Misticismo y Lógica y otros ensayos

Capítulo IV

Capítulo IV

EL ESTUDIO DE LAS MATEMÁTICAS

Es necesario plantearse de vez en cuando esta pregunta en relación con toda forma de actividad humana: ¿Cuál es su objetivo y su ideal? ¿De qué manera contribuye a la belleza de la existencia humana? En lo que respecta a las ocupaciones que sólo contribuyen remotamente a ella, al proporcionar el mecanismo de la vida, es bueno recordar que no hay que desear el mero hecho de vivir, sino el arte de vivir contemplando grandes cosas. Esto es todavía más cierto en relación con las distracciones que no tienen más fin que ellas mismas, que deben justificarse, si es que pueden, por incrementar de hecho el conjunto de adquisiciones permanentes del mundo; es necesario mantener vivo el conocimiento de sus objetivos y una clara visión prefiguradora del templo en que debe materializarse la imaginación creativa.

La satisfacción de esta necesidad, en lo que respecta a los estudios que constituyen el material con el que la costumbre ha decidido ejercitar la mente juvenil, es aún tristemente remota (tan remota que hace que el planteamiento de esta exigencia parezca extravagante).

Los grandes hombres, plenamente sensibles a la belleza de las contemplaciones a cuyo servicio han consagrado sus vidas, deseando que otros puedan compartir sus alegrías, convencen a la humanidad de que imparta a las generaciones sucesivas el conocimiento mecánico sin el cual resulta imposible pasar del umbral. Resecos pedantes se apoderan del privilegio de infundir este conocimiento: olvidan que sólo debe servir de llave para abrir las puertas del templo; aunque se pasan la vida en las escaleras que conducen a las puertas sagradas, le vuelven tan resueltamente la espalda al templo que su misma existencia cae en el olvido, y la juventud ansiosa, que presionaría para que la iniciaran en sus cúpulas y arcos, es obligada a darse la vuelta y a contar las escaleras.

Las matemáticas, tal vez incluso más que el estudio de Grecia y Roma, han carecido del reconocimiento del lugar que les corresponde dentro de la civilización. Aunque la tradición ha decretado que la gran masa de los hombres educados deben conocer cuando menos los elementos de esta materia, las razones por las que se formó esa tradición han sido olvidadas, enterradas bajo un gran montón de basura de pedanterías y trivialidades. La respuesta habitual que se da a los que investigan el objetivo de las matemáticas es que facilitan la construcción de máquinas, el desplazamiento de un lugar a otro y la victoria militar o comercial sobre otras naciones. Si se objetara que éstos no son los fines (todos ellos de dudoso valor) que persigue el estudio meramente elemental impuesto a los que no se convierten en expertos en matemáticas, la contestación sería probablemente, es cierto, que las matemáticas ejercitan las facultades de razonamiento. Sin embargo, los mismos hombres que dan esta respuesta no desean, en su mayoría, abandonar la enseñanza de ciertas falacias, reconocidas como tales y rechazadas instintivamente por el espíritu no adulterado de todo alumno inteligente. Y los que instan al cultivo de la propia facultad de razonamiento la conciben por lo general como un simple medio de evitar los escollos y una ayuda para descubrir la forma de organizar la vida práctica. Todos éstos son logros innegablemente importantes que las matemáticas tienen en su favor; sin embargo, ninguno de ellos las autoriza a ocupar un lugar en toda educación liberal. Sabemos que Platón consideraba digna de los dioses la meditación sobre las verdades matemáticas; y Platón distinguía, tal vez más que ningún otro hombre, qué elementos de la vida humana merecen un lugar en el cielo. En las matemáticas, dice, hay

algo necesario y que no puede dejarse de lado… y, si no me equivoco, de divina necesidad; pues para las necesidades humanas de las que habla la Mayoría a este respecto, nada puede resultar más ridículo que una utilización similar de las palabras.

CLEINIAS: —¿Y cuáles son esas necesidades de conocimiento, Extranjero, divinas y no humanas?

ATENIENSE: —Esas cosas sin cuyo uso o conocimiento un hombre no puede ser un dios para el mundo, ni un espíritu, ni tampoco un héroe, ni pensar o preocuparse seriamente por el hombre (Leyes, p. 818[9]).

Esto era lo que pensaba Platón de las matemáticas; pero los matemáticos no leen a Platón, mientras que los que lo leen no saben matemáticas, y ven su opinión sobre este problema como una aberración simplemente curiosa.

Las matemáticas, bien entendidas, poseen no sólo la verdad sino la belleza suprema, una belleza fría y austera, como la de la escultura, que no apela a ninguna zona de nuestra débil naturaleza, sin los magníficos adornos de la pintura o la música, y con todo sublimemente pura y capaz de una perfección severa que sólo puede ofrecer el arte más depurado. El verdadero espíritu de deleite, la exaltación, la sensación de ser más que un hombre, que es la piedra de toque de la mayor excelencia, pueden encontrarse en las matemáticas con tanta seguridad como en la poesía. Lo mejor de las matemáticas no merece aprenderse simplemente por obligación, sino asimilarse como una parte del pensamiento cotidiano, y recordarse una y otra vez con ánimo siempre renovado. La verdadera vida es, para la mayoría de los hombres, la eterna segundona, un compromiso perpetuo entre el ideal y lo posible; pero el mundo de la razón pura no conoce compromisos, ni limitaciones prácticas, ni obstáculo alguno a la actividad creativa que materializa en espléndidos edificios la aspiración apasionada a la perfección de la que surgen todas las grandes obras. Apartadas de las pasiones humanas, apartadas incluso de los hechos lamentables de la naturaleza, las generaciones han creado gradualmente un cosmos ordenado, donde el pensamiento puro puede habitar como en su casa natural y donde por lo menos uno de nuestros impulsos más nobles puede escapar del monótono exilio del mundo real.

Sin embargo, los matemáticos han buscado tan poco la belleza que casi nada de su trabajo ha tenido este propósito consciente. Un gusto inconsciente ha moldeado, debido a instintos irreprimibles, muchas cosas superiores a creencias confesadas; pero las ideas equivocadas acerca de lo que era conveniente han desbaratado también muchas cosas. La excelencia característica de las matemáticas sólo puede encontrarse donde el razonamiento es estrictamente lógico: las leyes de la lógica son a las matemáticas lo que las de la estructura son a la arquitectura. En el trabajo más hermoso, se presenta una cadena de argumentación en que cada nexo es importante por cuenta propia, que da una sensación de soltura y lucidez desde el principio hasta el final, y donde las premisas llevan más lejos de lo que se habría creído posible por medios que parecen naturales e inevitables. La literatura expresa lo general mediante circunstancias particulares, cuya significación universal se transparenta a través de su vestimenta individual; pero las matemáticas se esfuerzan por presentar lo general en su pureza, sin ningún adorno irrelevante.

¿Cómo habría que dirigir la enseñanza de las matemáticas para comunicar lo máximo posible de este ideal al estudiante? Aquí la experiencia debe servirnos en buena medida de guía; pero pueden deducirse algunas máximas de lo que consideramos el propósito último que hay que cumplir.

Uno de los fines fundamentales a cuyo servicio están las matemáticas, cuando se enseñan correctamente, es despertar la fe del estudiante en la razón, su confianza en la verdad de lo que se ha demostrado y en el valor de la demostración. Este propósito no lo atiende la instrucción actual; pero es fácil ver de qué formas podría atenderse. En la actualidad, en lo que se refiere a la aritmética, se le da al chico o chica un conjunto de reglas que no se presentan como verdaderas o falsas, sino que están simplemente a la voluntad del profesor, a la forma en que éste, por alguna razón insondable, prefiere que se desarrolle el juego. Hasta cierto punto, esto es sin duda inevitable en un estudio de utilidad práctica tan definida; pero tan pronto como sea posible habría que exponer las razones de las reglas de manera que hagan mella más fácil en la inteligencia juvenil. En geometría, en lugar del tedioso aparato de pruebas falaces para axiomas obvios que constituye el principio de Euclides, debería permitirse al principio al estudiante que asumiera la verdad de todo lo obvio, y debería instruírsele en las demostraciones de teoremas que a primera vista parecen asombrosos y pueden verificarse fácilmente mediante dibujos, como los que muestran que tres líneas o más se cruzan en un punto. De esta forma se genera la confianza; se ve que el razonamiento puede conducir a conclusiones sorprendentes, que los hechos, sin embargo, verificarán; y así se supera gradualmente la desconfianza instintiva hacia cualquier cosa abstracta o racional. Cuando los teoremas son difíciles, habría que enseñarlos primero como ejercicios mediante dibujos geométricos hasta que la figura se haya vuelto completamente familiar; entonces será agradable que nos enseñen las conexiones lógicas que tienen lugar entre las diferentes líneas o círculos. También es deseable que la figura que ilustra un teorema se dibuje en todas sus formas y en todos los casos posibles, para que de esta manera las relaciones abstractas que estudia la geometría puedan surgir por sí mismas como resultado de la semejanza entre una diversidad aparentemente tan grande. En este sentido, las demostraciones abstractas sólo deberían constituir una pequeña parte de la instrucción, y habría que darlas cuando, gracias a la familiaridad con las ilustraciones concretas, han llegado a sentirse como la materialización natural de un hecho visible. En esta primera etapa no habría que dar pruebas con una abundancia pedante; habría que excluir firmemente desde el principio los métodos claramente equivocados, como el de la superposición, pero cuando la prueba resultara muy difícil de no emplearse esos métodos, podría hacerse aceptable el resultado mediante argumentos e ilustraciones que se contrasten explícitamente con demostraciones.

Hasta el niño más inteligente se encuentra con dificultades muy grandes, por regla general, al iniciarse en álgebra. La utilización de letras es un misterio cuyo único propósito parece la mistificación. Es casi imposible, al principio, no pensar que cada letra representa un número; si por lo menos el profesor quisiera revelar qué número representa… El hecho es que en álgebra se enseña primero al espíritu a considerar verdades generales, verdades de las que no se afirma que lo sean para esta o aquella cosa particular, sino para cualquiera de las de todo un conjunto de cosas. La superioridad del intelecto sobre todo el mundo de cosas reales y posibles reside en la capacidad de comprender y descubrir estas verdades; y la capacidad de tratar con lo general como tal es uno de los dones que una educación matemática debería acordar. ¡Pero qué poco capaz es, por regla general, el profesor de álgebra de explicar el abismo que la separa de la aritmética, y qué poco se ayuda al estudiante en sus esfuerzos inseguros por comprender! Normalmente se continúa con el método adoptado en aritmética: se enuncian las reglas sin una explicación adecuada de sus bases; el alumno aprende a usarlas ciegamente, y al poco tiempo, cuando es capaz de obtener la respuesta que espera el profesor, cree que ha dominado las dificultades de la materia. Pero probablemente no ha comprendido profundamente casi nada de los procedimientos utilizados.

Cuando se ha aprendido álgebra, no hay problemas hasta que alcanzamos los estudios en que se emplea el concepto de infinito (el cálculo infinitesimal y el conjunto de las matemáticas superiores). La solución de las dificultades que rodeaban antiguamente al infinito matemático es probablemente el mayor logro de que puede jactarse nuestro tiempo. Estas dificultades se conocen desde los principios del pensamiento griego; en cada época las mentes más agudas se han esforzado por resolver los problemas aparentemente insolubles que planteó Zenón de Elea. Finalmente Georg Cantor ha encontrado la respuesta, y ha conquistado para la inteligencia una región nueva y vasta que se había entregado al caos y a las tinieblas. Se consideró evidente, hasta que Cantor y Dedekind establecieron lo contrario, que si de un conjunto de cosas sacamos algunas, el número de las que quedan debe ser siempre inferior al original. Esta premisa, en realidad, sólo se verifica en los conjuntos finitos; y se ha demostrado que su rechazo, cuando se refiere al infinito, elimina todas las dificultades que hasta ahora habían desconcertado a la razón humana en este asunto, y hace posible la creación de una ciencia exacta del infinito. Este hecho estupendo tendría que producir una revolución en la enseñanza superior de matemáticas; ha contribuido inconmensurablemente al valor educativo de la materia, y, por último, ha proporcionado el medio de tratar con precisión lógica muchos estudios que, hasta hace poco, estaban rodeados de errores y oscuridad. Los que fueron educados de acuerdo con los antiguos esquemas consideran el trabajo nuevo espantosamente difícil, abstruso y oscuro; y hay que confesar que el descubridor, como ocurre tan a menudo, ha salido con dificultad de las brumas que su inteligencia está disipando. Pero, inherentemente, la nueva doctrina del infinito ha facilitado a todos los espíritus cándidos e inquisitivos el dominio de las matemáticas superiores; puesto que hasta ahora ha habido que aprender, mediante un largo proceso de refinamiento, a asentir a argumentos que, a primera vista, se juzgaban justamente confusos y erróneos. Lejos de producir una confianza audaz en la razón, un rechazo valiente de todo lo que no cumpliera los requisitos más estrictos de la lógica, la educación matemática alentó, a lo largo de los dos siglos anteriores, la creencia de que hay que aceptar muchas cosas que una investigación seria rechazaría como falaces porque funcionan en lo que el matemático llama «la práctica». De esta forma se ha engendrado un espíritu tímido, transigente, o una creencia sacerdotal en misterios no comprensibles para el profano, donde sólo debería haber imperado la razón. Es hora de acabar con todo esto; permitamos que se enseñe de una vez la verdadera teoría a quienes desean penetrar en los arcanos de las matemáticas en toda su pureza lógica, y en la concatenación establecida por la misma esencia de las entidades en juego.

Si vamos a considerar las matemáticas como un fin en sí mismo, y no como una educación técnica para ingenieros, es muy deseable salvaguardar la pureza y la exactitud de su razonamiento. En consecuencia, habría que hacer que los que han alcanzado la suficiente familiaridad con sus aspectos más sencillos volvieran la mirada atrás, desde las proposiciones que han aceptado como evidentes, a principios cada vez más fundamentales, de los que puedan deducirse las que se presentaron previamente como premisas. Habría que enseñarles que un examen más detenido demuestra que son falsas muchas de las proposiciones que a un espíritu inexperto le parecían sin embargo evidentes (cosa que la teoría del infinito ilustra muy adecuadamente). De esta forma se les conducirá a cuestionar con escepticismo los principios básicos, a un examen de los fundamentos sobre los que se ha construido todo el edificio del razonamiento o, para utilizar una metáfora posiblemente más adecuada, del gran tronco del que brotan y se abren las ramas. En este nivel es bueno estudiar de nuevo los aspectos elementales de las matemáticas, sin preguntarnos ya simplemente si una proposición dada es verdadera, sino también cómo se desarrolla a partir de los principios centrales de la lógica. Ahora se puede responder a preguntas de esta naturaleza con una precisión y una seguridad que antiguamente eran imposibles; y en las cadenas de razonamientos que requiere la respuesta se revela por fin la unidad de todas las disciplinas matemáticas.

En la gran mayoría de los libros de texto de matemáticas hay una falta absoluta de unidad en el método y de un desarrollo sistemático de un tema central. Se demuestran proposiciones de los tipos más diversos por cualquier medio que se considere más fácilmente comprensible, y se dedica mucho espacio a simples curiosidades que no contribuyen en nada al argumento principal. Sin embargo, en las obras más grandes, la unidad y la inexorabilidad se sienten como en el desarrollo de un drama; en las premisas se propone la consideración de un tema, y en cada paso posterior se realiza un progreso claro en el dominio de su naturaleza. El amor por el sistema, por la interconexión, que es tal vez la esencia última del impulso intelectual, puede encontrar más vía libre en las matemáticas que en ningún otro lugar. Al estudiante que siente este impulso no hay que contrariarlo con una serie de ejemplos insignificantes o distraerlo con curiosidades divertidas, sino animarlo a hacer hincapié en los principios fundamentales, a familiarizarse con la estructura de los diferentes temas que se le presentan, a que siga cómodamente los pasos de las deducciones más importantes. De esta forma se cultiva un buen nivel intelectual, y se enseña a la atención selectiva a extenderse con preferencia sobre lo que es importante y esencial.

Cuando las diferentes disciplinas en que se dividen las matemáticas hayan sido consideradas cada una como un todo lógico, como un desarrollo natural de las proposiciones que constituyen sus principios, el estudiante será capaz de comprender la ciencia fundamental que unifica y sistematiza el conjunto del razonamiento deductivo. Se trata de la lógica simbólica, disciplina que, aunque debe su nacimiento a Aristóteles, es sin embargo producto casi por completo, en sus desarrollos más amplios, del siglo XIX, y en la actualidad todavía se está perfeccionando, desde luego, con gran rapidez. El auténtico método de descubrimiento en lógica simbólica, y probablemente también el mejor método de presentar la disciplina a un estudiante que ya conoce otras partes de las matemáticas, es el análisis de ejemplos reales de razonamiento deductivo, con el propósito de que descubra los principios utilizados. Estos principios, en su mayoría, están tan arraigados en nuestros instintos de raciocinio que los utilizamos casi inconscientemente, y sólo se pueden sacar a la luz con mucho esfuerzo y paciencia. Pero cuando los hemos encontrado por fin, se descubre que son poco numerosos y que son el único origen de todo en las matemáticas puras. El descubrimiento de que todas las matemáticas se deducen inevitablemente de una pequeña colección de leyes fundamentales realza inconmensurablemente la belleza intelectual del conjunto; para quienes se han sentido agobiados por la naturaleza fragmentaria e incompleta de la mayoría de las cadenas de deducción existentes, este descubrimiento se presenta con toda la fuerza abrumadora de una revelación; como un palacio que surgiera de las brumas otoñales a medida que el viajero subiera por una ladera italiana, las majestuosas plantas del edificio matemático aparecen en el orden y la proposición correctos, con una perfección nueva en cada una de sus partes.

Hasta que la lógica simbólica adquirió su desarrollo actual, siempre se supuso que los principios sobre los que se basan las matemáticas eran filosóficos, y sólo se podían descubrir por los métodos inseguros y no progresivos utilizados hasta entonces por los filósofos. Mientras se pensó esto las matemáticas no parecieron autónomas, sino dependientes de una disciplina que tenía métodos muy diferentes a los suyos. Además, puesto que la naturaleza de los postulados de los que hay que deducir la aritmética, el análisis y la geometría estaba envuelta en todas las ambigüedades tradicionales de la discusión metafísica, se empezó a pensar que el edificio construido sobre bases tan dudosas no era mejor que un castillo en el aire. En este sentido, el descubrimiento de que sus verdaderos principios forman parte de las matemáticas en la misma medida que cualquiera de sus consecuencias ha aumentado mucho la satisfacción intelectual que puede obtenerse. Esta satisfacción no habría que negársela a los estudiantes capaces de disfrutarla, puesto que es del tipo de las que incrementan nuestro respeto por las capacidades humanas y nuestro conocimiento de las bellezas que pertenecen al mundo abstracto.

Los filósofos han sostenido por lo común que las leyes lógicas, que sirven de base a las matemáticas, son leyes de pensamientos, leyes que regulan las operaciones de nuestros cerebros. Con esta opinión se rebaja muchísimo la dignidad de la razón: deja de ser una investigación del corazón mismo y de la esencia inmutable de todas las cosas reales y posibles para volverse, en cambio, un examen de algo más o menos humano y sujeto a nuestras limitaciones. El estudio de lo que no es humano, el descubrimiento de que nuestra inteligencia es capaz de enfrentarse a algo que no ha creado y, por encima de todo, la comprensión de que la belleza pertenece tanto al mundo exterior como al interior, son los medios principales de superar la terrible sensación de impotencia, de debilidad, de exilio entre potencias hostiles, que resulta muy fácilmente del reconocimiento de la casi omnipotencia de fuerzas extrañas. Reconciliarnos, mediante la exhibición de su horrible belleza, con el reino del destino (que es simplemente la personificación literaria de estas fuerzas) es la tarea de la tragedia. Pero las matemáticas nos alejan aún más de lo humano, nos llevan a la región de la necesidad absoluta, a la que debe ajustarse no sólo el mundo real, sino cualquier mundo posible; e incluso aquí construyen una morada, o más bien encuentran una morada eterna donde nuestros ideales quedan completamente satisfechos y no se desbaratan nuestras mejores esperanzas. Sólo cuando comprendemos perfectamente nuestra completa independencia con respecto a nosotros mismos, que pertenece a ese mundo descubierto por la razón, podemos darnos cuenta cabal de la profunda importancia de su belleza.

No sólo son las matemáticas independientes de nosotros y de nuestros pensamientos, sino que, en otro sentido, nosotros y todo el universo de las cosas existentes somos independientes de las matemáticas. La percepción de esta característica puramente ideal es indispensable si queremos comprender correctamente qué lugar les corresponde a las matemáticas entre las artes. Antiguamente se suponía que la razón pura podía decidir, en algunos aspectos, la naturaleza del mundo real: se pensaba, por lo menos, que la geometría trataba del espacio en que vivimos. Pero ahora sabemos que las matemáticas puras no pueden pronunciarse sobre problemas de la existencia real: el mundo de la razón controla en cierto sentido el mundo de los hechos, pero no crea hechos de ninguna manera, y en la aplicación de sus resultados al mundo, en el tiempo y el espacio, su certeza y precisión se pierden entre aproximaciones e hipótesis de trabajo. En el pasado, los objetos que consideraban los matemáticos fueron en su mayoría del tipo de los que sugieren los fenómenos; pero la imaginación abstracta debería liberarse completamente de estas restricciones. Debe concederse por tanto una libertad recíproca: la razón no puede dictar el mundo de los hechos, pero los hechos no pueden restringir el derecho de la razón a tratar de cualquier objeto cuya belleza lo haga parecer digno de consideración. Aquí, como en todas partes, edificaremos nuestros propios ideales a partir de los fragmentos que encontramos en el mundo; y al final resulta difícil distinguir si el resultado es una creación o un descubrimiento.

Es muy deseable, en la instrucción, no convencer simplemente al estudiante de la precisión de teoremas importantes, sino convencerlo de la manera más hermosa de todas las posibles. El verdadero interés de una demostración no está, como sugieren las formas tradicionales de exposición, concentrado por completo en el resultado; cuando esto ocurre, hay que considerarlo un defecto que puede subsanarse, si es posible, generalizando los pasos de la prueba hasta que cada uno se vuelva importante en sí mismo y por sí mismo. Un argumento que sólo sirve para demostrar una conclusión es como una historia subordinada a una moraleja que se quiere enseñar: para la perfección estética ninguna parte del conjunto debería ser meramente un medio. Cierto espíritu práctico, un deseo de progreso rápido, de conquista de nuevos dominios, es responsable del excesivo énfasis sobre los resultados que prevalece en la enseñanza de las matemáticas. El mejor sistema es someter un tema a consideración (en geometría, una figura que tenga importantes propiedades; en análisis, una función cuyo estudio resulte instructivo, etcétera). Siempre que las pruebas dependan sólo de algunos de los rasgos mediante los que definimos el objeto a estudiar, habría que aislarlos e investigarlos por su propia cuenta, puesto que es un defecto utilizar en un argumento más premisas de las que requiere la conclusión: lo que los matemáticos llaman elegancia resulta del empleo exclusivo de los principios esenciales en virtud de los cuales la tesis es verdadera. Es un mérito de Euclides el progresar todo lo que puede sin utilizar el axioma de las paralelas; no, como se dice a menudo, porque éste sea inherentemente objetable, sino porque en matemáticas cada nuevo axioma disminuye la generalidad de los teoremas resultantes, y hay que buscar ante todo la mayor generalidad posible.

Se ha escrito más sobre los efectos de las matemáticas fuera de su propia esfera que acerca del tema de su propio ideal. En el pasado, su influencia sobre la filosofía ha sido muy notoria, pero también muy variada; en el siglo XVII, el idealismo y el racionalismo, en el XVIII, el materialismo y el sensismo parecían ser hijos suyos por igual. Sería muy precipitado hablar demasiado de la influencia que puede ejercer en el futuro; pero en un aspecto parece probable que tenga un buen resultado. Las matemáticas, dentro de su esfera, son una respuesta definitiva a ese tipo de escepticismo que abandona la búsqueda de los ideales porque el camino que conduce a ellos es arduo y no hay garantías de alcanzar la meta. Se dice demasiado frecuentemente que no hay verdad absoluta, sino sólo opinión y juicio privado; que la idea que cada uno de nosotros tiene del mundo está condicionada por sus propias peculiaridades, sus gustos y prejuicios particulares; que no hay ningún reino externo de la verdad al que, mediante la paciencia y la disciplina, podamos ser admitidos por fin, sino sólo una verdad para mí, para ti, para cada persona por separado. Con este hábito mental se rechaza uno de los fines principales del esfuerzo humano, y desaparece de nuestra perspectiva moral la virtud suprema del candor, del reconocimiento valiente de lo que es. Las matemáticas son una censura perpetua de ese escepticismo, pues el edificio de sus verdades se mantiene firme e inexpugnable ante todos los asaltos del cinismo incrédulo.

Los efectos de las matemáticas sobre la vida práctica, aunque no deberían considerarse motivo de nuestros estudios, pueden usarse para responder a una duda a la que siempre estará expuesto el estudiante solitario. En un mundo tan lleno de maldad y sufrimientos, el retiro al claustro de la contemplación para disfrutar de los placeres que, por muy nobles que sean, siempre estarán reservados para los escogidos, sólo puede parecer un rechazo algo egoísta a compartir la carga impuesta a otros por accidentes en los que no entra enjuego la justicia. ¿Tiene alguno de nosotros, preguntamos, derecho a desentenderse de los males actuales, a no ayudar a sus prójimos, mientras viva una vida que, aunque sea dura y austera, es sin embargo claramente buena por su misma naturaleza?

Cuando se plantean estas preguntas, la respuesta indudablemente correcta es que algunos deben mantener vivo el fuego sagrado, algunos deben preservar, en cada generación, la clarividencia cegadora que indica el sentido de tanto sufrimiento. Pero cuando esta respuesta parece demasiado fría, como ocurre a veces, cuando estamos casi enloquecidos por el espectáculo de dolores a los que no prestamos socorro, entonces podemos pensar que el matemático suele hacer indirectamente más por la felicidad humana que cualquiera de sus contemporáneos más activos en la práctica. La historia de la ciencia prueba abundantemente que un cuerpo de proposiciones abstractas (aunque, como en el caso de las secciones cónicas, permanezca dos mil años sin afectar a la vida cotidiana) puede utilizarse en cualquier momento para provocar una revolución en las ideas y ocupaciones habituales de todos los ciudadanos. El uso del vapor y de la electricidad (por escoger ejemplos llamativos) sólo es posible gracias a las matemáticas. En los resultados del pensamiento abstracto, el mundo posee un capital cuyo empleo para enriquecer el patrimonio común no tiene ahora límites visibles. La experiencia tampoco proporciona ningún medio para decidir qué partes de las matemáticas resultan útiles. La utilidad, por consiguiente, sólo puede ser un consuelo en momento de desánimo, no una guía para dirigir nuestros estudios.

Las virtudes más austeras tienen un extraño ascendiente sobre la salud de la vida moral, sobre el ennoblecimiento de una época o de una nación, que supera al poder de las virtudes no inspiradas ni purificadas por el pensamiento. La principal de estas virtudes austeras es el amor por la verdad, y el amor por la verdad puede encontrar un aliento para la fe que declina en las matemáticas más que en cualquier otra parte. Cada disciplina importante no es sólo un fin en sí misma, sino también un medio de crear y estimular un hábito mental elevado; y habría que tener siempre presente este propósito durante toda la enseñanza y el aprendizaje de las matemáticas.

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