La letra escarlata

7. - La residencia del gobernador

7. - La residencia del gobernador

Hester Prynne fue cierto día a la mansión del gobernador Bellingham, con un par de guantes que, por orden suya, había ribeteado y bordado, y que debía ponerse en alguna ceremonia oficial importante; porque, si bien las contingencias de una elección popular habían provocado que este antiguo gobernante descendiera uno o dos escalones desde el más alto rango, aún conservaba un puesto honorable e influyente en la magistratura de la colonia.

Otra razón, más importante todavía que la de entregar un par de guantes bordados, había impulsado a Hester, en esta ocasión, a intentar entrevistarse con un personaje de tanto poder y actividad en los asuntos del poblado. Había llegado a sus oídos que algunos de los vecinos más importantes, queriendo poner en práctica de la forma más rígida los principios de la religión y gobierno, intentaban privarle de su hija. Suponiendo que Perla, como casi hemos insinuado, tenía un origen demoníaco, aquella buena gente aducía, no sin razón, que el interés cristiano por el alma de la madre exigía quitar de su camino semejante obstáculo. Si la niña, por otro lado, fuera realmente capaz de un desarrollo moral y religioso, y poseyese los elementos de la salvación postrera, a buen seguro tendría mejores posibilidades para aprovechar tales ventajas si era entregada a guardianes más sabios y mejores que Hester Prynne. Entre los que promovían este plan, se decía que el gobernador Bellingham era uno de los más interesados. Tal vez parezca singular, e incluso bastante ridículo, que un asunto de esta clase, que en épocas posteriores sólo podría plantearse ante un tribunal de ciudadanos elegidos del pueblo, pudiera ser entonces motivo de discusión pública, en la que intervenían los estadistas más eminentes. En aquella época de prístina sencillez, sin embargo, asuntos de interés público todavía menor, y de mucho menos peso intrínseco que el bienestar de Hester y su hija, se mezclaban curiosamente a las deliberaciones de los legisladores y los actos de gobierno. En una época algo anterior a la de nuestra historia, una disputa sobre el derecho de propiedad de un cerdo no sólo provocaba un debate feroz y amargo en el cuerpo legislativo de la colonia, sino que, como resultado de las discusiones, se producía una importante modificación de la estructura misma de la legislación.

Así pues, llena de preocupación —pero tan consciente de sus propios derechos que le parecía pelea poco frecuente y desigual entre el público, por un lado, y una mujer sola, respaldada por las simpatías de la naturaleza, por otro—, Hester Prynne se puso en camino desde su solitaria cabaña. Por supuesto, la acompañaba la pequeña Perla. Ahora ya estaba en edad de correr ligera al lado de su madre, y, en constante movimiento de la mañana a la noche, podía cubrir un trayecto mucho más largo que el que tenía ante ella. A veces, sin embargo, más por capricho que por necesidad, pedía que la llevara en brazos, pero al momento exigía en el mismo tono imperioso que la bajase, y otra vez brincaba delante de Hester por la vereda bordeada de hierba, entre tropezones y caídas sin importancia. Ya hemos hablado de la exquisita y exuberante belleza de Perla; una belleza que brillaba con matices vivos y profundos; una complexión espléndida, unos ojos que poseían a un tiempo profundidad y brillo, y un pelo castaño oscuro muy liso que en los años venideros se volvería casi negro. Dentro y fuera de ella había fuego; parecía el renuevo inesperado de un momento de pasión. Al confeccionar el vestido de la niña, la madre había dejado desbordarse las alegres tendencias de su imaginación, ataviándola con una túnica de terciopelo carmesí, de peculiar corte, con abundantes bordados de fantasía en hilo de oro. Esa intensidad de colorido, que habría dado un aspecto macilento y pálido a mejillas de lozanía más tenue, se adaptaba admirablemente a la belleza de Perla, convirtiéndola en la llamita de fuego más brillante que jamás danzara sobre la tierra.

Pero esa intensidad de color era un atributo notable del vestido y, en realidad, del aspecto general de la niña, que de forma irresistible e inevitable recordaba al espectador la marca que Hester Prynne estaba condenada a llevar sobre su pecho. Era la letra escarlata en otra forma: ¡la letra escarlata hecha vida! La misma madre —como si la roja ignominia estuviese grabada tan profundamente en su cerebro que todas sus ideas asumían su forma— había procurado evitar cualquier semejanza, dedicando muchas horas de malsana habilidad a crear una analogía entre el objeto de su cariño y el emblema de su culpa y su tortura. Pero, en verdad, Perla era lo uno y lo otro a la vez, y sólo como secuela de esa identidad pudo Hester representar de modo tan perfecto la letra escarlata en la apariencia de la niña.

Al entrar las dos caminantes en los límites del poblado, los hijos de los puritanos abandonaban sus juegos —lo que pasaba por juegos entre aquellos sombríos pilluelos— para mirarlas y decirse muy serios unos a otros:

—¡Mirad, ahí va la mujer de la letra escarlata, y a su lado va brincando el vivo retrato de la letra escarlata! ¡Vamos a tirarles barro!

Pero Perla, que era una niña intrépida, después de fruncir el ceño, patear el suelo y agitar sus manitas con variedad de gestos amenazadores, se abalanzó súbitamente contra el grupo de sus enemigos y puso a todos en fuga. En su feroz persecución se parecía a una peste infantil —la fiebre escarlatina, o una especie de alado ángel justiciero— cuya misión fuera castigar los pecados de las nuevas generaciones. Chillaba y gritaba, además, con un terrorífico volumen de voz que, indudablemente, hacía estremecer los corazones de los fugitivos. Una vez obtenida la victoria, Perla volvió tranquilamente al lado de su madre mirándola con una sonrisa.

Sin más contratiempos llegaron a la mansión del gobernador Bellingham. Era una espaciosa casa de madera, construida en un estilo del que todavía quedan muestras en las calles de nuestras viejas ciudades, aunque ahora estén cubiertas de musgo, se desmoronen y pongan melancolía en el corazón por los múltiples incidentes penosos o alegres, recordados u olvidados, que ocurrieron y se extinguieron dentro de sus polvorientas habitaciones. En esa época, sin embargo, la fachada tenía la frescura de sus pocos años, y la alegría que penetraba por sus soleadas ventanas era la de las casas en las que nunca ha entrado la muerte. Realmente ofrecía un aspecto muy alegre; las paredes estaban recubiertas de una especie de estuco, en el que se habían incrustado gran cantidad de trozos de vidrio, de modo que, cuando el sol caía oblicuo sobre la fachada del edificio, éste brillaba y fulgía como si le hubieran echado encima diamantes a puñados. Aquel fulgor correspondía más bien al palacio de Aladino que a la mansión de un viejo dirigente puritano. Estaba decorado además con extrañas figuras, al parecer cabalísticas, y diagramas, en consonancia con el fantasioso gusto de la época, dibujadas en el estuco cuando éste se hallaba fresco todavía; ahora estaban secas y eran duraderas, para admiración de épocas futuras.

Al ver aquella reluciente maravilla de casa, Perla se puso a brincar y danzar, pidiendo de forma imperiosa que toda la amplitud de la luz solar le fuera quitada a la fachada y se la dieran para jugar con ella.

—No, pequeña Perla —dijo la madre—. ¡Sólo debes recoger tu propia luz! ¡Yo no tengo otra que darte!

Se acercaron a la puerta, en forma de arco y flanqueada a los dos lados por una delgada torre, o saliente del edificio; en ambas había ventanas con celosía y persianas de madera para taparlas cuando fuera necesario. Levantando la aldaba de hierro que colgaba del portón, Hester Prynne dio un aldabonazo al que acudió uno de los sirvientes del gobernador, inglés y libre de nacimiento, pero ahora esclavo por siete años. Durante ese tiempo tenía que ser propiedad de su amo, como un artículo que podía ser cambiado o vendido igual que un buey o un mueble. El siervo llevaba una casaca azul, que era el uniforme habitual de los sirvientes en esa época, y también mucho antes, en las antiguas mansiones hereditarias de Inglaterra.

—¿Está en casa su señoría el gobernador Bellingham? —preguntó Hester.

—Sí, desde luego —contestó el siervo mirando con unos ojos como platos la letra escarlata que, por ser recién llegado a la región, no había visto antes—. Sí, su honorable señoría está en casa. Pero están con él uno o dos piadosos ministros, así como un médico. Tal vez no pueda verle ahora.

—Sin embargo, entraré —contestó Hester Prynne; y el esclavo, pensando, tal vez, por su aire resuelto y por el brillante símbolo de su pecho, que era una gran dama del país, no puso ningún impedimento.

Así pues, la madre y la pequeña Perla fueron admitidas en el vestíbulo de entrada. Con muchas variaciones, sugeridas por la naturaleza de sus materiales de construcción, la diversidad del clima y un modo diferente de vida social, el gobernador Bellingham había planificado su nueva vivienda siguiendo el plano de las residencias de los caballeros de alta alcurnia de su tierra natal. Allí había un amplio vestíbulo bastante noble que se extendía a toda la profundidad de la casa, para formar un medio de comunicación general, más o menos directo, con todos los demás departamentos. En un extremo, esta espaciosa estancia se hallaba iluminada por las ventanas de las dos torres, que formaban pequeños huecos a uno y otro lado del portalón. El otro extremo, aunque sombreado en parte por una cortina, estaba mucho mejor iluminado gracias a uno de esos ventanales que nos han descrito los libros antiguos, y que estaba provisto de un hondo y mullido asiento. Ahí, sobre el cojín, había un infolio, probablemente de las Crónicas de Inglaterra o de otro tipo de literatura igual de sustanciosa, de la misma forma que en nuestros días solemos dejar dorados volúmenes sobre la mesa central para que sean hojeados por visitantes casuales. El mobiliario del vestíbulo consistía en algunas pesadas sillas, de respaldos minuciosamente labrados con guirnaldas de flores de roble; había también una mesa del mismo estilo, y el conjunto entero pertenecía a la época isabelina, o tal vez a un período anterior, traído hasta allí desde la casa paterna del gobernador. Sobre la mesa, como prueba de que no se había quedado atrás el sentimiento de la vieja hospitalidad inglesa, había un gran cántaro de peltre en cuyo fondo, de haber mirado Hester o Perla, podrían haber visto los espumosos restos de cerveza reciente.

De la pared colgaba una fila de retratos que representaban a los antepasados del linaje de los Bellingham, algunos con armaduras sobre el pecho y otros con tiesas gorgueras y ropajes de tiempos de paz. Todos se caracterizaban por la austeridad y severidad que invariablemente poseen los retratos antiguos, como si fuesen los espectros, más que los retratos, de respetables personas desaparecidas y mirasen con áspero e intolerante aire de crítica las tareas y diversiones de los vivos.

En el centro más o menos de los paneles de roble que ocupaban el vestíbulo había un traje completo de malla, no una reliquia ancestral como los retratos, sino de fecha más reciente, porque había sido confeccionada por un habilidoso armero de Londres el mismo año en que el gobernador Bellingham llegó a Nueva Inglaterra. Lo formaban un casco de acero, una coraza, una gorguera y grebas, con un par de guanteletes y una espada que colgaban debajo; todo ello, y especialmente el casco y el peto, estaba tan bruñido que refulgía con un resplandor blanco y esparcía su iluminación por todas partes sobre el suelo. Aquella resplandeciente panoplia no era un mero adorno: el gobernador se la ponía en muchas paradas solemnes e instrucciones militares, y, además, había lanzado sus destellos al frente de un regimiento en la guerra de Pequot. Porque, aunque abogado de profesión y acostumbrado a hablar de Bacon, Coke, Noye y Finch como compañeros de profesión, las exigencias de su nuevo país transformaron al gobernador Bellingham tanto en soldado como en político y gobernante.

La pequeña Perla —que estaba tan encantada con la resplandeciente armadura como lo había estado con la reluciente fachada— pasó algún tiempo mirando el bruñido espejo del peto.

—Madre —gritó—, ¡te veo aquí! ¡Mira, mira!

Hester miró por complacer a la niña, y vio que, debido al peculiar efecto de aquel espejo convexo, la letra escarlata se reflejaba con proporciones exageradas y gigantescas, hasta el punto de ser, con mucho, el detalle más prominente de su apariencia. En realidad, parecía estar totalmente escondida tras la letra. Perla señaló también hacia arriba, hacia un retrato similar en el casco, sonriendo a su madre con la malicia de duendecillo que era una expresión tan familiar en su pequeña fisonomía. Aquella mirada de traviesa alegría también se reflejaba en el espejo con tal amplitud e intensidad de efecto que hizo sentir a Hester Prynne que aquella no era la imagen de su propia hija, sino un diablillo tratando de amoldarse en la figura de Perla.

—¡Ven, Perla! —dijo la madre apartándola de allí—. Ven y mira qué jardín tan bonito. Puede que en él veamos flores más hermosas que las que solemos encontrar en los bosques.

Perla corrió entonces al ventanal del extremo del vestíbulo y miró el panorama de un sendero alfombrado de hierba tupida y segada, bordeado por un conato tosco e inmaduro de arbustos. Pero el propietario parecía haber abandonado, en medio de la desesperanza, el esfuerzo por perpetuar a este lado del Atlántico, en un suelo árido y en medio de la dura lucha por la subsistencia, el gusto inglés por la jardinería ornamental. Las coles crecían a la vista, y una parra de calabaza, de raíces algo distanciadas, recorría el espacio intermedio y había depositado uno de sus gigantescos productos directamente debajo del ventanal del vestíbulo, como si quisiera advertir al gobernador que aquella gran protuberancia de oro vegetal era el ornamento más rico que la tierra de Nueva Inglaterra podía ofrecerle. Había sin embargo unos cuantos rosales, y muchos manzanos, descendientes probablemente de los que plantó el reverendo Mr. Blackstone, el primer morador de la península, ese personaje casi mitológico que cabalga por nuestros anales más antiguos montado a lomos de un toro.

Al ver los rosales, Perla empezó a gritar pidiendo una rosa roja, y no había medio de calmarla.

—¡Cállate, niña, calla! —dijo la madre con toda seriedad—. ¡No chilles, querida Perla! Oigo voces en el jardín. Ahí viene el gobernador con otros señores.

En efecto, podían ver a un grupo de personas acercarse hacia la casa por el paseo del jardín. Con el mayor desprecio hacia el intento de su madre por calmarla, Perla lanzó un agudo chillido y luego guardó silencio, no por obediencia, sino porque la aparición de aquellos nuevos personajes había excitado la curiosidad despierta y mudable de su temperamento.

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