Misticismo y Lógica y otros ensayos

Capítulo V

Capítulo V

LAS MATEMÁTICAS Y LOS METAFÍSICOS

El siglo XIX, que se jactaba de la invención del vapor y de la evolución, podría haberse hecho acreedor a un título de fama más legítimo con el descubrimiento de las matemáticas puras. Esta ciencia, como la mayoría, fue bautizada mucho antes de nacer; y así encontramos a escritores que se referían, antes del siglo XIX, a lo que llamaban matemáticas puras. Pero si se les hubiera preguntado qué disciplina era ésta, sólo habrían podido decir que se componía de aritmética, álgebra, geometría, etcétera. Nuestros antecesores desconocían por completo qué tienen esas disciplinas en común y qué las distingue de las matemáticas aplicadas.

Las matemáticas puras fueron descubiertas por Boole, en una obra de 1854 que llamó Laws of Thought [Leyes del pensamiento]. De esta obra afirma numerosas veces que no es matemática, pero el hecho es que Boole era demasiado modesto para suponer que su libro era el primero que se escribía sobre matemáticas. También estaba equivocado al suponer que estaba tratando de las leyes del pensamiento: el problema de cómo piensa realmente la gente le parecía bastante irrelevante, y si este libro hubiera contenido de verdad las leyes del pensamiento, habría resultado curioso que nadie hubiera pensado de esa forma antes. De hecho, su libro se interesaba por la lógica formal, y eso es lo mismo que las matemáticas.

Las matemáticas puras constan exclusivamente de aserciones en el sentido de que si tal y tal proposición es verdadera con respecto a cualquier cosa, entonces tal y tal proposición distinta es verdadera con respecto a esa cosa. Resulta esencial no discutir si la primera proposición es realmente cierta, y no mencionar qué es esa cosa cualquiera de la que se supone que es verdad. Estos dos aspectos pertenecerían a las matemáticas aplicadas, de las que podemos deducir que si una proposición es cierta entonces también lo es otra. Estas reglas de inferencia constituyen la mayor parte de los principios de la lógica formal. Escogemos entonces cualquier hipótesis que parezca divertida y deducimos sus consecuencias. Si nuestra hipótesis trata de cualquier cosa, y no de una o más cosas particulares, entonces nuestras deducciones constituyen las matemáticas. Por consiguiente, estas últimas pueden definirse como la disciplina en que nunca sabemos de qué hablamos ni si lo que estamos diciendo es verdad. Espero que los que se han desconcertado al empezar a estudiar matemáticas encuentren consuelo en esta definición, y probablemente estarán de acuerdo en que es exacta.

Puesto que uno de los triunfos capitales de las matemáticas modernas consiste en haber descubierto qué son realmente las matemáticas, no vendrán mal unas pocas palabras adicionales sobre este tema. Es habitual empezar cualquier rama de las matemáticas (por ejemplo, la geometría) con cierta cantidad de ideas rudimentarias, que se suponen imposibles de definir, y cierta cantidad de proporciones o axiomas, que se suponen imposibles de probar. Pero el hecho es que, aunque haya indefinibles e indemostrables en todas las ramas de las matemáticas aplicadas, no los hay en las matemáticas puras, salvo los que pertenecen a la lógica general. La lógica, hablando en términos generales, se distingue por el hecho de que sus proposiciones pueden presentarse de forma que se apliquen a cualquier cosa. Todas las matemáticas puras (aritmética, análisis y geometría) se construyen mediante combinaciones de las ideas rudimentarias de la lógica, y sus proposiciones se deducen de los axiomas generales de ésta, como el silogismo y las demás reglas de inferencia.

Y esto ya no es un sueño o una aspiración. Por el contrario, ya se ha realizado en la mayor parte, y la más difícil, del dominio de las matemáticas; en los pocos casos restantes no hay ninguna dificultad especial, y ahora se está llevando a cabo rápidamente. Los filósofos han discutido durante siglos si era posible la deducción; los matemáticos se han sentado y han hecho la deducción. A los filósofos ya no les queda más que demostrar su reconocimiento agradecido.

La disciplina de la lógica formal, que ha demostrado finalmente ser idéntica a las matemáticas, fue inventada, como todo el mundo sabe, por Aristóteles, y constituyó el tema de estudio fundamental (al margen de la teología) de la Edad Media. Pero Aristóteles nunca pasó del silogismo, que es una parte muy pequeña del tema, y los escolásticos nunca pasaron de Aristóteles. Si nos pidieran alguna prueba de nuestra superioridad con respecto a los doctores medievales, podríamos encontrarla aquí. A lo largo de la Edad Media, casi todos los mejores sabios se consagraron a la lógica formal, mientras que en el siglo XIX, sólo una proporción infinitesimal del pensamiento mundial se dedicó a este tema. Sin embargo, se ha hecho más para progresar en esta disciplina en cada década desde 1850 que en todo el período que va desde Aristóteles hasta Leibniz. Se ha descubierto cómo hacer simbólico el razonamiento, como lo es en álgebra, de forma que las deducciones se efectúan mediante reglas matemáticas. Se han descubierto muchas reglas además del silogismo, y se ha inventado una nueva rama de la lógica, llamada Lógica de las Relaciones[10], para enfrentarse a problemas que desbordan por completo las aptitudes de la vieja lógica, aunque constituyan los contenidos fundamentales de las matemáticas.

No le resulta fácil al espíritu lego reparar en la importancia del simbolismo a la hora de discutir los fundamentos de las matemáticas, y la explicación puede parecer, a lo mejor, extrañamente paradójica. El hecho es que el simbolismo es útil porque hace las cosas difíciles. (Esto no es verdad en cuanto a las secciones superiores de las matemáticas, sino sólo en cuanto a los rudimentos). Lo que queremos saber es qué puede deducirse de qué. En los comienzos todo es evidente; y resulta muy difícil ver si una proposición evidente deriva de otra o no. La obviedad es la eterna enemiga de la exactitud. De ahí que inventemos una simbología nueva y difícil, en la que nada parezca obvio. Luego establecemos ciertas reglas para operar con los símbolos, y todo se vuelve mecánico. De esta forma descubrimos qué debe considerarse premisa y qué puede demostrarse o definirse. Por ejemplo, se ha demostrado que toda la aritmética y el álgebra requieren tres nociones indefinibles y cinco proposiciones indemostrables. Pero sin una simbología habría resultado muy difícil descubrirlo. Es tan obvio que dos y dos son cuatro, que difícilmente podemos volvernos lo suficientemente escépticos como para dudar de que se pueda demostrar. Y lo mismo puede decirse de otros casos en que hay que probar cosas evidentes.

Pero la demostración de proposiciones evidentes puede parecerles a los no iniciados una ocupación algo frívola. Podríamos contestar a esto que frecuentemente no es de ninguna manera evidente que una proposición obvia derive de otra proposición obvia; de forma que, cuando demostramos lo que es evidente con un método que no es evidente, en realidad estamos descubriendo verdades nuevas. Pero una réplica más interesante es que, desde el momento en que se ha intentado probar proposiciones obvias, se ha descubierto que muchas de ellas son falsas. La evidencia es a menudo una quimera, que nos llevará de seguro por mal camino si la tomamos como guía. Por ejemplo, nada resulta más natural que el que un conjunto tenga más divisiones que una parte, o que un número crezca al sumarle uno. Pero ahora se sabe que estas proposiciones suelen ser falsas. La mayoría de los números son infinitos, y si un número es infinito se le pueden sumar todos los unos que se quiera sin hacerlo variar lo más mínimo. Uno de los méritos de una prueba es que infunde cierta duda en cuanto al resultado demostrado; y cuando lo que es obvio puede demostrarse en algunos casos, pero en otros no, es posible suponer que en estos casos es falso.

El gran maestro del arte del razonamiento formal, entre los hombres de hoy, es un italiano, el profesor Peano, de la Universidad de Turín[11]. Ha reducido la mayor parte de las matemáticas (y él o sus seguidores las habrán reducido del todo con el tiempo) a una forma estrictamente simbólica, en la que no hay ninguna palabra.

En los libros corrientes de matemáticas hay sin duda menos palabras de las que casi todos los lectores desearían. Con todo, aparecen pequeñas frases, como por lo tanto, supongamos, considerando, o de ahí se sigue. Sin embargo, todas ellas son una concesión, y el profesor Peano las elimina. Por ejemplo, si queremos aprender toda la aritmética, el álgebra, el cálculo y todo lo que se suele llamar efectivamente matemáticas puras (menos geometría), debemos empezar por un diccionario de tres palabras. Un símbolo representante cero, otro número, y el tercero siguiente. Es necesario saber qué significan estas ideas si uno quiere convertirse en un aritmético. Pero después de inventar símbolos para estas tres ideas no es necesaria ninguna palabra más en todo el desarrollo. Todos los símbolos futuros se explican simbólicamente por medio de estos tres. Incluso pueden explicarse éstos mediante los conceptos de relación y clase; pero hay que recurrir para ello a la Lógica de las Relaciones, que el profesor Peano nunca ha suscrito. Hay que admitir que un matemático no debe saber mucho para empezar. En las matemáticas puras hay como máximo una docena de conceptos con los que se componen (incluyendo la geometría) todos los conceptos. El profesor Peano, que está ayudado por una escuela muy capaz de jóvenes italianos, ha mostrado cómo se puede hacer esto; y aunque el método que ha inventado aún puede desarrollarse mucho más de lo que él lo ha hecho, a él debe corresponderle el honor de ser su pionero.

Hace doscientos años, Leibniz previo la ciencia que ha perfeccionado Peano, y se esforzó por crearla. Su respeto a la autoridad de Aristóteles impidió que lo consiguiera, pues no lo podía considerar culpable de falacias definidas y formales; pero la disciplina que quiso crear existe ahora, a pesar del desprecio paternalista con que las personas superiores han tratado sus ideas. Partiendo de esta «característica universal», como él la llamaba, esperaba encontrar una solución a todos los problemas, y acabar con todas las discusiones.

Si surgieran controversias —dice—, no habría más necesidad de debate entre dos filósofos que entre dos contables. Bastaría con que cogieran sus plumas, se sentaran a sus mesas y se dijeran el uno al otro (con un amigo como testigo, si quisieran). «Calculemos».

Este optimismo ha resultado ser ahora algo excesivo; todavía quedan problemas cuya solución es dudosa, y disputas que el cálculo no puede zanjar. Pero el sueño de Leibniz se ha hecho realidad en un sector enorme de lo que antes era controvertido. En toda la filosofía de las matemáticas, que solía estar por lo menos tan llena de dudas como cualquier otra parte de la filosofía, el orden y la certeza han sustituido a la confusión y a la vacilación que reinaban antiguamente. Los filósofos, por supuesto, todavía no han descubierto este hecho, y siguen escribiendo sobre estos temas de acuerdo con la antigua usanza. Pero los matemáticos, por lo menos en Italia, pueden tratar ahora los principios de las matemáticas de una manera precisa y magistral, gracias a la cual la certeza de las matemáticas se extiende también a la filosofía matemática. De ahí que muchos de los temas que solían colocarse entre los grandes misterios (por ejemplo, las naturalezas del infinito, de la continuidad, del espacio, el tiempo y el movimiento) han dejado de estar sujetos en cualquier grado a duda o discusión. Los que deseen conocer la naturaleza de esas cosas no tienen más que leer los trabajos de hombres como Peano o Georg Cantor: ahí encontrarán exposiciones exactas e indudables de todos estos antiguos misterios.

En este mundo caprichoso nada es más caprichoso que la fama póstuma. Uno de los ejemplos más notables de la falta de criterio de la posteridad es el de Zenón de Elea. Este hombre, que puede considerarse el fundador de la filosofía del infinito, aparece en el Parménides de Platón en la situación privilegiada de instructor de Sócrates. Inventó cuatro argumentos, todos inconmensurablemente sutiles y profundos, para demostrar que el movimiento es imposible, que Aquiles no podrá adelantar nunca a la tortuga, y que una flecha que vuela está realmente en reposo. Después de que lo refutaran Aristóteles y todos los filósofos posteriores desde entonces hasta hoy, un profesor alemán, que probablemente no imaginó jamás tener alguna relación con Zenón, volvió a plantear estos argumentos, y preparó la base de un renacimiento de las matemáticas. Weierstrass[12], al prohibir categóricamente el uso de infinitesimales en matemáticas, ha demostrado por fin que vivimos en un mundo inalterable, y que una flecha que vuela está verdaderamente en reposo. El único error de Zenón residió en inferir (si es que lo hizo) que, puesto que el estado del cambio no existe, el mundo está en el mismo estado en un momento dado que en cualquier otro momento. Ésta es una consecuencia que no puede sacarse de ninguna forma; y en este aspecto del matemático alemán es más constructivo que el ingenioso griego. Weierstrass ha sido capaz de dotar a las paradojas de Zenón del aspecto respetable de banalidades, al materializar sus puntos de vista en las matemáticas, donde la familiaridad con la verdad elimina los prejuicios vulgares del sentido común; y si el amante de la razón encuentra el resultado menos delicioso que el valiente desafío de Zenón, en cualquier caso está mejor calculado para apaciguar a la masa de los universitarios.

A Zenón le preocupaban tres problemas, en realidad, todos planteados por el movimiento, pero más abstractos que él, y susceptibles de un tratamiento puramente aritmético. Son los problemas de lo infinitesimal, el infinito y la continuidad. Enunciar con claridad las dificultades que planteaban tal vez fuera realizar la parte más dura de la tarea del filósofo. Zenón lo hizo. Desde él hasta nuestros días, las mejores mentes de cada generación atacaron estos problemas por turnos, pero no consiguieron, hablando en general, nada. Sin embargo, en la actualidad tres hombres (Weierstrass, Dedekind y Cantor) no sólo han progresado en los tres problemas, sino que los han resuelto completamente. Las soluciones, para los que están familiarizados con las matemáticas, son tan claras que eliminan cualquier duda o problema. Este logro es probablemente el más grande de los que nuestra época puede vanagloriarse; y no conozco ninguna época (salvo tal vez la edad de oro de Grecia) que pueda ofrecer una prueba más convincente del genio trascendente de sus grandes hombres. De los tres problemas, Weierstrass resolvió el de lo infinitesimal; Dedekind inició la solución de los otros dos, que terminó definitivamente Cantor.

Lo infinitesimal tuvo antiguamente un importante papel en las matemáticas. Lo introdujeron los griegos, que consideraban que un círculo difería infinitesimalmente de un polígono con una inmensa cantidad de pequeñísimos lados iguales. Fue cobrando importancia gradualmente, hasta que pareció convertirse en el concepto fundamental de todas las matemáticas superiores cuando Leibniz inventó el cálculo infinitesimal. Carlyle cuenta, en su libro Frederick the Great [Federico el Grande], cómo solía hablarle Leibniz a la reina Sofía Carlota de Prusia acerca de lo infinitamente pequeño, y cómo le replicaba ella que no necesitaba instruirse sobre ese tema (el comportamiento de los cortesanos la había familiarizado por completo con él). Pero los filósofos y los matemáticos (que en su mayoría tenían menos trato con las cortes) siguieron discutiéndolo, aunque no realizaron ningún progreso. El cálculo requería la continuidad, y se suponía que la continuidad requería lo infinitamente pequeño; pero nadie pudo descubrir en qué consistía esto último. Estaba claro que no era exactamente el cero; porque se consideraba que una cantidad suficientemente larga de infinitesimales, sumados, constituían un número entero finito. Pero nadie podía descubrir una fracción que no fuera cero y al mismo tiempo no finita. Se llegó por consiguiente a un punto muerto. Pero, finalmente, Weierstrass descubrió que no se necesitaba para nada el infinitesimal, y que se podía realizar todo sin él. Por lo tanto, ya no había ninguna necesidad de suponer que existiera nada parecido. Así, pues, hoy en día los matemáticos están más honrados que Leibniz: en vez de hablar acerca de lo infinitamente pequeño, hablan sobre lo infinitamente grande, tema que, por muy apropiado que sea para los monarcas, parece interesarles aún menos, desgraciadamente, que lo infinitamente pequeño a los monarcas con los que hablaba Leibniz.

La eliminación de lo infinitesimal tiene consecuencias extrañas de todo tipo, a las que uno se ha acostumbrado gradualmente. Por ejemplo, el momento siguiente no existe. El intervalo entre un momento y el siguiente tendría que ser infinitesimal, puesto que si escogemos dos momentos con un intervalo finito entre ellos siempre habrá otros momentos en el intervalo. Por lo tanto, si no debe haber infinitesimales, no hay dos momentos verdaderamente consecutivos, sino que siempre hay otros momentos entre dos momentos cualesquiera. Por consiguiente, debe haber un número infinito de momentos entre dos cualesquiera; porque si hubiera un número finito, uno estaría más cerca del primero de los dos momentos, y por lo tanto sería el siguiente a ese momento. Podría pensarse que esto constituye un problema; pero, en realidad, aquí es donde entra la filosofía del infinito y lo soluciona todo.

Una cosa parecida ocurre en el espacio. Si partimos en dos cualquier trozo de materia, y dividimos en dos cada una de las mitades resultantes, y así sucesivamente, los pedazos se harán cada vez más pequeños, y en teoría los podemos hacer tan pequeños como queramos. Por muy pequeños que sean, aún pueden contarse y hacerse todavía más pequeños. Pero siempre tendrán algún tamaño finito, por pequeños que sean. De esta forma no alcanzamos nunca lo infinitesimal, y ningún número finito de divisiones puede llevarnos a los puntos. Y sin embargo hay puntos, sólo que no pueden alcanzarse mediante divisiones sucesivas. Aquí, otra vez, la filosofía del infinito nos muestra cómo es posible esto, y por qué los puntos no son medidas infinitesimales.

En lo que respecta al movimiento y al cambio, obtenemos resultados análogamente curiosos. La gente solía pensar que cuando una cosa cambia debe estar en un estado de movimiento. Se sabe ahora que esto es un error. Cuando un cuerpo se mueve, todo lo que puede decirse es que está en un lugar en un momento y en otro en otro momento. No debemos decir que estará en un lugar cercano en el instante siguiente, puesto que no existe instante siguiente. Los filósofos nos dicen con frecuencia que cuando un cuerpo está en movimiento cambia de posición al instante. Zenón dio una réplica definitiva a esta idea hace mucho tiempo: todo cuerpo está siempre donde está; pero los filósofos no acostumbran a conceder importancia a este tipo de réplicas tan sencillas y breves, y han seguido repitiendo hasta nuestros días las frases que suscitaron el ardor destructivo del eleático. Sólo recientemente se ha hecho posible explicar con detalle el movimiento conforme al tópico de Zenón, y en oposición a la paradoja del filósofo. Ahora podemos permitirnos por fin la cómoda creencia de que un cuerpo en movimiento está exactamente en el mismo lugar que ocupa como cuerpo en reposo. El movimiento consiste simplemente en el hecho de que los cuerpos están a veces en un lugar y a veces en otro, y que están en lugares intermedios en momentos intermedios. Sólo los que se han abierto el paso por la ciénaga de la especulación filosófica en este tema pueden apreciar qué liberación de los antiguos prejuicios supone este sencillo y claro lugar común.

La filosofía de lo infinitesimal, como acabamos de ver, es básicamente negativa. La gente solía creer en ella, y ahora han descubierto su error. La filosofía del infinito, por otra parte, es totalmente positiva. Antiguamente se suponía que los números infinitos, y el infinito matemático en general, eran contradictorios en sí mismos. Pero como resultaba obvio que había infinitos (por ejemplo, el número de números) las contradicciones de lo infinito parecían inevitables, y la filosofía había entrado aparentemente en un callejón sin salida. Este problema condujo a las antinomias de Kant, y de ahí, más o menos indirectamente, a gran parte del método dialéctico de Hegel. Casi toda la filosofía actual está preocupada por el hecho (del que muy pocos filósofos son conscientes hasta ahora) de que se hayan resuelto de una vez por todas las antiguas y respetables contradicciones del concepto de infinito. El método con que se ha hecho esto es de lo más interesante e instructivo. En primer lugar, aunque se había hablado a placer acerca del infinito ya desde los comienzos del pensamiento griego, a nadie se le había ocurrido preguntar: «¿Qué es el infinito?». Si se le hubiera pedido a cualquier filósofo una definición del infinito, habría aducido un galimatías ininteligible, pero desde luego habría sido incapaz de dar una definición que tuviera sentido. Hace veinte años aproximadamente, Dedekind y Cantor plantearon esta pregunta y, lo que es más destacable, la contestaron. Encontraron, por decirlo así, una definición absolutamente precisa de un número infinito o de un conjunto infinito de cosas. Éste fue el primer paso, y tal vez el más importante. Aún quedaban por examinar las supuestas contradicciones de este concepto. Aquí procedió Cantor de la única forma apropiada. Tomó parejas de proposiciones contradictorias, en las que se consideraban generalmente demostrables ambos lados de la contradicción, y examinó severamente las supuestas pruebas. Descubrió que todas las pruebas contrarias al infinito utilizaban cierto principio, a primera vista obviamente verdadero, pero destructivo, por sus consecuencias, de casi todas las matemáticas. Las pruebas favorables al infinito, por otra parte, no utilizaban ningún principio que tuviera consecuencias negativas. Parecía, por consiguiente, que el sentido común se hubiera dejado engañar por una máxima equívoca y que, en cuanto se rechazaba esa máxima, todo iba bien.

La máxima en cuestión es que si un conjunto es parte de otro, aquél tiene menos elementos que éste. Esta máxima es verdad en el caso de los números finitos. Por ejemplo, los ingleses sólo son parte de los europeos, y hay menos ingleses que europeos. Pero cuando llegamos a los números infinitos esto deja de ser verdad. Esta ruptura de la máxima nos proporciona la definición exacta del infinito. Un conjunto de elementos es infinito cuando tiene como partes otros conjuntos que tienen tantos elementos como él. Si podemos quitar algunos de los elementos de un conjunto sin reducir el número de ellos, entonces el conjunto tiene un número infinito de elementos. Por ejemplo, hay exactamente tantos números pares como números en total, puesto que cada número puede multiplicarse por dos. Esto puede apreciarse poniendo juntos los números impares y pares en una fila y sólo los pares en una fila inferior:

1, 2, 3, 4, 5, ad infinitum.

2, 4, 6, 8, 10 ad infinitum.

Obviamente, hay tantos números en la fila inferior como en la superior, porque hay uno debajo de cada uno de los de arriba. Esta propiedad, que antiguamente se consideraba una contradicción, se transforma ahora en una definición inofensiva del infinito, y muestra, en el caso anterior, que la cantidad de números finitos es infinita.

Pero los no iniciados pueden preguntarse cómo es posible utilizar un número que no puede contarse. Resulta imposible contar todos los números uno por uno porque, por muchos que contemos, siempre quedarán otros. El hecho es que contar es una forma muy vulgar y elemental de descubrir cuántos elementos tiene un conjunto. Y, en cualquier caso, la cuenta nos proporciona lo que los matemáticos llaman el número ordinal de nuestros elementos; es decir, dispone nuestros elementos en un orden o serie, y su resultado nos dice qué tipo de serie origina esta disposición. En otras palabras, es imposible contar cosas sin contar primero unas y luego otras, de forma que el hecho de contar siempre tiene algo que ver con el orden. Ahora bien, cuando sólo hay un número finito de elementos podemos contarlos en el orden que queramos; pero cuando hay un número infinito, la cuenta nos dará resultados muy diferentes según la manera en que llevemos a cabo la operación. Así pues, el número ordinal, que es el resultado de lo que puede llamarse cuenta en sentido general, depende no sólo de los elementos que tengamos, sino también (cuando el número de ellos es infinito) de la forma en que estén dispuestos.

Los números infinitos fundamentales no son ordinales, sino cardinales, como se les llama. No se obtienen ordenando nuestros elementos y contándolos, sino por un método diferente, que para empezar nos dice si dos conjuntos tienen el mismo número de elementos o, si no, cuál es el más grande[13]. No nos dice, de la manera en que lo hace la cuenta, qué cantidad de elementos tiene un conjunto; pero si definimos un número como el número de elementos de tal y cual conjunto, entonces este método nos permite descubrir si otro conjunto que pueda mencionarse tiene más o menos elementos. Una ilustración mostrará cómo se hace esto. Si existiera un país donde, por una razón u otra, fuera imposible hacer un censo, pero en el que se supiera que cada hombre tiene una mujer y cada mujer un marido, entonces (suponiendo que la poligamia no fuera un institución nacional) deberíamos saber, sin contarlos, que hay exactamente tantos hombres como mujeres en este país, ni uno más ni uno menos. Este método puede aplicarse de forma general. Si hay una relación, como el matrimonio, que une a cada una de las cosas de un conjunto con una de las cosas de otro conjunto y viceversa, entonces los dos conjuntos tienen el mismo número de elementos. De esta forma descubrimos que hay tantos números pares como números en total. Cada número puede multiplicarse por dos, y cada número par puede dividirse por dos, y los dos procesos sólo hacen corresponder un número al que se ha multiplicado o dividido por dos. De esta forma podemos encontrar un número indefinido de conjuntos, cada uno de los cuales tiene exactamente tantos elementos como números finitos hay. Si a cada elemento de un conjunto puede hacérsele corresponder un número, y se usan una vez y sólo una todos los números finitos en el proceso, entonces nuestro conjunto debe tener exactamente tantos elementos como números finitos hay. Éste es el método general mediante el cual se definen los números de los conjuntos finitos.

Pero no debe suponerse que todos los números infinitos son iguales. Por el contrario, hay infinitamente más números infinitos que finitos. Hay más maneras de disponer los números finitos en diferentes tipos de series que números finitos. Existen probablemente más puntos en el espacio y más momentos en el tiempo que números finitos. Hay exactamente tantas fracciones como números enteros, aunque la cantidad de fracciones entre dos números enteros cualesquiera es infinita. Pero hay más números irracionales que números enteros o fracciones. Probablemente, hay exactamente tantos puntos en el espacio como números irracionales, y exactamente tantos puntos en una línea de una millonésima de pulgada de longitud que en todo el espacio infinito. Existe un número superior a todos los números infinitos, que es el de todas las cosas juntas, de todo tipo y especie. Es obvio que no puede haber un número superior a éste porque, si se ha eliminado todo, no queda nada que sumar. Cantor tiene una prueba de que no hay ningún número superior, y si esta prueba fuera válida, las contradicciones del infinito volverían a aparecer de una manera sublimada. Pero en este punto concreto el maestro ha cometido una falacia muy sutil, que espero poder explicar en algún trabajo futuro[14]

Podemos comprender ahora por qué Zenón creía que Aquiles no podía adelantar a la tortuga y por qué sí puede adelantarla en realidad. Veremos que todos los que no estaban de acuerdo con Zenón no tenían derecho a ello, porque todos aceptaban premisas de las que se derivaba su conclusión. El argumento es el siguiente: supongamos que Aquiles y la tortuga echan a correr simultáneamente por una carretera, y se le concede a la tortuga (equitativamente) una ventaja inicial. Digamos que Aquiles corre dos veces, o diez, o cien veces más rápido que la tortuga. En ese caso nunca la alcanzará, puesto que en cada momento la tortuga está en algún lugar y Aquiles en otro; y ninguno está dos veces en el mismo lugar mientras dura la carrera. De forma que la tortuga va a tantos sitios como Aquiles, porque cada uno está en un lugar en un momento y en otro en otro momento distinto. Pero para que Aquiles alcanzara a la tortuga los lugares en que hubiera estado ésta deberían ser sólo una parte de los lugares en que hubiera estado Aquiles. Debemos suponer que Zenón recurría aquí a la máxima de que el todo tiene más elementos que una de sus partes[15]. Por consiguiente, si Aquiles adelantara a la tortuga habría estado en más lugares que ella; pero vimos que debía haber estado, en un período dado, en tantos lugares exactamente como la tortuga. De ahí deducimos que nunca podrá alcanzarla. Este argumento es estrictamente correcto si admitimos el axioma de que el todo tiene más elementos que la parte. Como la conclusión es absurda, hay que rechazar el axioma, y entonces todo va bien. Pero no puede decirse nada elogioso de los filósofos de los últimos dos mil años, que aceptaron todos el axioma y negaron la conclusión.

El mantenimiento de este axioma conduce a contradicciones absolutas, mientras que su rechazo sólo nos lleva a cosas curiosas. Hay que confesar que algunas de estas curiosidades lo son en extremo. Una de ellas, que llamo la paradoja de Tristram Shandy, es la contraria de la de Aquiles, y demuestra que la tortuga, si se le concede tiempo, irá exactamente tan lejos como Aquiles. Tristram Shandy, como sabemos, empleó dos años en hacer la crónica de sus dos primeros días de vida, y se lamentaba de que a esa velocidad el material se acumularía más rápido de lo que lo podría despachar, de forma que, con el pasar de los años, estaría cada vez más alejado del final de su historia. Yo sostengo que, si hubiera vivido eternamente y no hubiera desfallecido en su labor, entonces, incluso si su vida hubiera seguido siendo tan agitada como empezó, no habría quedado ninguna parte de su biografía por escribir. Pensemos que el centésimo día sería descrito el año número cien, el milésimo el año mil, etcétera. Cualquier día que escojamos, por lejos que esté para que no pueda esperar alcanzarlo, estará descrito en el año correspondiente. De forma que cualquier día que pueda mencionarse será explicado tarde o temprano, y por lo tanto ninguna parte de la biografía quedará sin escribirse de forma permanente. Esta proposición paradójica pero completamente verdadera se debe al hecho de que el número de días en todo el tiempo posible no es superior al número de años.

Así pues, es imposible no llegar a conclusiones en el tema del infinito que a primera vista no parezcan paradójicas, y ésta es la razón de que tantos filósofos hayan supuesto que había contradicciones inherentes al infinito. Pero un poco de práctica nos capacita para comprender los verdaderos principios de la doctrina de Cantor, y para adquirir un instinto nuevo y mejor en cuanto a lo verdadero y lo falso. Las rarezas se vuelven entonces tan raras como las gentes de las antípodas, que solían creerse inexistentes por lo incómodo que les habría resultado vivir cabeza abajo.

La solución de los problemas relativos al infinito le ha permitido también a Cantor resolver los problemas de la continuidad. Le ha dado una definición absolutamente precisa, como al infinito, y ha demostrado que no hay contradicciones en el concepto definido de esa manera. Pero este tema es tan técnico que resulta imposible dar aquí ninguna explicación acerca de él.

El concepto de continuidad se basa en el de orden, puesto que la continuidad es simplemente un tipo particular de orden. Las matemáticas, en los tiempos modernos, han dado cada vez más prominencia al orden. Antiguamente se suponía (y los filósofos son capaces de seguir suponiéndolo) que la cantidad era el concepto fundamental de las matemáticas. Pero hoy en día ha sido desterrada por completo, salvo de una pequeña zona de la geometría, mientras que el orden reina de forma cada vez más absoluta. La investigación de diferentes tipos de series y de sus relaciones constituye ahora una parte muy amplia de las matemáticas, y se ha descubierto que puede realizarse sin referencia alguna a la cantidad y, en su mayor parte, sin ninguna referencia al número. Todos los tipos de series pueden definirse formalmente, y sus propiedades pueden deducirse de los principios de la lógica simbólica gracias al álgebra de las relaciones. El concepto de límite, que es fundamental en la mayor parte de las matemáticas superiores, solía definirse por medio de la cantidad, como un elemento al que los elementos de algunas series se acercaban tanto como quisiéramos. Pero hoy en día el límite se define de forma bastante diferente, y las series que limita no pueden aproximársele nada. Este perfeccionamiento también se debe a Cantor, y ha revolucionado las matemáticas. Sólo el orden tiene ahora relevancia para los límites. Así, por ejemplo, el más pequeño de los números enteros infinitos es el límite de los enteros finitos, aunque todos ellos estén a una distancia infinita de ese límite. El estudio de los diferentes tipos de series es una disciplina general de la que el estudio de los números ordinales (citados antes) es una rama especial y muy interesante. Pero los inevitables tecnicismos de este tema lo hacen imposible de explicar a quien no sea matemático declarado.

La geometría, como la aritmética, ha sido incluida en los últimos tiempos en el estudio general del orden. Antiguamente se suponía que la geometría era el estudio de la naturaleza del espacio en que vivimos, y, por consiguiente, los que opinaban que lo que existe sólo se puede conocer empíricamente instaban a que se incluyera dentro de las matemáticas aplicadas. Pero el incremento de los sistemas no euclidianos ha hecho gradualmente manifiesto que la geometría no arroja más luz sobre la naturaleza del espacio que la aritmética sobre la población de Estados Unidos. La geometría es una recopilación completa de ciencias deductivas basadas en una recopilación correspondiente de conjuntos de axiomas. Un conjunto de axiomas es el de Euclides; otros conjuntos igualmente valiosos de axiomas conducen a otros resultados. El que los axiomas de Euclides sean verdaderos es un problema que le resulta indiferente al matemático puro; y, lo que es más, es un problema al que no puede responderse teóricamente con seguridad de forma afirmativa. Posiblemente podría demostrarse con mediciones muy cuidadosas que los axiomas de Euclides son falsos; pero ninguna medición podría darnos la certeza (debido a los errores de observación) de que sean exactamente verdaderos. Por ello el geómetra deja que el hombre de ciencia decida, lo mejor que pueda, qué axiomas están más cerca de la verdad en el mundo real. El geómetra toma cualquier conjunto de axiomas que parezca interesante y deduce sus consecuencias. En este sentido, lo que define a la geometría es que los axiomas deben generar series de más de una dimensión. Y es aquí donde la geometría se vuelve una parte del estudio del orden.

En geometría, como en otras divisiones de las matemáticas, Peano y sus discípulos han realizado trabajos de un valor inestimable en lo que respecta a los principios. Antiguamente, tanto los filósofos como los matemáticos opinaban que las pruebas en geometría se basaban en las figuras; hoy en día se sabe que esto es falso. En los mejores libros no hay ninguna figura. El razonamiento sigue las reglas estrictas de la lógica formal a partir de un conjunto de axiomas formulados como punto de partida. Si se utiliza una figura, parecen derivarse obviamente de ella todo tipo de cosas que ningún razonamiento formal puede demostrar a partir de los axiomas explícitos, y que solamente se aceptan en realidad porque son obvias. Al desterrar la figura, se hace posible descubrir todos los axiomas necesarios; y de esta forma se revelan todo tipo de posibilidades que de otra manera habrían pasado inadvertidas.

Desde el punto de vista de la exactitud, se ha realizado un gran progreso al introducir los puntos a medida que se hacían necesarios, y no empezar, como se hacía anteriormente, por asumir el espacio en su totalidad. Este método se debe en parte a Peano y en parte a otro italiano llamado Fano. Para los que no están acostumbrados a él, tiene cierto aire de pedantería deliberada. En este sentido, empezamos por los siguientes axiomas: 1) Hay una clase de entidades llamadas puntos. 2) Hay como mínimo un punto. 3) Si a es un punto, hay por lo menos otro punto además de a. Introducimos entonces la línea recta que une dos puntos, y volvemos a empezar por 4), a saber, en la línea recta que une a y b, hay por lo menos otro punto además de a y b. 5) Hay por lo menos un punto fuera de la línea ab.

Y se continúa así hasta que tenemos los medios de obtener tantos puntos como necesitamos. Pero la geometría, como señala humorísticamente Peano, no utiliza nunca la palabra espacio.

Los rígidos métodos empleados por los geómetras modernos han destronado a Euclides de su pedestal de corrección. Se pensaba hasta hace poco que, como comentó Sir Henry Savile en 1621, sólo había dos defectos en Euclides: la teoría de las paralelas y la teoría de la proporción. Se sabe ahora que éstos son casi los únicos puntos en que Euclides no comete ningún error. Comete equivocaciones innumerables en sus primeras ocho proposiciones. Es decir, no sólo es dudoso que sus axiomas sean verdaderos, lo que es un asunto comparativamente trivial, sino que es seguro que sus proposiciones no se derivan de los axiomas que enuncia. Precisa, para demostrar sus proposiciones, de una cantidad inmensamente mayor de axiomas, que utiliza inconscientemente. Hasta en la primera de las proposiciones, en que construye un triángulo equilátero a partir de una base dada, emplea dos círculos que, se supone, se cortan. Pero ningún axioma explícito nos asegura que lo haga, y en algunos tipos de espacio no siempre se cortan. No queda bastante claro si nuestro espacio pertenece a uno de estos tipos o no. Por lo tanto, Euclides fracasa por completo al demostrar su idea desde la primera proposición. Como no es ciertamente un autor sencillo y es terriblemente prolijo, sólo puede tener un interés histórico. En estas circunstancias, es verdaderamente un escándalo que aún hoy se les enseñe este autor a los niños de las escuelas de Inglaterra[16]. Un libro debería ser inteligible o ser verdadero; combinar las dos cosas es imposible, pero carecer de ambas es ser indigno de un lugar como el que Euclides ha ocupado en la educación.

El resultado más notable de los métodos modernos en matemáticas es la importancia de la lógica simbólica y del formalismo rígido. Los matemáticos, bajo la influencia de Weierstrass, han mostrado en los tiempos modernos una preocupación por la precisión y una aversión por el razonamiento negligente que no se habían observado anteriormente entre ellos desde la época de los griegos. Las grandes invenciones del siglo XVII (la geometría analítica y el cálculo infinitesimal) fueron tan fecundas en resultados nuevos que los matemáticos no tuvieron tiempo ni ganas de examinar sus fundamentos. Los filósofos, que deberían haber asumido esa tarea, tenían demasiada poca habilidad matemática para inventar las nuevas ramas de las matemáticas que se han revelado ahora necesarias para cualquier discusión adecuada. Así, los matemáticos sólo despertaron de sus «adormilamientos dogmáticos» cuando Weierstrass y sus seguidores mostraron que muchas de sus proposiciones más queridas son falsas en general. Macaulay, comparando la certeza de las matemáticas con la inseguridad de la filosofía, pregunta quién ha oído hablar alguna vez de una reacción contra el teorema de Taylor. Si hubiera vivido en esta época, él mismo podría haber oído hablar de ella, pues es precisamente uno de los teoremas que las investigaciones modernas han derribado. Golpes tan rudos contra la fe matemática han generado ese gusto por el formalismo que les resulta, a quienes desconocen su causa, mera pedantería escandalosa.

La prueba de que todas las matemáticas puras, incluyendo la geometría, no son más que lógica formal es un golpe mortal para la filosofía kantiana. Kant, comprendiendo correctamente que las proposiciones de Euclides no podían deducirse de sus axiomas sin ayuda de las figuras, inventó una teoría del conocimiento para justificar este hecho; lo justificó con tanto éxito que cuando se demuestra que es un mero defecto de Euclides, y no resultado de la naturaleza del razonamiento geométrico, hay que abandonar también la teoría de Kant. Toda la doctrina de las instituciones a priori, con la que Kant explicaba la posibilidad de las matemáticas puras, es absolutamente inaplicable a las matemáticas en su forma actual. Las doctrinas aristotélicas de los escolásticos se acercan más en espíritu a las que sugieren las matemáticas modernas; pero a los escolásticos les estorbaba el hecho de que su lógica formal era muy deficiente, y de que la lógica filosófica basada en el silogismo adolecía de una estrechez similar. Lo que hace falta ahora es desarrollar la lógica matemática lo más posible, reconocer completamente la importancia de las relaciones, y luego fundar sobre esta firme base una nueva lógica filosófica, que puede esperar extraer algo de la exactitud y certeza de su fundamento matemático. Si puede hacerse esto con éxito, está plenamente justificado esperar que el futuro próximo sea una época tan importante para la filosofía pura como el pasado inmediato lo ha sido para los principios de las matemáticas. Los grandes triunfos inspiran las grandes esperanzas, y el pensamiento puro puede conseguir, en nuestra generación, resultados que equiparen nuestro tiempo, en este sentido, con la época más dorada de Grecia[17].

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