El ermitaño

Capítulo octavo

Capítulo octavo

El viejo ermitaño se estremeció con inquietud bajo sus ligeras vestiduras. «Quiero volver a la cueva, —manifestó—. No estoy acostumbrado a pasar tan largo rato al aire libre».

El joven monje, atento a la extraordinaria historia de un tiempo atrás, se puso en pie de un salto. «¡Oh!, —⁠exclamó⁠—, las nubes se levantan. Pronto se podrá ver claro». Luego, con todo cuidado, dio la mano al viejo y lo acompañó lejos del fuego y dentro de la cueva, de la que ya se había ausentado la niebla. «Voy a traer agua y leña, —dijo el joven—. Cuando esté de vuelta podremos tomar un té; pero me veré obligado a estar fuera más tiempo que de costumbre, ya que me veré precisado a ir más lejos por leña. Toda la que había cerca de aquí se me acabó», dijo con calma. Y, dejando apilada sobre el fuego la leña que les quedaba, cargó con la vasija del agua, saliendo por el sendero.

Las nubes parecían huir a escape. Soplaba un viento fresco y seguido cuando el monje miraba cómo las nubes se iban remontando y se descubría a la vista el paso de la montaña. A tanta distancia, no pudo ver las pequeñas manchas que serían los viajeros de la caravana. Ni pudo distinguir el humo del fuego sobre las nubes que se marchaban. Los viajes aún no se habían puesto en movimiento, pensó, habiéndose aprovechado de la parada forzosa para dormir y reposar. Nadie puede pasar la montaña cuando las nubes se abaten sobre la tierra; el peligro es demasiado grande. Un paso en falso puede provocar la caída de un hombre, o de una bestia de carga, cientos y cientos de metros abajo, por un precipicio. El joven estaba pensando en un accidente ocurrido hacía poco cuando él visitaba un pequeño convento de lamas, situado al pie de un acantilado. Las nubes se veían bajas, rozando el tejado de la lamasería. De pronto, se produjo un deslizamiento de piedras y un grito ronco. Luego, un chillido y un ruido sordo como de un saco de cebada mojada, lanzado con fuerza al suelo. El joven, había mirado en aquella dirección; los intestinos de un hombre estaban colgando de una piedra, unos tres metros de allí, y aún permanecían unidos al cuerpo de un hombre que se estaba muriendo sobre el suelo. Sería un marchante o un viajero que hacía su camino, temerariamente, pensó el joven monje.

El lago todavía estaba cubierto de niebla, y las cimas de los árboles brillaban de un modo fantasmal, plateados, cuando el joven se encaminó en su dirección. ¡Gran hallazgo! Una rama entera de un árbol había sido desgajada por la tormenta. Miró entre la bruma ligera y decidió que aquel árbol había sido abatido por un rayo durante la tempestad. Yacían ramas a su alrededor y el tronco se veía partido en dos por completo. Muy contento, el joven se llevó la rama mayor que pudo y lentamente la fue transportando a la boca de la cueva. Llenando luego fatigosamente el recipiente del agua, emprendió el regreso definitivo a la cueva. De momento, puso el agua al fuego y entró después, saludando al ermitaño.

«Un árbol entero, ¡Venerable! He puesto el agua a hervir y después que hayamos bebido el té con tsampa, traeré mucha leña, antes de que los de la caravana lleguen y hagan fuego con el resto del árbol que todavía queda».

El viejo ermitaño, tristemente, le replicó: «No hay tsampa; he querido ser útil, y, como no puedo ver, sin querer, he derramado y pisoteado la cebada. Sólo quedan restos esparcidos por el suelo». Con una mueca de consternación, el joven monje se levantó precipitadamente y corrió hacia el rincón donde había dejado la cebada. No quedaba nada de ella. Echándose de bruces, escarbó alrededor, donde estaba la piedra plana. Era un desastre. Tierra, arena y cebada estaban mezcladas, en confusión. Nada podía salvarse. Se levantó poco a poco y, lentamente, se fue hacia el ermitaño. Un pensamiento súbito le hizo retroceder; el ladrillo de té

¿se había salvado?

Pedazos desparramados yacían por el suelo en el fondo de la cueva. El anciano había pisoteado aquel ladrillo, del cual sólo quedaban tres pequeños trozos.

Triste, el joven monje regresó hacia el viejo. «No hay más comida, Venerable; y sólo tenemos té por ahora. Podemos aguardar a que los mercaderes lleguen hoy a nosotros o nos tocará estar en ayunas».

«¿En ayunas?, —replicó el anciano—. A menudo me he visto sin comer por una semana o todavía más. Podemos sustentarnos de agua caliente; para uno que no ha tenido para beber sino agua fría durante más de sesenta años, el agua caliente le es un lujo». Permaneció callado unos momentos, y luego prosiguió: «Aprended a pasar hambre, ahora. Aprended a tener fortaleza. A experimentar una sensación positiva. Durante vuestra vida conoceréis hambres y sufrimientos; serán, ellos, vuestros más fieles compañeros. Hay varias personas que os querrán hacer daño, que os querrán someter bajo su dominio. Sólo con una mente positiva —⁠continuamente positiva⁠— podréis sobrevivir y superar todas las pruebas y tribulaciones que inexorablemente os están destinadas. Ahora es el tiempo del aprendizaje. Siempre será el de practicar lo que aprenderéis ahora. Mientras tengáis fe, mientras os comportéis de un modo positivo, lo podréis aguantar todo, y salir adelante, victorioso de todos los asaltos del enemigo».

El joven monje estuvo a punto de desvanecerse de terror ante todas esas alusiones a calamidades futuras, signos precursores de un próximo destino venidero. Todos aquellos avisos y exhortaciones. ¿No había nada que fuese alegre y brillante, en la vida que le tocaba vivir? Pero luego se acordaba de sus enseñanzas; éste es el Mundo de la Ilusión, donde incluso el hombre no es más que una ilusión. Aquí, nuestro gran Superyo manda sus polichinelas para que ganen conocimiento, y dificultades imaginarias sean superadas. Cuanto más precioso sea el material, más duras tienen que ser las pruebas y sólo falla la materia defectuosa. En éste, el Mundo de la Ilusión, en el que el Hombre no pasa de ser una sombra, una extensión mental del Gran Superyo, que reside lejos de nosotros. Sin embargo, pensó malhumorado, la vida podría ser un poco más alegre. Pero también, a nadie se le carga más de lo que puede aguantar; y el Hombre mismo elige los trabajos que puede llevar a cabo y las pruebas que puede soportar. «Me volveré loco —⁠se dijo a sí mismo⁠—, si quiero soportar estas perturbaciones por mí mismo».

El viejo ermitaño preguntó: «¿Tenéis corteza fresca, de aquellas ramas que trajisteis?».

«Sí, Venerable; el árbol fue alcanzado por un rayo, ayer se hallaba entero», replicó el joven.

«Entonces, quita la corteza de una rama y arranca de ella lo blanco, dejando de lado el resto. Luego, tira las fibras blancas al agua hirviendo. Es un excelente y nutritivo manjar, si bien nada gustoso. ¿Te queda algo de sal, de bórax o de azúcar, por ventura?».

«No, señor; sólo tenemos té bastante para una vez».

«Entonces, hervidlo asimismo y no nos desanimemos. Tres o cuatro días de ayuno no nos van a hacer daño alguno; al contrario, aumentará nuestra capacidad mental. Si las cosas se nos presentan mal, entonces podremos acudir a la ermita más cercana, por alimento».

Con el rostro sombrío, el joven monje terminó la tarea de separar las hojas de la corteza. La pelleja oscura exterior fue echada a la hoguera para alimentar el fuego. La albura, blanquiverdosa y lisa, fue convertida en briznas para cocerla en el agua que entonces empezaba a hervir. Malhumorado, añadió al agua el último puñado de té, que, saltando, le salpicó y le lastimó la muñeca. Empleando un nuevo bastoncito privado de su corteza agitó y removió todo aquello dentro de la vasija. Con una considerable repugnancia retiró el palo y probó, en el cabo de éste, unas pocas gotas de aquella mixtura que estaba adherida; sus más negras esperanzas se vieron confirmadas. Aquello no sabía a nada. Con un pálido aroma de té desteñido.

El viejo ermitaño se hizo con su cuenco. «Puedo alimentarme con eso. Cuando llegué aquí no había otra cosa. En aquellos días crecían unos arbolillos enfrente de la entrada de mi cueva. Me los comí. Andando el tiempo, la gente se dio cuenta de mi presencia en estos parajes y muy a menudo, desde entonces, he tenido provisiones suficientes. Pero no me preocupo si me veo forzado a pasar sin ellas una semana o diez días enteros. Nunca me falta el agua. ¿Qué más necesita uno?».

Sentado, en la oscuridad de la cueva, a los pies del Venerable, mientras la luz del día iba subiendo fuera de la cueva, el joven monje tuvo la sensación de que había permanecido sentado así por toda una eternidad. Estudiando, estudiando sin cesar. Con agrado, sus pensamientos iban al brillo de las lámparas de manteca de Lhasa, actualmente para él poco menos que una cosa del pasado. Lo que le quedaba por permanecer aquí no era más que un tema de conjeturas hasta que el viejo no tuviese nada más por decirle, suponía. Hasta que el viejo estuviese muerto y él debiese disponer del cadáver. Pensando esto último, se sintió estremecer de los pies a la cabeza. Cuán macabro, pensaba, estar hablando con una persona y luego, una hora o dos más tarde, tener que arrancar sus intestinos para que sean pasto de los buitres y quebrar sus huesos para que ni un solo trozo del cadáver quede sin enterrar sobre el suelo. Pero, en esas, el anciano estaba ya listo de su comida. Se aclaraba el gaznate, bebió un sorbo de agua y compuso su actitud.

«Yo era un espíritu desencarnado que describía unos espirales alrededor del gran castillo, residencia del Maestro de aquel Mundo Supremo, —comenzó diciendo el viejo eremita—. Estaba ansiando ver qué tal era aquel hombre que se ganaba el respeto y el amor de uno de los más poderosos mundos existentes. Me sentía lleno de deseos de contemplar qué especie de hombre —⁠y de mujer⁠— podían perdurar en esa situación a lo largo de centurias y más centurias de años. El Maestro y su Esposa. Pero, no iba a ser así. Me vi arrastrado, como un niño pequeño tira de su corneta. Fui sencillamente apartado de aquellos parajes. “Esa tierra es sagrada, —profirió la Voz muy secamente—. No son para los terrestres; debéis ver otras cosas”». E inmediatamente me vi lanzado lejos de allí, y mandado en dirección diferente.

»Debajo de mí, los detalles de aquel mundo iban disminuyendo de tamaño y las ciudades parecían granos de arena en la orilla. Ascendí a través del aire, y me vi fuera de la atmósfera. Volaba por donde no había ni un rastro de aire. Entonces se presentó en el campo de mi visión un extraño objeto, como nunca había visto nada semejante. El objeto de lo que yo divisaba me resultaba incomprensible. Allí, en el vacío sin atmósfera, donde yo no habría podido subsistir sino bajo la forma de un espíritu desencarnado, flotaba una ciudad completamente metálica, que se mantenía por los aires gracias a métodos misteriosos que estaban totalmente fuera de mi alcance y no podía discernir. A medida que me aproximaba se hacían más claros los detalles, y me di cuenta de que la ciudad reposaba sobre un suelo de metal y sus partes superiores estaban cubiertas por un material más claro que el cristal, aunque no se trataba de cristal. Debajo de aquella cubierta transparente puede observar a los habitantes circulando por las calles de una ciudad mayor que la de Lhasa.

»Se veían extrañas protuberancias en alguno de los edificios; la mayor de ellas hacia aquel en cuya dirección me veía dirigido. “Aquí hay una gran observatorio, —dijo la Voz dentro de mi cerebro—. Un observatorio desde el cual se presenció el nacimiento de vuestro mundo. No a través de los rayos ópticos, sino de rayos especiales, que se hallan fuera de vuestra comprensión. Dentro de pocos años, vuestro mundo va a descubrir la ciencia de la radio. La radio, en su más completo desarrollo, será como el esfuerzo cerebral de un humilde gusano, comparada con la fuerza mental del hombre más inteligente de todos los humanos. Lo que se practica en esos lugares está situado mucho más allá. Aquí se indagan los secretos del universo; y se vigilan las superficies de los más lejanos planetas, lo mismo que ahora estáis contemplando la superficie de ese satélite. Ninguna distancia, ni la mayor posible, representa el menor obstáculo. Podemos inspeccionar los templos, los sitios de esparcimiento y aun los domicilios privados».

»Me acerqué más, y temí por mi seguridad cuando vi relucir la barrera transparente cerca de mi persona. Temí estrellarme contra ella y experimentar lesiones; pero, antes de que me entrase el pánico, recordé que yo, en aquellos instantes, era uno de aquellos espíritus que pueden atravesar las más sólidas paredes cuando a ellos les parece bien. Lentamente, me dejé caer a través de aquella sustancia parecida al cristal y llegué a la superficie de aquel mundo que la Voz había denominado con la palabra “satélite”. Pasé cierto tiempo yendo de aquí para allá, intentando poner orden en los turbulentos pensamientos que dentro de mí se agolpaban. Era un curioso experimento para un nativo ignorante de un país atrasado en unas tierras subdesarrolladas. Era difícil comprender cuanto veía y conservar la propia razón cabal.

»Suavemente, cual una nube arrastrándose por el flanco de una montaña o un rayo de luna volando veloz y silenciosamente por encima de un lago, empecé a desplazarme hacia un lado, muy diferente de las divagaciones a que antes me había entregado. Me movía en dirección lateral y traspasaba extrañas paredes de un material que me era desconocido. Aun cuando seguía siendo un espíritu, no dejaba de experimentar una ligera oposición a mi paso, que me causaba una cierta comezón en todo mi ser y, por un rato, la sensación de que me encontraba prisionero de un espeso lodazal. Con una curiosa sensación de arrancarme que hizo estremecer toda mi persona, abandoné aquella pared pegajosa. Mientras yo luchaba tenazmente, me pareció escuchar la Voz que decía: “¡Ya ha pasado! Por un momento, creí que no podría”.

»Pero, actualmente, había atravesado la pared y me encontraba dentro de un inmenso espacio cubierto, demasiado vasto para poder ser llamado una

habitación

. Unas máquinas absolutamente fantásticas y unos aparatos se hallaban en aquellos parajes. Cosas más allá de mis conocimientos. Pero lo más raro de todo aquel ambiente eran los habitantes de la caverna. Unos humanoides, en extremo diminutos, que se afanaban con unos objetos que, oscuramente, para mí eran aparatos, mientras otros, gigantes, acarreaban enormes bultos de un lado a otro y hacían las faenas pesadas para los demás, que eran demasiado débiles. “Aquí —⁠explicó la Voz, dentro de mi cerebro⁠— tenemos instalado un gran sistema. La gente pequeña fabrica delicados ajustes y construye pequeños objetos. La gente mayor, hace cosas más en consonancia con su talla y su fuerza. Ahora, prosigamos”. Aquella fuerza imponderable, me empujó de nuevo y pude pasar adelante, salvando otra barrera en mi progreso. Era todavía más tenaz, tanto para entrar en ella como para salirme.

»“Ese muro —murmuró la Voz—, es la Barrera de la Muerte. Nadie puede entrar en ella ni salir mientras reside en su carne. Es un sitio muy secreto. Aquí podemos observar todos los mundos y descubrir inmediatamente la preparación de las guerras. ¡Mirad!”. Miré a mi alrededor. Por unos momentos todo cuanto veía carecía de sentido para mí. Entonces me concentré con todas mis fuerzas y mis sentidos. Las paredes alrededor de aquella estancia estaban divididas en rectángulos de un metro de largos por ochenta centímetros de altos. Cada uno de ellos era un cuadro viviente, bajo el cual se veían unos signos raros, que juzgué ser escrituras. Las imágenes eran sorprendentes. En una de ellas se veían un mundo como observado desde el espacio. Era azulado y verdoso, con extrañas manchas de color blanco. Con una fuerte impresión me di cuenta de que aquél era mi propio mundo; el mundo en que nací. Un cambio que se produjo en un cuadro de al lado llamó toda mi atención. Tuve la deplorable sensación de estar cayendo y me di cuenta de que en realidad estaba contemplando mi propia caída en mi propio mundo.

»Las nubes se apartaron y contemplé el panorama entero de la India y el Tíbet. Nadie me dijo que era así; pero lo comprendí por instinto. La imagen se hizo cada vez más amplia. Vi Lhasa, también las comarcas Altas y el cráter volcánico. “Pero vos no os encontráis aquí para ver todas esas cosas, —exclamó la Voz—. ¡Mirad a otras partes!». Miré a mi alrededor y me sorprendió en extremo lo que vi. Aquí, en este cuadro, se contemplaba el interior de una sala de consejos. Personajes con aire de ser muy importantes discutían animadamente. Se levantaban las voces y, no menos, las manos. Se tiraban al suelo papeles, sin ningún miramiento. En una silla levantada, bajo un dosel, un hombre con la faz congestionada estaba hablando de una forma frenética. Aplausos y censuras en proporciones iguales subrayaban sus discursos. La escena, me recordó por completo una reunión de Padre Abades.

»Me volví de nuevo. Por todas partes se ofrecían pinturas vivientes, por el estilo de las descritas. Escenas raras, en los más inesperados colores algunas. Mi cuerpo se trasladó a otra pieza. Allí se veían representaciones de extraños objetos metálicos, moviéndose en la negrura del espacio. “Negrura”, no es la palabra bien exacta, porque el espacio estaba lleno de puntitos de luz de varios colores, alguno de cuyos colores no conocidos por mí antes de aquella ocasión. «Son naves del espacio en pleno viaje, —dijo la Voz—. Tenemos, para observarlos cuidadosamente, los rastros de todo nuestro tráfico». Me impresionó la cara de un hombre que apareció, como viviente, en un trozo de la pared. Pronunció unas palabras, que no entendí. Movía su cabeza como si estuviese conversando cara a cara con otra persona. El rostro se desvaneció, con un saludo de su cabeza y una sonrisa de sus labios; la pared quedó lisa como antes.

»Inmediatamente, aquella cabeza fue reemplazada por un paisaje como a vista de pájaro. Una vista del mundo que acababa de abandonar; aquel que era el centro de un vasto imperio. Miré, debajo, la gran ciudad, contemplando con todo realismo sus inmensas extensiones. El cuadro se movía con tal velocidad que volvía a contemplar el distrito donde estaba la residencia del Maestro de aquella gran civilización. Vi las grandes murallas y los raros y exóticos jardines donde se levantaba aquel edificio. Divisé un hermoso lago con una isla en el centro. Pero el cuadro nunca se detenía, barriendo el paisaje, como hace un pájaro a la busca de una posible presa. El cuadro, entonces, se detuvo. Se hizo más amplio y enfocó un objeto metálico que describía calmosas vueltas y descendía al suelo. El cuadro se amplió hasta que sólo se veía aquel objeto metálico. Un rostro humano apareció; estaba hablando, respondiendo a preguntas desconocidas. Después de una especie de saludo, se borró aquella imagen.

»Me trasladé, si bien sin intervención alguna de mi voluntad. Mi mente, dirigida, abandonó aquella extraña habitación y penetró en otra. ¡Cosa rara! Aquí ante cada uno de los siete cuadros permanecía sentado un anciano. Por un momento, me detuvo la sorpresa más completa. Luego, empecé a reírme por lo bajo histéricamente. Allí estaban, los siete viejos, todos ellos barbudos; todos parecidos entre sí y de grave aspecto. Dentro de mi pobre cerebro la Voz, con tonos enojados, profirió en voces altas. “

¡Silencio!

, sacrílego. Esos que aquí ves con los Sabios que controlan tu propio destino. ¡Silencio, digo, y un aire deferente!”. Pero los viejos sabios no se dieron por enterados, si bien tenían noticia de mi presencia, porque en uno de los cuadros me hallaba yo sobre la Tierra, cargado de alambres y tubos. En otro cuadro se me representaba

allí mismo

. Era una rara impresión, para mí.

»“Aquí —prosiguió la Voz, más calmada⁠— están los sabios que han reclamado vuestra presencia. Son los hombres más sabios entre los demás, que se han dedicado, por siglos enteros, al bien de su prójimo. Trabajan siguiendo las directrices del Maestro en persona, que ha vivido más largo tiempo que ellos. Nuestro designio es el de salvar a vuestro mundo. Salvarlo de lo que amenaza ser un suicidio. Salvarlo del funesto resultado de una explosión nuc…, pero no mencionemos términos que ahora carecen de sentido para vosotros, por no haber sido aún inventados en vuestro mundo. Vuestro mundo está a punto de que le acontezca un considerable e intenso cambio. Se descubrirán nuevas cosas y se inventarán armas nuevas. El hombre penetrará en el espacio dentro de los próximos cien años venideros. Esto es lo que nos debe interesar”.

»Uno de lo Sabios hizo unos signos con las manos, y los cuadros fueron cambiando. Un mundo tras otro se seguían dentro de los marcos. Unas gentes, y después otras, se presentaban, para desvanecerse al cabo de unos instantes, para ser reemplazadas por otras. Unas extrañas ampollas de vidrio se volvieron luminosas y unas líneas que se entrelazaban se cruzaron en los fondos. Se escuchaba el teclear de unas máquinas, de las que se desprendían unos largos papeles impresos que se iban enrollando en unos cestos que había cerca de dichas máquinas impresoras. Se trataba de impresos cubiertos de curiosos signos. Todo ello iba más allá de mi comprensión, tanto que todavía hoy, después de meditar sobre todas aquellas cosas, todavía desconozco su sentido. Y continuamente, los viejos Sabios tomaban notas en tiras de papel o hablaban a unos discos situados a su lado. En respuesta, les hablaba una voz como desencarnada pero con la entonación perfectamente humana; pero no pude apercibirme de la fuente de estas palabras.

»Al final, cuando todo me daba vueltas, bajo el impacto de aquellas raras impresiones, la Voz, en mi cerebro, dijo: “Ya tienes bastante con eso. Ahora vamos a mostraros el pasado. Para prepararos, empiezo por deciros que, sean cuales sean las cosas que veréis, no tenéis que asustaros. —

¿Asustarme?

, me dije para mí; si supiese, la Voz, que

estoy por completo aterrorizado

—. Primero —⁠continuó la Voz⁠—, podréis contemplar la tiniebla y algún movimiento interior. Después, os daréis cuenta de lo que, en realidad, es esta habitación. En realidad, existe desde millones de años, en la cuenta de vuestro tiempo que es mucho menos, según la nuestra. Después, podréis ver lo que sucedió cuando nació vuestro mundo. Y cómo fue poblado de criaturas, entre las cuales aquella que llamáis Hombre». La Voz se desvaneció, y mi conciencia, con ella.

»Es una sensación desconcertante, la de verse privado bruscamente de la presencia de ánimo que nos es propia; de sentirse privado de una parte de nuestra conciencia de la vida, sin que nos sea posible darnos cuenta del tiempo en que hemos permanecido inconscientes. Me di cuenta de una niebla gris que se arremolinaba en mi cerebro, algunas ojeadas intermitentes me atosigaban y aumentaban mi estado de turbación. Poco a poco, igual que una niebla por la mañana disipándose bajo los rayos del sol naciente, mis sentidos y mi lucidez volvieron a mí. El mundo, ante mí, se convirtió en luz. No; no era todavía el mundo, sino el espacio en el cual flotaba entre el techo y el pavimento, igual que un objeto ligero flotando en el aire tranquilo. Como las nubes de incienso que se remontan lentamente en un templo, yo me sentía levantar, contemplando lo que tenía delante de mí.

»Nueve ancianos. Barbudos. Graves. Atentos a su trabajo, ¿

eran

los mismos? No. Ni el aposento era igual. Los marcos de los cuadros y los instrumentos eran distintos. Y los cuadros no eran los mismos. Durante un tiempo no se escuchó una sola palabra ni una explicación de todas aquellas cosas portentosas. Finalmente, un anciano llegó y dio vueltas a un botón. Se iluminó seguidamente una pantalla y se vieron unas estrellas en una formación que antes no había visto. La pantalla se iba expansionando, hasta que llenó todo mi campo visual, como si tuviese yo una ventana abierta sobre el espacio. Tan fuerte era la ilusión que me parecía que me hallaba en el espacio sin que mediase ventana alguna. Contemplaba todas aquellas estrellas, frías, inmóviles, brillando con una hostil y dura luminosidad.

»“Vamos a correr un millón de veces a mayor velocidad —⁠observó la Voz⁠—, bajo la pena de no poder contemplar nada más en toda vuestra vida”. Las estrellas empezaron a oscilar rítmicamente, una sobre la otra, todas sobre un centro que no veíamos. De un lado del cuadro llegó a gran velocidad un cometa, en dirección al invisible y oscuro centro. El corneta voló a través del cuadro, arrastrando consigo otros mundos. Finalmente, chocó con el mundo muerto y frío que se encontraba al centro de aquella galaxia. Otros mundos, arrastrados fuera de sus órbitas por la velocidad creciente, se precipitaron y chocaron, como en una carrera. En el momento en que el cometa y el mundo muerto chocaron, el universo pareció inflamarse. Masas giratorias de materia incandescente fueron lanzadas a través del espacio. Gases inflamados engulleron los mundos a ellos cercanos. El universo entero, tal como lo veía en la pantalla que yo tenía enfrente, se convirtió en una masa de gas brillante, ardiendo con toda violencia.

»Poco a poco, el brillo intenso que invadía todo el espacio, se fue calmando. Al final, quedó una masa central inflamada, con masas inflamadas más pequeñas a su alrededor. Pedazos de material incandescente eran expulsados a medida que la masa central vibraba y se retorcía en las agonías de una nueva conflagración. La Voz interrumpió mis caóticos pensamientos: “Estáis viendo en unos minutos lo que tardó millones de años en evolucionar. Vamos a cambiar de imágenes”. Mi visión entera se limitó a las dimensiones del marco de la pantalla. Ahora, divisé todo el sistema estelar como si se fuese encogiendo y lo viese desde muy lejos. El brillo del astro central también disminuyó, si bien seguía siendo muy brillante. Los mundos cercanos brillaban con un resplandor rojizo, mientras giraban y describían sus nuevas órbitas. A la velocidad con que se me mostraba el universo parecía estar en un movimiento arremolinado que me deslumbraba la vista.

»Ahora, el cuadro cambió. Delante mío se extendía una gran llanura manchada de inmensos edificios, algunos de ellos dotados de proyecciones, que brotaban de sus techos. Proyecciones que me parecieron ser de metal, torcido en curiosas formas, cuya razón mi inteligencia no acertaba a adivinar. Enjambres de personas de muy distintas formas y tamaños convergían hacia un objeto muy curioso situado en el centro de aquel llano. Era por el estilo de un tubo inmenso. Los extremos de aquel tubo eran más estrechos que la zona central y uno de los extremos acababa en punta, mientras el otro era redondeado. A lo largo del tubo se veían protuberancias y, fijándome, vi cómo éstas eran transparentes. Dentro se veían unos puntitos que se movían, que yo juzgué ser personas. Me pareció que todo aquel edificio vendría a tener entre un kilómetro y medio o dos de extensión; tal vez más aún. Su destino era completamente desconocido para mí. No acertaba a comprender cómo un edificio podía tener semejante forma.

»Mientras yo estaba atento a no perder un solo detalle, flotó dentro del cuadro un vehículo muy extraordinario, que remolcaba unas cuantas plataformas cargadas con cajas y fardos bastantes; pensé en mi fantasía para abastecer todos los mercados de la India. También —⁠¿cómo podía ser esto?⁠—, todo flotaba por los aires como los peces nadan y se mueven por sí mismos dentro del agua. El extraño vehículo siguió hasta llegar al lado del gran tubo, que era una construcción y adonde, una tras otra, las balas y las cajas fueron introducidas, y entonces la extraña máquina se fue con las plataformas vacías siguiéndole cual remolques. La corriente de personas que entraban en el tubo disminuyó sensiblemente y luego cesó por completo. Unas puertas resbaladizas se deslizaron y el tubo permaneció cerrado “¡Ah!, —⁠pensé yo⁠—; esto debe de ser un templo; me lo muestran para que yo vea claro que poseen una religión y templos”. Sintiéndome satisfecho con la explicación que me daba a mí mismo, dejé que mi atención divagase a sus anchas.

»No hay palabras que puedan describir la estupefacción que experimenté al ver que aquel edificio tubular, largo de más de un kilómetro y ancho de medio aproximadamente, de pronto

se levantaba por los aires

. Se levantó como hasta nuestras más altas montañas, se hizo pálido por unos pocos segundos y luego ¡desvanecióse! Unos momentos antes estaba allí, como una tira de plata suspendida en el cielo con luces coloridas y dos o tres soles jugando con su superficie. Después, sin el menor destello, ya no estaba. Miré hacia lo alto; miré las pantallas que estaban a los lados, y entonces lo vi. Dentro de una pantalla, larga de unos cuatro o cinco metros, las estrellas se arremolinaban alrededor de lo que aparecía como unas tiras de luz de colores. Estacionado en el centro de la pantalla, se veía el edificio que un momento antes había dejado aquel extraño mundo. La velocidad de las estrellas que por allí pasaban fue creciendo, hasta que formaron una hipnótica imagen borrosa. Me volví hacia otros lados.

»Un resplandor de luz atrajo mi atención y volví a mirar hacia la pantalla larga. En uno de los extremos más lejanos apareció, anunciando una luz mayor, un resplandor, como el que mandan los rayos de sol antes de que éste aparezca detrás de una montaña, anunciándole. La luz creció rápidamente y se hizo intolerable. Una mano entonces se vio dando vueltas a una llave. La luz se fue reduciendo, de forma que apareciesen las imágenes claras. El gran tubo, un insignificante topo en la inmensidad del espacio, se aproximó al orbe brillante. Dio la vuelta a su alrededor y entonces me volví a mirar hacia otra pantalla. Por un momento, perdí mi orientación. Contemplaba, sin comprenderlo, el cuadro que tenía ante mis ojos. Se trataba de la imagen de una sala espaciosa donde permanecían hombres y mujeres vestidos de lo que yo conocí ser uniformes. Algunos de ellos permanecían sentados con las manos sobre palancas y llaves, mientras otros observaban unas pantallas como yo estaba entonces haciendo.

»Un personaje, más bien puesto que los demás, se paseaba de una parte a otra con las manos cruzadas a la espalda. A menudo detenía sus pasos y miraba por encima de otra persona, mientras consultaba unas notas escritas, o miraba las escrituras enrevesadas que se hallaban detrás de vidrios circulares. Entonces, con una inclinación de cabeza, resumió su paseo. Al fin, yo me aventuré a hacer lo mismo: miré una pantalla, como aquel hombre bien trajeado. Allí se divisaban mundos llameantes, que no pude contar porque la luz me deslumbraba y el movimiento excesivo me atolondraba. Por lo que pude contar pienso —⁠sin ninguna garantía por mi parte⁠— que había unos quince fragmentos llameantes, situados alrededor de la gran masa central que les había dado nacimiento.

»Aquel edificio tubular, que ahora comprendí que era una nave del espacio, se detuvo, y entonces se produjo una gran actividad. Del fondo de la nave, emergieron un gran número de embarcaciones circulares. Se dispersaron por todas partes y, con su partida, la vida a bordo de la gran nave reanudó su bien ordenada existencia. Pasó un tiempo y entonces todos los pequeños discos regresaron a la embarcación-madre y entraron a bordo. Lentamente, aquel tubo macizo giró y aceleró su velocidad como un animal asustado huyendo por las constelaciones.

»Con el tiempo —no sabría decir cuánto⁠— el tubo metálico regresó a su base. Los hombres y las mujeres que viajaban dentro, lo abandonaron y entraron en casas que estaban por aquellos alrededores. La pantalla que tenía enfrente se volvió de un color gris.

»Aquella habitación en la penumbra, con las pantallas siempre moviéndose en la pared, me fascinaba de un modo extraordinario. Al principio, yo había prestado mi atención sólo a una o dos pantallas. Ahora que ambas estaban inertes enfrente de mí, tenía tiempo para explorar a mi alrededor. Allí estaban personas aproximadamente de mi talla, de la que empleo cuando me sirvo de la palabra “humano”. Había gente de todos los colores: blanca, negra, verde, colorada, amarilla y caoba. Tal vez un centenar de ellos se sentaban en unas sillas extrañamente ajustadas, que se deformaban a cada movimiento de quien las utilizaba. Los había sentados, alineados en una pared lejana. Los Nueve Sabios estaban instalados alrededor de una mesa especial, situada en el centro de la estancia. Miré con curiosidad a mi alrededor, pero los asientos y otros objetos estaban tan lejos de todo lo que mi experiencia conocía previamente que no hallaba la manera cómo podría describirlos. Tubos iluminados con una luz vacilante, conteniendo un fantasmal reflejo verde, tubos dentro de los cuales oscilaba un resplandor ambarino, paredes que

eran

paredes, aunque irradiaban la misma claridad que si se tratase del aire libre. Cristales redondos, tras los cuales pululaban fantásticamente unos puntos, o bien, al contrario, estaban fijos e inmóviles. ¿Os decía algo, todo este mundo?

»Una parte de la pared se balanceó, revelando una prodigiosa cantidad de alambres y de tubos. Subiendo y bajando por ellos, se veían unos hombrecillos de unos tres palmos de altura, enanos que llevaban unos cinturones llenos de herramientas brillantes. Llegó, entonces, un gigante que transportaba una caja muy grande y pesada. La dejó en el suelo mientras aquellos enanos amarraban la caja al otro lado de la pared. Entonces, la pared se volvió a cerrar y los enanos se marcharon junto con el gigante. Al mismo tiempo, se hizo un silencio. Todo permaneció silencioso, excepto los ruidos característicos del golpear de una máquina por un orificio, dentro de un receptáculo especial.

»Aquí, sobre aquella pantalla, se proyectaba una cosa extrañísima. Al principio creí ver una roca toscamente labrada en una forma humana. Luego, con mi más intenso terror, vi cómo aquella cosa se movía. Una especie de brazo se levantó y vi cómo aguantaba una ancha sábana de un material desconocido, encima del cual se habían escrito signos gráficos. No se podía exactamente llamarlo

escritura

con toda propiedad. Era tan ajeno aquello a toda forma especial de lenguaje, que para describirlo habría que inventar un sentido. Mis miradas se dirigieron a otros lados; todo aquello estaba tan lejos de mí, que ni lograba interesarme. Sólo terror me causaba aquel disfraz de humanidad.

»Pero mis miradas errantes se detuvieron de un modo brusco. Allí estaban unos Espíritus; unos Espíritus alados. Quedé tan fascinado que estuve a pique de chocar contra la pantalla, de tanto como me aproximé a ella, esperando ver más. Era el cuadro de un maravilloso jardín, en el cual jugaban criaturas aladas. De forma humana, varón y hembra, tejían unos dibujos aéreos por el cielo de oro, sobre el jardín. La Voz interrumpió mis pensamientos: “¡Ah!, ¿de modo que ahora estáis fascinado? Éstos que ahí veis son los —⁠un nombre que no se puede escribir⁠— y pueden volar porque habitan en un mundo en el cual el peso de la gravedad es excesivamente leve. No pueden abandonar su planeta; son demasiado frágiles. Poseen una inteligencia poderosa, insobrepasable. Pero, ved a vuestro alrededor otras pantallas. No tardaréis en ver algo más de la historia de vuestro mundo”.

»La escena cambió a mi presencia. Sospeché que el cambio era deliberado para que yo pudiese ver lo que deseaba contemplar. Primero, fue el profundo color púrpura del espacio y luego un mundo enteramente azul, que se movieron desde el borde hasta ocupar el centro de la pantalla. La imagen fue creciendo hasta que llenó toda la vista por completo. Se hizo entonces aún mayor, y tuve la horrible sensación de caerme de cabeza abajo por el espacio. Una experiencia muy desagradable. Debajo de mí, las olas saltaban y corrían. El mundo giraba. Por todas partes, agua. Pero una mancha se proyectaba sobre las olas eternas. En todo el mundo sólo existía una meseta de unas dimensiones como el valle de Lhasa. En ella relucían sobre la playa unos extraños edificios. Unas figuras humanas se agitaban en la orilla, con las piernas dentro del agua. Otras, permanecían sentadas en las rocas cercanas. Todo ello era misterioso y carecía de sentido para mí. “Nuestro cultivo forzado —⁠dijo la Voz⁠—; aquí hemos cultivado las semillas de una raza nueva”».

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