21. - La fiesta de Nueva Inglaterra
21. - La fiesta de Nueva Inglaterra
La mañana del día en que el nuevo gobernador debía recibir su nombramiento de manos del pueblo, Hester Prynne y la pequeña Perla se dirigieron a la plaza del mercado que ya se hallaba atestada de un número considerable de artesanos y demás habitantes plebeyos de la ciudad; entre ellos se veían también muchas rudas figuras, cuya vestimenta de piel de ciervo indicaba su pertenencia a alguno de los asentamientos del bosque que rodeaban la pequeña metrópoli de la colonia.
En aquel día festivo, como en el resto de las ocasiones durante los últimos siete años, Hester iba vestida con un traje ordinario de tela gris. Tanto por el color de la tela como por alguna particularidad indescriptible de su confección, el vestido conseguía borrar su personalidad y su contorno; pero la letra escarlata volvía a rescatarla de esa penumbra, revelándola bajo el aspecto moral de su propia iluminación. Su cara, tan familiar a la gente del pueblo desde hacía tanto tiempo, mostraba la tranquilidad marmórea que todos estaban acostumbrados a ver. Era como una máscara; o, mejor dicho, como la calma gélida de las facciones de una muerta; y ese espantoso parecido se debía a un solo hecho: Hester estaba realmente muerta respecto a toda pretensión de simpatía y había abandonado aquel mundo, al que todavía parecía mezclarse.
Pudiera ser que, ese día, tuviera una expresión nunca vista hasta entonces, aunque no fuese lo bastante vívida para que la gente la detectara, a menos que un observador dotado de capacidades sobrenaturales pudiese leer primero en su corazón y luego buscase en su semblante y aspecto la pertinente evolución. A ese observador del espíritu podía habérsele ocurrido que, tras soportar la mirada de la muchedumbre durante siete desventurados años como necesidad, penitencia y condena impuesta por una severa religión, ahora se enfrentaba a ella, por última vez, libre y voluntariamente para convertir en una especie de triunfo lo que durante tanto tiempo había sido una tortura. «¡Mirad por última vez la letra escarlata y a quien la lleva!», podría decirles aquella mujer que les parecía una víctima largo tiempo esclavizada por la gente. «¡Dentro de un momento estaré fuera de vuestro alcance! ¡Dentro de unas horas el océano profundo y misterioso se tragará y esconderá para siempre el símbolo que hicisteis arder sobre mi pecho!». Y no sería absurdo ni demasiado improbable asignar a la naturaleza lo que suponemos, que Hester sintió tristeza en el momento en que estaba a punto de verse libre de aquel dolor que tan profundamente había incorporado a su ser. ¿No podría indicar un irresistible deseo de apurar de un solo trago y hasta la última gota la copa de hiel y acíbar que había sazonado casi todos los años de su madurez? El vino de la vida que desde ese momento probaran sus labios sería exquisito, delicioso y estimulante en su copa cincelada en oro; cuando menos dejaría una languidez inevitable y abrumadora tras las heces de amargura que le habían sido administradas como el cordial más potente e intenso.
Perla iba vestida con un traje de alegría vaporosa. Habría sido imposible adivinar si su aparición brillante y solar debía su existencia a aquella figura lúgubre y gris, o si la fantasía, tan vistosa y delicada a un tiempo, que se había precisado para crear el atuendo de la niña, era la misma que había conseguido terminar una tarea más difícil todavía, la de imprimir una particularidad tan nítida a la sencilla vestimenta de Hester. Era el vestido tan adecuado a la pequeña Perla que parecía una emanación, un desarrollo inevitable y una manifestación externa de su carácter, tan inseparable de ella como lo son los múltiples tonos brillantes de las alas de una mariposa o el pictórico esplendor de las hojas de una flor resplandeciente. Es lo que ocurría con la niña: su vestido estaba acorde en todo con su naturaleza. Además, en aquel día memorable, había en sus modales cierta inquietud singular, cierta excitación comparable al resplandor trémulo de un diamante que centellea y relampaguea con las diversas palpitaciones del pecho en el que está prendido. Los niños siempre participan en la agitación de las personas relacionadas con ellos; siempre tienen un olfato especial para captar cualquier movimiento o revolución inminente, sea de la clase que sea, en las circunstancias domésticas; por eso Perla, que era la joya del intranquilo pecho de su madre, dejó entrever, a través del movimiento mismo de su humor, las emociones que nadie pudo detectar en la marmórea tranquilidad de la frente de Hester.
Esa efervescencia la hacía revolotear con los movimientos de un pájaro, en vez de caminar al lado de su madre. Continuamente prorrumpía en gritos de una musicalidad salvaje, inarticulada y a veces desgarradora. Cuando llegaron a la plaza del mercado, se volvió más inquieta todavía al percibir la agitación y el bullicio que animaban el lugar; porque, habitualmente, la plaza se parecía más al vasto y desierto prado situado al pie de la iglesia del pueblo que al centro comercial de una ciudad.
—¿Qué pasa, madre? —exclamaba—. ¿Por qué toda la gente ha dejado de trabajar? ¿Es día de fiesta para todo el mundo? ¡Mira, allí está el herrero! ¡Se ha lavado su cara negra como el hollín y se ha puesto la ropa de los domingos, parece como si estuviera dispuesto a divertirse si alguien pudiera enseñarle la forma de hacerlo! Y allá está el señor Brackett, el viejo carcelero, haciéndome señas y sonriéndome. ¿Por qué hace eso, madre?
—Es que se acuerda de cuando eras chiquitita —respondió Hester.
—No debiera hacerme señas y sonreírme por eso, es un hombre negro, horrible, viejo y malencarado —dijo Perla—. Que te haga señas a ti si quiere, porque tú vas vestida de gris y llevas la letra escarlata. Mira, mira, madre, cuántas caras de gente forastera, y cuántos indios, hay incluso marineros. ¿Qué han venido a hacer todos ellos a la plaza del mercado?
—Esperan para ver pasar la procesión —dijo Hester—. Porque en ella pasarán el gobernador y los magistrados, los pastores, y toda la gente importante y buena, con la música y los soldados desfilando delante.
—¿También estará el pastor? —preguntó Perla—. ¿Y tenderá sus manos hacia mí, como cuando me llevaste hasta él, en la orilla del arroyo?
—También estará, hija —respondió su madre—. Pero no te saludará, ni tú debes saludarle.
—¡Qué hombre tan extraño y triste! —dijo la niña, como si hablara consigo—. En la oscuridad de la noche nos llama y coge tu mano y la mía, como cuando estuvimos con él en el cadalso. Y en lo profundo del bosque, donde sólo los viejos árboles pueden oírle y verle sólo un trozo de cielo, habla contigo, sentado en un montón de musgo. Y además me besa en la frente, de un modo que apenas pudo lavar el beso el agua del arroyo. Sin embargo, aquí, a la luz del sol, y entre toda la gente, no nos conoce ni nosotras debemos conocerle. ¡Qué hombre tan extraño y triste, con su mano puesta siempre sobre el corazón!
—¡Cállate, Perla! Tú no entiendes de esas cosas —dijo su madre—. No pienses ahora en el pastor, y mira lo que ocurre, toda esa alegría que reflejan las caras de la gente. Los niños han venido de todas las escuelas, y los mayores de sus talleres y campos, con el propósito de ser felices. Porque hoy empieza a gobernarlos un hombre nuevo, y, por eso —como siempre ha sido costumbre de la humanidad desde que por vez primera se fundó una nación—, se alegran y disfrutan como si un año bueno y dorado pudiera hacer olvidar este pobre y viejo mundo.
Las palabras de Hester debían ser ciertas, a juzgar por la desusada alegría que brillaba en las caras de la gente. En esta época festiva del año —como ya había ocurrido antes y como siguió ocurriendo durante los dos siglos siguientes—, los puritanos condensaban toda la diversión y regocijo que consideraban permisible a la flaqueza humana; por eso, disipando los habituales nubarrones, y durante ese solo día festivo, parecían un poco menos graves que la mayoría de otras comunidades durante un período de aflicción general.
Pero tal vez estemos exagerando el tono gris o negro que sin duda alguna caracterizaba el talante y las costumbres de la época. Las personas que en ese momento se encontraban en la plaza del mercado de Boston no habían nacido en la tradición de la tristeza puritana. Eran oriundos de Inglaterra, y sus padres habían vivido en la riqueza esplendorosa de la época isabelina, período en el que la vida de Inglaterra, contemplada en su conjunto, parece haber sido la más majestuosa, magnífica y alegre de las que han tenido al mundo por testigo. De haber seguido su gusto hereditario, los pobladores de Nueva Inglaterra habrían ilustrado todo acontecimiento de relieve público por medio de hogueras, banquetes, pompas y procesiones. Para cumplir con esas majestuosas ceremonias, no les habría sido difícil combinar el alegre esparcimiento con la solemnidad y poner, por decirlo de algún modo, un bordado grotesco y brillante al gran manto del Estado que una nación se pone en tales festejos. Había una especie de intención de celebrar de ese modo el día en que comenzaba el año político de la colonia. En las costumbres de nuestros antepasados referidas a la toma de posesión de los magistrados podía percibirse el pálido reflejo del esplendor recordado, una especie de repetición descolorida y muy diluida de lo que habían visto en el orgulloso y viejo Londres —no diremos que durante una coronación real, sino en el nombramiento de un alcalde—. Los padres y fundadores de la nación —el político, el sacerdote y el soldado—, estimaban que su deber era asumir la apariencia externa y la majestad que, de acuerdo con el viejo estilo, se consideraban el vestido adecuado a la eminencia pública y social. Todos acudieron a participar en el desfile público, a la vista de toda la gente, y así prestar la dignidad necesaria a la sencilla corporación del gobierno recientemente formado.
También entonces a la gente se le toleraba, aunque no se estimulara, que pusiese algún relajo en la aplicación estricta y estrecha de las diversas formas de su tosco trabajo, que en otros tiempos parecían formar parte de la misma pieza y materia de su religión. Verdad es que aquí no había ocasión para los populares regocijos que tan fácil resultaba encontrar en la época de Isabel de Inglaterra, o en la del rey Jacobo; nunca hubo espectáculos de índole teatral, ni trovadores con su arpa y su balada legendaria, ni juglares que hiciesen bailar un mono al compás de su música, ni prestidigitadores con sus trucos de brujería mímica; ni ningún Merry Andrew que animara a la multitud con chistes que, aunque tal vez tuvieran más de cien años, seguían provocando la risa por recurrir a las fuentes más auténticas de la alegría. Todos estos maestros de las distintas ramas de la jocosidad habrían sido severamente prohibidos, no sólo por la rígida disciplina de la ley, sino por el sentir general que imprime su vitalidad a la ley. Sin embargo, no por ello dejaba de sonreír, quizá de modo horrible, pero también abiertamente, la cara ancha y honrada de la gente. Y no es que faltaran diversiones semejantes a las que los colonos habían presenciado, e incluso en las que habían participado, mucho tiempo antes, en ferias campestres y prados de Inglaterra; les parecía acertado mantenerlas vivas en el nuevo suelo por las muestras de bravura y hombría que eran su esencia. Aquí y allá, dentro del recinto de la plaza, se veían combates cuerpo a cuerpo, en las distintas modalidades de Cornwall y Devonshire; en una esquina había una amigable pelea con barras; pero, de todo ello, lo que más atraía el interés era lo que ocurría en la plataforma del patíbulo del que tanto hemos hablado en nuestras páginas: dos maestros de esgrima hacían una demostración con la rodela y el sable. Pero, para gran desilusión de la multitud, éste último entretenimiento fue interrumpido por el pertiguero del pueblo, que no estaba dispuesto a permitir que la majestad de la ley fuese violada por semejante abuso en uno de sus lugares sagrados.
No exageraríamos mucho afirmando que, en líneas generales, los ciudadanos —en esa época se hallaban en los primeros peldaños de un comportamiento carente de alegría, pese a ser los vástagos de aquellos viejos caballeros que habían sabido ser felices en su momento— podían compararse favorablemente, en materia de armonía festiva, con sus herederos, pese al intervalo de tiempo tan largo entre ellos y nosotros. La posteridad inmediata, la generación siguiente a la de los antiguos emigrantes, sobrellevó la sombra más negra del puritanismo, y oscureció con ella de tal modo el semblante de la nación que no fueron suficientes para eliminarla todos los años que siguieron. Aún tenemos que aprender de nuevo el olvidado arte de la alegría.
El cuadro de la vida humana en la plaza del mercado, aunque dominado por el tinte sombrío, grisáceo, marrón o negro de los emigrantes ingleses, se veía aliviado sin embargo por cierta diversidad de matices. Un grupo de indios —con su salvaje adorno de pieles de venado curiosamente bordadas, con sus cinturones de abalorios de color rojo y amarillo ocre, con sus plumas, y armados con arcos, flechas y lanzas de puntas de piedra—, se mantenían apartados, con semblantes de gravedad inmutable, más serios aún de lo que podía desear la norma puritana. Mas, pese a lo salvajes que podían parecer esos bárbaros pintarrajeados, no eran lo más salvaje de la escena. Semejante honor podía ser reclamado por algunos marineros —una parte de la tripulación del barco llegado del Caribe— que habían bajado a tierra para ver los festejos del día de las Elecciones. Se trataba realmente de forajidos de aspecto rudo, con rostros alquitranados por el sol y barbas inmensas; sus pantalones, anchos y de bajos recortados, se ceñían al talle mediante cinturones que en muchos casos se abrochaban con anchas hebillas de oro, y de los que siempre pendían largos cuchillos y, en algunos casos, espadas. Bajo las amplias alas de sus sombreros de paja brillaban unos ojos que, incluso en ratos de alegría y esparcimiento, tenían una especie de ferocidad animal. Transgredían sin miedo ni escrúpulo las normas de comportamiento que regían para todos los demás; fumaban en las mismísimas narices del alguacil, cuando a cualquier habitante del pueblo cada bocanada le hubiera costado una multa, y tragaban a capricho vino o aguardiente de unas petacas de bolsillo que tendían liberalmente a la multitud boquiabierta que les rodeaba. Hay una característica notable de la moralidad de la época, que hemos calificado de forma incompleta de rígida: y es la licencia absoluta que se permitía a los marineros, no sólo para las monstruosidades que cometían en tierra, sino para la conducta mucho más temeraria cuando estaban en su propio elemento. El marinero de esos tiempos se parecía mucho a los piratas del nuestro. No ofrece la menor duda, por ejemplo, que la tripulación de ese mismo barco, aunque no estaba formada por los miembros más perversos de la hermandad marinera, sería culpable, por emplear ese término, de depredaciones contra el comercio español que habrían puesto en peligro sus cuellos ante un moderno tribunal de justicia.
Pero en aquellos tiempos el mar se encrespaba, se embravecía y echaba espuma a capricho, y sólo se sometía a unos vientos tormentosos que no podían ser regulados por las leyes humanas. El filibustero de las olas podía renegar de su oficio, y convertirse, si así lo decidía, en un hombre probo y virtuoso en tierra; pero ni siquiera cuando ejercía plenamente su vida temeraria era mirado como un personaje con quien fuera deshonroso comerciar o, llegado el caso, asociarse. Así pues, los patriarcas puritanos, embutidos en sus capas negras, con sus golas almidonadas y sus puntiagudos sombreros, sonreían con cierta complacencia ante los gritos y el rudo comportamiento de aquellos alegres marineros, sin que produjese sorpresa ni animadversión que un ciudadano como el viejo Roger Chillingworth, el médico, fuera visto cuando entraba en la plaza del mercado, en íntima y familiar conversación con el capitán del sospechoso barco.
Este último era con mucho la figura más vistosa y gallarda, por lo que se refiere al atuendo, entre la multitud. Llevaba una profusión de cintas sobre la ropa, y un lazo de oro en el sombrero, que también rodeaba una cadenilla de oro y remataba una pluma. A su costado llevaba un sable y tenía la cicatriz de una cuchillada en la frente que, por la forma del peinado, más parecía querer lucir que ocultar. Un hombre de la zona no hubiese podido llevar aquel traje y mostrar aquella cara, o llevar y mostrar ambos con aire tan temerario sin tener que vérselas con un magistrado, sin incurrir probablemente en arresto o encarcelamiento y tal vez sin ser expuesto en la picota. Sin embargo, por lo que se refiere al atuendo del capitán del navío, todos lo consideraban tan apropiado a su carácter como lo son en los peces sus relucientes escamas.
Después de despedirse del médico, el capitán del barco de Bristol vagabundeó tranquilamente por la plaza del mercado hasta acercarse, como si fuera por azar, al lugar en que Hester Prynne se hallaba; pareció reconocerla y no dudó en dirigirse a ella. Como siempre ocurría donde Hester estuviese, en torno suyo había un pequeño espacio vacío, una especie de círculo mágico dentro del cual, pese a que la gente estaba amontonada y se empujaba a poca distancia de allí, nadie se aventuraba ni estaba dispuesta a ocuparlo. Era un signo evidente de la soledad moral en que la letra escarlata envolvía a su desventurada portadora, en parte por reserva propia y en parte por el instintivo alejamiento de sus semejantes, aunque ya no resultara tan cruel como en el pasado. En esta ocasión, ese alejamiento respondía, cosa que nunca había hecho antes, a un buen propósito, permitiendo a Hester y al marino hablar juntos sin riesgo de ser escuchados; y tanto había cambiado la reputación de Hester Prynne ante los ojos de la gente que la matrona más eminente por su rigidez moral del pueblo no habría considerado aquella conversación más escandalosa que si hubiera sido ella misma su protagonista.
—Bueno, señora —dijo el marinero—, tengo que ordenar al camarero que disponga una litera más de las que usted ha contratado. ¡En este viaje no hay que temer el escorbuto o el tifus! Con el cirujano del barco y ese otro doctor, no tendremos más peligros que las drogas o las píldoras, porque a bordo hay un buen surtido de medicinas que adquirí en un navío español.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Hester, más alarmada de lo que dejaba entrever—. ¿Tiene otro pasajero?
—Ah, ¿no sabe que ese médico de ahí —dijo el capitán del barco—, ése que se hace llamar Chillingworth, tiene la intención de acompañarles? Debería saberlo, porque él me dijo que era de la partida y amigo íntimo del caballero de quien usted me habló, ése que corre peligro entre estos agrios y viejos gobernantes puritanos.
—Sí, se conocen bien —replicó Hester aparentando calma, aunque totalmente consternada—. Han vivido mucho tiempo juntos.
Nada más ocurrió entre el marinero y Hester Prynne. Pero en aquel instante esta última divisó al viejo Roger Chillingworth sonriéndola desde el rincón más alejado de la plaza del mercado; una sonrisa que, a través de la ancha y atestada plaza, de las conversaciones y las risas, de los distintos pensamientos, humores e intereses de la multitud, le transmitía un significado secreto y espantoso.