El Príncipe

Capítulo XXV

El Príncipe

Capítulo XXV

¿Qué influjo tiene la fortuna en las cosas de este mundo, y de qué modo se le puede hacer frente siendo adversa.

No ignoro que han creído muchos, y piensan todavía, que las cosas de este mundo se gobiernan de tal modo por la Providencia o por la fortuna, que ningún poder tiene la prudencia humana contra los acontecimientos; y es por lo mismo inútil tomarse cuidado por lo que ha de suceder en ciertas ocasiones, o tratar de evitarlo o impedirlo.

Las revoluciones de que hemos sido y somos todavía testigos, son muy propias para acreditar una opinión semejante, de la cual aun a mí mismo me cuesta muchas veces trabajo defenderme, considerando cuanto estos sucesos han pasado más allá de lo que podíamos conjeturar. Sin embargo, como tenemos un libre albedrío, yo pienso, y es necesario reconocer, que la fortuna no gobierna el mundo en tales términos, que no le quede a la prudencia humana una gran parte de influjo en todos los sucesos que vemos.

Yo compararía el poder ciego de la fortuna con un rio violento, que, cuando sale de madre, inunda los campos, arranca de cuajo los árboles, derriba y se lleva los edificios, trasporta las tierras de un lugar a otro, y nadie se atreve ni puede oponerse a su furor; todo lo cual no impide el que luego que vuelve a sujetarse dentro de sus márgenes, se construyan diques y calzadas para precaver nuevas inundaciones y estragos. Lo mismo sucede ciertamente con la fortuna, que ejerce su poder, sí no se le opone alguna barrera.

Echando una mirada a la Italia, teatro de frecuentes convulsiones, que ella misma ha provocado, se advierte que es un país falto de diques y sin defensa. Si se hubiera puesto en estado de resistir a sus enemigos, a imitación de España, Francia y Alemania, o la irrupción de los extranjeros hubiera sido menos considerable y desastrosa, o no hubiera sido invadida.

Ya no hablaré más sobre los medios generales de vencer la mala fortuna; pero, limitándome a ciertas particularidades, debo notar que aun en el día no es cosa rara ver a príncipes que han caído de un estado de prosperidad en la desgracia, sin que pueda esto atribuirse a alguna mudanza en su conducta o en su carácter; lo cual en mi juicio proviene de las causas que he manifestado antes con bastante extensión, a saber: que los príncipes que se fían demasiado en la fortuna, se arruinan cuando ella los abandona. Aquellos que arreglan su conducta a las circunstancias, rara vez son desgraciados, porque la fortuna se muda solamente para los que no saben acomodarse al tiempo. Prueba de esto es la diversidad de caminos que toman los que corren en pos de la gloria, o de las riquezas: el uno se dirige hacia su objeto a bulto y a la buena ventura, el otro con discernimiento y medida; este usa de la astucia, y aquel de la fuerza; uno tiene espera, otro es impaciente; y no obstante, vemos a muchos conseguir su intento por estos medios tan diversos y aun contrarios; y algunas veces de dos que siguen la misma senda, el uno llega a su destino, y el otro se extravía. La diferencia de tiempos puede unicamente descifrar la extravagancia de los sucesos.

Las circunstancias deciden también si en tal o cual ocasión un príncipe se ha conducido bien o mal. Hay tiempos en que es necesario valerse de suma prudencia, y hay otros en que el príncipe puede o debe dejar alguna cosa la casualidad; pero nada es tan difícil como mudar de intento y a tiempo de conducta y de carácter, ya sea porque no sepa uno resistir a sus hábitos e inclinaciones, o ya porque con dificultad se abandona un camino que siempre nos había dirigido bien.

Julio II, de un genio violento y arrebatador salió felizmente de todas sus empresas, sin duda porque las circunstancias en que este pontífice gobernaba la Iglesia, requerían un jefe de semejante carácter. Aun hay memoria de su primera invasión del territorio de Bolonia, viviendo Juan Bentivoglio, con la que dio celos a los Venecianos, a la España ya la Francia; pero no se atrevieron a incomodarle unos ni otros: los primeros, porque no se consideraban con fuerzas suficientes para resistir a un pontífice de aquel carácter; la España, porque ella misma tenia que recobrar el reino de Nápoles; y la Francia, por que además del interés que advertía en contemplar a Julio II, quería humillar también a los Venecianos, de suerte, que no titubeó en conceder al papa los socorros que le había pedido.

Así es como Julio II salió felizmente de una impresión en que hubieran sido intempestivas la prudencia y la circunspección; y sin duda esta misma impresión hubiera tenido mal éxito, dando tiempo a la España y a los Venecianos para reconocerse, y a la Francia para que la entretuviera con escusas y dilaciones.

Julio II manifestó en todas sus empresas el mismo carácter de violencia, justificándolo el éxito plenamente; pero acaso no vivió bastante para probar la inconstancia de la fortuna, porque, si hubiese llegado tiempo de valerse de la prudencia y la circunspección, inevitablemente hubiera encontrado su ruina en aquella inflexibilidad de carácter e impetuosidad, que eran tan naturales en él.

De todo esto es preciso concluir que aquellos que no saben mudar de método cuando los tiempos lo requieren, prosperan sin duda mientras van del acuerdo con la fortuna; pero se pierden luego que esta se muda, no sabiendo; seguirla en sus frecuentes variaciones.

Por último, opino que más vale ser atrevido que demasiado circunspecto; porque la fortuna es de un sexo que únicamente cede a la violencia, repele siempre a los cobardes, y, si suele declararse por los jóvenes, es porque son ellos más emprendedores y atrevidos.

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