Capítulo XXIII
El Príncipe
Capítulo XXIII
Como se debe huir de los aduladores.
No puedo menos de hablar de la adulación que reina en todas las cortes; vicio sobre el cual los príncipes deben estar siempre alerta, y de que no se verán libres, sino es valiéndose de la prudencia y de mucha habilidad. Tienen los hombres tanto amor propio y tan buena opinión de sí mismos, que es muy difícil preservarse de tal contagio; además de que, queriéndolo evitar, pudieran también disminuir su justo aprecio. El mejor arbitrio que pueden tomar los príncipes para librarse de los aduladores, es manifestar que no les ofende la verdad; pero, si cualquiera tuviera la libertad de decirles lo que quisiera, ¿en qué vendría a quedar entonces el respeto debido a la majestad del soberano? El príncipe prudente guarda un justo medio, escogiendo hombres sabios por consejeros, y permitiéndoles a ellos solos que le digan francamente la verdad sobre las cosas que les pregunte, y nada más. Y debe ciertamente preguntarles y oír su parecer en cuanto le incumbe; mas luego determinarse a aquello que le dicte su propia opinión, conduciéndose de manera que todas las gentes convencidas de que con cuanta mayor libertad se le habla; tanto más se le agrada. Tocante a los otros, no debe oírlos el príncipe, sino seguir derechamente el camino que se ha propuesto sin apartase de él.
Un príncipe que se porta de diferente modo, o se pierde por escuchar a los lisonjeros, o tiene una conducta incierta y variable, que le quita todo su crédito. Voy a citar en apoyo de esta doctrina un pasaje de la historia de nuestro tiempo. Dice el clérigo Luc del emperador Maximiliano, su señor, hoy día reinante, «que de nadie se aconseja, y sin embargo, jamás obra siguiendo su propio dictamen.» Esto es seguir un camino diametralmente opuesto al que acabo de señalar. Como S. M. I. es un señor muy misterioso, que no da parte a nadie de sus proyectos hasta el momento mismo de llevarlos a ejecución, apretado entonces por el tiempo, por los reparos que le ponen sus ministros y por las dificultades imprevistas que encuentra, tiene que ceder a la opinión de los demás y trastornar todo lo que había concebido. Y ahora pregunto yo: ¿qué cuenta hay que tener con un príncipe que deshace hoy lo que hizo ayer?
Siempre está bien al jefe de un estado tener consejeros y consultarlos; pero haciéndolo cuando a él le acomode, y no cuando quieran sus súbditos. Ha de procurar, por el contrario, que nadie se meta a darle consejos, sin que él los pida, aunque convenga que sea a veces gran preguntón, que oiga atentamente lo que le digan, y manifieste descontento, si advierte que los que están a su lado titubean en decirle todo lo necesario.
Es un error grosero creer que será menos estimado un príncipe aconsejándose de otros, y que entonces se le tendrá por incapaz de conocer las cosas por sí mismo; porque el que está falto de luces jamás acierta a aconsejarse bien, a menos que tenga la rara felicidad de encontrar un ministro hábil y honrado, en quien pueda descargarse de todo el peso y cuidados del gobierno; y aun entonces correrá el riesgo de verse despojado de sus estados por aquel mismo a quien imprudentemente confíe toda su autoridad. Para ponerse a salvo de este peligro, si en lugar de un consejero solo tiene muchos, y destituido de talento quiere conciliar los pareceres distintos de sus ministros, que acaso se ocuparán más del interés propio suyo, que de los del estado, sin recelarlo él siquiera, ¿cómo podrá evitar su perdición? Por otra parte los hombres en general son malos, y no se inclinan al bien sino obligados por la fuerza; de lo que se infiere que la sabiduría sola del príncipe es la que ha de producir los buenos consejos, y que los buenos consejos nunca o rara vez suplan la sabiduría del príncipe.