Misticismo y Lógica y otros ensayos

Capítulo VI

Capítulo VI

ACERCA DEL MÉTODO CIENTÍFICO EN FILOSOFÍA[18]

Cuando intentamos averiguar los motivos que han llevado a los hombres a investigar los problemas filosóficos, descubrimos, hablando en términos generales, que pueden dividirse en dos grupos, frecuentemente antagonistas, y que dan lugar a sistemas muy diferentes. Estos dos grupos de motivos son, por una parte, los derivados de la religión y la ética, y, por otra, los derivados de la ciencia. Puede tomarse a Platón, Spinoza y Hegel como paradigma de los filósofos cuyos intereses son fundamentalmente religiosos y éticos, mientras que Leibniz, Locke y Hume pueden considerarse representativos del ala científica. En Aristóteles, Descartes, Berkeley y Kant encontramos que ambos grupos de motivos tienen una fuerte presencia.

Herbert Spencer, en cuyo honor estamos hoy reunidos, sería clasificado naturalmente entre los filósofos científicos: de la ciencia sacó fundamentalmente sus datos, su manera de formular los problemas y su concepción del método. Pero es evidente su fuerte sentido religioso en muchos de sus escritos, y son sus preocupaciones éticas las que le hacen valorar el concepto de evolución, concepto en el que, como ha creído una generación entera, deben unirse la ciencia y la moral en un matrimonio fecundo e indisoluble.

Creo que los motivos éticos y religiosos, a pesar de los sistemas espléndidamente imaginativos que han engendrado, han sido en conjunto un estorbo para el progreso de la filosofía, y quienes desearan descubrir la verdad filosófica deberían rechazarlos conscientemente. Originalmente la ciencia se enredó en motivos semejantes, y vio por ello entorpecidos sus adelantos. Yo sostengo que es de la ciencia, más que de la ética y la religión, de donde debería sacar la filosofía su inspiración.

Pero la filosofía puede tratar de basarse en la ciencia de dos formas distintas. Puede hacer hincapié en los resultados más generales de ésta y procurar darles todavía más generalidad y unidad. O puede estudiar los métodos de la ciencia y tratar de aplicarlos, con las adaptaciones necesarias, a su propio ámbito peculiar. Mucha filosofía inspirada por la ciencia se ha equivocado de camino debido a su preocupación por los resultados que se creían conseguir momentáneamente. No son los resultados, sino los métodos, los que pueden transferirse provechosamente de la esfera de las ciencias particulares a la de la filosofía. Deseo llamarles la atención sobre la posibilidad y la importancia de aplicar a los problemas filosóficos ciertos principios generales de método que han resultado acertados en el estudio de los temas científicos.

La oposición entre una filosofía dirigida por el método científico y una filosofía dominada por ideas éticas y religiosas puede ser ilustrada mediante dos conceptos que imperan en las obras de los filósofos, a saber, el concepto del universo y el concepto del bien y del mal. Se espera de un filósofo que nos diga algo sobre la naturaleza del universo como un todo y que dé razones para el optimismo o el pesimismo. Estas dos expectativas me parecen erróneas. Creo que la noción de «universo» es, como indica su etimología, una mera reliquia de la astronomía precopernicana; y creo que el filósofo considerará que el asunto del optimismo y del pesimismo no entra dentro de su competencia, salvo tal vez para sostener que es insoluble.

En la época anterior a Copérnico, la noción de «universo» podía defenderse con argumentos científicos: la revolución diurna de los cuerpos celestes los unió como parte de un único sistema, del cual la Tierra era el centro. Alrededor de este aparente hecho científico se congregaron muchos deseos humanos: la ambición de considerar importante al hombre en la organización de las cosas, el deseo teórico de una comprensión absoluta del Todo y la esperanza de que una simpatía hacia nuestros anhelos guiara el curso de la naturaleza. De esta forma se desarrolló un sistema metafísico de inspiración ética cuyo antropocentrismo estaba aparentemente justificado por el geocentrismo de la astronomía. Cuando Copérnico destruyó la base astronómica de este sistema de pensamiento, se había vuelto tan familiar y se había asociado tan íntimamente a las aspiraciones de los hombres, que sobrevivió con una fuerza apenas mermada. Sobrevivió incluso a la «revolución copernicana» de Kant y es, aún hoy, la premisa inconsciente de la mayoría de los sistemas metafísicos.

La unidad del mundo es un postulado casi indiscutido de la mayoría de las metafísicas. «La realidad no es sólo una y coherente en sí misma, sino que es un sistema de partes recíprocamente determinadas[19]». Un enunciado de esta índole pasaría casi inadvertido, como una simple perogrullada. Sin embargo, creo que contiene una incapacidad de realizar completamente la «revolución copernicana», y que la aparente unidad del mundo sólo es la unidad de lo que ve un espectador aislado o de lo que abarca un solo espíritu. La filosofía crítica, aunque intentó poner de relieve el elemento subjetivo de muchas de las aparentes características del mundo, al considerar el mundo incognoscible en sí mismo, concentró tanto la atención en la representación subjetiva que se olvidó pronto de su subjetividad. Al reconocer que las categorías eran obra de la inteligencia, quedó paralizada por su propio reconocimiento y abandonó desesperanzada el intento de deshacer el trabajo de falsificación subjetiva. En parte, sin duda, su desesperanza estaba justificada, pero no en un sentido último o absoluto, creo. Aún menos era motivo para alegrarse o para suponer que el agnosticismo que tendría que haber engendrado pudiera sustituirse legítimamente por un dogmatismo metafísico.

I

En lo referente al problema que estamos tratando, es decir, el problema de la unidad del mundo, el método correcto, en mi opinión, lo ha indicado William James[20]

Volvámosle ahora la espalda a las formas inefables o ininteligibles de explicar la unidad del mundo, y preguntémonos si, en lugar de ser un principio, la «unidad» postulada puede no ser más que una palabra como «sustancia», que se refiera al hecho de que se encuentran ciertas conexiones específicas y verificables entre las partes del flujo de la experiencia […] Podemos concebir fácilmente cosas que no guarden ningún tipo de conexión entre sí. Podemos suponer que ocupan diferentes tiempos y espacios, como hacen ahora mismo los sueños de distintas personas. Pueden ser tan diferentes e inconmensurables, y tan inertes entre sí, que nunca se crucen o choquen. En este mismo momento puede haber realmente universos enteros tan dispares del nuestro que nosotros, que lo conocemos, no tengamos forma de reparar en que existen. Sin embargo, concebimos su diversidad; y por este hecho todos ellos forman lo que se conoce en lógica como un «universo de discurso». Formar un universo de discurso no significa, como muestra este ejemplo, tener algún tipo de conexión adicional. La importancia concedida por algunos escritores monistas al hecho de que cualquier caos puede convertirse en un universo simplemente con nombrarlo me resulta incomprensible.

Por consiguiente, nos quedamos con dos tipos de unidad en el mundo experimentado; una que podemos llamar la unidad epistemológica, debida simplemente al hecho de que mi mundo experimentado es lo que una experiencia selecciona del conjunto total de la existencia; la otra es esa unidad parcial y provisional que se hace patente en el predominio de las leyes científicas en los aspectos del mundo que la ciencia ha dominado hasta ahora. Ahora bien, una generalización basada en uno de estos tipos de unidad sería falaz. Que las cosas que experimentamos tienen la propiedad común de ser experimentadas por nosotros es una perogrullada de la que no puede deducirse, obviamente, nada importante: es manifiestamente erróneo sacar del hecho de que todo lo que experimentemos está experimentado la conclusión de que todo debe ser experimentado. La generalización del segundo tipo de unidad, esto es, la derivada de las leyes científicas, también sería falaz, aunque la falacia sea una insignificancia menos elemental. Para explicarlo, consideremos un momento lo que se llama el reino de la ley. La gente dice a menudo que es un hecho notable que el mundo físico esté sujeto a leyes invariables. Sin embargo, no es fácil de hecho imaginar cómo un mundo así podría dejar de obedecer a leyes generales. Tomando cualquier conjunto arbitrario de puntos en el espacio, les corresponde una función del tiempo, es decir, una función que expresa el movimiento de una partícula que atraviesa estos puntos: esta función puede considerarse una ley general a la que está sometido el comportamiento de esa partícula. Si escogemos todas las funciones semejantes para todas las partículas del universo, habrá teóricamente una fórmula que las recoja todas, y esta fórmula puede considerarse la ley única y suprema del mundo espacio-temporal. De forma que lo sorprendente de la física no es la existencia de leyes generales, sino la extrema simplicidad de éstas. No es la uniformidad de la naturaleza lo que debería sorprendernos, ya que un ingenio analítico suficiente podría mostrar que cualquier curso concebible de la naturaleza presenta uniformidad. Lo que debería sorprendernos es el hecho de que la uniformidad sea lo bastante simple como para que seamos capaces de descubrirla. Pero es precisamente esta característica de la simplicidad de las leyes de la naturaleza descubiertas hasta ahora la que resultaría equivocado generalizar, puesto que es obvio que la simplicidad ha sido una causa parcial de su descubrimiento, y no puede, por consiguiente, dar motivo para suponer que otras leyes por descubrir sean igualmente simples.

Las falacias a que han dado lugar estos dos tipos de unidad sugieren cierta prudencia con respecto a todo uso, en filosofía, de los resultados generales que se supone que la ciencia ha conseguido. En primer lugar, al generalizar estos resultados a partir de la experiencia pasada, es necesario examinar muy cuidadosamente si no hay alguna razón que haga más probable que estos resultados valgan para todo lo que se ha experimentado más que para todas las cosas. La suma total de lo que ha experimentado la humanidad es una selección de la suma total de lo que existe, y cualquier característica general que presente esta selección puede deberse más a la manera de seleccionar que al carácter general de aquello entre lo cual la experiencia hace su selección. En segundo lugar, los resultados más generales de la ciencia son los menos seguros y los más susceptibles de ser desmentidos por la investigación posterior. Al utilizar estos resultados como base de una filosofía, sacrificamos la característica más valiosa y notable del método científico; a saber, la de que tarde o temprano se descubre que casi todo en la ciencia exige alguna corrección, aunque esta corrección casi nunca afecta, o modifica sólo ligeramente, a la mayor parte de los resultados que se han deducido de la premisa que se ha revelado luego defectuosa. El hombre de ciencia prudente adquiere cierto instinto en relación al tipo de usos que puede hacerse de las creencias científicas actuales sin incurrir en el peligro de una refutación completa y absoluta derivada de las modificaciones que los descubrimientos posteriores son susceptibles de introducir. Lamentablemente, la utilización de generalizaciones científicas de carácter radical como base de la filosofía es precisamente el tipo de utilización que un instinto de prudencia científica evitaría hacer, puesto que, como regla general, sólo conduciría a resultados correctos si la generalización sobre la que se basa no necesitara corrección.

Podemos ilustrar estas consideraciones generales mediante dos ejemplos, a saber, la conservación de la energía y el principio de la evolución.

1) Empecemos por la conservación de la energía o, como Herbert Spencer solía llamarla, la persistencia de la fuerza:

Antes de dar el primer paso en la interpretación racional de la evolución, es necesario reconocer no sólo el hecho de que la materia es indestructible y el movimiento continuo, sino también el hecho de que la fuerza persiste. Un intento de fijar las causas de la evolución sería manifiestamente absurdo si la acción a la que se debe, en general y en particular, la metamorfosis, pudiera empezar a existir o dejar de hacerlo. La sucesión de fenómenos sería en ese caso completamente arbitraria, y la ciencia deductiva imposible[21].

Este párrafo ilustra de qué manera se ve el filósofo tentado a dar un aire absoluto y necesario a las generalizaciones empíricas, de las que los solos métodos de la ciencia pueden garantizar una verdad aproximada únicamente en los terrenos investigados hasta ahora. Se dice muy a menudo que la persistencia de una cosa u otra es un presupuesto necesario de toda investigación científica, y se piensa entonces que este presupuesto está ejemplificado en una cantidad que la física declara constante. En esto hay, en mi opinión, tres errores manifiestos. Primero, la investigación científica minuciosa de la naturaleza no presupone ninguna ley general, como permiten comprobar sus resultados. Aparte de algunos casos particulares, la ciencia no tiene por qué presuponer nada, salvo los principios generales de la lógica, y estos principios no son, por su naturaleza, leyes, por ser meramente hipotéticos y aplicarse no sólo al mundo real, sino a todo lo que es posible. El segundo error consiste en la identificación de una cualidad constante con una entidad persistente. La energía es cierta función de un sistema físico, pero no es una cosa o una substancia que persista a través de los cambios del sistema. Lo mismo puede decirse de la masa, a pesar del hecho de que se haya definido frecuentemente como cantidad de materia. Toda la concepción de la cantidad, que implica de hecho mediciones numéricas basadas en buena medida en convenciones, es mucho más artificial, encarna mucho más una conveniencia matemática de lo que creen por lo general los que filosofan sobre física. De forma que, incluso si la persistencia de una entidad estuviera entre los postulados necesarios de la ciencia (cosa que no puedo admitir ni un segundo), sería un craso error inferir de ello la constancia de cualquier cantidad física, o la necesidad a priori de cualquier constancia similar que pueda descubrirse empíricamente. En tercer lugar, el progreso de la física ha hecho cada vez más evidente que las grandes generalizaciones, como la conservación de la energía o de la masa, distan de ser seguras y muy probablemente sólo son aproximadas. Se cree ahora generalmente que la masa, que solía considerarse la más indudable de las cantidades físicas, varía de acuerdo con la velocidad y es, de hecho, una cantidad vectorial que en un momento dado es diferente al seguir direcciones diferentes. Las conclusiones detalladas deducidas de la supuesta constancia de la masa en movimientos como los que solían estudiarse en física seguirán siendo casi exactas, y por lo tanto se precisan muy pocas modificaciones de los antiguos resultados en el campo de las antiguas investigaciones. Pero en cuanto un principio como el de la conservación de la masa o de la energía se erige en ley universal a priori, el incumplimiento más leve de la exactitud absoluta es fatal, y toda la estructura filosófica construida sobre este fundamento fracasa necesariamente. Por consiguiente, el filósofo prudente, aunque pueda resultarle ventajoso estudiar los métodos de la física, deberá ser muy cauto a la hora de basarse en los resultados más generales aparentemente obtenidos en cada momento por esos métodos.

2) La filosofía de la evolución, que debía ser nuestro segundo ejemplo, ilustra la misma tendencia hacia las generalizaciones precipitadas, y también otra costumbre, esto es, la preocupación indebida por las cuestiones éticas. Hay dos tipos de filosofía evolucionista, de las que tanto Hegel como Spencer representan la especie más vieja y menos radical, mientras que el pragmatismo y Bergson representan la variedad más moderna y revolucionaria. Pero ambas formas de evolucionismo tienen en común su énfasis en el progreso, es decir, en un cambio continuo de peor a mejor, o de lo más simple a lo más complejo. Sería injusto atribuirle a Hegel una base o un móvil científicos, pero todos los otros evolucionistas, incluyendo a sus discípulos modernos, han sacado en gran parte su estímulo de la historia del desarrollo biológico. A una filosofía que deduce una ley de progreso universal de esta historia se le plantean dos objeciones. Primero, que esta misma historia concierne a un conjunto muy exiguo de hechos, limitados a un fragmento infinitesimal de espacio y tiempo e, incluso en el aspecto científico, probablemente no sea una muestra representativa de los acontecimientos del mundo en general, puesto que sabemos que en él es tan normal la decadencia como el desarrollo. Un filósofo extraterrestre que hubiera observado a un joven hasta la edad de veintiún años y no se hubiera encontrado a ningún otro ser humano, podría concluir que la naturaleza humana consiste en volverse cada vez más alto y más inteligente, en un progreso indefinido hacia la perfección; y esta generalización estaría tan fundamentada como la que los evolucionistas basan en la historia anterior de este planeta. Sin embargo, aparte de esta objeción científica al evolucionismo, hay otra, derivada de la mezcla indebida de conceptos éticos con la idea misma de progreso de la que el evolucionismo saca su encanto. La vida orgánica, se nos dice, se ha desarrollado gradualmente desde el protozoo hasta el filósofo, y este desarrollo, se nos asegura, es sin ninguna duda un adelanto. Lamentablemente, es el filósofo y no el protozoo el que lo asegura, y no podemos estar seguros de que un intruso imparcial estuviera de acuerdo con la presunción autocomplaciente del filósofo. El filósofo ChuangTzu ha ilustrado este punto en la siguiente anécdota instructiva:

El gran augur, vestido con su traje ceremonial, se acercó al matadero y se dirigió a los cerdos con estas palabras:

—¿Cómo podéis oponeros a morir? Os cebaré durante tres meses. Yo mismo me someteré a disciplina diez días y ayunaré durante tres. Esparciré buena hierba y os colocaré en persona sobre una fuente tallada sacrificatoria. ¿No os satisface eso?

Luego, hablando desde el punto de vista de los cerdos, continuó:

—Tal vez sea mejor, después de todo, vivir a base de salvado y escapar del matadero…

—Pero —añadió, hablando desde su punto de vista—, sí se pueden recibir honores cuando, de estar vivo, no se tardaría en morir sobre un escudo de guerra o en el cesto del verdugo…

Así que rechazó el punto de vista de los cerdos y adoptó el suyo. ¿En qué medida, pues, era diferente de los cerdos?

Mucho me temo que los evolucionistas se parecen con demasiada frecuencia al gran augur y a los cerdos.

El elemento ético, que ha sido prominente en muchos de los más famosos sistemas filosóficos, es, en mi opinión, uno de los obstáculos más serios para la victoria del método científico en la investigación de los problemas filosóficos. Las ideas éticas del hombre, como percibía ChuangTzu, son esencialmente antropocéntricas e implican, cuando se usan en metafísica, una tentativa, por velada que sea, de darle leyes al universo a partir de los deseos actuales del hombre. De esta forma hacemos más difícil esa receptividad ante los hechos que constituye la esencia de la actitud científica en relación con el mundo. Considerar las ideas éticas como una clave para la comprensión del mundo es en esencia precopernicano. Es convertir al hombre, con las esperanzas e ideales que tiene casualmente ahora mismo, en el centro del universo y en el intérprete de sus supuestos objetivos y propósitos. La metafísica ética constituye fundamentalmente un intento, por disimulado que sea, de dar valor de ley a nuestros propios deseos. Naturalmente, esto puede ponerse en duda, pero creo que lo confirma la consideración de la forma en que surgen las ideas éticas. La ética es esencialmente un producto del instinto gregario, es decir, del instinto de cooperación con los que deben formar nuestro propio grupo contra los que pertenecen a otros grupos. Los que forman parte de nuestro grupo son buenos; los que forman parte de grupos hostiles son malvados. Los fines que persigue nuestro grupo son deseables; los fines perseguidos por los grupos hostiles son infames. La subjetividad de esta situación no le resulta evidente al animal gregario, que siente que los principios generales de la justicia están del lado de su rebaño. Cuando el animal ha alcanzado la dignidad de metafísico, se inventa la ética como encarnación de su creencia en la justicia de su rebaño particular. De la misma manera, el gran augur invoca la ética como justificación de los augures en sus conflictos con los cerdos. Pero, se me podrá decir, esta concepción de la ética no tiene en cuenta conceptos tan auténticamente éticos como el del autosacrificio. Esto, sin embargo, sería una equivocación. El éxito de los animales gregarios en la lucha por la existencia depende de la cooperación dentro del rebaño, y la cooperación requiere hasta cierto punto el sacrificio de lo que, de otra manera, serían los intereses del individuo. De ahí que surja un conflicto entre deseos e instintos, desde el momento en que tanto el instinto de conservación como el de conservación del rebaño son fines biológicos del individuo. La ética es en origen el arte de encomendar a otros los sacrificios necesarios para la cooperación con uno mismo. De ahí que llegue, como reflejo, a través de la operación de la justicia social, a encomendarme sacrificios a mí mismo, pero toda ética, por refinada que sea, no deja de ser más o menos subjetiva. Ni los vegetarianos dudan, por ejemplo, en salvar la vida de un hombre con fiebre, aunque al hacerlo destruyan las vidas de muchos millones de microbios. La concepción del mundo adoptada por la filosofía que deriva de conceptos éticos nunca es por ello imparcial y por consiguiente nunca completamente científica. En comparación con la ciencia, no consigue alcanzar la liberación imaginativa frente a uno mismo que es necesaria para una comprensión del mundo como la que el hombre puede aspirar a lograr, y la filosofía que inspira es siempre más o menos pueblerina, está más o menos contaminada por los prejuicios de un tiempo y de un lugar.

No niego el valor o la importancia, dentro de su propia esfera, del tipo de filosofía que se inspira en conceptos éticos. La obra ética de Spinoza, por ejemplo, me parece importantísima, pero lo valioso de esa obra no es ninguna teoría metafísica relativa a la naturaleza del mundo al que puede dar lugar, ni desde luego tampoco nada que un argumento pueda demostrar o refutar. Lo que es valioso es la indicación de una nueva forma de sensibilidad con respecto a la vida y al mundo, una nueva forma de sensibilidad mediante la cual nuestra existencia puede adquirir más características de las que debemos desear profundamente. El valor de esa obra, por inconmensurable que sea, pertenece a la práctica, y no a la teoría. Toda la importancia teórica que pueda tener está en relación sólo con la naturaleza humana, no con el mundo en general. Por lo tanto, la filosofía científica, que sólo aspira a la comprensión del mundo, y no de forma directa a ninguna mejora de la vida humana, no puede dar cuenta de los conceptos éticos sin apartarse de la sumisión a los hechos que constituye la esencia del temperamento científico.

II

Si la noción de universo y el concepto del bien y del mal se excluyen de la filosofía científica, podemos preguntarnos qué problemas específicos le quedan al filósofo por oposición al hombre de ciencia. Resultaría difícil darle una respuesta precisa a esta pregunta, pero pueden señalarse algunas características que distinguen el ámbito de la filosofía del de las ciencias particulares.

En primer lugar, una proposición filosófica debe ser general. No debe tratar especialmente de cosas que estén sobre la superficie de la tierra, o del sistema solar, o de cualquier otra parte del tiempo y el espacio. Es este requisito de generalidad el que ha llevado a la creencia de que la filosofía trata del universo en su totalidad. No creo que esté justificada, pero sí creo que una proposición filosófica debe poder aplicarse a todo lo que existe o puede existir. Podría suponerse que este reconocimiento sería muy difícil de distinguir de la idea que deseo rechazar. Sin embargo, esto constituiría un error, y un error importante. La perspectiva tradicional convertiría al propio universo en sujeto de distintos predicados que no podrían aplicarse a ninguna cosa particular del universo, y la atribución de esos predicados peculiares al universo sería tarea especial de la filosofía. Yo mantengo, por el contrario, que no hay proposiciones cuyo tema sea el «universo». Lo que mantengo es que de cada cosa particular pueden enunciarse proposiciones generales, como las proposiciones de la lógica. Esto no implica que todas las cosas que existen formen un conjunto que pueda considerarse como una cosa distinta y convertirse en tema de predicados. Sólo implica la aserción de que hay propiedades que pertenecen a cada cosa por separado, no de que haya propiedades que correspondan a todas las cosas colectivamente. La filosofía que quiero defender puede llamarse atomismo lógico o pluralismo absoluto, porque, sosteniendo que hay muchas cosas, niega al mismo tiempo que haya un todo compuesto por esas cosas. Veremos, por lo tanto, que las proposiciones filosóficas, en lugar de tratar del conjunto de las cosas colectivamente, tratan de todas ellas distributivamente; y no sólo deben tratar de todas las cosas, sino que deben tratar de las propiedades de todas las cosas que no dependen de la naturaleza accidental de las que existen casualmente, sino que son verdad de cualquier mundo posible, independientemente de los hechos que sólo podemos descubrir mediante nuestros sentidos.

Esto nos conduce a una segunda característica de las proposiciones filosóficas, a saber, que deben ser a priori. Una proposición filosófica debe ser tal que no pueda demostrarla o refutarla una prueba empírica. Encontramos con demasiada frecuencia en los libros filosóficos argumentos basados en el curso de la historia, o en las circunvoluciones del cerebro, o en los ojos de los moluscos. Los hechos especiales y accidentales de este tipo son irrelevantes para la filosofía, que sólo debe realizar aserciones que serían igualmente verdaderas si el mundo estuviera constituido de cualquier otra manera.

Podemos resumir estas dos características de las proposiciones filosóficas diciendo que la filosofía es la ciencia de lo posible. Pero si no se explica este enunciado puede resultar equívoco, ya que podría pensarse que lo posible es algo distinto de lo general, mientras que los dos son, de hecho, indistinguibles.

La filosofía, si lo que se ha dicho es cierto, no se podría distinguir de la lógica, tal como se utiliza ahora esta palabra. El estudio de la lógica consta, hablando en términos generales, de dos partes no demasiado claramente diferenciadas. Por una parte, trata de los enunciados generales que pueden hacerse con respecto a todo, sin mencionar ninguna cosa, predicado o relación, como por ejemplo: «Si x es un miembro de la clase a y cualquier miembro de a es miembro de B, entonces x es miembro de la clase B, sean x, a y B cuales sean». Por otra parte, trata del análisis y enumeración de formas lógicas, por ejemplo, de los tipos de proposiciones que pueden tener lugar, de los distintos tipos de hechos y de la clasificación de los constituyentes de los hechos. De esta forma la lógica proporciona un inventario de las posibilidades, un repertorio de las hipótesis abstractamente sostenibles.

Podría pensarse que un estudio semejante es demasiado vago y general para tener alguna importancia especial, y que si sus problemas se volvieran lo suficientemente definidos en algún momento, se fundirían con los de alguna ciencia especial. Resulta, sin embargo, que no es esto lo que ocurre. En algunos problemas, por ejemplo el análisis del espacio y el tiempo, de la naturaleza de la percepción o de la teoría del juicio, el descubrimiento de la forma lógica de los hechos implicados es la parte más dura del trabajo y la que más se ha echado en falta hasta ahora. Hasta este momento, esos problemas se han tratado de manera insatisfactoria, fundamentalmente debido a la falta de hipótesis lógicas correctas, y han engendrado las contradicciones o antinomias con las que siempre han disfrutado los que, entre los filósofos, son enemigos de la razón.

Al concentrar su atención en la investigación de las formas lógicas, la filosofía puede finalmente enfrentarse poco a poco a sus problemas, y obtener, como hacen las ciencias, resultados parciales y probablemente no correctos del todo que la investigación posterior puede utilizar, aunque los complemente y perfeccione. La mayoría de las filosofías se han construido hasta ahora como un solo bloque, de suerte que si no eran completamente correctas eran completamente incorrectas, y no podían servir de base a investigaciones posteriores. Debido sobre todo a este hecho, la filosofía, a diferencia de la ciencia, no ha sido progresiva hasta ahora, porque cada nuevo filósofo ha tenido que volver a partir de cero, al no poder aceptar nada definido de la obra de sus predecesores. Una filosofía científica como la que deseo recomendar procederá poco a poco y mediante tanteos, como las demás ciencias; sobre todo, será capaz de inventar hipótesis que, incluso aunque no sean absolutamente ciertas, puedan seguir siendo fecundas después de que se hayan realizado las correcciones necesarias. Esta posibilidad de aproximarse sucesivamente a la verdad es, antes que nada, el origen de los triunfos de la ciencia, y llevar esta posibilidad a la filosofía supone garantizar un proceso en el método cuya importancia resulta casi imposible exagerar.

La esencia de la filosofía así concebida es el análisis, no la síntesis. Edificar sistemas acerca del mundo, como el profesor de alemán de Heine, que unía fragmentos de la vida y hacía con ellos un sistema inteligible, no es, creo, más factible que el descubrimiento de la piedra filosofal. Lo que sí es factible es la comprensión de las formas generales y la división de los problemas tradicionales en cierta cantidad de preguntas aisladas y menos desconcertantes. Aquí, como en todas partes, «divide y vencerás» es el lema del éxito.

Ilustremos estas máximas algo generales examinando cómo se aplican a la filosofía del espacio, pues sólo mediante su aplicación puede comprenderse el significado o la importancia de un método. Supongamos que nos enfrentamos al problema del espacio tal como lo presenta Kant en su Estética trascendental, y supongamos que queremos descubrir cuáles son los elementos del problema y qué posibilidades hay de encontrarles una solución. Pronto veremos que tres problemas enteramente distintos, que corresponden a tres disciplinas diferentes y requieren métodos distintos para ser solucionados, se han mezclado confusamente en el problema supuestamente único que le preocupa a Kant. Hay un problema de lógica, un problema de física y un problema de teoría del conocimiento. De estos tres, puede resolverse el problema de lógica con exactitud y perfección; el problema de física probablemente pueda resolverse con un grado de certeza y una aproximación a la exactitud tan grandes como puede esperarse de una disciplina empírica; el problema de la teoría del conocimiento, sin embargo, sigue siendo muy oscuro y muy difícil de tratar. Veamos cómo surgen estos problemas.

1) El problema lógico está planteado por medio de las sugerencias de la geometría no euclidiana. Dado un cuerpo de proposiciones geométricas, no resulta difícil encontrar un enunciado mínimo de los axiomas del que pueda deducirse ese cuerpo de proposiciones. Tampoco es difícil, abandonando o alternando algunos de estos axiomas, obtener una geometría más general o diferente, que tenga, desde el punto de vista de las matemáticas puras, la misma coherencia lógica y el mismo derecho a ser respetada que la geometría euclidiana más familiar. La propia geometría euclidiana tal vez sea verdadera respecto del espacio real (aunque esto es dudoso), pero sí lo es ciertamente de una cantidad infinita de sistemas puramente aritméticos, cada uno de los cuales tiene, desde el punto de vista de la lógica abstracta, el mismo derecho irrevocable a llamarse espacio euclidiano. Así, el espacio, como objeto de estudio lógico o matemático, pierde su unicidad; no sólo hay muchos tipos de espacio, sino que hay infinidad de ejemplos de cada tipo, aunque es difícil encontrar uno que pueda ser ejemplificado por el espacio de la física, y es imposible que éste ejemplifique con toda seguridad a ningún tipo de espacio. Como ilustración de un posible sistema lógico de geometría, podemos considerar todas las relaciones de tres términos que sean análogas en ciertos aspectos formales a la relación «entre», tal como se presenta en el espacio real. Se define entonces un espacio por medio de una de estas relaciones de tres términos. Los puntos del espacio son todos los términos que tienen esta relación con una cosa u otra, y esta relación determina su ordenamiento en el espacio en cuestión. Los puntos de un espacio lo son también necesariamente de otros, puesto que hay necesariamente otras relaciones de tres términos que tienen estos mismos puntos en su campo. De hecho, el espacio no está determinado por la clase de puntos que contenga, sino por la relación de tres términos que los ordena. Cuando se han enumerado bastantes propiedades lógicas abstractas de esas relaciones como para determinar el tipo resultante de geometría, pongamos por caso la euclidiana, al geómetra puro le resulta innecesario, en su capacidad abstracta, distinguir entre las diferentes relaciones que tienen todas estas propiedades. Considera toda la clase de relaciones, no a una de ellas aislada. De forma que, al estudiar un tipo de geometría dado, el matemático puro está estudiando cierta clase de relaciones definidas por medio de ciertas propiedades lógicas abstractas que sustituyen a lo que solía llamarse axiomas. Por lo tanto, la naturaleza del razonamiento geométrico es puramente deductiva y puramente lógica; si se encuentran algunas particularidades epistemológicas especiales en geometría, no debe ser en el razonamiento, sino en lo que sabemos de los axiomas en un espacio dado.

2) El problema físico del espacio es más interesante y al mismo tiempo más difícil que el problema lógico. El problema físico puede enunciarse de la siguiente manera: encontrar en el mundo físico un espacio de uno de los tipos enumerados por el tratamiento lógico de la geometría, o construirlo con materiales físicos. Este problema debe su dificultad a la tentativa de acomodar un sistema que posea la claridad lógica y la exactitud de las matemáticas puras a la desigualdad y vaguedad del mundo real. Es bastante evidente que esto puede hacerse con cierto grado de aproximación. Si veo a tres personas A, B y C sentadas en fila, me doy cuenta del hecho que se puede expresar diciendo que B está entre A y C, más que diciendo que A está entre B y C, o que C está entre A y B. Esta relación de «entre», que se reconoce así como válida, tiene algunas de las propiedades lógicas abstractas de las relaciones de tres términos que, como vimos, generan una geometría, pero sus propiedades no son exactas y no pueden someterse, tal como están dadas empíricamente, al tipo de tratamiento a que aspira la geometría. En geometría abstracta tratamos con puntos, rectas y planos; pero las tres personas A, B y C que veo sentadas en fila no son exactamente puntos, ni la fila es exactamente una recta. No obstante, la física, que utiliza formalmente un espacio que contiene puntos, rectas y planos, proporciona empíricamente resultados aplicables al mundo sensible. Por lo tanto, debe ser posible encontrar una interpretación a los puntos, rectas y planos de la física en términos de datos físicos, o en cualquier caso en términos de datos unidos a los añadidos que parezcan menos sujetos a duda. Puesto que todos los datos adolecen de una falta de precisión matemática por ser de cierto tamaño y algo vagos de configuración, está claro que para que un concepto como el de punto tenga una aplicación al material empírico, no debe ser un dato ni un añadido hipotético a los datos, sino una construcción mediante con sus añadidos hipotéticos. Es obvio que toda construcción hipotética sacada de los hechos es menos dudosa e insatisfactoria cuando los añadidos guardan una estrecha analogía con los datos que cuando son de una índole completamente distinta. Suponer, por ejemplo, que los objetos que vemos siguen siendo más o menos análogos, después de que apartemos la vista de ellos, a lo que eran mientras los mirábamos, es una presunción menos forzada que la de suponer que esos puntos están compuestos por una cantidad infinita de puntos matemáticos. De ahí que en el estudio físico de la geometría del espacio físico, los puntos no deban adoptarse ab initio, como se hace en el tratamiento lógico de la geometría, sino que deben construirse como sistemas compuestos de datos y de análogos hipotéticos de datos. Nos vemos, pues, empujados a definir un punto físico como cierta clase de objetos que son los constituyentes últimos del mundo físico. Será la clase de todos los objetos que, como se diría llanamente, contienen el punto. Obtener una definición que dé este resultado sin suponer previamente que los objetos físicos están compuestos por puntos es un problema interesante de lógica matemática. La solución de este problema y la apreciación de su importancia se deben a mi amigo el doctor Whitehead. La singularidad de considerar un punto como una clase de entidades físicas desaparece con la costumbre, y en ningún caso debería parecerles singular a quienes mantienen, como hace prácticamente todo el mundo, que los puntos son ficciones matemáticas. A este respecto, la palabra «ficción» la utilizan volublemente muchos hombres que no parecen sentir la necesidad de explicar cómo es que una ficción puede resultar tan útil para el estudio del mundo real, como se ha descubierto que son los puntos de la física matemática. Mediante nuestra definición, que considera un punto como una clase de objetos físicos, se explica cómo el uso de los puntos puede conducir a importantes resultados en física y también cómo podemos, sin embargo, eludir la asunción de que los propios puntos son entidades del mundo físico.

No puede saberse si muchas de las propiedades matemáticas prácticas de los espacios lógicos abstractos corresponden o no al espacio de la física. Así son todas las propiedades relacionadas con la continuidad. Y es que saber si el espacio real tiene estas propiedades exigiría una exactitud absoluta en la percepción sensorial. Si el espacio real es continuo, hay sin embargo muchos posibles espacios no continuos que no podrían distinguirse empíricamente de él; y, contrariamente, el espacio real puede ser no continuo y, sin embargo, no distinguible de un posible espacio continuo. Por consiguiente, la continuidad, aunque pueda obtenerse en el dominio apriorístico de la aritmética, no puede obtenerse con certeza en el espacio o el tiempo del mundo físico: el que éstos sean o no continuos parecería un problema al que no sólo no se ha contestado, sino al que jamás podrá contestarse. Desde el punto de vista de la filosofía, sin embargo, el descubrimiento de que no se puede contestar a una pregunta es una respuesta tan completa como cualquiera que pudiera obtenerse. Y desde el punto de vista de la física, donde no puede encontrarse ningún medio empírico de distinción, no puede haber ninguna objeción a la asunción matemática más simple, que es la de la continuidad.

El asunto de la teoría física del espacio es muy amplio y, hasta ahora, poco explorado. Se asocia a una teoría del tiempo semejante, y las discusiones que han estallado en relación con la teoría de la relatividad han obligado a los físicos de espíritu filosófico a prestar atención a ambas.

3) El problema que preocupa a Kant en la Estética trascendental es ante todo el epistemológico: «¿Cómo es que tenemos conocimiento de la geometría apriori?». Gracias a la distinción entre los problemas lógicos y físicos de la geometría, la importancia y el alcance de esta pregunta varían profundamente. Nuestro conocimiento de la geometría pura es a priori, pero es absolutamente lógico. Nuestro conocimiento de la geometría física es sintético, pero no es a priori. Nuestro conocimiento de la geometría pura es hipotético, y no nos permite afirmar, por ejemplo, que el axioma de las paralelas es verdad en el mundo físico. Nuestro conocimiento de la geometría física, aunque nos permite afirmar que este axioma está verificado aproximadamente, no nos permite afirmar, debido a la inevitable inexactitud de la observación, que esté verificado con precisión. De forma que el problema kantiano se viene abajo con la separación que hemos establecido entre geometría pura y geometría física. A la pregunta «¿Hasta qué punto es posible un conocimiento sintético a priori?» podemos replicar ahora, por lo menos en lo que concierne a la geometría, «No es posible», si «sintético» significa «no deducible exclusivamente de la lógica». Nuestro conocimiento de la geometría, como el resto de nuestro conocimiento, se deriva en parte de la lógica y en parte de los sentidos, y la posición especial que parecía concederse a la geometría en tiempos de Kant se considera hoy ilusoria. Todavía hay algunos filósofos, es cierto, que sostienen que el que sepamos que el axioma de las paralelas, por ejemplo, es verdadero con respecto al espacio real, no puede explicarse empíricamente, sino que procede, como decía Kant, de una intuición a priori. Esta postura no puede refutarse lógicamente, pero creo que pierde toda plausibilidad en cuanto nos damos cuenta de cuán complicado y derivado es el concepto del espacio físico. Como hemos visto, la aplicación de la geometría al mundo físico no requiere de ninguna forma que los puntos y las rectas se cuenten realmente entre las entidades físicas. El principio de la economía, por lo tanto, exige que nos abstengamos de suponer la existencia de puntos y rectas. Sin embargo, en cuanto aceptamos la idea de que los puntos y las líneas rectas son construcciones complicadas mediante clases de entidades físicas, la hipótesis de que poseemos una intuición a priori que nos hace capaces de saber qué les ocurre a las rectas cuando se prolongan indefinidamente se vuelve muy forzada y dudosa; tampoco creo que una hipótesis semejante se le ocurriera a un filósofo que hubiera captado la naturaleza del espacio físico. Kant, bajo la influencia de Newton, adoptó, aunque con alguna vacilación, la hipótesis del espacio absoluto, y esta hipótesis, aunque sea inobjetable desde el punto de vista lógico, la desecha la cuchilla de Occam[22], puesto que el espacio absoluto es una entidad innecesaria para la explicación del mundo físico. Por consiguiente, aunque no podemos refutar la teoría kantiana de una intuición a priori, podemos desmentir sus razones una a una a través de un análisis del problema. Por eso, aquí como en tantos problemas filosóficos, el método analítico, aunque no puede llegar a resultados que demuestren nada, es, sin embargo, capaz de mostrar que todas las razones categóricas a favor de cierta teoría son falaces y que una teoría menos artificial puede dar cuenta de los hechos.

Otro problema en el que se puede probar la capacidad del método analítico es el del realismo. Tanto los que lo defienden como los que lo atacan me parecen muy poco seguros sobre la naturaleza del problema que están discutiendo. Si preguntamos: «¿Son reales e independientes del perceptor los objetos de nuestra percepción?», hay que suponer que les atribuimos algún significado a las palabras «real» e «independiente»; y sin embargo, si le pedimos a cualquiera de los bandos que participan en la controversia sobre el realismo que las defina, su respuesta contendrá, casi seguro, confusiones, como revelará el análisis lógico.

Empecemos por la palabra real. Existen ciertamente objetos de percepción y, por lo tanto, si la pregunta de si esos objetos son reales quiere ser sustancial, debe haber dos tipos de objetos en el mundo, a saber, los reales y los irreales, y sin embargo se supone que lo irreal es por esencia lo que no es. La cuestión de qué propiedades deben corresponderle a un objeto para hacerlo real difícilmente puede responderse de forma adecuada, suponiendo que se pueda. Naturalmente, existe la respuesta hegeliana, según la cual lo real es lo coherente y que nada es coherente salvo el Todo; pero esta respuesta, verdadera o falsa, no es relevante en nuestra discusión, que se mueve en un plano inferior y se preocupa por el estatus de los objetos de percepción entre otros objetos de la misma fragmentariedad. Los objetos de percepción se comparan, en las discusiones acerca del realismo, más con los estados físicos por una parte y con la materia por otra que con el conjunto de cosas absoluto. La cuestión que tenemos que considerar por tanto es la referente a qué significa el hecho de asignar «realidad» a algunas, pero no a todas las entidades que constituyen el mundo. Dos elementos, creo, componen lo que se siente, más que lo que se piensa, al utilizar la palabra «realidad» en este sentido. Una cosa es real si persiste en ocasiones en que no la percibimos; o también, una cosa es real cuando está correlacionada con otras cosas de una manera que la experiencia nos ha hecho suponer. Se verá que la realidad en cualquiera de estos sentidos no es de ningún modo necesaria para una cosa y que podría existir de hecho todo un mundo en el que nada fuera real en ninguno de esos sentidos. Podría resultar que los objetos de la percepción carecieran de realidad en uno o ambos aspectos, sin que pudiera deducirse por ello de ninguna manera que no son partes del mundo externo del que se ocupa la física. Observaciones similares serán válidas para el mundo «independiente». La mayoría de las asociaciones de esta palabra se relacionan estrechamente con ideas relativas a la causación que hoy ya no es posible mantener. A es independiente de B cuando B no es parte indispensable de la causa de A. Pero cuando se reconoce que la causación no es más que una correlación, y que hay correlaciones de simultaneidad así como de sucesión, se hace evidente que no hay unidad en una serie de antecedentes causales de un acontecimiento dado, sino que, siempre que haya una correlación de simultaneidad, podremos pasar de una sucesión de antecedentes a otra para obtener una nueva serie de antecedentes causales. Habrá que especificar de acuerdo a qué ley causal deben considerarse los antecedentes. El otro día recibí una carta de un corresponsal que no sabía cómo resolver varios problemas filosóficos. Después de enumerarlos dice: «Estos problemas me llevaron de Bonn a Estrasburgo, donde encontré al profesor Simmel». Ahora bien, sería absurdo negar que estos problemas fueron la causa de que su cuerpo se trasladara desde Bonn hasta Estrasburgo, y sin embargo hay que suponer que también se podría encontrar un conjunto de antecedentes puramente mecánicos que explicaran este traslado de materia de un lugar a otro. Debido a esta pluralidad de series causales antecedentes de un acontecimiento dado, la noción de la causa se vuelve indefinida y el problema de la independencia se hace correspondientemente ambiguo. Así, en lugar de preguntar simplemente si A es independiente de B, deberíamos preguntar si existe una serie determinada por tal y cual ley causal que conduzca de B a A. Este punto es importante en relación con el problema particular de los objetos de percepción. Puede ser que ningún objeto como los que percibimos exista jamás sin ser percibido; en ese caso habrá una ley causal de acuerdo con la cual los objetos de percepción no son independientes de su percepción. Pero incluso si esto fuera verdad, también puede ocurrir, sin embargo, que haya leyes causales puramente físicas que determinen la existencia de objetos que se perciben gracias a otros objetos que a lo mejor no percibimos. En ese caso, con respecto a estas leyes los objetos de percepción serán independientes de su percepción. Así que el problema de si los objetos de percepción son independientes de su percepción es, según parece, indeterminado, y la respuesta será sí o no de acuerdo con el método adoptado para hacerlo determinado. Creo que esta confusión ha desempeñado un papel muy importante en la prolongación de las controversias sobre este asunto, que bien podría haber parecido imposible de resolver jamás. La idea que me gustaría defender es que los objetos de percepción no quedan a veces inalterados cuando no son percibidos, aunque probablemente existan entonces objetos más o menos parecidos a ellos; que los objetos de percepción son parte, y la única cognoscible empíricamente, del contenido real de la física y pueden llamarse correctamente físicos; que existen leyes puramente físicas que determinan el carácter y la duración de los objetos de percepción sin ninguna referencia al hecho de que sean percibidos; y que al establecerse esas leyes las proposiciones de la física no presuponen ninguna proposición de psicología, ni tan siquiera la existencia de la mente. No sé si los realistas reconocerían que esta perspectiva coincide con el realismo. Todo lo que debería decir en su favor es que soslaya problemas que en mi opinión han acosado tanto al realismo como al idealismo, como se ha defendido hasta ahora, y que evita el recurso a ideas que el análisis lógico revela ambiguas. Una defensa y elaboración adicional de las posturas que defiende, pero para las que me falta tiempo ahora, se encontrarán en mi libro sobre Our Knowledge of the External World[23].

La adopción del método científico en filosofía, si no me equivoco, nos obliga a abandonar la esperanza de resolver muchos de los problemas más ambiciosos y humanamente interesantes de la filosofía tradicional. A algunos los remite, aunque sin grandes esperanzas de encontrarles solución, a las ciencias especiales, y demuestra que otros exceden esencialmente a nuestras capacidades. Pero en cuanto a una gran cantidad de los problemas reconocidos de la filosofía, el método defendido proporciona todas las ventajas de una división en cuestiones claras, de un progreso lento, parcial y gradual, y de un recurso a principios con los que, independientemente del temperamento, todos los estudiantes competentes deben estar de acuerdo. El fracaso de la filosofía hasta ahora se ha debido fundamentalmente a la precipitación y a la ambición: la paciencia y la modestia, tanto en ésta como en otras ciencias, abrirán el camino a un progreso sólido y duradero.

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