El Príncipe

Capítulo XXVI

El Príncipe

Capítulo XXVI

Exhortación para libertar la Italia del yugo de los extranjeros.

Cuando repaso las materias que contiene este libro, y me detengo a examinar si las circunstancias en que nos hallamos serán o no favorables para el establecimiento de un gobierno nuevo, que fuese tan ventajoso para Italia, como honroso a su autor, me parece que no ha habido ni habrá tiempo más oportuno de llevar a ejecución una impresión tan gloriosa.

Si fue preciso que el pueblo de Israel estuviera esclavizado en Egipto para apreciar las raras prendas de Moisés; que los Persas gimiesen en la impresión de los Medos para conocer todo el valor y la magnanimidad de Ciro; en fin, si los Atenienses no hubieran percibido tan vivamente la importancia de los beneficios de Teseo, a no haber experimentado los males inherentes a la vida errante y vagamunda; ha sido necesario también que, para apreciar el mérito y talento de un libertador de Italia, se viera nuestro infausto país maltratado más cruelmente que la Persia; que sus habitantes hayan estado más dispersos que los Atenienses; y en fin, que hayan vivido sin leyes y sin jefes, saqueados, divididos y esclavizados por los extranjeros.

Alguna vez, en verdad, han aparecido varones de un mérito tan singular, que pudiera habérseles creído enviados por Dios para libertarnos; pero no parece también sino que la fortuna celosa se empeñó en abandonarlos en la mitad de su carrera; de suerte que nuestra desgraciada patria gime todavía exánime, y se consume esperando algún redentor que ponga fin a la devastación y frecuente saqueo de la Lombardía, de la Toscana y del reino de Nápoles; pide al cielo que levante algún príncipe poderoso para sacarla del yugo pesado y aborrecible de los extranjeros, para cicatrizar las hondas llagas que tiene abiertas tanto tiempo ha, y para conducirla bajo sus estandartes a una victoria permanente contra tan crueles opresores.

Pero ¿en quién podrá la Italia poner los ojos sino en vuestra casa, que, sobre hallarse visiblemente favorecida del cielo, y en el día encargada del gobierno de la Iglesia, posee además la sabiduría y el poder necesarios para intentar una impresión tan noble? Yo no creo que os presente obstáculos invencibles la ejecución de este proyecto, si consideráis que los grandes príncipes, que os pueden servir de norma, no eran más que hombres poderosos como vos, aunque su mérito les haya elevado sobre los demás de su especie; y a la verdad ninguno de ellos se halló en una situación tan favorable como la vuestra. Debo añadir que, estando también la justicia de vuestra parte, su causa no podía ser más legítima, ni Dios estar por ellos más bien que por vos. Toda guerra es justa desde que es necesaria; y es humanidad tomar las armas por la defensa de un pueblo, cuando está en ellas su único y postrer recurso. Todas las circunstancias concurren a facilitar la ejecución de un designio tan noble; y basta para llevarle a buen término, caminar por las huellas que dejaron los hombres ilustres que os he dado a conocer en el discurso de esta obra. ¿Es acaso necesario que hable el cielo? Pues ya ha manifestado también su voluntad por señales prodigiosas. Se ha visto al mar abrirse y dar paso por sus abismos; a una nube señalar el camino que se debe seguir; brotar agua de una roca, y caer maná del cielo. Todo lo demás debemos hacerlo nosotros, pues Dios no nos ha dotado de inteligencia y de voluntad sino es para alcanzar a porción de gloria que nos está reservada.

Si ninguno de nuestros príncipes ha podido hasta ahora hacer lo que se espera de vuestra ilustre casa, y si la Italia ha sido en sus guerras constantemente desgraciada, consiste en que no ha acertado a reformar sus instituciones militares aboliendo el antiguo método de pelear, y tomando otro más adaptable a las luces del día.

Nada honra más a un príncipe nuevo, ni influye tanto en alcanzarle la admiración y respeto de sus súbditos, como las instituciones y leyes nuevas que establece, cuando estas son buenas y van acompañadas de un carácter de grandeza. La Italia se halla indudablemente bien dispuesta para recibir nuevas formas. A sus habitantes de ningún modo les falta valor; les faltan buenos jefes: y prueba de esto es, que los italianos son muy diestros en los desafíos y en otras contiendas particulares, al paso que en las batallas aparece casi apagado su coraje. Un fenómeno tan raro no puede atribuirse sino a la debilidad e impericia de los oficiales, que no saben hacerse obedecer por aquellos que conocen o presumen conocer el oficio de la guerra; y así vemos que las órdenes de los principales capitanes de nuestro tiempo no se han ejecutado jamás con exactitud y celeridad. He aquí porqué los ejércitos levantados en Italia para las guerras que hemos tenido de veinte años acá, han sido casi siempre derrotados. Basta acordarse de las batallas de Tar, Alejandría, Capua, Génova, Vaila, Bolonia y Maestri.

Proponiéndose, pues, vuestra ilustre casa imitar a aquellos antepasados nuestros, que libertaron a su país del dominio de los extranjeros, debe antes de todo formar una milicia nacional, que es la única buena, y en cuya fidelidad puede tenerse confianza; siendo de notar que, aun cuando cada soldado en particular sea bueno, llegarán a ser todavía mejores todos reunidos, viendo que el príncipe los lleva por sí mismo al combate, los honra y recompensa.

Síguese de aquí que es indispensable tener tropas sacadas del mismo país, si se quiere que este no sea invadido por los extranjeros. La infantería suiza y la española son muy apreciables; pero ni la una ni la otra carecen de defectos que pueden evitarse en la formación de la nuestra, y hacerla superior a ellas. Los españoles no pueden resistir el choque de los escuadrones, ni los suizos sostenerse al frente de una infantería tan valiente y obstinaba como la suya, sin volverle la espalda. En efecto, se ha visto y se verá mucho tiempo que las tropas de infantería española no pueden resistir el choque de la caballería francesa, y que a la infantería suiza puede arrollarla la infantería española. Si se dudara de este último supuesto, traería a la memoria la batalla de Rábena, en que la infantería española peleó con las tropas alemanas, que guardan en el combate el mismo orden que los suizos. Habiéndose arrojado los españoles con la impetuosidad que acostumbran, y abrigados con sus broqueles, en medio de las picas de los alemanes, fueron estos precisados a replegarse; y hubieran sido derrotados enteramente, a no haber caído sobre los españoles la caballería.

Trátese, pues, de formar una milicia que no tenga los defectos de la infantería suiza, ni los de la española, y que pueda sostenerse contra la caballería francesa: nada hay más propio para que un príncipe nuevo ilustre su reino y adquiera una gran reputación.

Es harto excelente para dejar perder la ocasión que se presenta, y ya es tiempo que la Italia vea quebrantadas sus cadenas. ¿Con qué demostraciones de gozo y de reconocimiento recibirían a su libertador estas desgraciadas provincias que gimen tanto tiempo ha bajo el yugo de una dominación odiosa? ¿Qué ciudad le cerraría sus puertas, o qué pueblo sería tan ciego que rehusara obedecerle? ¿Qué rivales tendría que temer? ¿Habría un solo italiano que no corriera a rendirle homenaje? Todos se hallan ya cansados de la dominación de estos bárbaros. Dígnese vuestra ilustre casa, fortalecida con todas las esperanzas que da la justicia de nuestra causa, formar una impresión tan noble, a fin de que recobre nuestra nación bajo vuestras banderas su antiguo lustre, y sea tal que pueda cantar con mejores auspicios aquellos versos de Petrarca:

Virtú contro al furore

Prenderá l'arme, e fia il combatter corto,

Che l' antico valore

Negl' italici cuor non é ancor morto

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