La letra escarlata

17. - El pastor y su feligresa

17. - El pastor y su feligresa

Aunque el pastor solía caminar despacio, estuvo a punto de pasar de largo antes de que Hester Prynne lograra reunir fuerza suficiente para llamar su atención. Por fin lo consiguió.

—¡Arthur Dimmesdale! —dijo Hester, en voz queda al principio; luego, con más fuerza, pero también con voz más ronca—: ¡Arthur Dimmesdale!

—¿Quién me llama? —respondió el pastor.

Recogiéndose rápidamente, se irguió como un hombre cogido por sorpresa en una actitud en que le repugna tener testigos. Dirigiendo ansiosamente sus ojos en dirección a la voz, percibió de forma vaga bajo los árboles una figura vestida con ropas tan sombrías y con tan poco relieve en medio del grisáceo crepúsculo en el que el cielo nublado y el espeso follaje convertían el mediodía, que no supo si era una mujer o una sombra. Tal vez en el camino de su vida siempre rondaba de aquel modo un espectro nacido de sus pensamientos.

Dio un paso hacia delante y descubrió la letra escarlata.

—¡Hester! ¡Hester Prynne! —dijo—. ¿Eres tú? ¿Estás viva?

—¡Lo estoy! —contestó ella—. ¡A pesar de la vida que he vivido en estos últimos siete años! Y tú, Arthur Dimmesdale, ¿vives todavía?

No era sorprendente que se preguntaran el uno al otro sobre su existencia presente y corpórea, ni lo era incluso que dudasen de la suya propia. Resultaba tan extraño su encuentro, en la espesura del bosque, que parecía como si fuera el primero, en el mundo de ultratumba, de dos espíritus que habían estado íntimamente relacionados en su vida interior, pero que ahora estaban frente a frente, temblando de frío y con miedo uno del otro, como si no estuvieran familiarizados con su nuevo estado ni deseasen la compañía de otros seres incorpóreos. Cada uno de ellos era un fantasma, y cada uno tenía miedo de los otros fantasmas. También sentían pavor de sí mismos, porque la crisis les había devuelto sus conciencias y había revelado a cada corazón su historia y su experiencia, como no hace nunca la vida salvo en épocas de desaliento. El alma vio reflejados sus rasgos en el espejo del momento que pasaba. Y fue con temor, temblando y como si fuera con una lenta y repugnante necesidad, como Arthur Dimmesdale tendió la mano, helada como la muerte, y tocó la helada mano de Hester Prynne. Por más frío que fuera aquel contacto, expulsó cuanto había de terrible en el encuentro. Entonces sintieron que, por lo menos, eran habitantes de la misma esfera.

Sin decirse una palabra más, sin que ni él ni ella asumieran la dirección, pero con consentimiento tácito, se internaron en el bosque sombrío de donde había surgido Hester y se sentaron en el montículo de musgo donde ella y Perla habían estado sentadas anteriormente. Cuando encontraron voz, al principio sólo fue para hacerse las observaciones y preguntas que dos amigos suelen hacerse, sobre el cielo nublado, la amenazadora tormenta y, después, sobre la salud de ambos. Así fueron abordando, no de modo abierto, sino paso a paso, los temas que obsesionaban profundamente sus corazones. Después de estar tanto tiempo distanciados por el destino y las circunstancias, necesitaban algo leve y casual para seguir adelante y abrir de par en par las puertas de la comunicación y para que sus verdaderos sentimientos pudieran traspasar los umbrales de sus labios.

Al cabo de un rato, el pastor fijó sus ojos en los de Hester Prynne.

—Hester —dijo—, ¿has encontrado la paz?

Ella sonrió con tristeza mirando hacia abajo, hacia su pecho.

—¿La has encontrado tú? —preguntó.

—¡No! Sólo desesperación —contestó él—. ¿Qué podía buscar siendo lo que soy, y llevando la vida que llevo? Si fuese un ateo, un hombre desprovisto de conciencia, un desalmado con instintos burdos y brutales, podría haber encontrado la paz hace mucho tiempo. ¡Es más, nunca la hubiera perdido! Pero, dado el alma que tengo, y dadas las buenas cualidades que la naturaleza puso en mí, todos los dones divinos más selectos se han convertido en verdugos de mi tormento espiritual. ¡Hester, soy profundamente desgraciado!

—La gente te venera —dijo Hester—. Y estoy segura de que haces muy bien tu trabajo con ellos. ¿No te consuela eso?

—Profundamente desgraciado, Hester, soy profundamente desgraciado —contestó el clérigo con amarga sonrisa—. En lo que se refiere al bien que puedo aparentar hacer, no tengo ninguna fe. Por fuerza ha de ser una ilusión. ¿Qué puede hacer por la redención de las demás almas un alma en ruinas como la mía? ¿Qué puede un alma corrompida por la purificación de los demás? Y en cuanto a la veneración de la gente, antes preferiría que se volviese desprecio y odio. ¿Crees tú, Hester, que puede haber consuelo en subir al púlpito y tropezar con tantos ojos clavados en mi cara, como si de ella irradiase la luz del cielo? ¿En ver a mi rebaño hambriento de verdad oír mis palabras como si estuviese hablando una lengua de Pentecostés? ¿En mirar luego hacia dentro y percibir la negra realidad de lo que idolatran? Con amargura y agonía en el corazón, me he reído ante el contraste entre lo que parezco y lo que soy. ¡Y Satanás también se ríe de eso!

—Te equivocas —dijo Hester en tono suave—. Te has arrepentido honda y amargamente. Tu pecado quedó atrás, en el pasado. Tu vida actual no es menos santa de lo que parece a los ojos de la gente. ¿No es real acaso la penitencia así sellada y atestiguada por las buenas obras? ¿Por qué no habría de proporcionarte la paz?

—¡No, Hester, no! —replicó el clérigo—. No hay ninguna sustancia en ella. Está fría y muerta, y nada puede hacer por mí. ¡Bastante penitencia he tenido! ¡Pero no ha habido arrepentimiento! Porque, de lo contrario, hace mucho que habría arrojado estos hábitos de burlesca santidad y me habría mostrado a la humanidad como habrán de verme en el día del juicio. ¡Dichosa tú, Hester, que llevas abiertamente sobre el pecho la letra escarlata! ¡La mía arde en secreto! No sabes el alivio que para mí supone, tras los tormentos de siete años de mentira, mirar unos ojos que me reconocen por lo que soy. Si tuviera un solo compañero, aunque fuese mi peor enemigo, al que, hastiado de las alabanzas de todos los demás hombres, pudiera acudir para abrirle mi pecho y ser reconocido como el más vil de todos los pecadores, creo que mi alma podría mantenerse viva de este modo. Aun así necesitaría mucha verdad para salvarme. Ahora, en cambio, todo es falsedad, todo es vacío, todo es muerte.

Hester Prynne le miró a la cara, pero vaciló cuando se disponía a hablarle. Sin embargo, al dar rienda suelta a sus emociones, tan largo tiempo reprimidas con la vehemencia con que lo hizo, sus palabras le brindaron la mejor oportunidad para introducir lo que quería decirle. Dominó sus temores y dijo así:

—Ese amigo que tanto deseas para llorar con él tu pecado, lo tienes en mí, que fui parte de él. —Dudó de nuevo, pero, esforzándose, siguió sacando del pecho las palabras—. En cuanto al enemigo, hace mucho que lo tienes, has vivido con él bajo el mismo techo.

El pastor se incorporó de un brinco, falto de aliento y oprimiéndose el corazón como si quisiera arrancárselo del pecho.

—¡Eh! ¿Qué estás diciendo? —gritó—. ¡Un enemigo! ¡Y bajo mi mismo techo! ¿Qué quieres decir?

Ahora comprendía plenamente Hester Prynne la profunda injuria de que era responsable ante aquel desventurado, por haberle dejado durante tantos años, o incluso aunque hubiera sido un solo instante, a merced de alguien cuyos propósitos no podían ser otra cosa que perversos. La misma contigüidad de su enemigo, fuera cual fuese la máscara bajo la que se ocultase, era suficiente para alterar la esfera magnética de un ser tan sensitivo como Arthur Dimmesdale. Durante cierto período, Hester no se había dado cuenta, —o, tal vez, sumida en la misantropía de su propia confusión—, había permitido que el clérigo sobrellevase una carga que a ella le había parecido más llevadera. Pero luego, desde la noche de su vigilia, toda su simpatía por él se había dulcificado y fortalecido. Ahora leía en su corazón con más nitidez. Ya no tenía duda alguna de que la continua presencia de Roger Chillingworth —con el veneno secreto de su maldad infectando todo el aire a su alrededor—, y su intervención autorizada, como médico, en las flaquezas físicas y espirituales del pastor, habían sido la oportunidad para lograr sus crueles propósitos. Por estos medios, la conciencia del paciente había sido mantenida en un estado de irritación cuyo objetivo no era sanar por medio de un dolor inmenso, sino desorganizar y corromper su ser espiritual. Su resultado en la tierra no podía ser otro que la locura, y en el otro mundo el eterno enajenamiento del Bien y de la Verdad, del que tal vez la locura sea su expresión terrena.

Ésa era la ruina a la que había arrastrado una vez al hombre que tenía delante, y al que, ¿por qué no decirlo?, todavía amaba apasionadamente. Hester se dio cuenta de que el sacrificio de la reputación del clérigo, y la misma muerte, como ya le había dicho a Roger Chillingworth, hubiesen sido infinitamente preferibles a la alternativa que había decidido escoger. Y ahora, antes que tener que confesar aquella penosa equivocación, hubiera preferido recostarse alegremente sobre las hojas del bosque y morir allí, a los pies de Arthur Dimmesdale.

—¡Oh, Arthur! —exclamó ella—. ¡Perdóname! He tratado de decir la verdad en todo. La verdad era la única virtud a la que podía haberme aferrado, y a la que me aferré con firmeza en los momentos extremos, excepto cuando tu bienestar, tu vida y tu reputación estaban en juego. Sólo entonces consentí en el engaño. Pero la mentira nunca es buena, aunque con ella detengamos la muerte. ¿No ves lo que quiero decir? Ese anciano, el médico, ése al que llaman Roger Chillingworth… fue mi marido.

El pastor la miró durante un momento con toda la violencia de la pasión que, mezclada en distintas proporciones con sus cualidades más altas, más puras y más dulces, era de hecho la parte que de él reclamaba el Diablo, y que le servía para, a través de ella, llegar a las demás. Nunca se vio un ceño más negro ni más fiero que el que Hester encontró en el semblante del clérigo. Durante el breve rato que duró, fue como una transfiguración sombría. Pero su carácter se había debilitado tanto por el sufrimiento que incluso sus energías más bajas eran incapaces de sostener una lucha que durase algún tiempo. Cayó desplomado al suelo y se cubrió el rostro con las manos.

—¡Debí haberlo sabido! —murmuró—. Y lo supe. ¿No quedó al desnudo el secreto en la instintiva repugnancia que sintió mi corazón cuando le vi por vez primera y siempre que le he visto? ¿Cómo no lo comprendí? ¡Oh, Hester Prynne, qué poco conoces el horror de todo esto! ¡Y la vergüenza! ¡Y la falta de pudor! ¡Y el horrible espanto de mostrar un corazón enfermo y culpable a los ojos mismos de quien iba a gozar con ello! Mujer, mujer, eres responsable de todo esto. ¡No puedo perdonarte!

—Tienes que perdonarme —exclamó Hester, arrastrándose hasta él en medio de las hojas caídas—. Deja que sea Dios quien castigue. ¡Tú perdonarás!

Con una ternura repentina y desesperada, le echó los brazos al cuello y estrechó la cabeza del pastor contra su pecho, sin preocuparse de que su mejilla se apoyase sobre la letra escarlata. Él intentó evitarlo, pero fue en vano. Hester no quería soltarle hasta que no la mirase directamente a la cara. Todo el mundo la había mirado con el ceño fruncido, durante siete largos años todos habían mirado ceñudos a aquella mujer solitaria, y ella lo había soportado sin apartar ni una sola vez sus ojos tristes y firmes. Hasta el cielo la había mirado con ceño, y no había muerto. Pero el ceño de aquel hombre pálido, débil, pecador y agobiado por la pena era lo que Hester no podía soportar sin morir.

—¿Me perdonarás? —repitió ella una y otra vez—. ¿Dejarás de mirarme con esos ojos? ¿Me perdonarás?

—Yo te perdono, Hester —terminó diciendo el pastor con un hondo suspiro que salía de un abismo de tristeza, pero sin ira—. Ahora te perdono libremente. Que Dios nos perdone a los dos. No somos, Hester, los peores pecadores del mundo. Hay uno mucho peor que este corrompido sacerdote. La venganza de ese viejo ha sido más negra que mi pecado. ¡Él ha violado a sangre fría la santidad del corazón humano! Nosotros, Hester, tú y yo nunca hicimos eso.

—¡Nunca, nunca! —susurró ella—. Lo que hicimos, tenía su propia consagración. ¡Así lo sentimos, y fue lo que nos dijimos! ¿Lo has olvidado?

—Calla, Hester —dijo Arthur Dimmesdale, levantándose del suelo—. ¡No, no lo he olvidado!

Volvieron a sentarse el uno junto al otro, cogidos de la mano, sobre el tronco musgoso del árbol caído. La vida nunca les había deparado un momento más lúgubre; hacia ese punto les encaminaban sus pasos hacía tiempo por un sendero cada vez más oscuro a medida que avanzaban; y, sin embargo, el camino encerraba un encanto que les obligaba a permanecer en él un momento, y luego otro, otro, otro… A su alrededor el bosque se había vuelto completamente negro y crujía con las ráfagas que lo cruzaban. Los ramas se mecían pesadamente sobre sus cabezas, mientras un viejo y solemne árbol gruñía tristemente a otro como si le contara la triste historia de la pareja que se hallaba sentada a sus pies o se viese obligada a pronosticar una desgracia futura.

Y sin embargo, tardaban en despedirse. ¡Qué aspecto tan lúgubre tenía el sendero del bosque que los llevaría al poblado, donde Hester Prynne debería cargar de nuevo con el fardo de su ignominia, y el pastor con la irónica burla de su buena reputación! Por eso retrasaron un instante más la despedida. Ninguna luz dorada había sido nunca tan preciosa como la penumbra de aquella oscura floresta. Allí, vista únicamente por los ojos de él, la letra escarlata no ardía dentro del pecho de la mujer caída. Allí, visto únicamente por los ojos de ella, Arthur Dimmesdale, falso para Dios y los hombres, podía ser veraz por un momento.

De pronto él se alarmó ante el pensamiento que acababa de asaltarle.

—Hester —exclamó—, ¡se me acaba de ocurrir algo horroroso! Roger Chillingworth conoce tu propósito de revelar su verdadero carácter. ¿Crees tú que seguirá guardando nuestro secreto? ¿Cuál será ahora el camino que tome su venganza?

—En su naturaleza hay una extraña reserva —replicó Hester pensativa—, que se ha desarrollado en él mediante las prácticas de su venganza. No creo que vaya a traicionar el secreto. Sin duda tratará de saciar su pasión por otros medios.

—¡Y yo! ¿Cómo podré vivir en adelante respirando el mismo aire que ese mortal enemigo? —exclamó Arthur Dimmesdale, sufriendo un desfallecimiento y presionando nervioso una mano contra el corazón, gesto que había llegado a ser completamente natural en él—. ¡Piensa por mí, Hester, tú que eres fuerte! ¡Decide por mí!

—No debes seguir viviendo con ese hombre —dijo Hester con dulzura y firmeza—. Tu corazón no debe estar más tiempo bajo su malvada mirada.

—¡Eso sería peor que la muerte! —contestó el pastor—. Pero ¿cómo evitarlo? ¿Qué otra elección me queda? ¿Deberé recostarme sobre estas hojas marchitas, como cuando me has dicho quién era? ¿Debo hundirme en ellas y morir ahora mismo?

—¡Ay, qué ruina tan grande ha caído sobre ti! —dijo Hester, con lágrimas en los ojos—. ¿Serás capaz de morir por debilidad? No hay ninguna otra causa.

—El juicio de Dios pende sobre mí —respondió el sacerdote, agobiado por su propia conciencia—. Pesa demasiado sobre mí para enfrentarme a él.

—El cielo se mostrará piadoso —continuó Hester—, si tienes fuerza para sacar provecho de su misericordia.

—¡Sé tú fuerte por mí! —contestó él—. Dime qué debo hacer.

—¿Tan estrecho es el mundo? —exclamó Hester Prynne, clavando sus profundos ojos en los del pastor, y ejerciendo instintivamente una fuerza magnética sobre un espíritu tan destrozado y sometido que apenas podía mantenerse en pie—. ¿Se encierra el Universo en los límites de ese pueblo, que no hace mucho sólo era un desierto cubierto de hojas, tan solitario como éste que nos rodea? ¿Adónde lleva ese camino del bosque? Tú dices que al poblado, y es cierto; pero también lleva más lejos. Cada vez se interna más y más profundamente en la espesura, y se hace menos visible a cada paso. Hasta que a unas millas de aquí las hojas amarillas no muestren siquiera vestigio alguno del paso del hombre blanco. ¡Y allí eres libre! Ese viaje tan breve te conducirá desde un mundo donde has sido tan desgraciado a otro donde todavía puedes ser feliz. ¿No hay sombra bastante en este bosque infinito para que puedas ocultar tu corazón de la mirada de Roger Chillingworth?

—Sí, Hester, pero sólo bajo las hojas caídas —replicó el pastor con una sonrisa llena de tristeza.

—¡Entonces ahí tienes el ancho camino del mar! —prosiguió Hester—. Él te trajo hasta aquí. Si así lo decides, él te llevará lejos de nuevo. En nuestra tierra natal, sea en alguna remota aldea o en el vasto Londres —o quizás en Alemania, en Francia, en la agradable Italia—, estarás fuera del alcance de su poder y sus conocimientos. ¿Qué tienes tú que ver con estos hombres de hierro ni con sus opiniones? Hace demasiado tiempo que se apoderaron y tienen en cautiverio lo mejor de ti mismo.

—¡No puede ser! —contestó el pastor, como si oyera a alguien proponerle la realización de un sueño—. No tengo fuerzas para irme. Desgraciado y pecador como soy, no he tenido otro pensamiento que arrastrar mi existencia terrena por la esfera donde la Providencia me había colocado. ¡Aunque mi alma esté perdida, haría cuanto pudiera por las demás almas! No me atrevo a dejar mi puesto, como un centinela desleal cuya segura recompensa ha de ser la muerte y el deshonor cuando su penosa guardia haya concluido.

—Te ves aplastado bajo el peso de estos siete años de miseria —replicó Hester, decididamente resuelta a reanimarle con su propia energía—. ¡Pero dejarás todo a tus espaldas! No seguirá tus pasos si tomas el camino del bosque, ni saltará al barco contigo si decides cruzar el mar. ¡Deja aquí este naufragio y esta ruina, donde han ocurrido. ¡No te enredes más con todo esto! ¡Empieza todo de nuevo! ¿Crees que has agotado tus posibilidades porque esta prueba haya fracasado? ¡Ni mucho menos! El futuro todavía está lleno de pruebas y éxitos. Hay una felicidad que todavía puedes disfrutar. Queda mucho bien aún por hacer. Cambia esta falsa vida tuya por otra verdadera. Sé el maestro y apóstol de los pieles rojas, si tu espíritu te induce a esa misión. O sé un hombre cultivado y un sabio entre los más sabios y famosos de las gentes cultivadas, que parece ser más adecuado a tu carácter. ¡Predica, escribe, actúa! ¡Haz lo que sea antes que mentir y morir! ¡Abandona ese nombre de Arthur Dimmesdale y procúrate otro más elevado que puedas llevar sin miedo ni vergüenza! ¿Por qué has de quedarte aferrado un día más a los tormentos que han consumido tu vida, que han debilitado todos tus impulsos para desear y actuar y te dejarán sin fuerzas siquiera para arrepentirte? ¡Levántate y ponte en marcha!

—¡Oh, Hester! —exclamó Arthur Dimmesdale, en cuyos ojos ardió un destello encendido por el entusiasmo de la mujer; pero relampagueó un instante para luego apagarse—. Hablas de echar a correr a un hombre cuyas rodillas se doblan bajo su propio peso. Debo morir aquí. No me quedan fuerzas ni valor para aventurarme por este ancho, ajeno y difícil mundo solo.

Ésa fue la última expresión del abatimiento de un espíritu roto. Le faltaba energía para aprovechar la mejor posibilidad que parecía estar a su alcance.

Volvió a decir la palabra:

—¡Solo, Hester!

—¡No irás solo! —contestó ella en un hondo suspiro.

¡Todo estaba dicho!

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