Misticismo y Lógica y otros ensayos

Capítulo VII

Capítulo VII

LOS CONSTITUYENTES ÚLTIMOS DE LA MATERIA[24]

Me propongo discutir en este artículo una cuestión de tanta importancia como el antiguo interrogante metafísico «¿Qué es la materia?». A esta pregunta ya puede dársele una respuesta, por lo menos desde el punto de vista filosófico, que en principio será tan completa como puede esperarse de toda respuesta; es decir, podemos separar el problema en una parte esencialmente soluble y otra esencialmente insoluble, y podemos descubrir ahora cómo resolver la parte esencialmente soluble, por lo menos en sus líneas generales. Son estas líneas generales las que quiero esbozar en el presente artículo. Mi postura principal, que es realista, no está, eso creo y espero, alejada de la del profesor Alexander, de cuya obra sobre este tema he aprendido mucho[25]. También está muy en consonancia con la del doctor Nunn[26].

El sentido común nos tiene acostumbrados a la división del mundo en espíritu y materia. Quienes nunca han estudiado filosofía suponen que la distinción entre una y otra es absolutamente clara y sencilla, que no coinciden en ningún momento y que sólo un idiota o un filósofo podrían dudar de si una entidad dada es mental o material. Esta ingenua creencia sobrevive en Descartes y, de una forma algo modificada, en Spinoza, pero con Leibniz empieza a desaparecer; desde su época a la nuestra casi todos los filósofos eminentes han criticado y rechazado el dualismo que nos impone el sentido común. Pretendo defender tal dualismo en este artículo; pero antes de hacerlo voy a detenerme en las razones que han motivado este rechazo.

Obtenemos nuestro conocimiento del mundo material por medio de los sentidos, de la vista, el tacto, etcétera. Al principio suponemos que las cosas son lo que parecen, pero dos sutilezas contrapuestas destruyen pronto esta creencia ingenua. Por una parte, los físicos dividen la materia en moléculas, átomos, corpúsculos y en tantas subdivisiones adicionales como el futuro les obligue a postular, y las unidades a las que llegan son notablemente diferentes de los objetos visibles y tangibles de la vida diaria. Una unidad de materia tiende progresivamente a parecerse a un campo electromagnético que ocupa todo el espacio, aunque tenga su mayor intensidad en una pequeña parcela. La materia que consta de tales elementos está tan alejada de la vida diaria como cualquier teoría metafísica. Sólo difiere de las teorías de los metafísicos en el hecho de que su eficacia práctica prueba que contiene algo de verdad e induce a los hombres de negocios a invertir dinero confiando en ello; pero no por tener alguna relación con el mercado del dinero deja de ser una teoría metafísica.

El segundo tipo de sutileza a que se ha visto sujeto el mundo tal como lo concibe el sentido común procede de psicólogos y fisiólogos. Los fisiólogos señalan que lo que vemos depende del ojo, lo que oímos del oído y que todos nuestros sentidos pueden verse afectados por cualquier cosa que ofusque al cerebro, como el alcohol o el hachís. Los psicólogos señalan cuánto de lo que creemos ver se debe a asociación o indiferencia mental, cuánto es interpretación mental y cuán dudoso es el residuo que puede considerarse dato escueto. Partiendo de estos hechos, los psicólogos afirman que la noción de un dato pasivamente recibido por la mente es una ilusión, y los fisiólogos argumentan que incluso si pudiera obtenerse mediante el análisis de la experiencia un dato sensible puro, con todo, ese dato no podría pertenecer, como supone el sentido común, al mundo exterior, puesto que toda su naturaleza está condicionada por nuestros nervios y órganos sensibles, que cambian de formas que, según se cree, no se pueden relacionar con ningún cambio apreciable en la materia. Los fisiólogos exponen este argumento contra la objeción, más engañosa que sólida, de que nuestro conocimiento de la existencia de los órganos sensibles y de los nervios se obtiene a partir del mismo proceso que el fisiólogo se ha propuesto desacreditar, puesto que la existencia de los nervios y órganos sensibles sólo se conoce a través de la evidencia que nos proporcionan nuestros propios sentidos. Este argumento puede demostrar la necesidad de una reinterpretación de los resultados de la fisiología antes de que se les conceda validez metafísica. Pero no rebate el argumento fisiológico en la medida en que éste constituye una mera reductio ad absurdum del realismo ingenuo.

Estas diferentes líneas de argumentación demuestran, creo, que algunas de las creencias que nos impone el sentido común deben abandonarse. Demuestran que, si las consideramos en conjunto, nos vemos arrastrados a conclusiones parcialmente contradictorias; pero no podemos decidir a partir de estos argumentos cuáles de las creencias que nos impone el sentido común requieren corrección. Por sentido común pensamos que lo que vemos es físico, exterior a la mente, y que sigue existiendo si cerramos los ojos o miramos en otra dirección. Creo que nuestro sentido común acierta al considerar que lo que vemos es físico y (en uno de los varios sentidos posibles) está fuera de la mente, pero probablemente yerra al suponer que sigue existiendo cuando dejamos de mirarlo. Me parece que toda la discusión acerca de la materia se ha visto oscurecida por dos equivocaciones que se apoyan mutuamente. La primera es el error de que lo que vemos o percibimos a través de cualquiera del resto de nuestros sentidos es subjetivo; la segunda es la creencia de que lo que es físico debe ser permanente. Sea lo que sea lo que la física considera constituyentes últimos de la materia, siempre supone que estos constituyentes son indestructibles. Dado que los datos sensibles inmediatos no son indestructibles sino que están cambiando continuamente, se afirma que no pueden contarse entre los constituyentes últimos de la materia. Creo que se trata de un craso error. Considero a las partículas permanentes de la física matemática construcciones lógicas, ficciones simbólicas que nos permiten expresar sintéticamente conjuntos muy complejos de hechos; y, por otra parte, creo que los datos sensibles reales, los objetos inmediatos de la vista, el tacto o el oído son externos a la mente, puramente físicos, y se cuentan entre los constituyentes últimos de la materia.

Quizá pueda clarificar mi idea sobre la no permanencia de las entidades físicas recurriendo al ejemplo predilecto de Bergson: el cinematógrafo. Cuando leí por primera vez la afirmación de Bergson de que el matemático concibe el mundo igual que el cinematógrafo, nunca había visto uno, y mi primera visita estuvo determinada por el deseo de verificar la declaración de Bergson, que personalmente me pareció absolutamente cierta. Cuando en una sala de cine vemos a un hombre rodar colina abajo, o huir de la policía, o caerse en un río, o hacer cualquiera de las cosas típicas de las películas, sabemos que en realidad no estamos ante un solo hombre en movimiento, sino ante una sucesión de imágenes, cada una con un hombre momentáneo diferente. La ilusión de permanencia sólo surge gracias al acercamiento a la continuidad por la sucesión de hombres momentáneos. Ahora bien, lo que quiero decir es que en este aspecto el cine es un metafísico mejor que el sentido común, la física o la filosofía. También el hombre real, por mucho que el policía insista en que sólo tiene una identidad, está formado en realidad por una serie de hombres momentáneos, cada uno de ellos diferente del otro, y reunidos entre sí no en virtud de una identidad numérica, sino gracias a la continuidad y a ciertas leyes causales intrínsecas. Y lo que se aplica a los hombres puede aplicarse de la misma manera a las mesas y a las sillas, al sol, a la luna y a las estrellas. Hay que considerar a cada una de ellas no como una entidad permanente única, sino como una serie de entidades que se suceden entre sí en el tiempo, cada una de las cuales dura un período muy breve, y probablemente ni siquiera un solo instante matemático. Al decir esto me limito a proponer el mismo tipo de división del tiempo que el que estamos acostumbrados a reconocer en el caso del espacio. Se admitirá que un cuerpo de un metro cúbico consta de muchos cuerpos menores, cada uno de los cuales sólo ocupa un volumen muy reducido; de la misma forma, una cosa que dura una hora debe considerarse compuesta de muchas cosas de menor duración. Una verdadera teoría de la materia requiere una división de las cosas tanto en corpúsculos temporales como en corpúsculos espaciales.

El mundo puede considerarse formado por una multitud de entidades ordenadas según cierto modelo. Llamaré particulares a las entidades que están ordenadas. El ordenamiento o modelo resulta de las relaciones entre particulares. Los conjuntos o series de particulares, agrupados en función de alguna propiedad que hace aconsejable hablar de ellas como de un todo, son lo que llamo construcciones lógicas o ficciones simbólicas. No hay que imaginarse los particulares mediante la analogía de los ladrillos en una construcción, sino más bien mediante la analogía de las notas en una sinfonía. Los constituyentes últimos de una sinfonía (dejando de lado las relaciones) son las notas, cada una de las cuales sólo dura un tiempo muy breve. Si reunimos todas las notas tocadas por un solo instrumento, podemos considerarlas análogas a los particulares sucesivos que por sentido común veríamos como estados sucesivos de una «cosa». Pero la «cosa» no debería considerarse más «real» o «sustancial» que, por ejemplo, el papel del trombón. En cuanto concibamos las «cosas» de esta manera, descubriremos que los problemas de considerar físicos a los objetos sensibles inmediatos han desaparecido en gran medida.

Cuando la gente pregunta si el objeto sensible es mental o físico, raramente tiene una idea clara acerca de lo que se entiende por «mental» o «físico», o qué criterios hay que aplicar para decidir si una entidad dada pertenece a una clase u otra. No alcanzo a dar una definición precisa de la palabra mental, pero podemos sacar algo en limpio enumerando actos que son indudablemente mentales: creer, dudar, desear, querer, sentir placer o dolor, son ciertamente actos mentales; también lo son las que podemos llamar experiencias: ver, oír, oler, percibir en sentido amplio. Pero de esto no se sigue que lo que se ve, lo que se oye, lo que se huele, lo que se percibe deba ser mental. Cuando veo un relámpago, mi acto de verlo es mental, pero lo que veo, aunque no sea exactamente lo mismo que cualquier otra persona ve en el mismo momento, y aunque parezca muy distinto de lo que un físico describiría como un relámpago, no es mental. En realidad, estoy afirmando que si el físico pudiera describir fiel y exhaustivamente todo lo que ocurre en el mundo físico cuando hay un relámpago, contendría como constituyente lo que yo veo y también lo que ve cualquier otra persona de quien pudiera decirse que ha visto el relámpago. Tal vez pueda precisar mejor lo que quiero decir señalando que si mi cuerpo pudiera permanecer exactamente en el mismo estado en que se encuentra ahora, aunque mi mente hubiera dejado de existir, el objeto preciso que veo cuando veo el relámpago existiría, aunque, por supuesto, yo no lo vería, puesto que mi acto de ver es mental. Las principales razones que han llevado a rechazar esta idea han sido, creo, dos; primero, que no se distinguía de forma adecuada mi acto de ver de lo que veo; segundo, que la dependencia causal de lo que veo con respecto a mi cuerpo ha hecho que la gente pensara que lo que veo no puede estar «fuera» de mí. No tenemos por qué demorarnos en la primera de estas razones, puesto que basta con señalar la confusión para obviarla; pero la segunda requiere cierta discusión, puesto que sólo puede contestarse desmintiendo algunas ideas falsas vigentes, por una parte, acerca de la naturaleza del espacio y, por otra, acerca del significado de la dependencia causal.

Cuando la gente pregunta si los colores, por ejemplo, u otras cualidades secundarias, están dentro o fuera de la mente, parece suponer que lo que quiere decir está claro, y que se debería poder contestar sí o no sin ninguna discusión subsiguiente acerca de los términos empleados. En realidad, sin embargo, términos como dentro o fuera son muy ambiguos. ¿Qué se quiere decir al preguntar si esto o aquello está «dentro de la mente»? La mente no es como una bolsa o un pastel; no ocupa cierto lugar en el espacio o, si, en cierto sentido, lo hace, lo que está en ese lugar es presumiblemente parte del cerebro, del que no se diría que está en la mente. Cuando la gente dice que las cualidades sensibles están en la mente, no quiere decir «contenidas espacialmente en» en el sentido en que los mirlos estaban en el pastel[27]. Podríamos considerar la mente como una colección de particulares, es decir, de lo que llamaríamos «estados mentales», que se agruparían en virtud de alguna cualidad específica común. La cualidad común a todos los estados mentales sería la designada por la palabra «mental»; y además de eso tendríamos que suponer que los estados mentales de cada persona aislada tuvieran alguna característica común que los distinguiera de los de las demás personas. Ignorando este último punto, preguntémonos si la cualidad designada por la palabra mental pertenece realmente, como materia de observación, a los objetos sensibles, como los colores o los ruidos. Creo que cualquier persona cándida debe responder que por difícil que pueda resultar saber qué entendemos por mental, no es difícil comprender que los colores y ruidos no son mentales en el sentido de tener esa peculiaridad intrínseca de las creencias, deseos y voliciones, pero no del mundo físico. Berkeley expone un argumento plausible sobre este tema[28], que me parece basado en la ambigüedad de la palabra dolor. Afirma que el realista supone que el calor que siente al acercarse a una llama está fuera de su mente, pero que según se acerca progresivamente al fuego la sensación de calor se convierte imperceptiblemente en dolor, y que nadie podría considerar el dolor como algo exterior a la mente. Como réplica a este argumento habría que señalar en primer lugar que el calor del que nos damos cuenta inmediatamente no está en el fuego, sino en nuestro propio cuerpo. Sólo por inferencia juzgamos que el fuego es la causa del calor que sentimos en nuestro cuerpo. En segundo lugar (y éste es el punto más importante), cuando hablamos de dolor podemos referirnos a una de estas dos cosas: al objeto de la sensación u otra experiencia que tenga la cualidad de ser dolorosa, o a la propia cualidad de ser doloroso. Cuando un hombre dice que le duele el dedo gordo, lo que quiere decir es que tiene una sensación relacionada con su dedo gordo que tiene la cualidad de ser dolorosa. La propia sensación, como toda sensación, consiste en la experimentación de un objeto sensible, y la experimentación tiene la cualidad de ser dolorosa que sólo pueden tener los actos mentales, pero que puede corresponder tanto a los pensamientos o deseos como a las sensaciones. Pero en el lenguaje corriente llamamos dolor al objeto sensible experimentado en una sensación dolorosa, y es esta forma de hablar la que origina la confusión que afecta a la plausibilidad del argumento de Berkeley. Sería absurdo atribuir la cualidad de doloroso a algo no mental, y de ahí que se llegue a pensar que lo que llamamos dolor en el dedo debe ser mental. En realidad, sin embargo, no es el objeto sensible en un caso semejante lo que es doloroso, sino la sensación, esto es, la experiencia del objeto sensible. A medida que crece el calor que experimentamos a causa del fuego, la experiencia pasa gradualmente de ser placentera a ser dolorosa, pero ni el placer ni el dolor son cualidades del objeto experimentado por oposición a la experiencia, y es por lo tanto una falacia afirmar que ese objeto debe ser mental pretextando que sólo se puede calificar de doloroso algo mental.

Así, si cuando decimos que algo está en la mente queremos decir que tiene cierta característica intrínseca reconocible, como ocurre con los pensamientos y deseos, hay que sostener sobre la base de una inspección inmediata que los objetos sensibles no están en ninguna mente. De los argumentos que exponen quienes consideran que los objetos sensibles están en la mente hay que inferir, sin embargo, un diferente sentido de «en la mente». Los argumentos utilizados tienden a probar, en su mayoría, la dependencia causal de los objetos sensibles con respecto al perceptor. Ahora bien, la noción de dependencia causal es muy oscura y compleja, mucho más, de hecho, de lo que piensan por lo general los filósofos. Volveré en seguida sobre este punto. De momento, sin embargo, adoptando la noción de dependencia causal sin criticarla, quiero insistir en que la dependencia en cuestión se da más con respecto a nuestros cuerpos que a nuestras mentes. La apariencia visual de un objeto se altera si cerramos un ojo, o sólo le echamos un vistazo, o miramos antes algo deslumbrante; pero éstos son todos actos corporales, y hay que explicar las alteraciones que provocan por medio de la fisiología y de la óptica, no de la psicología[29]. De hecho, son alteraciones exactamente del mismo tipo que las provocadas por las gafas o el microscopio. Pertenecen por lo tanto a la teoría del mundo físico, y no tienen ninguna relación con el problema de si lo que vemos depende causalmente de la mente. Lo que sí tienden a demostrar, y lo que por mi parte no pretendo refutar, es que lo que vemos depende causalmente de nuestro cuerpo y no es, como creería quien se dejara llevar por el sentido común, algo que también existiría si nuestros ojos, nervios y cerebro estuvieran ausentes, como tampoco quedaría la apariencia visual que presenta un objeto visto a través del microscopio si elimináramos el microscopio. En la medida en que se supone que el mundo físico está compuesto de constituyentes estables y más o menos permanentes, el hecho de que lo que vemos quede modificado por cambios en nuestro cuerpo parece apoyar la idea de que lo que vemos no es un constituyente último de la materia. Pero si se reconoce que los constituyentes últimos de la materia están tan limitados en su duración como en su extensión espacial, todo este problema desaparece.

Sin embargo, sigue habiendo otra dificultad relacionada con el espacio. Cuando miramos el sol queremos saber algo de él, que está a noventa y tres millones de millas; pero lo que vemos depende de nuestros ojos, y es difícil suponer que nuestros ojos puedan influir en lo que ocurre a una distancia de noventa y tres millones de millas. La física nos dice que del sol parten ciertas ondas electromagnéticas, ondas que alcanzan nuestros ojos después de ocho minutos aproximadamente.

Ahí producen perturbaciones en la retina, luego en el nervio óptico y finalmente en el cerebro. Al final de esta serie puramente física, por algún extraño milagro, se produce la experiencia que llamamos «ver el sol» y son experiencias parecidas las que constituyen nuestra única razón para creer en el nervio óptico, la retina, los noventa y tres millones de millas, las ondas electromagnéticas y el propio sol. Es esta curiosa contraposición entre la dirección del orden de causación tal como lo establece la física y el orden de evidencia tal como lo revela la teoría del conocimiento lo que origina las perplejidades más serias en relación con la naturaleza de la realidad física. Cualquier cosa que invalide nuestra vista como fuente de conocimiento de la realidad física invalida también el conjunto de la física y de la fisiología. Y, sin embargo, partiendo de la aceptación de lo que nos dicta el sentido común, la física se ha visto llevada paso a paso a la construcción de la cadena causal en la que nuestra vista es el último eslabón, y el objeto inmediato que vemos no puede considerarse la causa inicial que creemos a noventa y tres millones de millas de distancia y que tendemos a considerar el sol «real».

He planteado este problema tan enérgicamente como he podido, porque creo que sólo puede resolverse mediante un análisis radical y una reconstrucción de todos los conceptos a cuyo empleo está sujeto.

El espacio, el tiempo, la materia y la causa son los conceptos principales. Empecemos por el concepto de causa.

La dependencia causal, como señalé hace un rato, es un conjunto que resulta muy peligroso aceptar en su significado literal. Existe la idea de que, en relación con cualquier acontecimiento, hay algo que puede llamarse la causa de ese acontecimiento: algún acto determinado, sin el cual el acontecimiento habría sido imposible y con el cual se vuelve necesario. Se supone que un acontecimiento depende de su causa de una manera totalmente exclusiva. Por ello insistirán los hombres en que la mente depende del cerebro o, con la misma plausibilidad, en que el cerebro depende de la mente. No parece improbable que, si tuviéramos los conocimientos suficientes, pudiéramos inferir el estado de la mente de un hombre a partir del estado de su cerebro, o el estado de su cerebro a partir del estado de su mente. Mientras nos basemos en el concepto habitual de la noción de dependencia causal, el materialista podrá utilizar estos hechos para afirmar que el estado de nuestro cerebro causa nuestros pensamientos, y el idealista para afirmar que nuestros pensamientos causan el estado de nuestro cerebro. Ambas presunciones son igualmente válidas o igualmente insostenibles. En realidad, parece ser que hay muchas correlaciones de tipo causal y que, por ejemplo, tanto un acontecimiento físico como otro mental pueden predecirse teóricamente a partir de una cantidad suficiente de antecedentes físicos o mentales. Hablar de la causa de un acontecimiento resulta por consiguiente equívoco. Cualquier conjunto de antecedentes de los que teóricamente pueda inferirse mediante correlaciones el acontecimiento podría llamarse una causa del acontecimiento. Pero hablar de la causa es presuponer una unicidad que no existe.

La relevancia de todo esto para la experiencia que llamamos «ver el sol» es obvia. El hecho de que exista una cadena de antecedentes que hace que lo que vemos dependa de los ojos, nervios y cerebro ni siquiera tiende a indicar que haya otra cadena de antecedentes en la que los ojos, nervios y cerebro se ignoren como cosas físicas. Si queremos eludir el dilema que parecía plantear la causación fisiológica de lo que vemos cuando decimos que vemos el sol, tenemos que encontrar, por lo menos en teoría, una forma de enunciar leyes causales para el mundo físico, en las que las unidades no sean cosas materiales, como los ojos, nervios y cerebro, sino entidades particulares momentáneas del mismo tipo que nuestro objeto visual momentáneo cuando miramos el sol. El propio sol, los ojos, nervios y cerebro deben considerarse agrupaciones de particulares momentáneos. En lugar de suponer, como hacemos con naturalidad cuando partimos de una aceptación sin reserva de los aparentes dictámenes de la física, que la materia es lo «realmente real» en el mundo físico y que los objetos sensibles inmediatos son meras ilusiones, debemos considerar la materia como una construcción lógica cuyos constituyentes serán unos particulares tan evanescentes como pueden llegar a serlo los datos sensibles para un observador casual. Lo que para la física es el sol de hace ocho minutos será una agrupación completa de particulares, que existen en diferentes momentos, emanan de un centro a la velocidad de la luz y contienen todos los datos visuales que ve la gente que ahora está mirando el sol. Así pues, el sol de hace ocho minutos es un conjunto de particulares, y lo que veo cuando miro ahora el sol es un miembro de ese conjunto. Los diversos particulares que constituyen este conjunto estarán correlacionados por cierta continuidad y ciertas leyes intrínsecas de variación según nos alejamos del centro, junto con ciertas modificaciones correlacionadas, extrínsecamente con otros particulares que no son miembros de este conjunto. Son estas modificaciones extrínsecas las que representan el conjunto de hechos que, en nuestra explicación anterior, parecían una influencia de los ojos y nervios que modifican la apariencia del sol[30]

Las eficiencias prima facie de esta idea se derivan fundamentalmente de una teoría del espacio indebidamente convencional. Podría parecer, a primera vista, que hubiéramos metido en el mundo más cosas de las que cabían en él. Dijimos que en cada uno de los lugares que hay entre nosotros y el sol debe haber un particular que sea miembro del sol tal como era hace unos pocos minutos. Naturalmente, también tendrá que existir un particular que sea miembro de cualquier planeta o estrella fija que pueda verse casualmente desde ese lugar. En el lugar en que me encuentro habrá particulares que sean miembros de todas las «cosas» que se dice que estoy percibiendo ahora. De forma que en todo el mundo, en cualquier parte, habrá una enorme cantidad de particulares que coexistan en el mismo lugar. Pero estos problemas surgen porque nos contentamos demasiado pronto con el mero espacio tridimensional al que nos han acostumbrado los maestros de escuela. El espacio del mundo real es un espacio de seis dimensiones, y en cuanto nos damos cuenta de ello vemos que todos los particulares a los que queremos encontrarles una posición caben de sobra. Para comprender este hecho basta con que volvamos por un momento del espacio pulido de la física al espacio irregular y desaliñado de nuestra experiencia sensible inmediata. El espacio de los objetos sensibles de un hombre es un espacio tridimensional. No parece probable que dos hombres perciban jamás al mismo tiempo cualquier objeto sensible; cuando se dice que ven lo mismo u oyen el mismo ruido, siempre habrá alguna diferencia, por mínima que sea, entre las figuras que han visto realmente o los sonidos que realmente han oído. Si esto es cierto, y si, como se suele dar por sentado, la posición en el espacio es puramente relativa, se sigue que el espacio de los objetos de un hombre y el espacio de los objetos de otro no tienen ningún lugar en común, que son de hecho espacios diferentes y no simplemente partes diferentes de un mismo espacio. Quiero decir con ello que las relaciones espaciales inmediatas que se aprecian entre las diferentes partes del espacio sensible percibido por un hombre no se dan entre las partes de los espacios sensibles percibidos por diferentes hombres. Hay por consiguiente una multitud de espacios tridimensionales en el mundo: todos los percibidos por los observadores y, presumiblemente, también los que no son percibidos simplemente porque ningún observador está bien situado para percibirlos.

Pero aunque estos espacios no guardan entre sí el mismo tipo de relaciones espaciales que se dan entre las partes de uno de ellos, resulta sin embargo posible organizar estos espacios en un orden tridimensional. Esto se hace por medio de los particulares correlacionados que consideramos miembros (o aspectos) de una cosa física. Cuando se dice que un grupo de gente ve el mismo objeto, quienes están más cerca de él ven un particular que ocupa una parte más amplia de su campo de visión que la ocupada por el correspondiente particular visto por quienes están más alejados de la cosa. Gracias a estas consideraciones es posible ordenar, de una manera que no hay por qué precisar, todos los diferentes espacios en una serie tridimensional. Dado que cada uno de los espacios es tridimensional, todo el mundo de los particulares está ordenado, pues, en un espacio de seis dimensiones, lo que equivale a decir que serán necesarias seis coordenadas para fijar del todo la posición de cualquier particular dado, a saber, tres para fijar su posición en su propio espacio y tres más para fijar la posición de su espacio contra los demás espacios.

Hay dos formas de clasificar los particulares: podemos reunir todos los que pertenecen a una «perspectiva» dada o todos los que son, como diría nuestro sentido común, diferentes «aspectos» de la misma «cosa». Por ejemplo, si (como se suele decir) estoy viendo el sol, lo que veo pertenece a dos series: 1) el conjunto de todos los objetos sensibles a mi alcance, que es lo que llamo una «perspectiva»; 2) el conjunto de todos los diferentes particulares que se llamarían aspectos del sol de hace ocho minutos (este conjunto es lo que define como el sol de hace ocho minutos). Así pues, «perspectivas» y «cosas» son simplemente dos formas diferentes de clasificar particulares. Hay que observar que no hay ninguna necesidad a priori de que los particulares sean susceptibles de esta doble clasificación. Puede haber particulares que podríamos llamar «salvajes», que no tengan las relaciones usuales con las que se efectúa la clasificación; a lo mejor los sueños y las alucinaciones están compuestos de particulares «salvajes» en este sentido.

La definición exacta de lo que se entiende por una perspectiva no es demasiado sencilla. Si nos limitamos a los objetivos visuales o táctiles, podemos definir la perspectiva de un particular dado como «todos los particulares que tienen una relación espacial simple (directa) con el particular dado». Entre dos manchas de color que estoy viendo ahora hay una relación espacial directa que también veo. Pero entre manchas de color vistas por hombres diferentes sólo hay una relación espacial indirecta debida a la situación de las «cosas» en el espacio físico (que es lo mismo que el espacio compuesto de perspectivas). Los particulares que guarden relaciones espaciales directas con un particular dado pertenecen a la misma perspectiva. Pero si, por ejemplo, los sonidos que oigo deben pertenecer a la misma perspectiva que las manchas de color que veo, habrá particulares que no tengan relación espacial directa y sin embargo pertenezcan a la misma perspectiva. No podemos definir una perspectiva como todos los datos de un perceptor en un momento dado, porque queremos permitir la posibilidad de que haya perspectivas no percibidas por nadie. Por consiguiente, será necesario al definir una perspectiva recurrir a algún principio no derivado de la psicología ni del espacio.

Este principio puede obtenerse de la consideración del tiempo. El tiempo universal es, como el espacio universal, una construcción; no hay ninguna relación temporal directa entre particulares que pertenecen a mi perspectiva y particulares que pertenecen a la perspectiva de otro hombre. Por otra parte, dos particulares cualesquiera de los que sea consciente son o bien simultáneos o bien sucesivos, y su simultaneidad o sucesión es a veces por sí misma un dato para mí. Podemos por tanto definir la perspectiva a la que pertenece un particular dado como «todos los particulares simultáneos con respecto al particular dado», donde hay que entender «simultáneo» como una relación simple directa, no como la relación derivativa construida de la física. Puede observarse que la introducción del «tiempo local» sugerida por el principio de relatividad ha propiciado, por razones puramente científicas, la misma multiplicación de tiempos que acabamos de defender.

La suma total de todos los particulares que son (directamente) simultáneos, anteriores o posteriores a un particular dado, puede definirse como la «biografía» a la que pertenece ese particular. Se observará que, igual que una perspectiva no tiene por qué ser percibida realmente por nadie, una biografía no tiene por qué ser vivida en realidad por nadie. Las biografías que no vive nadie se llaman «oficiales».

La definición de una «cosa» se efectúa gracias a la continuidad y a correlaciones que tienen cierta independencia diferencial con respecto a otras «cosas». Esto equivale a decir que, dado un particular en una perspectiva, normalmente habrá un particular muy parecido en una perspectiva cercana que difiera del particular dado por el primer orden de cantidades menores de acuerdo con una ley que sólo afecte a la diferencia de posición de las dos perspectivas en el espacio perspectivo, y no a ninguna de las demás «cosas» del universo. Es esta continuidad e independencia diferencial en la ley del cambio, según pasamos de una perspectiva a otra, lo que define la clase de particulares que debe llamarse una «cosa».

Hablando en términos generales, podemos decir que al físico le parece útil clasificar los particulares en «cosas», mientras que al psicólogo le resulta útil clasificarlos en «perspectivas» y «biografías», puesto que una perspectiva puede constituir los datos momentáneos de un perceptor, y una biografía puede constituir el conjunto de los datos de un perceptor a lo largo de su vida.

Podemos recapitular ahora lo dicho. Nuestro propósito ha sido descubrir en la medida de lo posible la naturaleza de los constituyentes últimos del mundo físico. Para empezar, cuando hablo del «mundo físico» me refiero al mundo del que trata la física. Es obvio que la física es una ciencia empírica, que nos proporciona cierta cantidad de conocimiento y se basa en la evidencia obtenida a través de los sentidos. Pero, debido en parte al desarrollo de la física y en parte a los argumentos derivados de la fisiología, la psicología o la metafísica, se ha llegado a pensar que los datos sensibles inmediatos no podían formar parte por sí mismos de los constituyentes últimos del mundo físico, pues eran en cierto sentido «mentales», «subjetivos» o estaban «en la mente». Las razones de esta idea, en la medida en que dependen de la física, sólo pueden tratarse adecuadamente mediante construcciones bastante elaboradas de lógica simbólica, y que muestran que a partir de materiales como los que proporcionan los sentidos es posible construir clases y series que tengan las propiedades que la física asigna a la materia. Dado que este argumento es difícil y técnico, no lo he tratado en este artículo. Pero en la medida en que la idea de que los datos sensibles son «mentales» se basa en la fisiología, psicología o metafísica, he intentado mostrar que toma como punto de partida confusiones y prejuicios (prejuicios favorables a la permanencia de los constituyentes últimos de la materia y confusiones derivadas de conceptos indebidamente simples acerca del espacio, de la correlación causal de los datos sensibles con los órganos sensibles y de no distinguir entre datos sensibles y sensaciones). Si lo que hemos expuesto de estos temas es válido, la existencia de datos sensibles es independiente lógicamente de la existencia de la mente, y depende causalmente del cuerpo del perceptor más que de su mente. La dependencia causal del cuerpo del perceptor, como descubrimos, es un asunto más complejo de lo que parece y, como toda dependencia causal, puede originar creencias equivocadas debido a ideas falsas sobre la naturaleza de la correlación causal. Si nuestras presunciones son ciertas, los datos sensibles se cuentan simplemente entre los constituyentes últimos del mundo físico, de los que resultamos ser inmediatamente conscientes; son puramente físicos, y todo lo que es mental en relación con ello se debe a nuestra conciencia de su existencia, que es irrelevante con respecto a su naturaleza y al lugar que ocupen en la física.

Las ideas demasiado simples sobre el espacio han constituido un gran obstáculo para los realistas. Cuando dos hombres miran la misma mesa, se supone que lo que uno ve y lo que ve el otro está en el mismo lugar. Dado que la forma y el color no son exactamente los mismos para los dos hombres, esto plantea un problema, resuelto precipitadamente, o más bien encubierto, declarando que lo que ve cada uno es puramente «subjetivo» (aunque les costaría trabajo a quienes utilizan esta palabra comodín decir qué entienden por ella). La verdad parece ser que el espacio (y también el tiempo) es mucho más complicado de lo que aparenta dentro de la estructura acabada de la física, y que el espacio tridimensional universal es una construcción lógica, obtenida mediante correlaciones dentro de un espacio de seis dimensiones. Los particulares que ocupan este espacio de seis dimensiones, clasificados de una forma, constituyen «cosas» de las que, mediante ciertas manipulaciones posteriores, podemos obtener lo que la física considera materia; clasificados de otra, forman «perspectivas» y «biografías», que pueden, si existe por casualidad un perceptor adecuado, formar respectivamente los datos sensibles de una experiencia momentánea o total. Sólo cuando las «cosas» físicas se han dividido en series de clases de particulares, como hemos hecho, el conflicto entre el punto de vista de la física y el de la psicología puede superarse. Este conflicto, si lo que se ha dicho es correcto, resulta del empleo de diferentes métodos de clasificación, y se solventa en cuanto se descubre su origen.

No pretendo que esta teoría brevemente esbozada tenga una veracidad incuestionable. Aparte de la probabilidad de que contenga errores, reconozco que tiene mucho de hipotética. Lo que sí afirmo de esta teoría es que puede ser verdadera, y que esto es más de lo que puede decirse de ninguna otra teoría exceptuando la de Leibniz, por otra parte muy semejante. La teoría que he defendido elude los problemas que acosan al realismo, las confusiones que dificultan toda explicación filosófica de la física, el dilema que resulta de la desacreditación de los datos sensibles, que todavía siguen siendo la única fuente de nuestro conocimiento del mundo exterior. Esto no demuestra que sea cierta, puesto que probablemente podrían inventarse muchas otras teorías que tuvieran los mismos méritos. Pero sí demuestra que tiene más posibilidades de ser cierta que cualquiera de las que compiten hoy con ella, y sugiere que todo lo que puede saberse con certeza puede descubrirse tomando nuestra teoría como punto de partida, y liberándola gradualmente de todas las asunciones que parezcan irrelevantes, innecesarias o infundadas. Sobre estos supuestos, recomiendo que se le conceda atención como hipótesis y base de futuros trabajos, aunque no como una solución acabada o adecuada al problema con el que se enfrenta.

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