El Príncipe

Capítulo IX

El Príncipe

Capítulo IX

De los principados civiles.

El otro modo de adquirir la soberanía, sin emplear la traición ni la violencia, consiste en hacerse uno príncipe de su país mediante el favor y ayuda de sus conciudadanos; por lo que a esta especie de principados puede darse el título de civiles. Su adquisición no siempre supone en el favorecido singular mérito ni una felicidad extraordinaria, sino mucha maña y el aprovechamiento pleno de una ocasión favorable. Asciéndese, digo, a la magistratura suprema del país, o a esta soberanía, por la voluntad del pueblo, o por el apoyo de los grandes; porque de estos dos elementos se derivan los diferentes partidos que pueden dividir un estado. Nace el uno de la aversión del pueblo al gobierno opresivo de los nobles, y el otro del deseo que tienen estos de gobernar al pueblo y de oprimirle; resultando de la diversidad de miras e intereses encontrados una lucha, que al fin trae, ya el gobierno de uno, ya el de muchos, ya la licencia y la anarquía.

El principado procede del pueblo o de los grandes, según lo decide la fortuna; porque cuando los nobles se ven estrechados por el pueblo con exceso, suelen encontrar el medio más fácil de subyugarlo, tomando por caudillo a alguno de su jerarquía y dándole el nombre de príncipe, para satisfacer bajo la sombra de una autoridad reconocida, la necesidad que tienen de dominar; y también el pueblo por su parte, y por no ceder a su enemigo, toma a las veces el partido de oponerle un plebeyo, en quien igualmente espera apoyo y protección.

Con mucho trabajo se sostiene en el principado el que asciende a tanta dignidad por favor de los nobles; porque suele hallarse rodeado de hombres, que, creyendo ser todavía iguales suyos, con dificultad se someten a su autoridad; mas aquel a quien el pueblo eleva por su gusto, campea solo, y con dificultad encuentra entre los que andan a su lado quien se atreva a oponerse a su voluntad.

Es además muy fácil contentar al pueblo sin cometer injusticia, y no lo es tanto contentar a los grandes; porque estos quieren ejercer la tiranía, y el pueblo se limita a evitarla. Por otra parte, puede un príncipe sin mucho trabajo contener en los límites de su deber a los nobles que le son contrarios, por ser corto su número; pero ¿cómo podrá estar seguro de la obediencia y de la fidelidad del pueblo, si llega este a separar sus intereses propios de los del príncipe?

No cabe duda en que el príncipe se verá pronto abandonado de un pueblo que no le tuviere afecto, como lo sería también, por los grandes contra cuyo gusto gobernara. Unos y otros van conformes en esto; pero debe el príncipe tener entendido que los grandes, sabiendo calcular mejor y sacar más partido de las circunstancias favorables, al primer revés que experimente de la fortuna, le volverán la espalda para servir y hacerse gratos al vencedor. Por último, cuente el príncipe con que tiene que vivir siempre con el mismo pueblo, y no con los mismos nobles, a quienes puede a su arbitrio elevar o abatir, colmar de favores o de desgracias. Mas, a fin de ilustrar cuanto sea posible la materia, paso a examinar los dos aspectos bajo que debe el príncipe mirar a los grandes, para conocer si están o no enteramente unidos a su causa. Aquellos que dan pruebas de adhesión y celo hacia el príncipe, deben ser honrados y queridos, siempre que no sean hombres entregados al robo. Entre los que rehúsan mostrar demasiado interés por la fortuna del príncipe, habrá algunos que se conduzcan mal por debilidad y cobardía, y otros habrá que lo hagan por cálculo y por miras de ambición. Procure, pues, el príncipe sacar el partido que pueda de los primeros, especialmente si tienen facultades, porque esto cederá siempre en honra suya durante la prosperidad; y cuando el tiempo fuere adverso, rara vez serían temibles los hombres de semejante carácter: pero desconfíe también de los otros, como de enemigos suyos declarados, que no se contentaran con abandonarle, si la fortuna le fuese contraria, sino que luego podrían tomar las armas contra él.

Un ciudadano que asciende al principado civil por el favor del pueblo, debe cuidar mucho de conservar su afecto, lo que es fácil siempre, como que el pueblo no quiere más que no ser oprimido; pero aquel que llega a ser príncipe por la ayuda de los grandes y contra el voto del pueblo, debe ante todas cosas procurar ganarse la voluntad de este último, y lo conseguirá protegiéndole contra los que intenten dominarle. Cuando los hombres reciben beneficios de la mano misma de que esperaban agravios, se aficionan a su dueño con más eficacia; y así el pueblo sometido a un príncipe nuevo, que se declara luego bienhechor suyo, se le aficiona todavía más que si él propio le hubiera espontáneamente elevado a la soberanía. Infiérese, pues, de estoque el príncipe puede granjearse la benevolencia del pueblo por diversos medios; de los cuales sería inútil hablar aquí circunstanciadamente, en atención a la dificultad de dar una regla fija y aplicable a las diferentes circunstancias. Solo diré que el príncipe necesita ganarse la voluntad del pueblo, si ha de contar con algún recurso en su adversidad.

Cuando Nabis, príncipe de Esparta, se vio acometido por el ejército victorioso de los Romanos y por los otros estados de la Grecia, solamente tuvo un corto número de enemigos interiores que contener durante el peligro; y de este modo pudo con facilidad defender su patria y su estado; pero ciertamente hubiera sido muy contrario el éxito, habiendo tenido al pueblo por enemigo.

En vano se opondría a mi opinión el manoseado proverbio que dice: Contar con el pueblo es lo mismo que escribir en el agua. El dicho podrá ser cierto respecto a un ciudadano que lucha con enemigos poderosos o contra la impresión de los magistrados, como sucedió a los Gracos en Roma, y a Gregorio Scali en Florencia; pero a un príncipe que no le falta valor y cierta maña, que, lejos de abatirse cuando la fortuna le es contraria, sabe, tanto por su firmeza como por las disposiciones acertadas que toma, mantener el orden en sus estados, jamás le pesará de haber podido contar con el afecto del pueblo.

Un príncipe corre a su ruina cuando quiere llegar a ser absoluto, especialmente si no gobierna por sí mismo; porque entonces depende de aquellos a quienes ha confiado su autoridad, los cuales, o rehúsan obedecerle al primer movimiento que se deja sentir, o tal vez se sublevan contra él; y en este caso no es ya tiempo de pensar en hacerse absoluto, lo uno, porque no sabrá de quien fiarse, y lo otro porque ciudadanos y súbditos están acostumbrados todos a obedecer a los magistrados, y no se acomodarían a reconocer otra autoridad. Es tanto más embarazosa la situación del príncipe en tales circunstancias, cuanto que no puede servirle de regla el estado que tienen las cosas en los tiempos ordinarios, y cuando todos sin cesar tienen que recurrir a su autoridad; porque entonces no hay nadie que no se reúna presurosamente a él, y que no se manifieste dispuesto a morir en su defensa, como que se halla lejos la muerte de que se habla; pero durante los reveses de la fortuna, presentándose la ocasión oportuna de prestar tan oficioso servicio, experimenta el príncipe de parte del pueblo, y demasiado tarde por su desgracia, que aquel ardor era poco sincero: experiencia tanto más triste y peligrosa, cuanto que suele hacerse dos veces.

Un príncipe sabio debe, por consiguiente, conducirse de modo que en todo tiempo y en cualquier trance persuadidos sus súbditos de que le necesitan y no pueden pasar sin él; esta será siempre la mejor garantía del celo y de la fidelidad de los pueblos.

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