Noticiero sideral

Galileo y el telescopio: «Sidereus nuncius»

Galileo y el telescopio: Sidereus nuncius

Aunque sin duda Galileo construyó y perfeccionó el catalejo, es preciso señalar que sus conocimientos ópticos eran mucho más limitados que los de Johannes Kepler (1571-1630) o René Descartes (1596-1650), aunque en el caso de este haya que recordar que su Dioptrique, que apareció junto al Discours de la Méthode, los Météores y la Géométrie, se publicó en 1637, esto es, 27 años después de que Sidereus nuncius viese la luz. Diferente es el caso de Kepler, cuyo Ad Vitellionen Paralipomena quibus Astronomiae pars Optica Traditur (Comentarios a Vitello, en el que se trata de la parte óptica de la astronomía) fue publicado en 1604. En este magnífico texto, Kepler ya se había ocupado, y explicado, por ejemplo, de una cuestión de la que Galileo trató en Sidereus nuncius, la de la iluminación mutua entre la Luna y la Tierra[12]. «Por lo que yo sé», escribió Kepler, «mi primer maestro, Maestlin, descubrió la verdadera causa, que enseñó, a mí y a todos los que asistieron a sus clases hace 12 años, y explicó públicamente en 1596 en las tesis 21, 22 y 23 de su Disputatio de eclipsibus solis et lunae[13]».

Aunque ofrecía una elaborada explicación, Galileo señaló que trataría de este fenómeno, «con más extensión en nuestro Sistema del Mundo, donde demostraré, con numerosos argumentos y con experimentos, que la luz solar reflejada por la Tierra es potentísima, frente a quienes pregonan que debe ser excluida del número de las estrellas vagabundas, sobre todo por estar privada de movimiento y de luz. Demostraremos, por lo tanto, y confirmaremos también con seiscientas razones naturales, que es vagabunda, y superior a la Luna en brillo y no una cloaca llena de la suciedad y los excrementos del mundo». Y, efectivamente, lo trató, junto con otras cuestiones relacionadas, en la «Primera jornada» del Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Tolemaico, e Copernicano, en, concretamente, los epígrafes que van del titulado «Apparenze varie dalle quali si argomenta la montuosità nella Luna» («Distintas apariencias a partir de las cuales se argumenta la montuosidad de la Luna») al «Modo di osseruar la Luce secondaria della Luna» («Modo de observar la luz secundaria de la Luna[14]»). Así, por ejemplo, mientras que en Sidereus nuncius escribía, muy superficialmente, «Hasta tal punto es pueril decir que esa especie de luz proviene de Venus que no merece respuesta. ¿Quién hay tan ignorante que no sepa que alrededor de la conjunción y en el aspecto sextil, es de todo punto imposible que la parte de la Luna opuesta al Sol mire hacia Venus?», en el Dialogo se detenía algo más en sus explicaciones[15]:

«SALV. ¿Cómo, pues, puede ser propia esa luz que veis tan clara en el albor del crepúsculo a pesar del impedimento del esplendor intenso y próximo de los cuernos, y que después, en la noche cerrada, sin ninguna otra luz, no se ve en absoluto?

SIM. Creo que ha habido quien ha creído que tal luz le era prestada por las otras estrellas y, en particular, de Venus, su vecina.

SALV. Eso también es una insensatez, porque en el momento de su total oscurecimiento debería mostrarse más brillante que nunca, puesto que no puede decirse que la sombra de la Tierra le oculte la vista de Venus y de las otras estrellas. Pero precisamente entonces queda totalmente privada de luz, porque el hemisferio terrestre que en este momento mira hacia la Luna es aquel en que es de noche, es decir una total privación de la luz del Sol. Y si vos continuarais observando atentamente veríais claramente que, al igual que la Luna, cuando está sutilmente falcada [esto es, en cuarto creciente], ilumina poquísimo la Tierra, y a medida que en ella va creciendo la parte iluminada por el Sol, crece proporcionalmente el esplendor que nos llega reflejado de ella; así también la Luna, mientras está sutilmente falcada, y puesto que está entre el Sol y la Tierra ve una grandísima parte del hemisferio terrestre iluminado, se muestra bastante clara y, al alejarse del Sol y avanzar hacia la cuadratura, se ve que dicha luz va languideciendo, y más allá de la cuadratura se ve bastante débil porque va perdiendo progresivamente de vista la parte iluminada de la Tierra. Sin embargo, si esa luz fuese propia o le fuese comunicada por las estrellas debería ocurrir lo contrario, porque entonces la podemos ver en la noche profunda y en un ambiente tenebroso».

Cuando Galileo escribía en el Dialogo de 1632, «Creo que ha habido quien ha creído que tal luz le era prestada por las otras estrellas y, en particular, de Venus, su vecina», y en Sidereus nuncius, «¿Quién hay tan ignorante que no sepa que alrededor de la conjunción y en el aspecto sextil, es de todo punto imposible que la parte de la Luna opuesta al Sol mire hacia Venus?», estaba aludiendo a Tycho Brahe (1546-1601), a quien en Ad Vitellionem Kepler asignó esta idea. «En el Libro II de la Progymnasmata», escribió Kepler, «Tycho Brahe adscribió la causa de esta luz a Venus, que puede ser capaz de iluminar a la Luna con tanta brillantez[16]». Todo indica que Galileo aprovechó la ocasión para criticar a Brahe, cuya teoría planetaria (la Tierra en el centro del universo, la Luna y el Sol girando en torno a ella, pero los cinco planetas entonces conocidos girando alrededor del Sol) no aceptaba.

Aunque Galileo no poseyera demasiados conocimientos de óptica, compensó esta limitación con sus habilidades más prácticas, que le permitieron fabricar mejores telescopios que sus predecesores. Así, se dio cuenta de la importancia de la calidad de las lentes y de cómo estas se pulían, esforzándose, no siempre con éxito, en obtener buenas lentes para sus catalejos[17]. También advirtió que la reducción del tamaño de la apertura (equivalente al diafragma de una cámara fotográfica) aumentaba la definición de la imagen. «Cuanto más reducía sus lentes con el fin de obtener imágenes más definidas», ha escrito recientemente el polifacético autor Dan Hofstadter, «más pequeñas se hacían las aperturas, y estas aperturas minúsculas, unidas a la distancia focal cada vez mayor de sus objetivos, terminaron dando resultado a telescopios finos como cañas del estilo del exhibido en el museo de Florencia, que tiene veintiún aumentos pero un campo de visión de apenas quince minutos sexagesimales. Todo esto supuso un logro fabuloso —parece ser que algunos de los telescopios galileanos llegaban a los treinta aumentos—, pero cuando uno prueba a mirar por uno de estos aparatos […] se encuentra con un campo de visión tan exiguo que no llega a abarcar la Luna: no es un instrumento fácil de manejar[18]».

Este punto, el del exiguo campo de visión que mostraban los catalejos de Galileo, es especialmente importante. Eran muy difíciles de enfocar y únicamente podrían mostrar alrededor de un cuarto de la superficie lunar al mismo tiempo. Teniendo en cuenta este hecho, podemos comprender mejor a aquellos que tuvieron dificultades para ver lo que Galileo decía que había visto. Y también algo que en principio parece extraño: que si hubo otros que antes que Galileo dispusieron de catalejos, ¿cómo es que ninguno se apresurase a manifestar que había visto cosas como las que se describen en Sidereus nuncius? ¿Es que no dirigieron aquellos telescopios, por toscos que fuesen, a los cielos, hacia la vecina Luna al menos?

Un ejemplo ilustrativo en este sentido es lo que sucedió en las vacaciones de Pascua de 1610, cuando Galileo, de camino desde Padua a Florencia, se detuvo unos días en Bolonia, hospedándose en casa del astrónomo, astrólogo y geógrafo Giovanni Antonio Magini (1555-1617), catedrático de Matemáticas de la universidad, quien, al igual que otros allí, no estaba convencido de que los descubrimientos que Galileo proclamaba había realizado fuesen reales. Para intentar convencerlos, Galileo realizó observaciones durante dos noches en presencia de un grupo de personas. Todas aceptaron que el telescopio funcionaba muy bien para observaciones terrestres, pero no tanto para las celestes; fueron, por ejemplo, incapaces de ver los satélites de Júpiter. Uno de los presentes, Martino Horky, describió a Kepler lo que sucedió en una carta fechada poco después, el 27 de abril[19]:

«Galileo Galilei, el matemático de Padua, estuvo con nosotros en Bolonia y trajo con él ese anteojo [perspicillum] mediante el cual vio cuatro planetas ficticios. El 24 y 25 de abril no dormí, ni durante el día ni durante la noche, pero probé el instrumento de Galileo de innumerables maneras, en las cosas de aquí abajo [esto es, de la Tierra] al igual que en las de arriba [las celestes]. En las de la Tierra produce milagros; en los cielos defrauda, ya que algunas estrellas fijas se ven dobles. Así, la segunda noche observé con el anteojo de Galileo la estrellita que se ve por encima de la central de las tres de la cola de la Osa Mayor. También vi cerca cuatro estrellas muy pequeñas, igual que Galileo observó en el caso de Júpiter. Tengo como testigos a los muy excelentísimos varones y muy nobles doctores; Antonio Roffeni, el muy sabio matemático de la Universidad de Bolonia, y otros muchos que, estando conmigo en la casa, observaron los cielos la misma noche del 25 de abril, con el propio Galileo presente. Pero todos reconocieron que el instrumento defraudaba. Galileo permaneció en silencio, y el día 26, un lunes, entristecido, abandonó muy temprano la casa del ilustrísimo señor Magín, sin dar las gracias por los favores y hospitalidad recibidos, harto por haber vendido una fábula […]. Así, el infeliz [miser] Galileo abandonó con su anteojo Bolonia el 26».

Y añadía (curiosamente en alemán, frente al latín del resto): «He hecho un molde de cera de las lentes que nadie conoce y, si Dios me da salud, haré un anteojo mejor que el de Galileo».

En Sidereus nuncius vemos cómo Galileo se esforzaba por explicar algunos de los procedimientos que había empleado para resolver la crucial cuestión de cuál eran los tamaños de las elevaciones lunares o las separaciones entre las estrellas («Mas», leemos, «para comprobar con poco esfuerzo el aumento del instrumento, se dibujarán dos círculos, o dos cuadrados en un cartón, de los que uno sea cuatrocientas veces mayor que el otro, y esto ocurrirá en el momento en que el diámetro del mayor tenga la longitud veinte veces más grande que el diámetro del otro. Luego se examinarán desde lejos ambas superficies, fijas en la misma pared, la más pequeña con el ojo acercado al anteojo, la más grande, a su vez con el otro ojo libre, cosa que es fácil de hacer teniendo abiertos a un tiempo ambos ojos…»). De hecho, en su esfuerzo por mejorar la precisión de sus observaciones, más tarde construyó otros instrumentos, uno de ellos, que desarrolló en enero de 1612, es el, como lo denominó el historiador, especialista en Galileo, Stillman Drake, «micrómetro[20]».

Entre los atractivos de Sidereus nuncius se encuentran los magníficos dibujos lunares que incluye. Lejos de ser meros adornos, nos muestran lo que Galileo vio en su mente (recordemos la vieja máxima filosófica: «hay más de lo que el ojo ve»; que quiere decir que es preciso interpretar las observaciones, insertarlas en un edificio teórico). Y es que los procesos deductivos requeridos para la ciencia —al menos los implicados para deducir que las «manchas» que Galileo veía en la Luna correspondían a sombras producidas por irregularidades de su superficie— también se pueden ver auxiliados por las técnicas que se requieren para el dibujo. Galileo era diestro en algunas de estas técnicas. En 1588, por ejemplo, solicitó el puesto de «geómetra» para enseñar perspectiva y claroscuro en la Accademia del Disegno que había fundado en Florencia, en 1563, Giorgio Vasari (1511-1574). No parece que obtuviera el puesto, pero lo que este episodio revela es que con solo 24 años de edad Galileo se consideraba apto para él. Sí se sabe que probablemente por entonces el joven pisano comenzó su larga amistad con el pintor y arquitecto Ludovico Cardi (1559-1613), conocido como El Cigoli, que a menudo alabó los conocimientos de Galileo sobre geometría, llegando a manifestar que en el arte de la perspectiva este era su maestro. Por cierto que el último trabajo de Cigoli fue una pintura al fresco, en la cúpula de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma, donde se presenta a la Virgen de pie sobre una Luna creciente, pero en la que figuran claramente los cráteres que tres años antes había visto —y dibujado a la acuarela— por primera vez Galileo. En 1613, el pisano fue elegido miembro de la prestigiosa Accademia de Vasari (de la que también formaba parte Cardi[21]). Que un filósofo natural, que un, como diríamos hoy, científico, poseyera semejantes saberes no era entonces algo raro. Así, por ejemplo, Guidobaldo del Monte (1545-1607), que fue uno de los que más apoyó a Galileo al principio de su carrera (le ayudó a obtener su primer puesto docente en la Universidad de Pisa en 1589 y el segundo en la Universidad de Padua en 1592), publicó un tratado titulado Perspectiuae libri sex (Pésaro, 1600), que contenía una sección dedicada al sombreado y que seguramente estudió Galileo.

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