Capítulo XIII
El Príncipe
Capítulo XIII
De las tropas auxiliares, mistas y nacionales.
Llámanse tropas auxiliares las que un príncipe recibe prestadas de sus aliados para su socorro y defensa. Habiendo experimentado a pesar suyo el papa Julio II en la impresión de Ferrara el peligro de valerse de milicias mercenarias, recurrió a Fernando, rey de España, quien se obligó por un tratado a enviarle tropas de socorro.
Esta especie de milicia puede ser útil a quien la envía; pero siempre es funesta al príncipe que se sirve de ella, porque, si es vencida, él es quien sufre la pérdida, y si vencedora, queda a su discreción. Llena está la historia antigua de ejemplos que lo confirman; pero me limitaré a contar uno reciente. Queriendo Julio II apoderarse de Ferrara, pensó encargar el cuidado de esta expedición a un extranjero; más por fortuna suya ocurrió un incidente que le salvó de haber pagado bien cara semejante imprudencia. Fue el caso que, habiendo sido derrotadas sus tropas auxiliares en Ravena, se vio el vencedor acometido inopinadamente por los Suizos, que le pusieron en huida; y de esta suerte se libró el pontífice, no solo del enemigo, que fue vencido posteriormente, sino de sus tropas auxiliares, que tan poca parte tuvieron en la victoria alcanzada.
Habiendo determinado los Florentinos poner sitio a Pisa, y careciendo de milicias nacionales, tomaron a su servicio diez mil franceses; falta que les acarreó mayores males que los que hasta entonces habían padecido. El emperador de Constantinopla, amenazado por sus vecinos, metió en la Grecia diez mil turcos, a quienes no pudo echar de allí concluida la guerra, y quedó esta provincia sujeta a los infieles.
Aquel, pues, que quiera ponerse en estado de nunca ser vencedor, no necesita más que valerse de estas milicias, que es aun peor que las tropas mercenarias, porque forman un cuerpo, solamente sujeto a la obediencia de un extraño. Por el contrario, si se levanta esta última clase de milicias por quien las emplea y paga, y forman un cuerpo separado, no será tanta la contingencia de que sean perjudiciales una vez vencido el enemigo; porque, siendo nombrado el jefe por el mismo príncipe, no puede de un golpe adquirir bastante autoridad sobre el ejército para hacerle que convierta las armas contra el que le paga. En fin, yo creo que tanto debe temerse el valor de las tropas auxiliares, como la cobardía de las mercenarias; y que un príncipe prudente más bien querrá exponerse a ser batido con sus propias tropas, que vencer con las extranjeras; además de que no es verdadera victoria la que se consigue por medio de un socorro extraño.
En prueba de esta proposición no puedo menos de citar el ejemplo de Cesar Borja. Se apoderó de Imola y de Forli, valiéndose del auxilio de las francesas: viendo desde luego que no podía contar con su fidelidad, recurrió a la milicia mercenaria que capitaneaban los Ursini y los Vitelli, como menos temible; y encontrando después este príncipe tan poca seguridad en unas como en otras, tomó el partido de deshacerse de todas ellas, y no volvió a servirse sino de sus propios soldados.
Si se quiere conocer la gran diferencia que hay entre estas dos especies de milicia, compárense las campañas del mismo duque, teniendo a sueldo suyo a los Ursini y los Vitelli, con las que hizo al frente de sus propias tropas; por que nunca pudo conocerse bastante su talento hasta que fue absoluto dueño de sus soldados.
Bien quisiera ceñirme a los ejemplos sacados de la historia moderna de Italia; pero viene tan al caso el de Hierón, tirano de Siracusa, de quien ya he hablado, que no lo puedo omitir. Habíale confiado esta ciudad el mando de sus tropas, compuestas de extranjeros mercenarios; y no tardando aquel general en reconocer cuan poco podía prometerse de semejante milicia asalariada, cuyos jefes se conducían casi como nuestros italianos; viendo ya claramente que sin peligro no podía servirse de ella ni licenciarla, tomó la violenta resolución de destruirla, y sostuvo después la guerra con sus propios soldados.
También citaré otro pasaje histórico sacado del viejo Testamento. Habiéndose ofrecido David a salir a pelear contra el temible filisteo Goliat, el rey Saúl, para encender su ánimo, le armó con su espada, su morrión y su coraza; pero, viendo David que más le servían de embarazo que de provecho estas armas, declaró que, para vencer a su enemigo, no necesitaba de otras que su propia honda y el cuchillo. Rara vez le viene a uno bien la armadura ajena: lo más común es que venga demasiado estrecha, o demasiado holgada.
En fin, o la milicia extranjera sirve de carga muy pesada, o abandona al que la busca cuando podría ser útil, o se vuelve contra el mismo que se vale de ella. Carlos VII, padre de Luis XI, después que con su valor libró a la Francia de los Ingleses y quedó convencido de la necesidad de combatir con sus propias fuerzas, estableció por todo el reino compañías regladas de caballería y de infantería. El citado Luis suprimió después los infantes, y en su lugar sustituyó a los Suizos; mas esta falta, que cometieron también sus sucesores, es el origen de los infortunios de aquel estado, como se ve en el día; porque, acreditando estos reyes la milicia helvética, envilecieron la suya propia, que, habiéndose acostumbrado a combatir al lado de los Suizos, cree que no puede vencer sin ellos; de suerte que los Franceses ni se atreven a pelear contra los Suizos, ni a hacer la guerra a nadie sin ellos.
Son, pues, los ejércitos franceses en parte mercenarios, y en parte nacionales; mezcla que les hace superiores a las tropas puramente asalariadas o puramente auxiliares, pero inferiores con mucho a las que se forman en el mismo país. El ejemplo que acabo de citar basta para probar que la Francia sería invencible, si hubiera observado fielmente las disposiciones militares de Cárlos VII; mas llega a tanto por desgracia la imprudencia de los hombres, que entran a ciegas en las empresas prometiéndose ventajas imaginarias y llevándose de apariencias lisonjeras, sin conocimiento ni previsión del mal que está oculto, como sucede con la calentura ética de que ya he hablado.
Así qué no es verdaderamente sabio el príncipe que no conoce los males, sino cuando ya no es tiempo de remediarlos. Conocerlos a tiempo es ciencia poco común entre ellos. La primera causa de la decadencia del impresión romano fue haber tomado a sueldo a los Godos, circunstancia que dio crédito a estos bárbaros a costa de la milicia romana.
Un príncipe que no puede defender sus estados sino con tropas extranjeras, se halla a la merced de la fortuna y sin recurso alguno en la adversidad. Es máxima generalmente recibida, que nada hay tan endeble como el poder que no se apoya en sí mismo; es decir, que no se defiende por sus propios ciudadanos, sino por medio de extranjeros, ya sean aliados, ya sean asalariados. No es difícil poner en pie una milicia nacional empleando los mismos medios de que se sirvieron con tanta habilidad Filipo, padre de Alejandro Magno, y otros muchos estados, tanto monárquicos como republicanos, de los cuales he hablado ya en mis escritos anteriores: el lector puede consultar las constituciones de aquellos pueblos, para acabar de instruirse en esta materia.