La letra escarlata

8. - La niña-duende y el pastor

8. - La niña-duende y el pastor

El gobernador Bellingham, vestido con una amplia bata y un sencillo gorro —como gusta estar a los caballeros mayores cuando permanecen en la intimidad de su hogar— caminaba delante y parecía estar mostrando sus dominios y explicándoles sus proyectos de mejora. La amplia circunferencia de una trabajada gola, bajo su barba gris, a la antigua usanza del reinado del rey Jacobo, proporcionaba a su cabeza parecido no pequeño con la de Juan el Bautista sobre una bandeja. La impresión producida por su aspecto, tan rígido y severo, y congelado por su edad más que otoñal, concordaban mal con los instrumentos de mundana comodidad de que, evidentemente, había hecho todo lo posible por rodearse. Pero es error suponer que nuestros severos antepasados —aunque habituados a hablar y a pensar de la existencia humana como de un estado meramente de pruebas y de luchas, y aunque sinceramente dispuestos al sacrificio de sus bienes y su vida en aras del deber— convertían en caso de conciencia rechazar los medios de comodidad e incluso de lujo que estaban a su alcance. Semejante doctrina nunca fue predicada, por ejemplo, por el venerable pastor John Wilson, cuya barba, blanca como un montón de nieve, se veía por encima de los hombros del gobernador Bellingham, mientras sugería que peras y melocotones tal vez podrían aclimatarse aún a Nueva Inglaterra, y que las uvas purpúreas tal vez se vieran impulsadas a florecer pegadas a la soleada barda del jardín. El viejo clérigo, criado en el rico seno de la Iglesia de Inglaterra, tenía desde hacía mucho un legítimo gusto por todas las cosas buenas y confortables, y por más severo que pudiera mostrarse desde el púlpito, o en su pública reprobación de transgresiones como la de Hester Prynne, la afable benevolencia de su vida privada le había granjeado afectos más cálidos que los que se dispensaban a cualquiera de sus colegas contemporáneos.

Detrás del gobernador y de Mr. Wilson venían otros dos invitados; uno era el reverendo Arthur Dimmesdale, a quien el lector recordará por haber tomado parte, aunque de forma breve y con cierta repugnancia, en la escena de la vergüenza de Hester Prynne; y, en estrecha compañía con él, el viejo Roger Chillingworth, persona de gran pericia en medicina, que hacía dos o tres años se había instalado en el pueblo. Se sabía que este hombre sabio era el médico y el amigo del joven sacerdote, cuya salud se había quebrantado mucho últimamente por su dedicación sin reservas a las tareas y deberes de su ministerio pastoral.

Adelantándose a sus visitantes, el gobernador subió uno o dos escalones y, abriendo de par en par las hojas del gran ventanal del vestíbulo, se encontró frente a la pequeña Perla. La sombra de la cortina cayó sobre Hester Prynne ocultándola parcialmente.

—¿Qué tenemos aquí? —dijo el gobernador Bellingham mirando con sorpresa a la pequeña figura escarlata que tenía delante—. Confieso que nunca he visto nada parecido desde mis años de vanidad, en los tiempos del viejo rey Jacobo, cuando consideraba un grandísimo favor ser admitido en un baile de máscaras de la corte. En época de fiestas, había un enjambre de pequeñas apariciones como ésta y las llamábamos «los hijos del Lord de Misrule». Pero ¿cómo ha llegado a mi vestíbulo este visitante?

—¡Vaya, vaya! —exclamó el bondadoso anciano Mr. Wilson—. ¿Qué clase de pajarillo de plumaje escarlata puede ser? Estoy seguro de haber visto imágenes como ésta cuando el sol brilla a través de una vidriera llena de colorido y dibuja en el suelo imágenes de oro y escarlata. Pero eso era en mi viejo país. Dime, pequeña, ¿quién eres y qué ha inducido a tu madre a vestirte de esa extraña manera? ¿Eres una niña cristiana? ¿Sí? ¿Sabes el catecismo? ¿O eres uno de esos pícaros trasgos o hadas que creíamos haber dejado atrás, junto con las demás reliquias papistas en la vieja y alegre Inglaterra?

—Soy la hija de mi madre —contestó la visión escarlata—, y me llamo Perla.

—¿Perla? ¡Rubí más bien! ¡O coral! ¡O rosa roja, por lo menos, a juzgar por tu esplendor! —respondió el anciano pastor, extendiendo en vano su mano para intentar acariciar la mejilla de Perla—. Pero ¿dónde está tu madre? ¡Ah, ya la veo! —añadió; y, volviéndose hacia el gobernador Bellingharn, susurró—: Es la niña de la que hemos estado hablando, y aquella desventurada mujer, Hester Prynne, es su madre.

—¿Qué me dice usted? —exclamó el gobernador—. Debíamos haber adivinado que la madre de una hija como ésta necesariamente había de ser una mujer escarlata, y un notable ejemplo de la de Babilonia. Pero llega en buen momento, y ahora mismo nos ocuparemos del asunto.

El gobernador Bellingham cruzó la puerta vidriera del vestíbulo, seguido por sus tres visitantes.

—Hester Prynne —dijo clavando su mirada naturalmente severa sobre la portadora de la letra escarlata—, hemos hablado mucho de ti estos últimos días. Hemos sopesado minuciosamente la siguiente cuestión: si nosotros, que tenemos autoridad e influencia, hacemos bien descargando nuestras conciencias al confiar un alma inmortal como la de esta niña en manos de una mujer que ha tropezado y caído en las trampas de este mundo. Dínoslo tú, que eres la madre de la niña. ¿No crees que sería mejor para el bienestar temporal y eterno de tu pequeña que la aparten de tu cuidado, la vistan de modo sobrio, la corrijan estrictamente y la instruyan en las verdades del cielo y la tierra? ¿Qué puedes hacer tú por la niña en este sentido?

—¡Puedo enseñar a mi pequeña Perla todo lo que he aprendido de esto! —respondió Hester Prynne, poniendo su dedo sobre el rojo emblema.

—¡Mujer, eso es la insignia de la vergüenza! —replicó el severo magistrado—. Precisamente por la mancha que esa letra significa querríamos poner a tu hija en otras manos.

—Sin embargo —dijo la madre muy tranquila, aunque poniéndose más pálida—, esta divisa me ha enseñado, me enseña cada día y me está enseñando en este preciso momento lecciones con las que mi hija puede ser más instruida y más prudente, aunque a mí ya no puedan serme de ningún provecho.

—Nosotros juzgaremos con cautela el asunto —dijo Bellingham—, y veremos con detalle lo que se puede hacer. Buen maese Wilson, le ruego que examine esta Perla, ya que ése es su nombre, y vea si tiene la educación cristiana que debe tener una niña de su edad.

El anciano pastor se sentó en un sillón e intentó colocar a Perla entre sus rodillas. Pero la niña, que no estaba acostumbrada a que la tocaran ni a más familiaridades que las de su madre, escapó a través del ventanal abierto y se quedó de pie en el último escalón atisbando como un pájaro tropical de rico plumaje dispuesto a volar por el aire. Bastante sorprendido ante aquella reacción, porque era un personaje cariñoso y por regla general muy apreciado por los niños, Mr. Wilson trató sin embargo de proceder al examen.

—Perla —le dijo en tono de gran solemnidad—, tienes que atender las instrucciones que se te den para que, a su debido tiempo, puedas llevar en tu pecho la perla de mayor precio. ¿Puedes decirme, hija mía, quién te creó?

Perla sabía de sobra quién la había creado, porque Hester Prynne, criada en un hogar piadoso, muy poco después de su charla con la niña sobre el Padre Celestial había empezado a informarla de esas verdades que el espíritu humano, por más inmaduro que sea, absorbe con el más vivo interés. Así pues, eran tantos los logros de sus tres años de vida que Perla bien podía pasar el examen del , o de la primera parte del , aunque nunca hubiera visto el aspecto externo de ninguna de estas dos celebradas obras. Pero en el momento más inoportuno, esa perversidad que más o menos tienen todos los niños, y que la pequeña Perla poseía en cantidad mucho mayor, se apoderó de ella para cerrar sus labios o impulsarle a decir palabras fuera de lugar. Después de meterse el dedo en la boca, de negarse a responder la pregunta de Mr. Wilson, la niña terminó anunciando que ella no había sido creada de ningún modo, que su madre la había arrancado del rosal silvestre que crecía a las puertas de la prisión.

Probablemente esta fantasía le fue sugerida por la cercana proximidad de las rosas rojas del gobernador, puesto que Perla se hallaba en la parte exterior del ventanal, y por el recuerdo del rosal de la prisión, junto al que había pasado de camino a casa del gobernador.

El anciano Roger Chillingworth susurró algo al oído del joven clérigo con una sonrisa. Hester Prynne miró al médico, y aun entonces, a pesar de que su destino estaba en la balanza, se sobresaltó al percibir el cambio producido en sus facciones —se habían vuelto mucho más feas, su oscura tez parecía más cenicienta y su cara más deforme— desde los días en que lo había tratado familiarmente. Se encontró con sus ojos un instante, pero enseguida se vio obligada a prestar toda su atención a la escena que estaba produciéndose.

—¡Es terrible! —exclamó el gobernador, recuperándose poco a poco del asombro en que le había sumido la respuesta de Perla—. ¡Una niña de tres años que no puede decir quién la creó! ¡Sin duda, no sabe nada de lo que atañe a su alma, de su depravación presente ni de su destino futuro! Creo, señores, que no necesitamos seguir indagando.

Hester cogió a Perla y se la puso a la fuerza en brazos, enfrentándose al viejo magistrado puritano con expresión casi feroz. Sola en el mundo, expulsada de él y con aquel solo tesoro para mantener vivo su corazón, sintió que poseía unos derechos innegables frente al mundo y que estaba dispuesta a defenderlos hasta la muerte.

—¡Dios me dio la niña! —gritó—. Me la dio para compensarme de todas las cosas que vosotros me habéis quitado. ¡Ella es mi felicidad! ¡Y también mi tormento! ¡Perla me mantiene viva y Perla me castiga! ¿No se dan cuenta de que ella es la letra escarlata, la única capaz de ser amada, y, gracias a eso, la única dotada con el poder de redimir mi pecado? ¡No me la quitaréis! ¡Antes prefiero morir!

—¡Pobre mujer! —dijo no sin amabilidad el viejo pastor—, la niña estará muy bien atendida, mucho mejor de lo que tú puedas hacerlo.

—¡Dios la puso bajo mi tutela! —repitió Hester Prynne alzando la voz hasta casi gritar—. ¡No la entregaré!

Y, con impulso repentino, se volvió hacia el clérigo joven, Mr. Dimmesdale, a quien hasta ese momento parecía no haber mirado directamente:

—¡Habla tú por mí! —le gritó—. ¡Tú eras mi pastor, tú te hiciste cargo de mi alma y me conoces mejor que ninguno de estos hombres! ¡No perderé a mi hija! ¡Habla por mí! Porque sabes cosas que estos hombres ignoran, tú conoces lo que hay en mi corazón y qué son los derechos de una madre, y cuánto más fuertes son cuando esa madre sólo tiene a su hija y la letra escarlata. ¡Mírala! ¡No perderé a la niña! ¡Mírala!

Ante aquella feroz y singular conminación, que indicaba que la situación de Hester Prynne casi había provocado en ella la locura, el joven pastor se adelantó, pálido, y se llevó la mano al corazón, como solía hacer cuando su peculiar temperamento nervioso entraba en ebullición. Ahora parecía mucho más agobiado y enflaquecido que cuando lo describimos en la escena de la ignominia pública de Hester; y fuera por su salud quebrantada, fuera por cualquier otra causa, sus grandes ojos negros reflejaban un mundo de dolor en su perturbada y melancólica profundidad.

—Es verdad lo que dice —empezó a decir el pastor con una voz suave y trémula, pero tan poderosa que hizo resonar con su eco el vestíbulo y retumbar la antigua armadura—, hay verdad en lo que Hester dice, y verdad en el sentimiento que la inspira. Dios le dio la criatura, y también le dio un conocimiento instintivo de su naturaleza y sus necesidades —ambas tan peculiares, evidentemente—, que ningún otro mortal puede poseer. Más aún, ¿no hay una relación de enorme santidad entre esta madre y su hija?

—¿Cómo es eso, buen doctor Dimmesdale? —le interrumpió el gobernador—. Le ruego que me lo aclare.

—Así debe ser —empezó a decir el pastor—. Porque, si lo consideramos de otro modo, ¿no diríamos entonces que el Padre Celestial, creador de toda la raza humana, se ha tomado a la ligera la comisión del pecado, y que no ha hecho distinción alguna entre la lascivia prohibida y el amor sagrado? Esta hija de la culpa de su padre y de la vergüenza de su madre procede de la mano de Dios, para trabajar por muchas vías sobre el corazón que implora con tanta intensidad y tanta amargura de espíritu el derecho a conservarla. Esa niña significa una bendición, la única bendición de su vida. Esa niña es, sin duda alguna, como la misma madre nos ha dicho, su expiación; una tortura, que ella siente en los momentos más insospechados; una punzada, un aguijón, una agonía constante en medio de una alegría llena de turbación. ¿No expresa acaso ese pensamiento en el atuendo de la pobre niña, que con tanta fuerza nos recuerda el rojo símbolo que lleva sobre el pecho?

—¡Muy bien dicho otra vez! —exclamó el bueno de Mr. Wilson—. Estaba temiéndome que la mujer no tuviera otro pensamiento que el de hacer de su hija un saltimbanqui!

—¡No, nada de eso! —prosiguió Mr. Dimmesdale—. Créame, esta mujer reconoce el solemne milagro que Dios, con gran esfuerzo, ha hecho con la existencia de esa niña. Y creo que también siente —en mi opinión, es verdad— que esa merced le ha sido otorgada, por encima de todo lo demás, para mantener viva el alma de la madre y preservarla de las profundidades más negras del pecado en las que, de otro modo, Satanás habría intentado hundirla. Así pues, es bueno para esta pobre y pecadora mujer que conserve a su lado una criatura inmortal, un ser capaz de dichas y penas eternas confiado a su cuidado, para que ella lo guíe por el camino de la rectitud, para que le recuerde en todo momento su caída, pero también para que le enseñe, como si fuera una sagrada prenda del Creador, que, si conduce su hija hacia el cielo, la niña también llevará hasta allí a la madre. En esto es más afortunada la pecadora madre que el padre pecador. Así pues, por el bien de Hester Prynne, no menos que por el propio bien de la pobre niña, dejémoslas como la Providencia ha considerado apropiado ponerlas.

—Amigo mío, habla usted con un ardor extraño —dijo el viejo Roger Chillingworth, sonriéndole.

—Y hay un importante significado en lo que mi joven hermano ha dicho —añadió el reverendo Mr. Wilson—. ¿Qué dice usted, honorable Bellingham? ¿No le parece que ha abogado muy bien por la pobre mujer?

—Desde luego —respondió el magistrado—, y ha esgrimido tales argumentos que dejaremos el asunto en los términos en que ahora está; al menos mientras la mujer no provoque otro escándalo. Hemos de preocuparnos, sin embargo, de una cosa: la niña debe ser puesta en tus manos, o en las del doctor Dimmesdale, para someterse al debido examen formal del Catecismo. Además, a su debido tiempo, los celadores deberán cuidarse de que ambas asistan a la escuela y a las reuniones de la iglesia.

Al terminar de hablar, el joven pastor se había alejado algunos pasos del grupo y permanecía con la cara parcialmente oculta entre los pesados pliegues de las cortinas del ventanal, mientras la sombra de su figura, que la luz del sol proyectaba sobre el suelo, temblaba todavía por la vehemencia de su conminación. Perla, aquel duendecillo salvaje y travieso, fue acercándose despacio hacia él y, cogiendo una de sus manos entre las suyas, apoyó en ella la mejilla; había tanta ternura en la caricia, y la había hecho de forma tan discreta, que su madre, que estaba viéndola, se preguntó: «¿Es ésta mi Perla?». Aunque sabía que en el corazón de la niña había amor, éste se revelaba casi siempre en forma de pasión, y apenas dos veces en su vida se había suavizado con aquella delicadeza que estaba contemplando. El pastor —porque, dejando a un lado las codiciadas miradas femeninas, nada hay tan dulce como esas demostraciones del cariño infantil, otorgado de forma espontánea por un instinto espiritual y que, por eso mismo, parecen presuponer que existe algo realmente digno de ser amado—, el pastor, digo, miró a su alrededor, puso la mano sobre la cabeza de la niña, vaciló un instante y luego la besó en la frente. Aquella forma insólita de expansión sentimental de la pequeña Perla se detuvo allí mismo: se echó a reír y cruzó el vestíbulo con una gracilidad tan alada que el viejo Mr. Wilson llegó a preguntarse si las puntas de sus pies habían tocado el suelo.

—¡Esa mujercita tiene algo de bruja por dentro, se lo aseguro! —le dijo a Mr. Dimmesdale—. ¡No necesita la escoba de una vieja para salir volando!

—¡Qué niña tan extraña! —observó el viejo Roger Chillingworth!—. Es fácil ver en ella la parte de su madre. ¿No creen, caballeros, que un filósofo podría investigar la naturaleza de la niña y, por su figura y su temple, dar sagazmente con el padre?

—No; en un asunto como éste, seguir los caminos de la filosofía profana sería pecaminoso —dijo Mr. Wilson—. Mejor sería ayunar y rezar por ella; y mucho mejor todavía, tal vez, dejar el misterio como lo hemos encontrado, a menos que la Providencia lo revele por voluntad propia. De este modo, cualquier buen cristiano puede ejercer una bondad de padre con la pobre y abandonada criatura.

Resuelto de forma tan satisfactoria el asunto, Hester Prynne abandonó la casa junto a Perla. Se dice que, cuando bajaban los escalones, se abrieron las celosías de una de las habitaciones y se asomó a plena luz del día la cara de Mistress Hibbins, la amargada hermana del gobernador Bellingham, la misma que, pocos años más tarde, sería ejecutada por bruja.

—¡Chis, chis! —dijo, mientras su fisonomía de mal agüero parecía derramar una sombra sobre la alegre fachada de la casa—. ¿Vendrás con nosotras esta noche? Celebraremos una divertida reunión en el bosque; y yo poco menos que le he prometido al Hombre Negro que la hermosa Hester Prynne acudiría.

—Preséntele mis excusas, por favor —contestó Hester con una sonrisa de triunfo—. Debo quedarme en casa y cuidar de mi pequeña Perla. Si me la hubiesen quitado, con gusto la habría acompañado al bosque y con gusto también habría escrito mi nombre en el libro del Hombre Negro, ¡con mi propia sangre!

—Muy pronto te tendremos por allí! —dijo la dama-bruja frunciendo el ceño y retirándose de la ventana.

Suponiendo que esta conversación entre Mistress Hibbins y Hester Prynne fuese auténtica y no una parábola, era una ilustración del razonamiento del joven pastor contra la idea de romper la relación de una madre caída con el fruto de su fragilidad. Tan pronto empezó su hija a salvarla de las trampas de Satanás.

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