquella orgía de torturas, los chinos me tiraron sobre un montón de basura. Pero ya no estaba muerto, como ellos creían, y el frío de la noche me reavivó y entonces yo había vagado, a ciegas y a tientas, hasta que un cierto “sentido” me había guiado lejos de la Misión China y, también, de la ciudad de Lhasa. Sumido en estos pensamientos, perdí la noción de tiempo y fue para mí un sosiego cuando, por fin, unas personas vinieron a mi habitación. Entonces pude entender lo que me había sido dicho. Un aparato especial, un elevador, denominado con el extraño nombre de antigravedad, fue instalado sobre mi tabla y «desviado» encima de ella. La tabla entonces se levantó por los aires y unos hombres la guiaron a través de la puerta hacia el corredor, más allá. Parecía que, si bien la tabla carecía de aparente peso, poseía inercia e impulso, aunque ello no tuviese significado alguno para mí. Mi preocupación se limitaba a no querer sufrir daño alguno. Eso, para mí, era lo más esencial.
»Con todo cuidado, la tabla o mesa operatoria y todo el equipo a ella asociado fueron arrastrados o empujados a lo largo del corredor metálico con sus ecos desviados y transportados fuera de la nave espacial. Llegamos de nuevo a la gran sala dentro de la roca y me llegaron al oído los rumores de un gran gentío, que me recordó el patio exterior de la catedral de Lhasa en días, para mí, más felices. Mi tabla fue movida y bajada como hasta unos pocos centímetros del suelo. A mi lado, llegó alguien que me susurró: “El Cirujano-General va a llegar dentro de un instante”.
»Yo le respondí: “¿No se me va a devolver de nuevo la vista?”, pero el personaje se había ido y mi demanda se quedó sin respuesta. Estaba allí, tendido y probando de pintar en la imaginación las cosas que iban a ocurrirme. Sólo conservaba la memoria de los breves instantes que se me habían concedido antes; pero lo que deseaba con más ansia es que se me proporcionase la vista artificial.
»Unos pasos que ya eran familiares resonaron sobre la piedra del suelo. “Veo que os han traído sin novedad. ¿Os sentís completamente bien?”, me preguntó el doctor —el Cirujano General.
»“Señor doctor, —le respondí—. Me sentiría mucho mejor si quisieseis permitirme gozar de la vista».
»“Pero, es que vos sois ciego y tendréis que vivir por muchos años en tal estado”.
»“Pero, señor doctor, —dije con una considerable dosis de exasperación—. ¿Cómo podré aprender y almacenar en la memoria todas las maravillas que me habéis prometido que yo veré si no se me proporciona esa visión artificial?».
»“Dejad esos cuidados para nosotros, —repuso—. Somos nosotros quienes hacemos las preguntas y damos las órdenes, vos debéis hacer lo que se os mande».
»Entonces me llegó de la masa situada a mi alrededor una serie de susurros pidiendo silencio, no un silencio total, porque éste no se da nunca cuando hay mucha gente agrupada. Entre los murmullos pude percibir un sonido muy seco de pasos, que cesaron bruscamente. “¡Sentarse!”, ordenó una voz seca, de entonación militar. Entonces se produjo una distensión, ruido de paño grueso, crujidos de cuero y arrastre de muchos pies. Un rumor como si uno de aquellos raros asientos fuese arrastrado hacia atrás. Simultáneamente, o casi, el ruido que hace una persona que se pone en pie. Una tensa expectación se percibió durante uno o dos segundos, y enseguida se escuchó la voz.
»«Señoras y señores —anunció ésta, puntual y maduramente—: Nuestro Cirujano en Jefe considera que ese indígena del Tíbet se encuentra lo suficiente bien de salud y adoctrinado para que, sin peligros indebidos, pueda ser preparado a poder asimilar el Conocimiento del Pasado. Existe, ¿cómo no?, un riesgo; pero no es posible prevenirlo. Si el sujeto muere, nos será preciso recomenzar la fastidiosa búsqueda de otro personaje. Este indígena, si bien se encuentra en pobres condiciones físicas, podemos asegurar que está dotado de una voluntad suficiente para aguantar con firmeza su existencia. Noté que todo yo me estremecía ante ese rudo menosprecio de mis íntimos sentimientos; pero la Voz prosiguió diciendo: Hay algunos entre nosotros que consideran que debemos servirnos exclusivamente de documentos revelados a diversos Mesías o Santos, que hemos situado en este mundo para tal propósito. Pero yo os digo que, en el pasado, dichos documentos han originado unas veneraciones llenas de superstición que han anulado todo beneficio que se haya podido obtener, por culpa de ellas. Los nativos de la Tierra no han buscado el sentido que dichos documentos contenían, sino que se han quedado en la superficie, y todavía mal interpretada. Ha sido muy frecuente que les hayan perjudicado en su desarrollo; se ha originado un sistema artificial de castas y algunos de los naturales de varios países se han afirmado a sí mismos como escogidos por los Altos Poderes, como autorizados para enseñar y predicar cosas que
jamás
se han escrito.
»”No tienen idea alguna de nuestra existencia en el espacio exterior de su mundo. Nuestras naves, que patrullan sin cesar, se han considerado fenómenos naturales o simples alucinaciones de quienes creyeron contemplarlas, y que son tenidos en un concepto despectivo, como alienados mentales. Consideran que no puede haber vidas más importantes que la del Hombre. Consideran que su esmirriado mundo es la
única
fuente de toda vida, ignorando que, en el Universo, el número de mundos habitados es mayor que todos los granos de arena juntos que se hallan sobre la tierra, y que su mundo figura entre los más pequeños e insignificantes.
»”Creen que
ellos
son los Amos de la Creación y que todos los animales de su mundo son su presa. La duración de su vida es el batir de un párpado. Comparados con nosotros, son igual que el insecto, que vive un solo día y, en ese breve plazo, tiene que nacer, crecer, madurar y aparejarse repetidas veces, para morir al cabo de unas horas. El término medio de nuestra existencia, es de cinco mil años; el suyo, de unas pocas décadas. Y todo esto ha sido establecido por sus creencias peculiares y sus trágicas equivocaciones. Por esta razón, nos eran desconocidos en el pasado; pero ahora nuestros sabios nos dicen que en el espacio de medio siglo esos indígenas descubrirán alguno de los secretos del átomo. Podrán, entonces, echar a rodar su pequeño mundo. Radiaciones peligrosas pueden esparcirse a través del espacio y originar una amenaza de polución universal.
»”Cómo no ignoráis muchos de vosotros, los Sabios han decretado que uno de los nativos de la Tierra, que sea aprovechable sea capturado por nosotros —ése lo ha sido—, y se le trate por unos procedimientos que le capaciten para recordar todo cuanto ahora vamos a enseñarle. Se verá condicionado de forma que, lo que le habrá sido enseñado,
sólo
podrá revelarlo a quien deberá a
su preciso tiempo
ser situado en el mundo con la misión de explicar a todos cuantos quieran escucharle los hechos tal como han sido y son, y no las fantasías que se han fabricado acerca de los mundos de más allá de ese pequeño universo. Este nativo que ahora veis ha sido preparado especialmente y será el recipiente del mensaje que será, más tarde, transmitido a otro ser humano. El esfuerzo será muy grande, y después de éste le costará mucho el sobrevivir; de forma que no es preciso buscar la manera de reforzarlo, ya que si se nos queda sobre esta mesa nos será preciso empezar de nuevo a buscar otro que le sustituya. Y eso, como ya hemos visto, es enojoso.
»”Un compañero de a bordo, ha objetado que debíamos haber elegido algún natural de un país más desarrollado; una persona que disfrutase de un nivel superior de vida y de categoría social entre los suyos. Pero, para nosotros, esto hubiera sido una mala jugada. El adoctrinar un indígena de aquella categoría y desligarle de sus amistades representaría un serio retraso en nuestro programa: Vosotros, todos cuantos os encontráis aquí, podréis ser testigos del actual recuerdo del Pasado. Es algo extraordinario; de modo que tenéis que recordar que os veis favorecidos por encima de los demás».
»Apenas este Grande había terminado de hablar, cuando sobrevino un extraño crujido, seguido de otros. Entonces una Voz —pero ¡qué Voz!— inhumana, que no sonaba como de hombre ni de mujer, me hizo erizar el pelo y crispar mis poros. “Como Decano de los Biólogos, independiente de la armada y del ejército —carraspeó esa voz ingrata— deseo que conste en acta mi disconformidad ante esos procedimientos. Mi informe completo será enviado al Gran Cuartel por vía reglamentaria. Ahora, pido ser escuchado”. Entonces, pareció producirse una mueca resignada en el rostro de los presentes. Por un momento se produjo una gran agitación y, entonces, aquel que había hablado primero de todos, se puso en pie. «Como Almirante de esta Escuadra, —subrayó, secamente—, tengo a mi cargo esta expedición de vigilancia, sean cuales sean los especiosos argumentos alegados por nuestro inconformista biólogo decano. De todos modos, escuchemos los alegatos de la oposición. ¡Usted puede continuar, señor biólogo!».
»Sin la menor palabra de gracias, ni forma de salutación alguna, la ingrata voz continuó: “Protesto por la pérdida de tiempo. Protesto de que se hagan más intentos a favor de esas criaturas imperfectas. En el pasado, cuando una raza semejante no resultaba satisfactoria era exterminada y el planeta, repoblado. Ganemos tiempo y exterminémosles antes de que intoxiquen el espacio”.
»El Almirante, entonces, intervino: “¿Tenéis alguna razón específica para sostener que son defectuosos, señor Biólogo?”. «Sí, tengo, —repuso con voz enfadada el Biólogo—. Las hembras de la especie humana son defectuosas. El mecanismo de su fertilidad es defectuoso y sus auras no se muestran conformes con lo planificado. Capturamos una de ellas, en una de las mejor reputadas áreas de este globo. La mujer se puso a chillar y agitarse cuando le quitamos las ropas con que se cubría. Y cuando introdujimos una cánula en su cuerpo, con el fin de analizar sus secreciones, primero reaccionó con histeria y luego perdió el conocimiento. Más tarde, volviendo en sí, al ver alguno de mis ayudantes, perdió la razón, como si estuviese endiablada. No hubo más remedio que destruirla. Todos nuestros días de trabajo fueron perdidos”».
El viejo ermitaño cesó de hablar y bebió un sorbo de agua. El joven monje estaba allí sentado; se sentía estupefacto y horrorizado por las extrañas aventuras ocurridas a su superior. Algunas de las descripciones le parecían extrañamente familiares. No sabría decir cómo, pero las explicaciones del eremita le provocaban extraños movimientos interiores, como si se tratase de miembros suprimidos y ahora reavivados. Como si las observaciones del ermitaño actuasen a modo de catalizador. Con todo cuidado, sin que se derramase una sola gota, el anciano dejó a un lado el cuenco del agua, volvió a juntar las manos y prosiguió:
«Yo estaba sobre aquella mesa, escuchando y entendiendo todas y cada una de aquellas palabras. Todo temor, toda incertidumbre me habían abandonado. Quise mostrar a toda aquella gente cómo un sacerdote del Tíbet sabe vivir, o morir. Mi natural impetuosidad me arrastró a observar, en voz muy alta. “Ya veis, Señor Almirante; vuestro Biólogo es menos civilizado que nosotros; nosotros, no matamos ni siquiera lo que llamamos animales inferiores. Nosotros somos civilizados”. Por un momento, pareció detenerse la marcha del Tiempo. Incluso la respiración de los circunstantes me pareció detenerse. Entonces, ante mi más profunda sorpresa y naturalmente estupor, se produjo un aplauso espontáneo y no pocas risotadas. Los presentes palmoteaban, cosa que yo interpreté como un signo de aprobación hacia lo que dije. Los presentes proferían gritos de alegría y cierto técnico que estaba cerca de mí se inclinó y me dijo a media voz: “¡Muy bien, Monje, muy bien! No digáis nada más; ¡no os juguéis vuestra buena suerte!”».
»El Almirante tomó la palabra, diciendo: “El Monje nativo habló. Ha mostrado, con toda mi satisfacción, que es una criatura sensible y completamente capacitada para llevar a cabo la misión que se le encomienda. Y adopto del todo sus observaciones y las haré constar en mi relación dirigida a los Sabios. —El Biólogo soltó agresivamente—: Lo que es yo, me retiro del experimento». Con esas palabras, aquella criatura-hombre, mujer, o neutro se marchó con estrépito de la caverna rocosa. Entonces, se produjo un suspiro de alivio; era patente que el Biólogo Decano, allí, no gozaba de muchas simpatías. Cesaron luego los rumores, respondiendo a algún signo de la mano, que no pude percibir. Entonces se produjo un frote de pies y el susurro de papeles. El clima de expectación puede decirse que era tangible.
»«Señoras y señores —escuché que decía la voz del Almirante—: ahora que ya hemos agotado el turno de ruegos y preguntas, me propongo decir algunas palabras acerca de lo que se trata, dedicadas a todos aquellos que hoy se sientan por primera vez en esta Comisión Inspectora. Alguno de ellos ha podido captar algunos rumores; pero los rumores no bastan. Voy, pues, a explicar a la Asamblea lo que nos proponemos y de qué se trata, de forma que podáis daros perfecta cuenta de los acontecimientos que serán el objeto de vuestra participación.
»”Los habitantes de este mundo están a punto de ir desarrollando una técnica, que si no se frena, puede muy bien destruirlos a todos. En el curso de todos esos acontecimientos pueden contaminar el espacio de forma que resulten contaminados otros mundos jóvenes. Esto, tenemos que prevenirlo. Como no ignoráis, este mundo y otros del mismo grupo son campos experimentales para diferentes tipos de criaturas. Como pasa con las plantas, que la que no es cultivada sólo es broza, en el mundo animal existen los ejemplares de raza y los bastardos. Los seres humanos de ese mundo pertenecen a los segundos. Nosotros, que hemos sembrado este mundo con simientes humanas, hemos de asegurarnos de que nuestro género destinado a otros mundos no se vea perjudicado.
»”Tenemos aquí delante un natural de este mundo en que nos hallamos ahora. Es de una región de un país denominado el Tíbet. Se trata de una teocracia; es decir, que se halla gobernado por un jefe que concede la mayor importancia a la adhesión a una religión determinada, más que a unas doctrinas políticas. En este país no existen agresiones. Nadie lucha para arrebatar las tierras de otros. La vida animal es respetada, excepto por las clases inferiores, que casi siempre son gente nativa de otras comarcas. Aunque su religión a nosotros nos parece fantástica, a ellos les guía en la vida y no molestan al prójimo ni quieren imponer por la violencia sus creencias. Son muy pacíficos y se necesita un alto grado de provocación para incitarlos a la violencia. Todas estas razones nos han inducido a pensar que en este país podríamos hallar un nativo dotado de una fenomenal memoria, que podríamos todavía dilatar. A ese nativo le podríamos inculcar unos conocimientos que él sería capaz de comunicar a otro hombre que posteriormente situaríamos en este mundo.
»”Muchos de vosotros os podréis preguntar por qué no podemos elegir un representante que sea directo. Nuestra respuesta es que no podríamos hacer esto de una manera satisfactoria del todo, porque nos conduciría a diversas omisiones y malas inteligencias. Se ha procedido de esa forma en cierto número de casos que siempre se han demostrado desacertados. Como veréis más tarde, lo intentamos con buen éxito con un hombre a quien los terrestres llamaban Moisés. Pero, aun con éste, la cosa no marchó bien del todo y prevaleció algún error y confusiones diversas. Ahora, pese a nuestro venerado Decano de Biología, vamos a ensayar este sistema que ha sido proyectado en un plano superior por nuestros Sabios.
»”De la misma forma con que, con su magnífica habilidad científica, millones de años atrás perfeccionaron los vehículos más rápidos que la luz, ahora han perfeccionado un método para registrar visualmente los Archivos Akashicos. Por virtud de este sistema la persona que se halla dentro de un aparato podrá ver todo cuanto ocurrió en el tiempo pasado. En la medida que sus impresiones puedan explicarle,
vivirá
todas las experiencias;
verá
y
escuchará
exactamente como si estuviese viviendo en aquellas remotas épocas. Para él
será como si estuviese allí
. Una extensión especial, que saldrá de su cerebro, nos permitirá a todos y cada uno de nosotros que participemos conjuntamente. El —vosotros, digamos nosotros—, dejarán a todos los efectos, de existir en el momento actual y transportarán sus sentidos, vista, oído y sensaciones a las épocas del pasado, cuya vida presente y acontecimientos experimentaremos, lo mismo que en la actualidad estamos experimentando la vida de a bordo, o la vida en los pequeños navíos de patrulla, o trabajando en el mundo muy lejano de la superficie, que es el de nuestros laboratorios subterráneos. Yo, personalmente, no pretendo comprender plenamente los principios que están en juego. Muchos de los aquí presentes saben más que yo del tema; y ésta es la razón de su presencia entre nosotros. Otros, con otras ocupaciones, conocerán aún menos que yo, y es a ellos que se dirigen mis observaciones. Permitidme que os recuerde que todos debemos tener algún respeto por la santidad de la vida. Alguno de vosotros podrá considerar este nativo de la Tierra exactamente como cualquier otro animal de laboratorio; pero, como lo ha demostrado, posee sus sentimientos. Tiene inteligencia y —recordadlo bien— actualmente, para nosotros, es la criatura más valiosa de este mundo. Por esto se halla aquí. Más de uno ha preguntado: Pero ¿cómo
colmado esa criatura de conocimientos, podrá salvar el globo
? La respuesta es que no lo hará».
»El Almirante hizo entonces una pausa dramática. Yo no pude verle, como es natural; pero estuve convencido de que los demás experimentaban la misma tensión que a mí me anonadaba. Entonces prosiguió: “Este mundo está muy enfermo.
Nos consta
que lo está. Ignoramos la razón. Y queremos hallarla. Nuestra tarea consiste en reconocer que existe aquí un estado de enfermedad. En segundo lugar, debemos convencer a los hombres de que están enfermos. En tercero, les hemos de inducir a que sientan deseos de ser curados. En cuarto, debemos descubrir concretamente la causa de todos sus males. Quinto, haremos evolucionar un agente curativo, y sexto, tenemos que persuadir a los hombres que hagan lo debido para que la cura surta su efecto. La enfermedad se relaciona con el aura. Pero, ignoramos cómo. Otro deberá venir, que no será de este mundo, porque, ¿cómo puede ver los males que aquejan a su prójimo, aquél que precisamente es ciego?”.
»Aquella observación, me causó un sobresalto. Me parecía contradictoria; yo era ciego, pero se me había escogido para aquella labor. Pero no; no era así. Yo era meramente el depositario de ciertos conocimientos. Conocimientos que harían posible que otra persona, siguiendo un plan preestablecido, llevase a cabo su cometido. Pero el Almirante continuaba su discurso:
»“Nuestro nativo, una vez esté preparado por nosotros y hayamos acabado nuestra labor para con él, será transportado a un sitio donde podrá gozar (desde un punto de vista humano) de una muy larga vida. No podrá morir sin haber traspasado antes sus conocimientos a otra persona. Durante sus años de ceguera y soledad, disfrutará de una paz interior y de la convicción de llevar a cabo algo que hará mucho bien a este mundo. Ahora, haremos una última comprobación de las condiciones en que se halla este nativo y luego empezaremos nuestras tareas”.
»Entonces se escuchó un ruido, si bien considerable, perfectamente ordenado. La mesa sobre la cual yo estaba fue levantada y trasladada hacia delante. Me llegó a los oídos el ruido acostumbrado de cristal y metal chocando entre sí. El Cirujano General se me aproximó y me dijo al oído: “¿Cómo os encontráis?”.
»Apenas me daba cuenta de
cómo
me sentía ni
dónde
estaba; así es que le respondí: “Todo cuanto escuché no ha contribuido a que me sienta mejor en ningún modo. ¿Continuaré sin ver nada? ¿Cómo podré participar de todas esas maravillas si no se me quiere conceder la vista nuevamente?”.
»“Calmaos, —susurró levemente—. Todo marchará bien, Vos, veréis lo más distintamente posible, en el momento oportuno».
»Se calló unos momentos, mientras alguna otra persona llegó hasta él y le hizo una observación. Luego prosiguió: “Ahora os va a suceder lo siguiente: os pondrán en la cabeza lo que os hará efecto de ser un sombrero confeccionado con malla de alambre. Os parecerá frío, hasta que os acostumbréis al artefacto. Luego os calzarán los pies con algo que os podrá parecer un par de sandalias, de alambre asimismo. Otros alambres se dirigirán a vuestros brazos. Al principio, experimentaréis un cosquilleo más bien incómodo; pero pasará pronto y se acabarán todas las molestias. Reposad, seguro de que os tratamos con el máximo cuidado posible. Eso tiene la mayor importancia para nosotros. Necesitamos que resulte un gran éxito; sería una pérdida considerable cualquier fracaso en el experimento”.
»“Sí, —murmuré—. Yo soy el que arriesga más; yo, me juego mi propia vida».
»El Cirujano General se puso en pie y se alejó de mí. “¡Señor!, —dijo con una perfecta entonación oficial en su voz—. El nativo ha sido, examinado y ahora está a punto. Pido permiso para continuar».
»“Se os concede, el permiso —replica la voz grave del Almirante—: ¡Empezad!”. Entonces, empezó un “clic”, agudo y una exclamación contenida. No sé qué manos me agarraron por el cogote y levantaron mi cabeza. Otras, empujaron algo que parecía ser una bolsa metálica de alambre flexible sobre mi cabeza e hicieron entrar aquel objeto, siguiendo por mi rostro, hasta la barbilla. Se produjeron chasquidos extraños y la bolsa metálica fue ceñida sobre mi cara muy apretadamente y la ataron alrededor de mi cuello. Aquellas manos, luego se retiraron. Mientras tanto, otras se aplicaban a mis pies. Una sustancia grasienta, de olor nauseabundo, me untaba mis extremidades inferiores y entonces dos sacos metálicos calzaron mis pies. Yo no estaba acostumbrado a tenerlos tan ceñidos y me molestaban sobremanera. Pero yo no podía hacer nada. El ambiente de expectación, de tirantez, iba en progresión creciente».
Súbitamente, en la cueva, el viejo ermitaño se cayó de espaldas. Por un largo rato, el joven monje estuvo petrificado de horror; después, galvanizado por la urgencia, se puso de pie de un salto y buscó a tientas debajo de la piedra, el frasco de aquella medicina preparada para un semejante caso de urgencia. Arrancando el tapón con manos temblorosas, cayó de rodillas al lado del anciano e introdujo forzadamente algunas gotas de aquel líquido entre los labios entreabiertos del ermitaño. Muy cuidadosamente, luego, volvió a tapar el frasco y lo dejó al lado del cubo del agua. Después meció la cabeza del viejo sobre su regazo y frotó con decisión las sienes de aquél.
Gradualmente, un pálido rastro de color volvió a sus mejillas. Gradualmente, se produjeron signos de que el anciano se estaba recobrando. Por fin, tembloteando, el ermitaño movió su mano, diciendo: «¡Ah, muy bien, muy bien!, hijo mío. ¡Muy bien hecho! Tengo que reposar un rato, ahora…».
«Venerable —dijo el joven monje—, reposad ahora. Os voy a preparar un té caliente; tenemos un poco de azúcar y mantequilla en cantidad suficiente. —Delicadamente, colocó su propia sábana plegada bajo la cabeza del anciano y se levantó—. Voy a poner el agua en la tetera», dijo buscando el caldero que sólo estaba medio lleno de agua.
Era extraño, ahora que se encontraba dentro del aire fresco, reflexionar sobre las cosas maravillosas que había escuchado. Extraño, porque le resultaban
familiares
. Familiares, si bien olvidadas. Era una cosa parecida al despertar de un sueño —pensó—. Sólo que estos recuerdos volvían a su reminiscencia, en vez de disolverse como los sueños. El fuego continuaba encendido. Rápidamente, echó en la hoguera unos puñados de pequeñas ramas. Densas nubes azules se levantaron y ondearon por los aires. Una brizna de aire vagando alrededor de la montaña dirigió un hilo de humo sobre el joven monje y le obligó a retroceder tosiendo y con los ojos lagrimeando. Una vez se hubo recobrado, puso el recipiente en el centro de la hoguera, ahora brillante. Dando una vuelta, el joven entró de nuevo en la cueva, para cerciorarse de que el ermitaño se estaba restableciendo.
El viejo yacía sobre un lado, evidentemente bastante recobrado. «Tomaremos algo de té y un poco de cebada —dijo—, y después descansaremos hasta mañana —y prosiguió—, porque debo conservar mis débiles fuerzas que, de otro modo, me fallarían y no podría dejar mi labor completa». El joven monje se dejó caer de rodillas al lado de su mayor y miró aquella figura delgada y devastada.
«Será como vos queráis, Venerable, —asintió—. Yo ahora entro para ver si todo está en orden y luego traigo la cebada y lo que se necesita para el té». Después, se puso de pie y se fue al final de la cueva para juntar las provisiones dispersas. Tristemente, miró el azúcar que había quedado en el fondo del saco. Más tristemente, los restos de la mantequilla, reducidos a una pequeña porción. En cambio, el té abundaba relativamente; bastaba con romper la pastilla y separar lo que era sólo broza. También había cebada suficiente. El joven monje decidió privarse del azúcar y la mantequilla, a fin de que el anciano pudiese disfrutar de ambos.
Por la parte exterior de la cueva, el agua burbujeaba alegremente en lo que hacía las veces de caldero. El joven monje echó el té al agua hirviente y un pellizco de bórax para que le realzara el gusto. Mientras se dedicaba a esto, la luz del día iba menguando y el sol corría al ocaso rápidamente. Aún quedaban, sin embargo, muchas cosas por hacer. Había que traer más leña y agua, y el joven no había salido aún para ninguna de estas cosas. De momento, volvió a entrar rápidamente en el interior de la cueva. El viejo ermitaño, sentado, aguardaba su té. Sobriamente, esparció una poca cebada dentro del cuenco, echó una pequeña mota de mantequilla y tendió la vasija para que el joven monje se la llenase de té. «Es un lujo cómo no lo tuve durante sesenta años, —exclamó—. Pienso que se me perdonará por disfrutar de una bebida caliente después de un tiempo tan largo. No pude conseguirlo nunca. Una vez que probé encender fuego, sólo de intentarlo pegué fuego a mis vestiduras. Me quedan aún algunas señales de las llamas en mi cuerpo; pero ya sanaron, aunque tardaron bastantes semanas. Lo que trae el querer regalarse a uno mismo». Hizo un pequeño suspiro y sorbió el té.
«Vos tenéis una ventaja sobre mí, —dijo riéndose el joven monje—. Claridad y oscuridad son lo mismo para vos. Yo, en cambio, con la oscuridad, he derramado el mío por el suelo».
«¡Oh!, —exclamó el anciano—, aquí está el mío».
«De ningún modo, Venerable, —replicó el joven con vehemencia—. Tenemos de sobra. Yo me serviré algo más». Durante un tiempo estuvieron en compañía y en silencio hasta que el té se hubo terminado; entonces, el joven monje se puso de pie y dijo. «Me marcho por más agua y leña. ¿Puedo llevarme vuestro cuenco para lavarlo?». Dentro del recipiente grande, ahora vacío, metió ambos cuencos y el joven salió de la cueva. El viejo ermitaño estaba sentado y tieso, aguardando, como había aguardado por varias décadas en el pasado.
El sol se había puesto. Sólo en las cumbres reinaba una luz de oro, que ya viraba hacia el púrpura a medida que el joven monje lo iba contemplando. En la lejanía, en las oscuras faldas de los montes, se iban encendiendo pequeñas motas de luz. Eran las lámparas de mantequilla que brillaban a través del aire frío y nítido del llano de Lhasa. El perfil sombrío del convento de lamas de Drepung relucía como una ciudad amurallada, más abajo, siguiendo el valle. Aquí, en el mismo flanco de la montaña, el joven pudo divisar desde las alturas la ciudad, los conventos de lamas y seguir el brillo del río Alegra. Más lejos, el Potala y la Montaña de Hierro aún resultaban imponentes, por mucho que en apariencia se viesen empequeñecidos por las distancias tan considerables.
Pero no había tiempo que perder. El joven monje se reprendió a sí mismo, lleno de una viva indignación por su propia pereza, y se apresuró a lo largo del sendero a orillas del lago. A toda prisa, llenó el recipiente y lavó los dos cuencos, como antes había lavado aquél, y regresó por el mismo camino, llevando el recipiente con la gruesa rama que le servía para manejarlo. En aquel momento, como se detuviese unos momentos para descansar, ya que la rama era larga y pesante, miró hacia atrás por donde había el paso de la montaña que conducía a la India. Allí tembloteaban unas lucecitas que delataban la presencia de una caravana de mercaderes, acampados por la noche. Nadie viaja por la noche. El corazón del joven latió con fuerza. Mañana, los mercaderes volverían a emprender su lento viaje a lo largo de la pista de la montaña y sin duda establecerían su campamento a orillas del lago, antes de proseguir hasta Lhasa, el día siguiente. ¡Té, mantequilla! El joven sonrió para sí y volvió a cargar con sus provisiones como renovado.
«¡Venerable!, —anunció al entrar a la cueva con el agua—. Hay unos mercaderes en el paso de la montaña. Mañana tendremos mantequilla y azúcar. Estaré de guardia entretanto».
El anciano se sonrió levemente, mientras decía al joven: «Muy bien. Pero, lo que es ahora, durmamos». El joven le ayudó a ponerse en pie y le guió la mano hasta la pared. Vacilando, el ermitaño se fue a su habitación interior.
El joven monje se echó, después de haber limpiado la depresión donde tenía su yacija. Durante un rato estuvo pensando en lo que había escuchado. ¿Era cierto o no que los hombres eran sólo yerbajos? ¿Nada más que unos animales experimentales? «No —pensó—, alguno de nosotros hace todo lo posible para obrar lo mejor que sabe en circunstancias difíciles; y nuestros trabajos sirven para animarnos a escalar hacia arriba, porque siempre, en las cumbres, hay sitio». Pensando esas cosas, se quedó profundamente dormido.