El Príncipe

Capítulo XX

El Príncipe

Capítulo XX

Si las fortalezas y otros medios que parecen útiles a los príncipes, lo son en realidad.

Príncipes hay que, para mantenerse en sus estados, desarman a sus vasallos; otros fomentan la discordia en las provincias sujetas a su dominio; los ha habido que de intento se procuraron enemigos; algunos trabajan para ganar la voluntad de aquellos que en el principio de su reinado les parecieron sospechosos; éste manda construir fortalezas, y aquel demolerlas. No es fácil determinar lo que hay de bueno y de malo en todo esto, sin entrar antes en el examen de los diferentes estados y circunstancias a que hayan de aplicarse las reglas que se dieren; y así me ceñiré a hablar de un modo general, y según lo requiere la materia.

Nunca es conveniente que el príncipe nuevo desarme a sus súbditos: por el contrario, debe luego armarlos, si los encontró desarmados. Todas las armas que entonces distribuya se emplearán en favor suyo; las personas que antes le serian sospechosas, se agregarán a su partido, y las fieles y leales lo serán más.

Imposible es, sin duda, armar a todos los hombres; pero el príncipe que sabe ganar a aquellos a quienes da armas, nada tiene que temer de los que por necesidad quedan inermes; porque le cobran afecto los primeros por está preferencia, y le excusan fácilmente los demás, suponiendo más mérito en aquellos que se exponen a mayor peligro. Bien al contrario, un príncipe que desarma a sus súbditos, los ofende inclinándoles a creer que desconfía de ellos; y no hay cosa más eficaz para excitar el aborrecimiento del pueblo. Además esta determinación pondría al príncipe en la necesidad de recurrir a la milicia mercenaria, cuyos peligros he manifestado ya con bastante extensión; y aun cuando no tuviera tantos inconvenientes este recurso, seria siempre insuficiente contra un enemigo grande y con vasallos sospechosos.

Así vemos todos los días a los nombres que por sí mismos se elevan a la soberanía, armar a sus nuevos súbditos; mas, si se tratara de reunir un estado nuevo a otro antiguo o hereditario, entonces convendría al príncipe desarmar a sus vasallos nuevos, exceptuando siempre a aquellos que antes de la conquista se hubiesen declarado en favor suyo; aunque procure siempre irlos debilitando para que en el estado antiguo se concentre toda la fuerza militar.

Nuestros antepasados, especialmente aquellos que merecieron la reputación de sabios, decían que era necesario contener a Pistoya por medio de las discordias domésticas, ya Pisa por las fortalezas. Así pues, rara vez se descuidaban en fomentar divisiones en las ciudades, cuyos habitantes eran sospechosos: excelente política atendiendo al estado de fluctuación en que se hallan las cosas de Italia, en aquella época, pero inadaptable a la del día, porque una ciudad dividida no pudiera defenderse de un enemigo poderoso y diestro; el cual no dejaría de ganar a una de las dos facciones, y por este medio se haría dueño de la plaza.

Por un efecto de esta misma política los Venecianos favorecían alternativamente a los Güelfos y a los Gibelinos en las ciudades sujetas a su dominio, y no dejándoles que llegasen a las manos, no cesaban de soplar el fuego de la discordia entre ellos, a fin de distraerlos de la idea de sublevarse. Verdad es que esta república no sacó el fruto que esperaba de semejante conducta, porque, derrotados sus ejércitos en Vaila, una de estas facciones se propuso dominarla, y lo consiguió.

Síguese pues, que tal política es el recurso de la debilidad, y por lo mismo un príncipe poderoso no sufrirá jamás semejantes divisiones, que, cuando no sean enteramente perjudiciales en tiempo de paz, porque ofrecen un medio eficaz de distraer a los súbditos de toda idea de rebelión, son en tiempo de guerra las que ponen más en descubierto la impotencia del estado que se vale de ellas. Venciendo obstáculos, se engrandecen los príncipes; y por eso suele la fortuna ensalzar a algunos en el principio de su carrera, suscitándoles enemigos y ofreciéndoles dificultades que enciendan su genio, ejerciten su valor y les sirvan como de otros tantos escalones para llegar a un alto grado de poder. Por esta razón piensan muchos que alguna vez le conviene a un príncipe buscar enemigos, para que le obliguen a salir de una peligrosa inercia, y le proporcionen ocasiones de hacerse admirar y querer de sus súbditos, tanto leales como rebeldes.

Los príncipes, y especialmente los nuevos, han sido servidos a las veces con más celo y fidelidad de aquellos súbditos en quienes no tenían al principio una entera confianza, que de otros que en su opinión eran absolutamente fieles. Pandolfo Petrucci, príncipe de Sena, con mejor voluntad se valía de los primeros que de los últimos; pero es difícil fijar reglas generales en un punto que varía según las circunstancias: solamente advertiré que, si los hombres, a quienes el príncipe miraba como enemigos en los primeros años de su reinado, tienen necesidad de su apoyo y protección, podrá ganárselos fácilmente; y aunque nuevos partidarios suyos, le serán tanto más fieles, cuanto mayor esmero necesiten poner en borrar por medio de sus servicios la opinión poco favorable que su anterior conducta había producido. Al contrario, aquellos que nunca han estado opuestos a los intereses del príncipe, cuando llega el caso de necesitarlos, suelen servirle con la flojedad y descuido que engendra la misma seguridad.

Esta materia me presenta oportuna ocasión de hacer a los príncipes nuevos una advertencia importante, y es que, si han ascendido a la dignidad suprema por favor del pueblo, indaguen atentamente la causa y los motivos de tanta benevolencia; porque, si proviene menos del verdadero interés que les inspire su persona, que de odio al gobierno antiguo, podrá luego costarles trabajo mantenerse en la gracia de sus súbditos por la misma dificultad de contentarlos.

Habrá hombres que, aunque aborrecieran el gobierno antiguo, vivirían con él sin violencia; otros de carácter inquieto y duro que no podrían aguantar los abusos de la administración pasada; y de estos últimos, aun cuando hayan contribuido a la elevación del príncipe nuevo, es más difícil ganarse la amistad que de los primeros. Basta tener una leve tintura de la historia antigua y moderna para convencerse de esta verdad.

Los príncipes construyen las fortalezas para mantenerse con más facilidad en sus estados frecuentemente amenazados por los enemigos estertores, y para contener el primer ímpetu de una revolución. Este método es muy antiguo y me parece bueno: no obstante, hemos visto en nuestros tiempos que Nicolás Vitelli mandó demoler dos fortalezas en la ciudad de Castello para seguridad de su estado. Guido de Ubaldo, duque de Urbino, habiendo recobrado su estado ducal, de que le había deposeído César Borja, mandó arrasar todas las fortalezas, pensando que sin ellas podría mantenerse en su posesión con más facilidad. Los Bentivoglios hicieron otro tanto en Bolonia, luego que recobraron el dominio de este estado.

Infiérese pues, que las fortalezas son útiles o inútiles según las circunstancias; y si por un lado aprovechan, son perjudiciales por otro. El príncipe que teme más a sus súbditos que a los extranjeros, debe fortificar sus ciudades, y abstenerse de hacerlo en el caso contrario. El castillo que Francisco Sforza mandó construir en Milán, ha causado y causará más daños a esta casa que todos cuantos desórdenes han afligido a aquel ducado.

No hay fortaleza mejor que el afecto del pueblo; porque un príncipe aborrecido de sus súbditos debe contar con que el enemigo extranjero volará a ayudarles luego que los vea en armas. No se sabe que las fortalezas hayan aprovechado a los príncipes de nuestro tiempo, si exceptuamos a la condesa de Forli, viuda del conde Jerónimo; la cual por este medio tuvo disposición de recibir los socorros que la enviaba el estado de Milán y de recuperar el suyo; bien que la favorecieron mucho las circunstancias, no pudiendo sus vasallos ser socorridos de los extranjeros. Pero cuando más adelante fue acometida esta condesa por César Borja, y el pueblo a quien en ella había tenido por enemigo, se juntó con el extranjero, de muy poco la sirvieron sus fortalezas; verificándose siempre que la hubiera valido más que tenerlas el no ser aborrecida de sus súbditos.

De todo lo que va dicho se infiere que igualmente pueden ser dignos de elogio el que construye y el que no construye fortalezas; pero siempre son reprensibles los que, fiándose en ellas, hicieren poco caso de que el pueblo los aborrezca.

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