La letra escarlata

12. - La vigilia del pastor

12. - La vigilia del pastor

Como si caminase en la sombra de un sueño, y tal vez bajo la influencia de cierta especie de sonambulismo, Mr. Dimmesdale llegó al sitio donde, no hacía mucho, Hester Prynne había vivido su primera hora de pública ignominia. Bajo el balcón de la capilla seguía estando la misma plataforma o Cadalso, negra, con las huellas dejadas por las tormentas o el sol de siete largos años, y desgastada también por las pisadas de muchos reos que desde entonces habían sido ajusticiados. El pastor subió los escalones.

Era una oscura noche de principios de mayo. Un monótono palio de nubes cubría todo el cielo desde el cenit al horizonte. Si la misma multitud que había sido testigo de la forma en que Hester Prynne soportaba su castigo pudiera ser convocada en ese momento, no habría podido ver ninguna cara sobre la plataforma, ni apenas la silueta de una forma humana, en la gris oscuridad de la medianoche. Pero toda la población dormía y no había peligro de que le descubrieran. El pastor podía permanecer allí, si así le complacía, hasta que la mañana enrojeciese el Este, sin más riesgo que el aire húmedo y helado de la noche penetrase en su cuerpo, agarrotase sus miembros con el reumatismo y atascase su garganta con un catarro y tos, defraudando así al expectante auditorio de los rezos de la mañana y del sermón. No podía verle ningún ojo, salvo el de aquel que siempre está despierto y le había visto en su cuarto manejando las ensangrentadas disciplinas. Entonces, ¿por qué había ido allí? ¿Era otra cosa que una burla de la penitencia? En efecto, resultaba una burla, pero en ella su alma jugaba consigo misma. Una burla ante la que los ángeles se sonrojaban y lloraban, mientras los demonios se regocijaban con sarcasmos. Le había llevado hasta allí el impulso de aquel remordimiento que le seguía a todas partes y que tenía por única hermana y estrecha compañera aquella cobardía que invariablemente le hacía retroceder y le asía con mano trémula en el preciso momento en que el otro impulso le arrastraba al borde mismo de una confesión. ¡Pobre miserable! ¿Qué derecho tenía una debilidad como la suya a cargar con el crimen? El crimen es para nervios de acero, que pueden elegir entre sufrirlo o, si oprime demasiado, sacar su fuerza fiera y salvaje para acometer un buen propósito y echar fuera el crimen de inmediato. Aquel espíritu, el más débil y sensible de todos, no podía hacer ninguna de esas dos cosas, y sin embargo siempre hacía una u otra: ambas entretejían, en un mismo nudo inextricable, la agonía de la culpa que desafiaba al cielo y el arrepentimiento inútil.

Y así, mientras permanecía de pie sobre el cadalso, en aquella vana muestra de expiación, Mr. Dimmesdale sintió dominada su mente por un gran terror, como si el universo entero estuviese mirando el emblema escarlata sobre su pecho desnudo, justo encima de su corazón. En realidad, hacía mucho tiempo que sentía en ese sitio el diente punzante y ponzoñoso del dolor físico. Sin esfuerzo alguno de su voluntad, sin poder tampoco para refrenarse, lanzó un fuerte grito; un chillido que repicó como una campana en la noche y repercutió de una casa a otra, rebotando desde los montes a los últimos confines como si una legión de demonios, vislumbrando toda la miseria y terror que había en aquel grito, hubieran convertido en juguete el sonido y estuvieran lanzándolo de un lado a otro.

—¡Ya está hecho! —murmuró el pastor, cubriéndose la cara con las manos—. Todo el pueblo se despertará, saldrá corriendo y me encontrará aquí.

Pero no ocurrió eso. Tal vez su chillido resonó en sus asustados oídos con mayor fuerza de la que en realidad tenía. El pueblo no se despertó; o, si lo hizo, los amodorrados durmientes tomaron el grito por algo pavoroso de su propio sueño, o por el ruido de las brujas, cuyas voces solían oírse en esa época cuando pasaban sobre los poblados o las cabañas solitarias, acompañando a Satanás por el aire. Así pues, al no oír ningún síntoma de tumulto, apartó las manos de sus ojos y miró a su alrededor. En una de las ventanas de los cuartos de la mansión del gobernador Bellingham, que se alzaba a cierta distancia, en el frente de la otra calle, vio aparecer al anciano magistrado con una lámpara en la mano, un gorro de dormir blanco en la cabeza y una larga bata blanca envolviendo su figura. Parecía un espectro, invocado de forma intempestiva de su tumba. Era evidente que el grito le había sobresaltado. En otra ventana de la misma casa apareció la anciana Mistress Hibbins, hermana del gobernador, también con una lámpara que, a pesar de la distancia, revelaba la expresión de su rostro agrio e insatisfecho. Asomó la cabeza fuera de la ventana y miró ansiosamente hacia arriba. Indudablemente, aquella venerable dama-bruja había oído el chillido de Mr. Dimmesdale y lo había interpretado, con sus múltiples ecos y reverberaciones, como el clamor de los demonios y brujas nocturnos, con los que ella, según se sabía, hacía excursiones por el bosque.

Al vislumbrar el resplandor de la lámpara del gobernador Bellingham, la vieja dama apagó rápidamente la suya y se esfumó. Es posible que se desvaneciese entre las nubes. El pastor no volvió a ver ninguno de sus movimientos. El magistrado, tras escudriñar con cautela la oscuridad —en la que, sin embargo, no podía ver más de lo que hubiera visto en una piedra de molino— se apartó de la ventana.

El pastor fue tranquilizándose poco a poco. Sin embargo, sus ojos pronto recibieron un minúsculo y débil resplandor que, lejano al principio, iba acercándose por la calle. Despedía un resplandor que le permitía reconocer aquí un poste, allá la barda de un jardín, más allá el postigo de una ventana o una bomba hidráulica con su pilón lleno de agua, y de nuevo el arco de una puerta de roble con su llamador de hierro y un tosco tronco como escalón de entrada. El reverendo Mr. Dimmesdale notó todos estos minuciosos detalles, aun cuando estaba firmemente convencido de que el final de su existencia iba acercándose en el ruido de pasos que ahora oía, y que la luz de la linterna se cernería sobre él a los pocos momentos para descubrir su secreto tanto tiempo escondido. A medida que la linterna se acercaba, vio dentro de su círculo de luz a su hermano clérigo, o para decirlo con mayor exactitud, a su padre profesional, a la vez que muy querido amigo, el reverendo Mr. Wilson, quien, según conjeturó en ese momento Mr. Dimmesdale, vendría de rezar a la cabecera de algún moribundo. Así era. El bondadoso y anciano pastor acababa de dejar la cámara mortuoria del gobernador Winthrop, que había pasado de la tierra al cielo en esa misma hora. En aquel momento, rodeado, como los santos personajes de los tiempos pasados, por un halo radiante que le glorificaba entre la brumosa noche del pecado —como si el fallecido gobernador le hubiera legado la herencia de su gloria, o como si hubiese captado para sí el lejano resplandor de la ciudad celestial mientras miraba hacia ella para ver si el triunfante peregrino traspasaba sus puertas—, el buen padre Wilson se dirigía ahora a su casa, ayudándose de una linterna encendida. El resplandor de aquella luminaria sugirió las anteriores ideas a Mr. Dimmesdale, que sonrió —más bien se rió de ellas—, y llegó a pensar si no estaría enloqueciendo.

Cuando el reverendo Mr. Wilson pasó junto al cadalso, envolviéndose cuidadosamente en su manteo de Ginebra con una mano y sosteniendo con la otra la linterna a la altura del pecho, el pastor no pudo refrenarse y le dirigió la palabra.

—Buenas noches tenga usted, venerable padre Wilson. Le ruego que suba aquí arriba, y pase un rato charlando conmigo.

¡Santo cielo! ¿Sería cierto que Mr. Dimmesdale acababa de hablar? Durante un momento creyó que aquellas palabras habían salido de sus labios, pero sólo fueron pronunciadas en su imaginación. El venerable padre Wilson siguió caminando despacio, escudriñando cuidadosamente el enfangado camino antes de adelantar los pies y sin volver ni una sola vez la cabeza hacia la plataforma de los culpables. Cuando la luz de la resplandeciente linterna se desvaneció por completo en la lejanía, el pastor se dio cuenta, por el desfallecimiento que le embargaba, de que los últimos momentos habían sido una crisis de terrible ansiedad, aunque su mente hubiera hecho un esfuerzo involuntario por aliviarse con aquella especie de espectral travesura.

Inmediatamente después, aquel espantoso sentido del humor volvió a irrumpir entre los solemnes fantasmas de su cerebro. Sintió entumecerse sus miembros con el inusual frío de la noche, y puso en duda que fuera capaz de descender los escalones del Cadalso. El día iba a empezar a clarear y a sorprenderle allí. El vecindario comenzaría a levantarse. Los más madrugadores, al avanzar en la penumbra, vislumbrarían una silueta vagamente definida sobre el lugar de la vergüenza, y casi enloquecidos de alarma y de curiosidad, irían a llamar de puerta en puerta, invitando a la gente a ir a ver al fantasma de algún pecador difunto, como necesariamente habían de pensarlo. Un tumulto sombrío agitaría sus alas de una casa a otra. Entonces, a medida que la luz de la mañana aumentase, los viejos patriarcas se levantarían muy de prisa, cada uno con su bata de franela, y las matronales damas sin preocuparse de sus camisones. La tribu entera de decorosos personajes, que nunca fueron vistos con un solo cabello de la cabeza fuera de su sitio, saldrían a la vista del público con el desorden de una pesadilla en sus semblantes. El viejo gobernador Bellingham avanzaría muy serio con su gola estilo rey Jacobo ladeada; y Mistress Hibbins, con algunas ramitas del bosque todavía adheridas a su falda, y con aspecto más agrio que nunca, como si no hubiera podido pegar ojo después de su cabalgata nocturna; y el bondadoso padre Wilson también, después de haber pasado la mitad de la noche junto a un lecho de muerte, molesto porque le sacaran tan temprano de sus sueños con los santos glorificados. Del mismo modo acudirían las autoridades y diáconos de la iglesia de Mr. Dimmesdale, y las jóvenes vírgenes que idolatraban tanto a su pastor que habían hecho para él un altar dentro de sus pechos; pechos que ahora, en medio de su apresuramiento y confusión, no acertarían a cubrir con sus pañuelos. En una palabra, todo el mundo cruzaría dando tumbos los umbrales de sus casas y volverían hacia el cadalso sus caras pasmadas y sobrecogidas de terror. ¿A quién verían allí, con la rojiza luz del Este alumbrando su frente? ¿A quién, sino al reverendo Arthur Dimmesdale, medio muerto de frío, abrumado de vergüenza y de pie en el lugar donde había estado Hester Prynne?

Arrastrado por el grotesco horror de esta pintura, sin darse cuenta y con una alarma infinita, el pastor rompió en una sonora risotada, que inmediatamente fue respondida por una infantil risa ligera y aérea, en la que, con un vuelco del corazón, aunque sin saber si era de dolor exquisito o de placer agudo, reconoció el tono de la pequeña Perla.

—¡Perla, pequeña Perla! —gritó tras un momento de silencio; luego, sorprendido por su propia voz—: ¡Hester! ¡Hester Prynne! ¿Estáis ahí?

—¡Sí, soy Hester Prynne —replicó ella en tono de sorpresa; y el pastor oyó sus pasos acercarse por la vereda por la que pasaba—. Soy yo con mi pequeña Perla.

—¿De dónde vienes, Hester? —preguntó el pastor—. ¿Y qué fuiste a hacer allí?

—Estaba velando a la cabecera de un moribundo —contestó Hester Prynne—, en el lecho de muerte del gobernador Winthrop, y le he tomado las medidas para hacerle un sudario. Ahora volvía a casa.

—Sube, Hester, sube aquí con tu pequeña Perla —dijo el reverendo Mr. Dimmesdale—. Las dos estuvisteis aquí antes, y yo no estuve con vosotras. ¡Subid aquí otra vez, y estaremos los tres juntos!

La mujer subió los escalones en silencio y permaneció de pie en la plataforma, agarrando a la pequeña Perla de la mano. El pastor buscó la otra mano de la niña, y la cogió. En el mismo momento en que lo hizo le sobrevino lo que parecía ser un tumultuoso flujo de nueva vida, una vida distinta a la suya propia, irrumpiendo por todas sus venas, como si madre e hija hubieran comunicado su calor vital a aquella constitución semi-entumecida. Los tres formaban una cadena eléctrica.

—¡Pastor!… —susurró la pequeña Perla.

—¿Qué quieres, niña? —preguntó Mr. Dimmesdale.

—¿Estarás aquí con mamá y conmigo mañana al mediodía? —preguntó Perla.

—No, no estaré, pequeña Perla —contestó el pastor, porque, junto a la nueva energía del momento, había vuelto a él todo el miedo a la exposición pública que durante tanto tiempo había sido la angustia de su vida; y ahora temblaba al pensar en la situación en que, con una extraña alegría, sin embargo, ahora se encontraba—. No, hija mía; estaré con tu madre y contigo otro día, pero no mañana.

Perla rió e intentó retirar su mano. Pero el pastor la retuvo con fuerza.

—¡Un poco más, hija mía! —dijo.

—Pero tienes que prometerme —preguntó Perla— que mañana al mediodía nos cogerás la mano a mí y a mi madre.

—Mañana no —dijo el pastor—, otro día.

—¿Cuándo entonces? —insistió la niña.

—¡En el gran día del juicio final! —susurró el pastor; y, extrañamente, la sensación de que, por su profesión, era un maestro de la verdad le impulsó a contestar a la niña de esta manera—: Entonces, allí, delante del tribunal, tu madre, tú y yo estaremos juntos. Pero la luz del día de este mundo no verá nuestro encuentro.

Perla volvió a reír.

Pero antes de que Mr. Dimmesdale hubiese terminado de hablar, un leve resplandor brilló con fuerza a lo lejos en medio de un cielo apagado. Lo había provocado, sin duda, uno de esos meteoros que los observadores nocturnos pueden ver a menudo consumirse en las vastas y vacías regiones de la atmósfera. Era tan radiante su resplandor que iluminó completamente la espesa capa de nubes entre el cielo y la tierra. La gran bóveda se iluminó, como el domo de una inmensa lámpara. Permitió ver el familiar escenario de la calle con la nitidez del mediodía, pero al mismo tiempo con el terror que siempre producen los objetos familiares contemplados bajo una luz no usada. Las casas de madera, con el saledizo de sus buhardillas y sus singulares y puntiagudos aguilones; los escalones de las puertas y los umbrales, con hierbas tempranas creciendo en torno a ellos; las parcelas de las huertas, negras por las labores que recientemente habían removido la tierra; las rodadas de los vehículos, algo gastadas y bordeadas de verde a ambos lados, incluso en la plaza del mercado; todo se hizo visible, pero con un aspecto tan singular que parecía como si las cosas de este mundo tuvieran una interpretación moral que nunca hasta entonces tuvieron. Y allí permanecía el clérigo, con la mano puesta sobre el corazón; y Hester Prynne, con la bordada letra resplandeciendo sobre su pecho; y la pequeña Perla, símbolo y al mismo tiempo eslabón que conectaba a aquellas dos personas. Permanecieron en el mediodía de aquel extraño y solemne resplandor, como si fuese la luz que debía revelar todos los secretos, o el alba que había de unir a todos los que se pertenecen unos a otros.

En los ojos de la pequeña Perla había brujería; y al alzarse hacia el pastor, su rostro tenía esa sonrisa traviesa que a menudo le daba expresión de duendecillo. Retiró su mano de la de Mr. Dimmesdale, y señaló hacia la calle. Pero él cruzó las manos sobre su pecho, y elevó los ojos hacia el cenit.

En aquellos días nada era más común que interpretar todas las apariciones meteóricas y demás fenómenos naturales que ocurren con menos regularidad que la salida y la puesta del sol y de la luna, como otras tantas revelaciones de un origen sobrenatural. Así pues, una lanza resplandeciente, una espada en llamas, un arco o un manojo de flechas, vistos en el cielo de medianoche, prefiguraban una guerra con los indios. Se sabía que la peste era anunciada por una lluvia de luces carmesíes. No creemos que haya existido ningún suceso notable, bueno o malo, en Nueva Inglaterra, desde el asentamiento delos primeros pobladores hasta los tiempos de la Revolución, que dejara de ser anunciado previamente por algún espectáculo de esta naturaleza a los habitantes. No pocas veces eran multitudes las que lo veían. Pero con mayor frecuencia, la credibilidad descansaba en la palabra de un solo testigo, que había visto la portentosa maravilla coloreada, aumentada y distorsionada por su propia imaginación, dándole luego forma más clara en su cabeza. Realmente era una idea majestuosa que el destino de las naciones se revelase, mediante aquellos terribles jeroglíficos, en la bóveda del cielo. Un pergamino tan ancho quizá no pareciese suficientemente grande para que la Providencia escribiese en él el destino de la gente. Entre nuestros antepasados esa creencia tenía predicamento suficiente como para demostrar que la joven nación estaba bajo la tutela del cielo de una manera peculiarmente íntima y estrecha. Pero ¿qué diremos cuando un individuo descubre una revelación dirigida exclusivamente a él en esa amplísima hoja del vasto pergamino? Un caso así sólo puede ser síntoma de un estado mental muy alterado, cuando un hombre, convertido en enfermizo contemplador de sí mismo a causa de un largo, intenso y secreto dolor, ha extendido su egotismo a toda la expansión de la naturaleza, hasta que el firmamento mismo sólo parece una página adecuada para la historia y el destino de su alma.

Por eso atribuímos exclusivamente a la enfermedad de su vista y de su corazón el hecho que ocurrió después: al mirar hacia lo alto, el pastor vio en el firmamento la aparición de una inmensa letra, la letra A, marcada con trazos de una luz de color rojo pálido. Tal vez el meteoro se dejó ver en aquel punto, ardiendo oscuramente a través de un velo de nubes; pero no fue ésa la forma que le dio su culpable imaginación; o, al menos, fue una forma tan poco definida que otro culpable podía haber visto otro símbolo en ella.

Hubo otra singular circunstancia que caracterizó en aquel momento el estado psicológico de Mr. Dimmesdale. Durante todo el tiempo que pasó con la vista alzada hacia el cenit, tuvo plena conciencia de que la pequeña Perla estaba señalando con su dedo al viejo Roger Chillingworth, que se hallaba no muy lejos del cadalso. El pastor parecía verlo con la misma mirada con que estaba viendo la letra milagrosa. La luz meteórica daba una nueva expresión a sus facciones, lo mismo que a los demás objetos; también pudiera ser que el médico no se preocupase entonces, como en otras ocasiones, de ocultar la maldad con que contemplaba a su víctima. Cierto que si el meteoro iluminaba el cielo y descubría la tierra con una atrocidad que prevenía a Hester Prynne y al clérigo con el día del juicio, Roger Chillingworth podía convertirse para ellos en el mismísimo demonio que, de pie, sonriente y ceñudo, reclamaba lo que le pertenecía. Tan vívida era la expresión, o tan intensa la percepción del pastor, que parecía seguir dibujada en la oscuridad, cuando ya el meteoro se había desvanecido, como si la calle y todas las demás cosas hubieran sido aniquiladas de repente.

—¿Quién es ese hombre, Hester? —susurró Mr. Dimmesdale sobrecogido de terror—. ¡Tiemblo ante él! ¿Conoces tú a ese hombre? ¡Yo le odio, Hester!

Ella recordó su juramento y calló.

—¡Te lo repito, mi alma tiembla en su presencia! —murmuró el pastor de nuevo—. ¿Quién es? ¿Quién es? ¿No puedes hacer nada por mí? Siento un horror indecible ante ese hombre.

—Pastor —dijo la pequeña Perla—, yo puedo decirte quién es.

—¡Dímelo ahora mismo, pequeña! —dijo el pastor poniendo su oído junto a los labios de Perla—. ¡Ahora mismo!,… y en voz tan baja como puedas susurrármelo.

Perla dijo algo a su oído, que realmente sonó como lenguaje humano, pero que no era otra cosa que la jerigonza con que los niños se divierten cuando están juntos. De todos modos, si contenía alguna información secreta sobre el viejo Roger Chillingworth, fue dicha en una lengua desconocida para el sabio clérigo, y no hizo sino aumentar la perplejidad de su mente. Entonces la niña-duende se echó a reír.

—¿Estás burlándote de mí? —dijo el pastor.

—¡No has sido valiente! ¡No has sido sincero! —respondió la niña—. ¡No has querido prometer que cogerías mi mano, y la de mi madre, mañana al mediodía.

—¡Estimado señor! —dijo el médico, que había avanzado hasta el pie de la plataforma—. ¡Piadoso doctor Dimmesdale! Pero ¿es posible que sea usted? ¡Bueno, bueno, es cierto! Los hombres de ciencia, con nuestras cabezas siempre metidas en los libros, necesitamos que nos vigilen con mucho cuidado. Soñamos cuando estamos despiertos y caminamos mientras dormimos. Venga, mi buen señor y querido amigo, se lo ruego, permítame que le acompañe a casa.

—Cómo supiste que estaba aquí? —preguntó el pastor, lleno de miedo.

—De hecho, y con toda sinceridad, debo decirle que no sabía nada —contestó Roger Chillingworth—. He pasado la mayor parte de la noche a la cabecera del honorable gobernador Winthrop, haciendo cuanto mi pobre saber podía para ayudarle. Cuando él partió para un mundo mejor y yo me dirigía hacia casa, apareció esa extraña luz. Venga conmigo, por favor, reverendo señor; si no lo hace, no podrá cumplir mañana sus deberes dominicales. ¡Ya ve cómo trastornan la cabeza los libros, malditos libros! Debería estudiar menos, mi buen señor, y permitirse alguna pequeña distracción; de lo contrario, volverá a sufrir estas fantasías nocturnas.

—Iré a casa con usted —dijo Mr. Dimmesdale.

Con un abatimiento glacial, como quien despierta sin fuerzas de una horrorosa pesadilla, se rindió al médico, que le acompañó.

Al día siguiente, domingo, predicó un sermón que todos consideraron como el más elocuente y poderoso, y el más empapado de influencias celestiales que nunca saliera de sus labios. Se dice que las almas, muchas almas, fueron guiadas al camino de la verdad por la eficacia de este sermón, y se prometieron a sí mismas guardar eterna y santa gratitud a Mr. Dimmesdale. Pero, cuando bajaba las gradas del púlpito, el barbado sacristán le hizo entrega de un guante negro, que el pastor reconoció como suyo.

—Lo han encontrado esta mañana en el cadalso —dijo el sacristán— donde los malhechores son expuestos a la vergüenza pública. Supongo que Satanás lo tiró allí con la intención de cometer una burla grosera contra su reverencia. Pero sin duda estaba ciego y loco, como siempre estuvo y estará. ¡Una mano pura no necesita guante para cubrirse!

—Gracias, buen amigo —dijo el pastor en tono grave, pero con la alarma en el corazón; su recuerdo era tan confuso que casi había logrado convencerse de que los acontecimientos de la pasada noche no habían sido otra cosa que visiones—. Sí, en efecto, parece que es mi guante.

—Y, dado que Satanás pensó que le convenía quitárselo, su reverencia deberá enfrentarse a él sin guantes de ahora en adelante —observó el viejo Sacristán, con una sonrisa inexorable—. Pero ¿no ha oído hablar su reverencia del portento que se vio anoche? Una gran letra roja en el cielo, la letra A, que nosotros interpretamos que quiere decir Ángel. Dado que nuestro buen gobernador Winthrop fue convertido en ángel esta noche pasada, sin duda lo más adecuado era que se nos informara de algún modo.

—No —respondió el pastor—, no he oído nada.

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