El ermitaño

Capítulo tercero

Capítulo tercero

Durante un largo rato, el joven monje estuvo sentado en el suelo, acunando la cabeza del enfermo e intentando alimentarlo con pequeñas cantidades de tsampa. Finalmente, se detuvo y dijo entre sí: «Tendré que llevaron a la cueva del ermitaño». Diciendo esto, levantó el cuerpo de aquel hombre y procuró colocárselo sobre un hombro, con la cara hacia abajo y plegado como una sábana arrollada. Con paso vacilante por la carga, dirigió sus pasos hasta el bosquecillo, y de allí a la cueva. Por fin, después de lo que parecía un viaje interminable, llegó a la vera del fuego. Allí depositó delicadamente aquel hombre sobre el suelo. «Venerable —⁠dijo al ermitaño⁠—, encontré a este hombre en un soto cerca del lago. Llevaba una canga alrededor del cuello y está muy grave. Le quité la canga y lo he traído aquí».

Con una rama, el joven monje reavivó el fuego de manera que se elevó un enjambre de chispas y el aire se llenó de un agradable olor a madera quemada. Deteniéndose sólo para aparejar más leña, se volvió de espaldas al viejo eremita. «¿Una canga?, —dijo éste—. Significa que se trata de un presidiario; pero ¿qué hace un presidiario aquí? No importa lo que haya hecho; si está enfermo, debemos hacer cuanto podamos por él. Tal vez puede hablar».

«Sí, Venerable, —murmuró aquel hombre con una voz débil—. He ido demasiado allá para poder ser auxiliado físicamente. Necesito un auxilio espiritual, para morir en paz. ¿Puedo hablaros?».

«Con toda certeza, —replicó el viejo ermitaño—. Habla, que te escuchamos».

El enfermo humedeció sus labios con agua que le proporcionó el joven monje, aclaró su garganta, y dijo: «Fui un afortunado platero de la ciudad de Lhasa. Los negocios me marchaban muy bien; siempre, de los conventos, me llegaban encargos. Entonces, ¡oh, bendición de las bendiciones!, llegaron mercaderes de la India, cargados de mercancías baratas, por el estilo de los bazares del país de aquéllos. Llamaban a todo aquello “producción en masas”. Cosa inferior, calidad falsificada. Géneros que yo no quería tocar de ningún modo. Mis negocios fueron cayendo. Mi mujer no pudo sufrir la adversidad y se marchó al lecho de otro hombre. Un comerciante adinerado que la había pretendido antes de que ella se casase conmigo. Se trataba de un comerciante al cual no le afectaba la competencia de aquellos indios. No tenía yo nadie que me ayudase y se preocupase por mí; ni tampoco nadie por quien yo pudiese preocuparme».

Se detuvo, el hombre, anonadado por aquellos sus amargos recuerdos.

El viejo ermitaño y el joven monje permanecían en silencio, esperando que se recobrase. Por fin, aquel hombre continuó: «La competencia fue creciendo; llegó un hombre, éste de la China, trayendo género aún más barato, a lomos de unos yaks. Mi negocio tuvo que cerrarse. No me quedaba nada, excepto mis pobres enseres, que nadie quería. Finalmente, llegó un comerciante indio, que me ofreció un precio insultantemente bajo por mi casa y todo cuanto había en ella. Yo me negué y entonces él en tono de burla me dijo que pronto tendría todo lo mío de balde. Yo entonces, hambriento y miserable como me sentía, perdí el dominio de mí mismo y le eché de mi casa. Dio de cabeza y se rompió una sien contra una piedra que por casualidad allí se encontraba».

Volvió a callarse aquel hombre, y los demás, a permanecer en silencio hasta que no reanudase su historia. «La gente se arremolinó a mi alrededor, —siguió diciendo—. Unos me respondían, otros se ponían en mi favor. No tardé a ser llevado a presencia del magistrado y se oyó la explicación del caso. Unos hablaban en mi favor; otros, en contra. El magistrado deliberó brevemente y, por fin, me sentenció a llevar la canga por un año. Trajeron el aparato y lo pusieron alrededor de mi cuello. Con él, no podía alimentarme, ni beber, antes bien dependía exclusivamente de la buena voluntad de los demás. No podía trabajar, sólo podía dedicarme a ir pidiendo limosna. No me podía tender; me veía obligado a permanecer de pie o sentado».

El hombre empalideció y pareció que iba a sufrir un desvanecimiento. El joven monje, exclamó: «Venerable: encontré un caldero en el campamento de los mercaderes del otro día. Lo voy a traer y podremos hacer té». Poniéndose en pie, corrió hasta donde había hallado el caldero, y cerca de éste encontró un gancho que evidentemente le correspondía. Después de haberlo llenado de agua, habiéndolo antes limpiado con arena, se dirigió de nuevo a la cueva, llevando el caldero, el gancho, el clavo y la canga. Pronto estuvo de regreso en la cueva y, con toda alegría, metió la canga al fuego. Chispas y humo surgieron y en el centro de aquel instrumento de tortura una robusta llama surgió de pronto.

El joven monje fue corriendo hacia el interior de la cueva y trajo los paquetes que le había dado recientemente aquel marchante. Un ladrillo de té. Una grande y sólida torta de manteca de yak, polvorienta, un punto enranciada; pero todavía identificable como mantequilla. Cosa curiosa, un saquito de azúcar moreno En el exterior de la cueva, él deslizó cuidadosamente un palo bien liso a través del asa y colocó la tetera en el centro del brillante fuego. Entonces quitó suavemente el palo y lo puso a un lado cuidadosamente. Luego hizo a trozos el ladrillo de té, echando los más pequeños a la tetera, cuya agua empezaba a estar bien caliente. Cortó luego una cuarta parte de la mantequilla, ayudándose con una piedra de bordes afilados. Luego introdujo esa mantequilla en la tetera que empezaba a hervir y pronto se formó en su superficie una capa grasosa. Después añadió un pequeño puñado de bórax para dar buen gusto al té y, por fin, un gran puñado de azúcar moreno. Con una pequeña ramita acabada de pelar, el joven monje agitó el conjunto vigorosamente. Ahora, la superficie de la bebida estaba oscurecida por el vapor. Con el palo, cogiendo el asa, levantó el caldero del fuego. El viejo ermitaño había ido siguiendo todo el curso de la ebullición del té con el mayor interés. Por medio de los ruidos, había seguido cada una de las fases de la operación. Ahora, sin que se le advirtiese, levantaba su propio cuenco. El joven monje lo tomó y, apartando la espuma de impurezas, ramitas y broza, llenó el cuenco hasta la mitad y se lo devolvió con todo cuidado. El presidiario murmuró que poseía un cuenco entre sus harapos. Presentándolo, se le llenó del todo, ya que gozando de su vista no se le perdería ni una sola gota. El joven monje llenó su propia taza y se sentó descansadamente a beberla, con aquel suspiro de satisfacción que sale de uno cuando ha trabajado intensamente para lograr algo. Por un tiempo reinó un silencio total, mientras cada cual de los presentes seguía el curso de sus pensamientos. De tanto en tanto, el joven monje se levantaba a llenar de nuevo las tazas de sus compañeros y su propia taza.

Se oscureció el atardecer. Un viento frío hizo que las hojas de los árboles susurrasen a manera de cantos de protesta. Las aguas del lado se agitaron y llenaron de arrugas y crepitaban y susurraban entre los guijarros de la orilla. El joven monje acompañó solícitamente al viejo ermitaño hasta el interior, ahora oscuro, de la cueva; luego, volvió adonde se encontraba el enfermo. El joven monje lo trasladó al interior de la caverna y labró una depresión para su cadera, al paso que le sirviese de cabecera. «He de hablarle —⁠dijo el hombre⁠— porque me queda muy poco tiempo de vida». El monje salió unos momentos para proteger el fuego con un montón de arena y preservarlo adormecido por la noche. Por la mañana, las cenizas todavía se conservarían rojas y sería fácil reavivar una llama vigorosa.

Estando allí los tres hombres —⁠uno acercándose a la edad viril, otro de media edad y el tercero, anciano⁠— sentados o acostados el uno cerca del otro, el prisionero volvió a hacer uso de la palabra. «Mis horas se están acabando, —dijo—. Siento que mis antepasados están a punto de acogerme y darme la bienvenida. Durante un año entero, he sufrido y me he consumido. He estado vagando entre Lhasa y Phari, yendo y volviendo en busca de comida y auxilio. Afanándome. He encontrado grandes lamas que me han rechazado y otros que han sido buenos conmigo. He visto personas humildes que me ciaban de comer, y ellos se quedaban en ayunas. Por un año, he corrido de un lado a otro, como el último de los vagabundos. Me he peleado con los perros para quitarles sus mendrugos y luego he visto que no podía comérmelos». Se detuvo entonces para tomar un trago de té frío, que tenía al lado, ahora con la mantequilla congelada.

«¿Cómo pudiste llegar hasta nosotros?», preguntó el viejo eremita con su voz cascada.

«Me abalancé sobre el agua, al otro lado del lago, para beber y por culpa de la canga, con su balance, me caí en el agua. Un fuerte viento me llevó a través de las aguas, de manera que vi un día y una noche, más otro día y otra noche, y el día siguiente. Algunos pájaros se posaban sobre mi canga e intentaban picar mis ojos; pero yo gritaba y ellos se asustaban y huían. Sin parar, fui desplazándome hasta que perdí conciencia y no me enteré de cómo iba desplazándome. Por último, mis pies tocaron el suelo del lago y me pude sustentar. Sobre mi cabeza daba vueltas un buitre, de manera que me esforcé y me fui arrastrando hasta que llegué al soto donde este joven padre me encontró. Me siento sobrefatigado, mis fuerzas me abandonan y pronto debo ir a los Campos Celestiales».

«Reposa durante la noche, —dijo el anciano eremita—. Los Espíritus de la Noche están velando. Tenemos que hacer nuestros viajes por el astral antes de que se nos haga tarde». Con la ayuda de su bastón, se puso en pie y se fue, renqueando, hacia el interior de la cueva. El joven monje dio un poco de tsampa al enfermo y luego se acostó pensando en los sucesos de aquel día hasta que estuvo dormido. La luna ascendió hasta su mayor altura y, majestuosamente, siguió su curso por la otra parte del cielo. Los ruidos nocturnos cambiaban según avanzaban las horas. Diferentes insectos zumbaban y vibraban, en lontananza se escuchaba el asustado chillido de una ave nocturna. En la montaña se oían crujidos de las rocas, según se contraían bajo el frío de la noche. No lejos, como truenos espaciados, rodaban piedras y rocas por unas pendientes, dejando sembrados unos trazos sobre el suelo. Algún roedor nocturno llamaba angustiosamente a su pareja y cosas desconocidas se arrastraban y murmuraban en las arenas susurrantes. Gradualmente, las estrellas palidecieron y los primeros rayos anunciadores del día cruzaron el cielo. De súbito, como percutido por una corriente eléctrica, el joven monje se incorporó. Estaba despierto del todo, intentando, en vano, atravesar la intensa oscuridad de la cueva. Aguantando su respiración, con toda atención, escuchaba a su alrededor. No podía tratarse de ladrones —⁠pensó⁠—. Todo el mundo sabía que el viejo eremita no poseía nada. ¿Estaba acaso, el viejo, enfermo?, se preguntó el joven. Alzándose y yendo con todo cuidado hacia el interior de la cueva, preguntaba: «Venerable padre, ¿os encontráis bien?».

El viejo, se movía: «Sí, ¿acaso se trata de nuestro huésped?». El joven monje se aturulló. Había olvidado del todo la presencia del preso. Volviendo apresuradamente hacia la boca de la cueva, percibió como una borrosa mancha gris. Sí, el fuego, bien protegido, no era del todo muerto. Cogiendo una rama el monje la hundió en la hoguera y sopló fuertemente. Apareció una llama y él amontonó varias ramas sobre el fuego naciente. De momento el palo estaba bien encendido por un cabo. Lo cogió y volvió a meterse en la cueva.

La astilla ardiente proyectaba sombras fantásticas que danzaban locamente sobre las paredes. Cuando el joven monje entró, una figura prisionera del resplandor de aquella antorcha apareció desde el fondo de la cueva. Era el viejo ermitaño. A los pies del joven monje, el forastero yacía acurrucado, con las piernas encogidas sobre el pecho. La antorcha se reflejaba en sus ojos muy abiertos y daba la impresión de que pestañeaban. Tenía la boca abierta y un hilillo de sangre seca le salía de la comisura de los labios y formaba unos grumos a la altura de los oídos. De pronto se produjo un ronco estertor y el cuerpo se contorsionó espasmódicamente y formó un arco tenso y se relajó seguidamente, con un suspiro final. El cuerpo crujió y se percibió un rumor de fluidos. Los miembros, por fin, se distendieron y las facciones se aflojaron.

El viejo ermitaño y el joven monje rezaron las Plegarias para la Paz de los Espíritus Que Se Van, y se esforzaron para dar instrucciones telepáticas para ayudar el paso del alma del difunto a los Campos Celestiales. Los pájaros empezaron a cantar al naciente día; pero, en aquel suelo, estaba la muerte.

«Tienes ahora que llevarte el cuerpo, —dijo el viejo ermitaño—. Tienes que desmembrarlo y sacarle las entrañas para que los buitres puedan darle una sepultura adecuada en los aires». «No tengo cuchillo alguno», replicó el joven monje.

«Tengo un cuchillo, —le contestó el ermitaño—. Lo guardo para que mi propia muerte sea conducida como es debido. Ahí lo tienes. Haz tu deber, y luego me lo devuelves».

De no muy buena gana, el joven monje levantó el cadáver y se lo llevó fuera de la cueva. Cerca del precipicio de las rocas había una piedra plana. Con muchos esfuerzos levantó el cuerpo hasta depositarlo sobre la piedra y lo despojó de los viejos y sucios harapos. En lo alto, sobre su cabeza se oía un pesante aleteo; habían aparecido los primeros buitres, llamados por el olor del muerto. Con un estremecimiento, el joven plantó la punta del cuchillo en el delgado abdomen del difunto y lo volvió a sacar. Por la herida abierta, los intestinos comenzaron a salir. Rápidamente agarró aquellas flacas entrañas y las tiró hacia afuera. Sobre la roca, esparció el corazón, el hígado, los riñones y el estómago. A golpes y tirones, cortó del tronco ambos brazos y piernas. Luego, con el cuerpo desnudo cubierto de sangre, se fue corriendo de la tremenda escena y se precipitó en las aguas del lago. Dentro del agua, se rascó y limpió con puñados de fina arena. Con todo cuidado, limpió el cuchillo del viejo ermitaño y lo frotó bien frotado, con arena.

Temblaba del frío y de la impresión recibida. El viento, glacial, soplaba sobre la piel desnuda del joven monje. El agua parecía caerle encima como si los dedos de la muerte trazasen líneas sobre su cuerpo. Vivamente saltó fuera del agua y se estremeció como un perro. Corriendo, logró comunicar algún calor a su cuerpo. Al lado de la boca de la cueva, recogió y se vistió sus ropas, apartando todo aquello que pudiera haberse impurificado por su contacto con el cadáver. Mas, cuando iba ya a entrar en la cueva, se acordó de que su tarea estaba por acabar. Lentamente, se dirigió de nuevo hacia la piedra donde hacía poco había dejado al muerto. Algunos buitres reposaban, satisfechos, y plácidamente se alisaban las plumas con el pico; otros, se afanaban llenos de actividad entre las costillas del cadáver. Casi habían sacado todo el pellejo de la cabeza, dejando la calavera monda y lironda.

El joven monje, con una piedra pesante, aplastó la calavera esquelética, exponiendo los sesos aquellos a los buitres hambrientos. Entonces, llevándose los andrajos y el cuenco del difunto, corrió hacia la hoguera y lanzó aquellas reliquias al centro de la misma. A un lado, aún enrojecido, se hallaba el resto metálico de la canga; el último rastro de un varón que había sido un rico artesano, con su esposa, sus casas y su talento profesional. Meditando sobre el caso, el joven monje enderezó sus pasos hacia la caverna.

El anciano ermitaño estaba sentado sumido en la meditación; pero se puso en pie cuando el joven se le acercaba. «El hombre es temporal y frágil, —dijo—. La vida sobre la Tierra no es sino ilusión y la Mayor Realidad se encuentra más allá de la presente. Desayunemos, pues, y entonces continuaré transmitiéndote todo cuanto yo sé. Porque, hasta entonces, no puedo abandonar mi cuerpo, y luego, cuando lo haya dejado, tienes que hacer por mí exactamente lo que has hecho por nuestro amigo el prisionero. Pero ahora, comamos, para mantener nuestras fuerzas en la mejor forma posible. Trae, pues, agua y caliéntala. Ahora, tan cerca de mi fin, puedo conceder a mi cuerpo esta pequeña satisfacción».

El joven monje cogió el bote y salió de la cueva, camino del lago, evitando con aprensión el sitio donde se había lavado la sangre del difunto. Limpió con todo cuidado el recipiente, por fuera y por dentro. Hizo lo propio con las dos escudillas del ermitaño y la suya propia. Habiendo llenado el recipiente con agua, lo llevó con la mano izquierda y empuñó una gruesa rama con la otra. Un buitre solitario llegó precipitándose para ver lo que pasaba por allí. Aterrizando pesadamente, dio unos pocos pasos y luego se volvió a remontar con un graznido rencoroso al verse burlado. Más adelante, hacia la izquierda, otro buitre, repleto de comida, intentaba en vano remontar el vuelo. Corría, saltaba, azotaba el aire con sus plumas; pero había comido con exceso. Finalmente lo dejó correr y escondió, como avergonzado, su cabeza bajo una ala, aguardando que la Naturaleza redujese su peso. El joven monje sonrió ligeramente, pensando que hasta los buitres podían practicar excesos de comida, y se preguntó qué cosa debía ser el verse en condiciones de darse un atracón. Nunca había comido con exceso. Igual que la mayor parte de monjes, siempre se sentía más o menos hambriento.

Pero había que hacer el té; el tiempo no se detiene nunca. Poniendo el bote de agua a calentar sobre el fuego, entró a la cueva, por el té, la mantequilla, el bórax y el azúcar. El viejo ermitaño se sentó esperando.

Pero uno no puede estar sentado por mucho tiempo bebiendo té cuando los fuegos de la vida ya no son altos y cuando la vitalidad de una persona de edad decae lentamente. De pronto, el viejo ermitaño se volvió a incorporar mientras el joven monje estaba atendiendo al fuego, el «Viejo» y precioso fuego, después de más de sesenta años de privación del mismo, años de frío, de negación de sí mismo, de hambre y de pobreza integral, que sólo podía remediar la muerte. Años, también de una completa futilidad en la existencia como eremita, sólo remedios por la convicción de que todo aquello era, al fin y al cabo, una tarea. El joven monje regresó a la caverna, oliendo aún a humo de madera fresca. Rápidamente se sentó ante su maestro.

«En aquellos parajes remotos, hace mucho tiempo, me encontraba sobre aquella extraña plataforma metálica. El que me tenía prisionero, me explicaba claramente que yo me encontraba allí no por mi gusto, sino por la conveniencia suya y de los suyos, para convertirme en un Depósito de Conocimientos, —dijo el anciano—. Yo les dije: “¿Cómo es posible que yo me tome un interés intelectual si no soy más que un prisionero, un colaborador sin ninguna voluntad por mi parte, cautivo y sin la más vaga idea de qué se trata? ¿Cómo puedo tomarme el mínimo interés cuando se me tiene aquí por nada? Se me ha aprisionado con menos cumplidos que los que se usan con un cadáver, destinado a ser pasto de los buitres. Nosotros mostramos respeto a los muertos y a los vivos. Vosotros me tratáis igual que unos excrementos que se tienen que tirar a un campo con las menores ceremonias posibles. Y, encima, pretendéis ser civilizados, valga lo que valga la afirmación”.

»El hombre pareció visiblemente extrañado y no poco impresionado ante mi estallido. Escuché como se paseaba por la estancia. Adelante y con un sonido arrastrado de los pies, al dar la vuelta. Hacia adelante y hacia atrás, continuamente. De pronto, se detuvo cerca de mí y dijo: “Consultaré el caso con mi superior”. Rápidamente, se alejó y tuve la sensación de que había cogido un objeto duro. Escuché varios ruidos como rasgados y finalmente, un «clic» metálico y un sonido destacado brotaron de allí. El hombre que se hallaba conmigo habló finalmente, profiriendo los mismos sones que el anterior. Claramente, se entabló una discusión que duró unos pocos minutos. «Cling, clang», brotó de la máquina, y el hombre volvió para mi lado.

»“Antes que todo, os tengo que mostrar esta habitación donde estamos, —me dijo—. Voy a contaros cosas nuestras; quién somos, qué hacemos e intentaré obtener vuestra colaboración mediante el entendimiento. Antes que todo, ahí está la vista».

»Percibí la luz y pude ver. Una visión muy singular; veía a uno de mis lados hacia arriba, la parte inferior de una mejilla humana y la mirada, por encima, de los agujeros de la nariz. La visión de los cabellos y de los agujeros de la nariz me divirtieron no sé por qué y me eché a reír en el acto. El hombre se inclinó y uno de sus ojos me tapó todo el campo visual. “¡Oh!, —⁠exclamó⁠—, alguien ha desviado la cámara. —Entonces, el mundo me pareció que giraba a mi alrededor, y experimenté náuseas y vértigo—. ¡Perdón!, —⁠exclamó aquel hombre⁠—, debía haber cerrado la corriente antes de hacer rodar la cámara. Disimulad mi falta; os sentiréis mejor de un momento a otro. ¡Siempre pasan cosas!».

»Ahora, podía verme a mí mismo. Era una sensación horrible, la de ver mi cuerpo tendido, tan pálido y desmejorado y con tantos tubos y cordones que me salían por todas partes. Fue un golpe para mí el contemplar mis párpados apretadamente cerrados. Me hallaba tendido sobre una delgada plancha de metal —⁠según me pareció⁠— que se aguantaba sobre un solo pie. En ese pilar se veían unos pedales, mientras a mi lado había un soporte con unas botellas de vidrio llenas de líquidos de diversos colores. El soporte estaba en cierto modo conectado con mi cuerpo. El hombre aquél me explicó: “Estáis en una mesa operatoria. Con esos pedales —⁠y los tocó⁠— os podemos colocar en cualquier posición deseada”. Apretó uno con el pie y la mesa osciló a su alrededor. Apretó otro, y la mesa se ladeó hasta el punto de que temí caerme al suelo. Apretando un tercero, la mesa se alzó, tanto que podía ver la parte inferior. Una posición más que incómoda, que me ocasionó extrañas sensaciones en el estómago.

»Las paredes, evidentemente, eran de un metal del color verde más agradable a la vista. Nunca había visto antes un material tan fino, tan liso y sin una sola falta; y en ninguna parte se notaban junturas ni soldaduras, ni signo alguno visible de dónde empezaban y dónde acababan las paredes, el techo y el pavimento. En un momento determinado, se deslizó una sección de la pared, con un ruido metálico, que yo ya conocía. Una cabeza rara asomó por la puerta, miró alrededor y volvió a deslizarse. La pared se cerró de nuevo.

»En la pared de enfrente adonde yo estaba se veía una sucesión de pequeñas ventanas, algunas de ellas no mayores que la palma de una mano grande. Detrás de ellas, había una serie de indicaciones que señalaban a unas cifras rojas las unas, y otras negras. Un resplandor de un azul casi, por decirlo así, místico, emanaba de dichos indicadores; raras manchas luminosas danzaban y oscilaban de extraña forma, mientras que, en otra ventana, una línea de color rojo oscuro ondulaba para arriba y para abajo, en extrañas formas rítmicas, muy parecidas a la danza de una serpiente. Yo pensaba. El hombre —⁠le llamaré mi Capturador⁠— sonreía, viendo mi interés. “Todos esos instrumentos, os indican a Vos —⁠me dijo⁠—, y aquí se registran nueve ondas de vuestro cerebro. Nueve líneas separadas de ondas que arrancan de la electricidad de vuestro cerebro que predomina en ellas. Son una demostración de que poseéis una mentalidad superior. Vuestra memoria es, ciertamente, muy notable y adecuada para aquella labor que de vos esperamos”.

»Girando muy suavemente la cámara de la visión, en el campo visual de ésta apareció una extraña estructura de cristal que hasta entonces había estado fuera de mi campo visual. “Eso —⁠me explicó⁠— está alimentando continuamente vuestras venas y drenando para afuera lo que se destruye de vuestra sangre. Esos otros drenan otros productos de vuestro cuerpo. Ahora estamos en la fase de comprobar el estado general de vuestra salud, si os encontráis en las debidas condiciones para resistir el inevitable choque de todo cuanto vamos a enseñaros. Impresión que no puede evitarse, ya que no importa que os consideréis a vos mismo como un sacerdote instruido; pero, comparado con nosotros, no valéis más que el más bajo e ignorante salvaje; y todo lo que entre nosotros se considera olvidado de puro sabido, para vos son milagros casi increíbles, y el primer contacto con nuestra ciencia os tendrá que causar un serio choque físico. Pero hay que arriesgarse, aunque nosotros hacemos un esfuerzo para reducir todo riesgo al grado mínimo”.

»Se rió, y continuó diciendo: “En las ceremonias de vuestros templos dais mucha importancia a los sonidos del cuerpo humano —⁠¡claro!, ¡lo sabemos todo de vuestras ceremonias rituales!⁠—. Pero ¿conocéis

realmente

esos sonidos? Escuchad”. Volviéndose, se dirigió hacia la pared y oprimió un pequeño pulsador blanco. Inmediatamente, de una serie de pequeños agujeros salieron sonidos que reconocí como sonidos del cuerpo. Sonriendo, dio la vuelta a otro timbre y los sonidos crecieron y llenaron la habitación por completo.

¡Trap, trap!

, creció el latido del corazón hasta hacer vibrar por simpatía un objeto de cristal que estaba detrás mío. Otra presión sobre el pulsador, y desapareció el ruido del corazón y creció el ruido de los fluidos del cuerpo; pero tan intensos como una corriente de agua de la montaña, manando sobre un lecho pedregoso en su ansia de llevar su curso a las lejanas riberas del mar. Luego, se escuchó la respiración de los gases, igual que un vendaval a través de las hojas y los troncos de árboles robustos. Sonidos de choques de agua contra las orillas de un lago profundo. «Vuestro cuerpo humano —⁠dijo el hombre⁠— contiene mil ruidos. Lo conocemos todo referente a vuestro cuerpo humano».

»“Pero, Inhonorable Captor, —le dije—. Eso no es ningún prodigio. Nosotros, pobres salvajes, en el Tíbet podemos hacer eso tan bien como aquí. No a tan grande escala, lo confieso; pero podemos hacerlo. Podemos también separar el espíritu del cuerpo y hacer que regrese».

»“¿Podéis, de veras?, —me miró con una expresión intrigada en el rostro, y continuó diciendo—: ¿No os asustáis fácilmente?, ¿no es así? ¿Nos consideráis unos enemigos, unos aprisionadores?, ¿no es verdad?».

»“¡Señor!, —le repliqué—, hasta ahora no me habéis mostrado ninguna prueba de amistad, ni me habéis demostrado de ninguna forma por qué razón debo creeros o colaborar con vosotros. Me tenéis aquí paralizado y cautivo, como hacen algunas avispas con sus víctimas. Hay algunos de entre vosotros que me parecéis ser unos diablos. Nosotros tenemos retratos de tales seres y los tenemos considerados como visiones de horror procedentes de un mundo infernal. Pero, aquí, son compañeros vuestros”.

»“Las apariencias engañan, —me respondió—. Muchos de ellos son criaturas de lo más amable, con unas caras de santos varones, se entregan a todas las bajas acciones que se les ocurren a sus mentes perversas. Pero vos, vos, como la gente salvaje, os dejáis guiar por las apariencias de las personas».

»“Señor —ésta fue mi respuesta—: Tengo que decidir sobre de qué lado caen vuestras intenciones, bueno o malo. Si es del lado del bien, entonces y sólo entonces me decidiré a cooperar con vosotros. Si es de otra manera, me cueste lo que me cueste, no pienso cooperar con vuestros intentos”.

»“Pero esto es cierto —fue su respuesta más bien contrariada⁠—, confesaréis que nosotros os hemos salvado la vida cuando estabais enfermo y muerto de hambre”.

»Puse mi cara más severa al contestarle: “Habéis salvado mi vida, mas ¿con qué fin? Yo estaba en camino de llegar a los Campos Celestiales, y me habéis arrastrado hacia atrás. Nada me podía ser más perjudicial. ¿Qué vida es la de un ciego? ¿Cómo puede estudiar? ¿Cómo procurarse el sustento? ¡No! No había ninguna amabilidad en el gesto de prolongar mi existencia. Siempre nos hallaremos con que yo no estoy aquí por mi propio gusto, sino para ser útil a vuestros proyectos. ¿Dónde está la amabilidad de este gesto? Me habéis desnudado aquí, y he servido de diversión a vuestras mujeres. ¿Dónde está la bondad de todos estos gestos?”.

»Aquel hombre estaba ante mí, con las manos en sus caderas “Sí —⁠me dijo por último⁠—, desde vuestro punto de vista, no hemos sido amables para con vos, ¿no es así? Pero tal vez podré convenceros y entonces vos podréis sernos útil”. Se volvió de espaldas y se dirigió hacia la pared. Entonces vi lo que hacía. Miró unos momentos un cuadrado lleno de puntitos y, entonces, apretó una pequeña señal negra. Una luz brilló en aquel cuadrado lleno de agujeros y fue creciendo hasta convertirse en una nube luminosa. Allí, vi con estupefacción que se habían formado una cara y una cabeza de vivos colores. El que me tenía prisionero habló en aquel lenguaje extraño y remoto y luego paró de hablar. Yo, petrificado de sorpresa, vi que la cabeza giraba en mi dirección y sus espesas cejas se levantaban. Entonces una pálida sonrisa apareció en las comisuras de sus labios. La cabeza lanzó una frase contundente que no comprendí, y la cabeza se desvaneció, al oscurecerse el cuadrado luminoso. Mi carcelero se volvió de nuevo de cara a mí, con la cara llena de satisfacción. «Muy bien, amigo mío —⁠dijo⁠—, habéis probado que tenéis un carácter sólido; que sois un hombre entero, con quien hay que tratar. Ahora estamos autorizados para enseñaron lo que ningún otro hombre de la Tierra jamás ha visto».

»Se dirigió de nuevo a la pared y oprimió de nuevo el pulsador negro. La niebla formó esta vez la cabeza de una mujer joven. Mi capturador habló con ella, evidentemente dándole órdenes. Ella, asintió con la cabeza, miró curiosamente en mi dirección, y sus rostro se desvaneció de nuevo.

»“Ahora, tenemos que aguardar unos momentos, —dijo mi guardián—. He traído un pequeño aparato conmigo y voy a mostraron diversos lugares del mundo. Decidme algún sitio que quisieseis ver».

»“No tengo conocimiento del mundo, —le repliqué—. No he viajado nunca».

»“Pero sin duda habréis oído hablar de alguna ciudad”, me replicó.

»“Claro, sí, —fue mi respuesta—: He oído hablar de Kalimpong».

»“¿Kalimpong? Una pequeña población a la frontera de la India. ¿No se os puede ocurrir nada mejor? ¿Qué os parecía Berlín, Londres, París o El Cairo? ¿Sin duda os interesarían más que Kalimpong?”.

»“Pero, señor mío —le repliqué—, no tengo el menor interés en los lugares que me indicáis. Sus nombres sólo me recuerdan que he oído de boca de los viajeros muchas explicaciones sobre esos sitios; pero no me interesan. Ni sé tampoco si las imágenes de dichos lugares pueden ser ciertas o no. Hay una contradicción entre lo que me decíais que podéis hacer. Mostradme pues Lhasa, o bien Phari, la Puerta del Oeste, la Catedral, el Potala. Conozco todas estas cosas y me será posible decir si vuestros aparatos funcionan de verdad o sí se trata sólo de habilidosos trucos para engañarme”.

»Me miró con una expresión peculiar en el rostro; pareció sentirse lleno de asombro. Entonces hizo un gesto enérgico y exclamó: “¿Tengo qué enseñar mis conocimientos a un salvaje iletrado? Algo hay, sin embargo, en su astucia nativa, al fin y al cabo.

Naturalmente

, algo tendrá que hacerse; de lo contrario, no podrá ser impresionado. ¡Bien! ¡Bien!”.

»La pared móvil se deslizó bruscamente, y cuatro personas aparecieron guiando una gran caja que parecía flotar en el aire. La caja debía de ser de un considerable peso, porque si bien parecía flotar ligeramente, precisaba un gran esfuerzo para ponerla en movimiento o cambiar su dirección o pararla. Gradualmente, la cámara quedó encajada en la habitación donde yo estaba. Por un lapso de tiempo, temí que ocupasen mi tabla, en sus movimientos para acercar a mí el aparato. Uno de los hombres chocó con el ojo de la cámara y las vueltas que ésta dio me pusieron como enfermo e inquieto. Pero, al fin, después de mucho discutir, la caja fue colocada contra una pared, bien alineada con mi campo de visión. Tres de aquellos hombres se retiraron y el panel de la pared se cerró tras ellos.

»El cuarto hombre y mi carcelero entablaron una animada discusión con mucho manoteo. Al fin, mi carcelero se volvió a mí: “Dice —⁠me explicó⁠—, que no puede comunicar con Lhasa, está demasiado cerca y que habría que ir más lejos para poder enfocarla”.

»No dije nada, como si no me hubiese enterado, y después de unos breves instantes, mi vigilante volvió a decirme: “¿Deseáis ver Berlín? ¿Bombay? ¿Calcuta?”.

»Mi réplica fue: “No, no quiero; ¡es demasiado lejos de mí!”. Él se volvió a su compañero y se siguió una discusión más bien agria. El otro hombre parecía estar a punto de ponerse a llorar; manoteaba y, con aire desolado, cayó sobre sus rodillas, frente a la cámara. La parte frontal de ésta resbaló y pareció tratarse de una ventana muy ancha, y nada más. Entonces, el hombre sacó algunos trozos de metal de su bolsillo y se arrastró hacia la parte posterior de la extraña caja. Luces raras brillaron en aquella ventana, se formaban torbellinos de color sin significación alguna. El cuadro ondulaba, flotaba y temblaba. Hubo un instante que las formas parecían lo que podía ser el Potala; pero también, solamente humo.

»Aquel hombre salió arrastrándose de detrás de aquella cámara, murmuró algunas palabras y salió de prisa de la habitación. Mi vigilante, que parecía sentirse muy molesto, me dijo: “Estamos demasiado cerca de Lhasa y por eso no la podemos enfocar. Es igual que intentar ver por un telescopio cuando se está demasiado cerca del foco. El foco es suficiente a partir de cierta distancia; pero cuando la distancia es insuficiente, el telescopio no puede enfocar al objeto. Nos encontramos con la misma dificultad. ¿Está bien claro para vos?”. «Señor —⁠le repliqué⁠—, me habláis de cosas que no puedo comprender. ¿De qué telescopio se trata? Jamás he visto uno. Decís que Lhasa está demasiado cerca; yo sostengo que, de aquí allá, hay un largo camino que andar. ¿Cómo puede, pues, estar demasiado cerca?».

»Una expresión de angustia brilló en los ojos de aquel personaje; se tiró del pelo y por un momento creí que empezaría a brincar sobre el suelo. Luego, calmado después de un esfuerzo me dijo: “Cuando teníais ojos, ¿no acercasteis jamás ningún objeto demasiado cerca, que no podíais ver claramente con vuestra vista? ¿Tan cerca que no os era posible el enfocarlo? De esto se trata

¡No podemos enfocar a tan corta distancia!

”».

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