La letra escarlata

14. - Hester y el médico

14. - Hester y el médico

Hester mandó a la pequeña Perla que corriese hasta la orilla del agua y jugase allí con las conchas y las algas marinas mientras ella hablaba con aquel hombre que recogía hierbas. La niña se alejó como un pájaro y, descalzándose, empezó a corretear por las húmedas orillas del mar. De vez en cuando se detenía para mirar, llena de curiosidad, dentro de los charcos que la marea baja había dejado en la arena y en los que podía ver, como en un espejo, su cara. Desde fuera del charco se asomaba la imagen de una niña de brillantes rizos de cabello oscuro alrededor de su cabeza, y una sonrisa de duendecillo en los ojos; y como Perla no tenía más compañera de juegos que esa imagen, la invitaba a que la cogiera de la mano y fuese a corretear con ella. Pero la pequeña visión del charco, por su parte, parecía decirle con un gesto: «¡Éste sitio es mejor! ¡Entra tú al charco!». Y Perla se metía en el agua hasta las rodillas y contemplaba sus blancos piececitos en el fondo mientras de una profundidad todavía mayor surgía el resplandor de una especie de sonrisa fragmentada flotando a un lado y otro de las agitadas aguas.

Entre tanto, su madre había llegado junto al médico.

—Quisiera hablar dos palabras con usted —le dijo—, sobre algo muy importante para nosotros.

—¡Ajá! De modo que es Mistress Hester la que tiene dos palabras para el viejo Roger Chillingworth… —respondió él, incorporándose—. ¡De todo corazón! En todas partes lo único que oigo son cosas buenas de usted. Ayer, sin ir más lejos, un magistrado sabio y virtuoso hablaba de sus cosas, Mistress Hester, y me comentó que se había tratado de usted en el Consejo. Discutieron si podían permitirle, sin peligro para el bien público, quitarse del pecho esa letra escarlata. Le juro por mi vida, Hester, que rogué al respetable magistrado que así se hiciera.

—No depende del favor de los magistrados quitar de mi pecho esta marca —contestó muy tranquila Hester—. Si yo fuese merecedora de que se quitase, caería por su propio peso o se transformaría en algo que tuviese un significado distinto.

—Siga llevándola entonces, si es lo que le conviene —prosiguió él—. Las mujeres deben seguir sus propias fantasías en lo que atañe al adorno de sus personas. ¡La letra está alegremente bordada y brilla muy airosa en su pecho!

Durante todo este tiempo, Hester había estado observando detenidamente al anciano: quedó pasmada y maravillada al mismo tiempo al ver el cambio producido en él en los últimos siete años. No le sorprendía que hubiese envejecido, porque, si eran visibles las huellas del paso del tiempo, llevaba bien sus años y parecía conservar un vigor lleno de nervio y viveza. Pero el antiguo aspecto de intelectual y hombre estudioso, tranquilo y reposado, que es lo que mejor recordaba de él, se había desvanecido; ahora lo reemplazaba una mirada ansiosa, ávida, casi feroz, y sin embargo cuidadosamente cauta. Daba la impresión de que su deseo y propósito era enmascarar esa expresión con una sonrisa; pero esa sonrisa le traicionaba y se reflejaba sobre su semblante en forma de mueca tan burlona que el espectador podía apreciar mejor aún su negrura. Además, de sus ojos brotaba constantemente un destello de luz rojiza, como si el alma del viejo estuviese incendiándose y se mantuviese en forma de brasas dentro del pecho hasta que, por algún soplo circunstancial de la pasión, ardiese en momentánea llama. Reprimía tales impulsos con la mayor rapidez posible, y se afanaba por mirar como si nada de aquello hubiese ocurrido.

En una palabra, el viejo Roger Chillingworth era una evidencia notable de la facultad del hombre para transformarse en diablo con solo desear asumir, durante un espacio de tiempo razonable, el oficio de demonio. Aquel desgraciado ser había conseguido esa transformación dedicándose durante siete años al análisis constante de un corazón atormentado, hecho que le proporcionaba grandes goces y añadía combustible a las crueles torturas que analizaba y en las que encontraba placer.

La letra escarlata quemaba sobre el pecho de Hester. Delante de ella había otro ser en ruinas, cuya responsabilidad le alcanzaba en parte.

—¿Qué es lo que ve en mi cara? —preguntó el médico—. ¿Qué mira en ella con tanto interés?

—Algo que me haría llorar si hubiera lágrimas suficientemente amargas —respondió ella—. Pero dejemos eso. Ahora sólo deseo hablar de aquel hombre desdichado.

—¿Qué pasa con él? —exclamó Roger Chillingworth lleno de ansiedad, como si le gustase el tema y le agradase tener una oportunidad para discutirlo con la única persona a la que podía confiarse—. A decir verdad, Mistress Hester, ahora mismo estaba pensando en ese caballero. Hable con toda franqueza, y yo le responderé igual.

—La última vez que usted y yo hablamos —dijo Hester—, hará unos siete años, se empeñó usted en arrancarme la promesa de mantener en secreto la antigua relación que mantuvimos usted y yo. Como la vida y la reputación de aquel hombre estaban en sus manos, no tuve otra elección que callar, de acuerdo con sus deseos. Pero me comprometí a ese silencio no sin grandes recelos, pues, habiéndome liberado de cualquier deber para con los seres humanos, seguía teniendo uno hacia él, y algo me decía en mi interior que le estaba traicionando al plegarme a seguir su consejo. Desde aquel día, nadie ha estado tan cerca de él como usted. Sigue todos sus pasos. Permanece a su lado noche y día. Escudriña sus pensamientos. Hurga y roe dentro de su corazón. Sus garras se han apoderado de su vida y diariamente provoca usted en él una muerte en vida. ¡Y aún así, él no le conoce! Permitiendo todo esto he obrado de forma desleal con el único hombre con el que todavía podía ser leal.

—¿Tenía usted elección? —preguntó Roger Chillingworth—. A mi dedo le bastaba señalar a ese hombre para que se abismase del púlpito a un calabozo, y del calabozo posiblemente a la horca.

—¡Mejor hubiera sido! —dijo Hester Prynne.

—¿Qué daño le había hecho yo? —preguntó Roger Chillingworth de nuevo—. Te juro, Hester Prynne, que los honorarios más altos cobrados por cualquier médico de un rey no bastarían para pagar los cuidados que he empleado en este miserable sacerdote. Pero, de no ser por mi ayuda, su vida se hubiera consumido llena de tormentos, a los dos años de la perpetración de su crimen y del tuyo. Porque su espíritu, Hester, carece de la fortaleza del tuyo para sobrellevar una carga como la de la letra escarlata. ¡Qué gran secreto podría yo revelar! Pero basta ya. He hecho por él hasta la saciedad cuanto el arte puede hacer. Si ahora alienta y se arrastra sobre la tierra, a mí me lo debe.

—Más le hubiera valido morirse entonces —dijo Hester Prynne.

—Tienes razón, mujer —exclamó el viejo Roger Chillingworth, permitiendo que el lívido fuego de su corazón destellase de sus ojos—. ¡Más le hubiera valido morirse entonces! Ningún mortal ha sufrido lo que ha sufrido este hombre. ¡Y todo en presencia de su peor enemigo! Ha palpado mi presencia, ha sentido una influencia que siempre vivía en él como una maldición. Mediante algún sentido espiritual, pues el Creador nunca hizo otro ser más sensitivo que éste, sabía que no era una mano amiga la que pulsaba las cuerdas de su corazón, y que unos ojos escudriñaban su alma en busca de maldad, y la encontraban. Pero no sabía que esos ojos y esa mano eran los míos. Con la superstición característica de los seres humanos, se creyó dominado por un espíritu del mal, torturado por pesadillas espantosas, por pensamientos sin esperanza, por el aguijón del remordimiento: por todo eso desesperó de conseguir el perdón; era una especie de anticipo de lo que le esperaba después de la tumba. Y no, aquello sólo era la constante sombra de mi presencia; la cercanía más íntima del hombre al que había engañado de la forma más vil era lo que le hacía existir gracias al perpetuo veneno de su venganza más horrenda. Sí, es verdad, no se equivocaba, vivía codo a codo con un espíritu del mal. Con un ser humano, que tuvo una vez un corazón, convertido en demonio para atormentarlo.

Mientras pronunciaba estas palabras, el desventurado médico alzó sus manos con una mirada de horror, como si hubiera visto alguna sombra espantosa que no podía reconocer invadiendo el lugar de su propia imagen en un espejo. Era uno de esos momentos —que ocurren una sola vez cada muchos años— en los que el aspecto moral del hombre se revela con toda fidelidad a los ojos de su mente. Probablemente nunca se había visto de aquel modo a sí mismo hasta entonces.

—¿No le has torturado ya bastante? —dijo Hester, percibiendo la mirada del viejo—. ¿No te lo ha pagado todo?

—No, no. Su deuda no ha hecho sino aumentar —respondió el médico; y, a medida que seguía hablando, sus ademanes perdieron sus rasgos más crueles para dejar paso a la melancolía—. ¿Recuerdas, Hester, cómo era yo hace nueve años? Incluso entonces ya me hallaba en el otoño de mi vida, no en sus inicios. Pero toda mi vida había transcurrido por los senderos de la seriedad, el estudio, el pensamiento y la calma, empleados con plena conciencia en el enriquecimiento de mi propio saber y, con plena conciencia también, dedicados al progreso del bienestar humano, aunque este último propósito fuera secundario. Ninguna vida fue tan pacífica e inocente como la mía: pocas vidas tan ricas con las cualidades que me habían sido otorgadas. ¿Me recuerdas? Aunque tú me creyeras frío, ¿no era yo un hombre preocupado por los demás y muy poco ambicioso para mí mismo, un hombre amable, veraz, justo y de constantes cuando no ardientes afectos? ¿No era yo todo eso?

—Todo eso y más —dijo Hester.

—¿Y qué soy ahora? —preguntó Roger Chillingworth mirándola directamente a la cara y permitiendo que toda su maldad se reflejara en sus rasgos—. ¡Ya te he dicho lo que soy! ¡Un demonio! ¿Quién me ha hecho así?

—¡Fui yo! —exclamó Hester temblando—. Fui yo, no menos que él. ¿Por qué no te has vengado en mí?

—A ti te he abandonado a la letra escarlata —replicó Roger Chillingworth—. Si eso no me ha vengado, más no puedo hacer.

Puso el dedo sobre el emblema de la infamia, con una sonrisa.

—¡Te ha vengado! —replicó Hester Prynne.

—Es lo que creo —dijo el médico—. Y ahora, ¿qué pretendes de mí por lo que se refiere a ese hombre?

—Tengo que revelar el secreto —contestó Hester con firmeza—. Él debe conocerte en tu verdadero carácter. No sé qué puede ocurrir, pero debo pagarle la antigua deuda de lealtad que le debo, porque he causado su perdición y su ruina. En cuanto a la pérdida o conservación de su fama y su posición en el mundo, y quizá su propia vida, todo eso está en tus manos. Y no es que yo crea —yo, a quien la letra escarlata ha devuelto a la verdad, aunque sea la verdad del hierro candente la que penetra en mi alma— que gane mucho por seguir viviendo una existencia horrorosa y vacía, y por eso me vea obligada a implorar tu piedad. ¡Haz con él lo que quieras! ¡Ya no hay posibilidad de bien para él, ni para mí, ni para ti! ¡No hay posibilidad de bien para la pequeña Perla! ¡No existe ningún camino que pueda sacarnos de este funesto laberinto!

—Bien hubiera podido compadecerte, mujer —dijo Roger Chillingworth, sin poder contener un estremecimiento de admiración ante la forma casi majestuosa con que Hester expresaba su desesperación—. Tienes grandes cualidades. Si hubieras tropezado con un amor mejor que el mío, tal vez no se hubiera producido esta maldad. Te compadezco, por todo lo bueno que se ha desperdiciado en tu naturaleza.

—Y yo a ti —contestó Hester Prynne— por el odio que ha transformado a un hombre sabio y justo en un demonio. ¿Podrás expulsarlo de tu alma y llegar a ser nuevamente un ser humano? Si no por él, al menos por ti. Perdona, y deja su castigo en manos del Poder que lo reclama. Acabo de decirte que no hay posibilidad de bien para él, ni para ti, ni para mí; los tres vagamos juntos por este brumoso laberinto del mal, tropezando a cada paso bajo el peso de la culpa con que hemos sembrado nuestro camino. Pero no es así. Todavía hay una posibilidad de bien para ti, sólo para ti, porque has estado profundamente engañado, y de ti depende el perdón. ¿Vas a despreciar ese privilegio único? ¿Vas a rechazar ese beneficio de inapreciable valor?

—¡Calla, Hester, calla! —replicó el anciano con altivez sombría—. No depende de mí el perdón. No tengo ese poder de que me hablas. Mi antigua fe, largo tiempo olvidada, vuelve a mí y me explica todo lo que hacemos y todo lo que sufrimos. Cuando diste tu primer paso en falso, sembraste el germen del mal, y desde ese momento todo ha sido tristemente necesario. Tú, que me engañaste, no eres pecadora, salvo en una especie de engaño ilusorio; ni yo soy una especie de espíritu malo que hubiera arrancado su oficio de las garras del demonio. Es nuestro destino. ¡Deja que la flor negra florezca siguiendo su capricho! Sigue tu camino y haz lo que quieras con ese hombre.

Hizo un gesto con la mano y reanudó su tarea de recoger hierbas.

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