Un mundo nuevo
Un mundo nuevo: irregularidades en la Luna, nuevas estrellas fijas, la Vía Láctea, «un montón de innumerables estrellas esparcidas en grupos», y satélites en torno a Júpiter
Con el catalejo que construyó, Galileo descubrió un nuevo universo. Al igual que Cristóbal Colón, que descorrió la cortina de un mundo hasta entonces ignoto, del que nos separaba un extenso océano, el pisano también surcó con las naves de la luz y de las lentes los inmensos mares espaciales. La primera isla que su mirada visitó fue la Luna: «Hermosísimo y agradabilísimo es ver el cuerpo lunar», escribió en Sidereus nuncius, «alejado de nosotros casi sesenta semidiámetros terrestres, tan cerca como si distase tan solo dos de esas medidas, de modo que el diámetro de la propia Luna parezca casi treinta veces más grande». Y lo que vio, utilizando el poder interpretativo de su mente, es que «la Luna de ninguna manera está cubierta por una superficie lisa y pulida» como pensaban los defensores del antiguo sistema aristotélico-ptolemaico, «sino áspera y desigual; y que a semejanza de la faz de la propia Tierra se encuentra llena de grandes protuberancias, profundas lagunas y anfractuosidades».
Dirigió, asimismo, su catalejo hacia las estrellas fijas. Lo primero que comprobó es que estos cuerpos celestes «de ningún modo parecen aumentar de tamaño en la misma proporción, según se incrementan los demás objetos, y también la propia Luna, sino que en las estrellas el aumento parece mucho menor: de tal manera que el catalejo, que podrá multiplicar los restantes objetos, por ejemplo, según una proporción de cien, se puede creer, que las estrellas apenas se convierten en cuatro o cinco veces más grandes». Ahora bien, las explicaciones que daba para explicar este hecho son oscuras; no encontramos en ellas referencia a lo que es más importante: la extrema distancia a la que las denominadas «estrellas fijas» se encuentran, que las hace parecer puntos; «puntos de luz» que sufren distorsiones o centelleos («fulgores postizos y accidentales» los llamaba Galileo) al atravesar la atmósfera terrestre[22]. Pero, independientemente de esto, lo que el anteojo galileano sí permitía era ver estrellas que por su menor magnitud no era posible observar a simple vista. «Con el catalejo hemos de ver, más allá de las estrellas de sexta magnitud, una numerosa grey de otras que se escapan a la visión natural, lo que cuesta trabajo creer: permitirnos ver más estrellas, incluso, que cuantas están en todos los otros seis grados de magnitud. Las mayores de estas, aquellas que podríamos llamar de séptima magnitud, o de primera magnitud de las invisibles, gracias al catalejo se muestran más grandes y más brillantes, que los astros de segunda magnitud vistos a simple vista». El universo, el en realidad pequeño universo de los antiguos, se ampliaba, mostrando que albergaba a un número mucho mayor de cuerpos que los imaginados hasta entonces.
Si observas los cielos, ¿cómo no dirigir la mirada hacia esa franja lechosa que llamamos Vía Láctea? Galileo lo hizo, claro, y esto es lo que anotó en Sidereus nuncius:
«Lo que, en tercer lugar, observamos fue la materia y naturaleza del propio CÍRCULO LÁCTEO, que nos fue permitido escrutar con nuestras facultades merced al catalejo, de modo que todas las discusiones, que a lo largo de los siglos torturaron a los filósofos, fueran resueltas con la certidumbre de nuestros ojos, viéndonos también liberados de la palabrería. En efecto, la GALAXIA no es otra cosa que un montón de innumerables estrellas esparcidas en grupos».
Comprobó, asimismo, que no solo era en lo que ahora sabemos es nuestra galaxia donde se veía un «esplendor lácteo» que escondía innumerables estrellas, sino que «muchas más áreas de color semejante brillan esparcidas por el éter», y que si dirigía el telescopio «a cualquier lado que quieras de ellas, darás con un montón de estrellas amontonadas unas encima de otras. Además (lo que causa más asombro) las estrellas, llamadas hasta hoy en día por todos los astrónomos NEBULOSAS, son aglomeraciones de estrellitas esparcidas de un modo extraordinario».
Finalmente, en la parte más extensa y detallada de Sidereus nuncius, anunciaba con no disimulado orgullo («sobrepasa cumplidamente toda admiración», escribió) otro de sus descubrimientos, «cuatro PLANETAS nunca vistos desde el comienzo del mundo hasta nuestros tiempos». «El día siete de enero del presente año 1610», explicaba, «en la primera hora de la noche siguiente, mientras yo contemplaba los astros celestes a través del anteojo, apareció Júpiter, y puesto que yo tenía dispuesto un instrumento suficientemente excelente, comprobé (cosa que antes en absoluto me había sucedido por la debilidad del otro aparato) que lo acompañaban tres estrellitas, pequeñas en verdad, pero no obstante clarísimas, las cuales, aunque se considerasen en el número de las fijas, me produjeron no poco asombro, por el hecho de que parecían dispuestas exactamente en una línea recta y paralela a la eclíptica». Desde aquel 7 de enero continuó con sus observaciones —64 en total—, finalizándolas el 2 de marzo. En un principio no se preocupó «en absoluto de la distancia entre ellas y Júpiter, pues […] al principio se consideraron fijas. Mas, cuando el día ocho volví a la misma observación, no sé si guiado por el destino, hallé una configuración muy distinta». Durante los días siguientes continuó observando aquellas lucecitas —que llamó, en honor de Cosme II de Medici (1590-1621), su antiguo alumno y Gran Duque de Toscana, «Planetas», o «Astros», Mediceos I, II, III y IV— llegando a la conclusión de que era indudable que «efectúan sus propias revoluciones alrededor de Júpiter[23]». Tenía, de esta manera, «un argumento eximio y único para quitar los escrúpulos de aquellos que, aceptando de buen grado el movimiento de los Planetas alrededor del Sol en el sistema copernicano, se enervan de tal modo por el movimiento de solo la Luna alrededor de la Tierra, mientras que ambas dibujan una completa órbita circular anual alrededor del Sol, que piensan que esta estructura del universo tiene que ser rechazada como imposible. Ahora pues, con mayor motivo, dado que no tenemos solo un Planeta girando alrededor de otro, mientras ambos recorren una gran órbita circular alrededor del Sol, ya que a nuestra vista están cuatro estrellas en movimiento alrededor de Júpiter, como lunas alrededor de la Tierra, mientras todas al mismo tiempo recorren junto a Júpiter durante doce años una gran órbita circular alrededor del Sol[24]».
Un problema con el que se encontró Galileo era que en sus observaciones notó cambios en la luminosidad de sus Astros Mediceos. Como en otros detalles, se esforzó en explicarlos, en este caso recurriendo a una posible atmósfera de Júpiter. En este sentido, en Sidereus nuncius leemos:
«No se debe olvidar tampoco por qué razón sucede que los Astros MEDICEOS, en cuanto llevan a cabo rotaciones muy cortas alrededor de Júpiter, ellos mismos parezcan a veces más del doble más grandes. En absoluto podemos achacar la causa a los vapores terrestres, pues estos astros aparecen aumentados o disminuidos, en tanto el tamaño de Júpiter y de las estrellas fijas más próximas no se observa cambiado en absoluto. No es fácil pensar que la causa de semejante cambio se encuentre en el hecho de que se acerquen o se separen de la Tierra en el perigeo o el apogeo de sus propias revoluciones, pues un movimiento circular tan cerrado de ninguna manera puede ser responsable de este hecho. Por otro lado, un movimiento oval (que en este caso sería casi recto) es difícil de imaginar, y para nada está de acuerdo con las apariencias. Expongo con gusto lo que en esta cuestión se me ocurre, y lo ofrezco claramente al juicio y censura de los filósofos. Me consta que el Sol y la Luna aparecen mayores debido a la interposición de vapores terrestres, mientras que las estrellas fijas y los planetas aparecen menores. De aquí que, cerca del horizonte, esas lumbreras parezcan más grandes, y las estrellas parezcan más pequeñas y a menudo invisibles. Disminuyen en la medida en que esos vapores están inundados de luz, de manera que las estrellas aparecen absolutamente débiles de día y durante los crepúsculos, no así la Luna como también advertimos arriba. Además, se sabe que no solo la Tierra, sino también la Luna tiene su propia esfera envuelta en vapores de esos que antes dijimos, y, sobre todo, por lo que se explicará más ampliamente en nuestro Sistema. Pero podemos aplicar adecuadamente esta opinión a los otros planetas, de manera que en absoluto parezca impensable que haya alrededor de Júpiter una esfera más densa de éter en torno a la cual giren los Planetas MEDICEOS, a la manera de la Luna alrededor de la esfera de los elementos. Y por causa de la interposición de esta esfera, sean más pequeños cuando estén en el apogeo, en cambio más grandes cuando estén en el perigeo, de acuerdo con el alejamiento o la atenuación de esa misma esfera».
Y añadía: «La falta de tiempo me impide llegar más lejos. Espere el amable lector que pronto lleve a cabo mi anhelo de añadir más cosas sobre esta cuestión».
Semejante explicación no llegaría, entre otras porque, como escribió François Arago (1788-1836) en la nota biográfica de Galileo que preparó como secretario de la Académie des Sciences, «semejante atmósfera habría debido tener dimensiones enormes e inadmisibles[25]». Como vemos, no todas las explicaciones que Galileo daba en Sidereus nuncius eran correctas, algo natural, pues —¿es preciso decirlo?— la ciencia procede de esta manera: corrigiendo errores, bien de suposiciones teóricas o de observaciones previas.