Noticiero sideral

Noticia astronómica

NOTICIA ASTRONÓMICA

QUE CONTIENE Y DA A CONOCER OBSERVACIONES HECHAS RECIENTEMENTE,

gracias a un nuevo catalejo, en la faz de la Luna, en el Círculo Lácteo, en estrellas nebulosas, en innumerables estrellas fijas y especialmente en cuatro planetas nombrados

ASTROS CÓSMICOS,

hasta ahora nunca vistos.

GRANDES cosas, sin duda, propongo en este breve tratado para que sean examinadas y contempladas por cada uno de los que estudian la naturaleza. Grandes —digo— ya sea por la excelencia del objeto mismo, ya por una noticia jamás escuchada a lo largo de los siglos, ya en definitiva por causa del instrumento gracias al cual esas mismas cosas se hicieron evidentes a nuestros sentidos.

Grande es, en verdad, añadir a la numerosa multitud de estrellas que hasta hoy pudieron verse con la capacidad natural, otras innumerables estrellas fijas que hasta ahora nunca se vieron, y exponer manifiestamente a la vista en número que superan a las antiguas y conocidas bastante más de un número diez veces superior.

Hermosísimo y agradabilísimo es ver el cuerpo lunar, alejado de nosotros casi sesenta semidiámetros terrestres, tan cerca como si distase tan solo dos de esas medidas, de modo que el diámetro de la propia Luna parezca casi treinta veces más grande, la superficie sin la menor duda novecientas y, por lo tanto, el cuerpo sólido alrededor de veintisiete mil veces mayor que cuando se mira solo a simple vista. Entonces, pues, cualquiera es capaz de comprender con razonable certidumbre que la Luna de ninguna manera está cubierta por una superficie lisa y pulida, sino áspera y desigual; y que a semejanza de la faz de la propia Tierra se encuentra llena de grandes protuberancias, profundas lagunas y anfractuosidades.

No creo que haya de menospreciarse, además, el hecho de haber puesto fin a la controversia sobre la Galaxia o Círculo Lácteo, y haber logrado poner de manifiesto su esencia tanto a los sentidos como al intelecto. Asimismo, resultará grato y hermosísimo demostrar, materialmente, que la sustancia de las estrellas que hasta hoy los astrónomos llamaron nebulosas dista mucho de ser lo que se ha creído hasta ahora.

No obstante, lo que sobrepasa cumplidamente toda admiración, o lo que, ante todo, nos empuja a llamar la atención de todos los astrónomos y filósofos, es precisamente el hecho de que encontremos cuatro estrellas erráticas, que ninguno de ellos conociera ni observara antes que nosotros, las cuales, a semejanza de Venus y de Mercurio alrededor del Sol, tienen sus propios periodos alrededor de una estrella bastante famosa entre el número de las conocidas, ya precediéndola, ya siguiéndola, jamás alejándose de ella fuera de unos límites bien estables. Todas estas cosas fueron encontradas y observadas hace pocos días con la ayuda de un catalejo realizado por mí, iluminado previamente por la gracia divina.

Otras cosas, aún tal vez más importantes, encontraré yo, o encontrarán otros algún día, merced a un instrumento semejante, cuya forma y estructura, así como las circunstancias de su invención, recordaré primero brevemente. Después revisaré la historia de las observaciones que yo efectué.

Hace ya alrededor de diez meses me llegó el rumor de que cierto neerlandés había fabricado un catalejo, merced al cual los objetos visibles, aunque muy alejados del ojo del espectador, se veían nítidamente como si estuviesen cerca.

Además, algunas experiencias de este efecto, ciertamente admirable, andaban de boca en boca, y mientras unos las creían, otros las negaban. Pocos días después, esa misma noticia la confirmó, por medio de una carta desde París, el noble galo Jacques Badovere, lo que fue, al fin, la causa de que me implicase por entero en la busca de las razones y también en idear los medios por los cuales se llega a inventar un instrumento semejante, lo que conseguí poco después sustentándome en la teoría de las refracciones. En primer lugar, procuré un tubo de plomo y en sus extremidades adapté dos lentes, ambas con una parte plana, pero, por la otra una era esférica convexa y la otra, a su vez, cóncava. Luego, acercando el ojo a la parte cóncava vi los objetos bastante grandes y cercanos, pues aparecían tres veces más próximos y nueve veces más grandes que cuando se miran únicamente de forma natural. En seguida, me esforcé en hacer otro más exacto, que representaba los objetos más de sesenta veces más grandes. Al fin, sin ahorrar ningún esfuerzo ni coste, sucedió que fui capaz de construirme un instrumento tan excelente, que las cosas vistas por medio de él aparecen casi mil veces mayores, y más de treinta veces más próximas que si se mirasen solo con las facultades naturales. Estaría de más exponer en qué medida y qué grande sería la utilidad de este instrumento, tanto en las necesidades terrestres como en las marítimas. Pero decidí olvidar las cosas terrenales y me dediqué a la observación de las celestes. Primero, observé la Luna tan de cerca como si apenas distase dos diámetros terrestres. Después, observé a menudo con increíble placer tanto las estrellas fijas como las vagabundas. Al ver tan gran abundancia de estrellas di en pensar de qué manera podría medir la distancia entre ellas, y la encontré pronto. Sobre esto conviene aconsejar a cuantos quieran acercarse a las observaciones de este género. En primer lugar, es preciso que busquen un catalejo exactísimo, con capacidad de reflejar los objetos diáfanos, aislados, sin ningún vaho que los empañe, y que aumente su tamaño por lo menos cuatrocientas veces. Solo entonces, ciertamente, nos ha de mostrar los objetos veinte veces más próximos. Si el instrumento no fuese tal, sería inútil que intentásemos ver todo lo que nosotros vimos en el cielo, o lo que más abajo detallaremos. Mas, para comprobar con poco esfuerzo el aumento del instrumento, se dibujarán dos círculos, o dos cuadrados en un cartón, de los que uno sea cuatrocientas veces mayor que el otro, y esto ocurrirá en el momento en que el diámetro del mayor tenga la longitud veinte veces más grande que el diámetro del otro. Luego se examinarán desde lejos ambas superficies, fijas en la misma pared, la más pequeña con el ojo acercado al catalejo, la más grande, a su vez con el otro ojo libre, cosa que es fácil de hacer teniendo abiertos a un tiempo ambos ojos. Si el instrumento aumentase los objetos según la proporción deseada, entonces, ambas figuras aparecerán del mismo tamaño. Preparado un instrumento semejante, hay que buscar la manera de medir las distancias entre sí de los cuerpos celestes, lo que conseguiremos del modo siguiente. Para comprenderlo mejor: sea pues, un tubo ABCD, y sea E el ojo del que observa a través de él. Mientras en el tubo no haya ninguna lente, los rayos se dirigirán al objeto FG según las líneas rectas ECF y EDG. Mas, colocadas las lentes, los rayos se dirigirán según las líneas refractadas ECH y EDI. Efectivamente los rayos se estrechan, y los que primero se dirigían libres al objeto FG tan solo abarcan la parte HI.

Ahora determinaremos la relación entre la distancia EH al segmento HI, y con la ayuda de una tabla de senos, deduciremos que el ángulo en el ojo correspondiente al segmento HI solo abarca unos cuantos minutos. Por lo que si adaptamos a la lente CD unas hojas de metal perforadas, unas con agujeros más grandes, otras con más pequeños, superponiendo bien una, bien otra, a voluntad, según se tercie, identificaremos ángulos distintos que se extienden unos más y otros menos minutos.

Gracias a esto podremos medir cómodamente, sin llegar a un error de más de un minuto o dos, la separación entre las estrellas, distantes unas de otras algunos minutos. Pero, baste por el momento haber tocado levemente y haber probado apenas con la punta de los labios esta cuestión, pues en otro momento expondremos la completa teoría de este instrumento. Revisemos ahora las observaciones que realizamos durante los dos últimos meses, invitando a todos los amantes de la verdadera filosofía a participar del inicio de una exploración ciertamente importante.

Hablemos, en primer lugar, de la faz de la Luna que mira hacia nosotros, en la que, para una más fácil comprensión, distingo dos partes: una naturalmente más clara, otra más oscura. La más clara semeja rodear e invadir todo el hemisferio. Por el contrario, la más oscura recubre la misma cara a modo de una especie de nubes y nos la devuelve manchada. Pero esas manchas, algo oscuras y bastante amplias, son para todos obvias y en todos los tiempos se vieron. Por lo cual, llamaremos a estas grandes o antiguas, a diferencia de las otras manchas de menor extensión, pero de tal manera numerosas y trabadas entre sí, que se esparcen por toda la superficie lunar, sobre todo por la parte más luminosa. Estas, ciertamente, nadie antes que nosotros las contempló. De la observación tan reiterada de las mismas llegamos a la conclusión, que tenemos por cierta, de que la superficie de la Luna no es alisada, uniforme y de esfericidad exactísima, tal como la inmensa mayoría de filósofos opinó de la misma y de los restantes cuerpos celestes, sino al contrario: desigual, arrugada, y llena de huecos y protuberancias, absolutamente como la faz de la Tierra, en la que se distinguen aquí y allá las cumbres de los montes y las profundidades de los valles. Así son las apariencias que me permitieron demostrar que estas cosas son así, y no de otro modo.

Al cuarto o quinto día después de la conjunción, cuando la Luna se nos muestra con sus espléndidos cuernos, el linde que separa la parte oscura de la luminosa no se alarga uniformemente según una línea oval, como sucedería en un sólido perfectamente esférico, sino que se delimita con una línea desigual, arrugada y absolutamente sinuosa, tal como se representa en la figura adjunta.

Muchas a modo de resplandecientes excrecencias, se esparcen en efecto más allá de los confines de la luz del Sol y las tinieblas, penetrando en el interior de la parte oscura, y por el contrario, pequeñas partículas tenebrosas entran en el interior de la zona iluminada. Además, una gran cantidad de pequeñas manchas negruzcas separadas por completo de la parte tenebrosa, se esparcen por toda la extensión ya alcanzada por la luz del Sol, únicamente excepto aquella parte cubierta por las manchas grandes y antiguas. Hemos observado que las pequeñas manchas mencionadas concuerdan todas ellas en estas características: en tener la parte negruzca mirando a donde está el Sol, mientras que por la parte opuesta al Sol están coronadas por lindes más luminosos, casi como cumbres de montaña resplandecientes. Precisamente tenemos una visión completamente similar en la Tierra, tras la salida del Sol, cuando, aún sin estar los valles cubiertos de luz, vemos, con todo, que los montes que los circundan están ya refulgentes de esplendor por la parte que mira al Sol. De modo que, lo mismo que las tinieblas de las cavidades terrestres disminuyen cuando el Sol alcanza más altura, así también estas manchas lunares pierden las tinieblas, cuando crece la parte luminosa.

No obstante, no solo los confines entre tinieblas y luz en la Luna se muestran desiguales y sinuosos, sino que, lo que maravilla más, surgen muchísimas cumbres brillantes dentro de la parte oscura de la Luna completamente apartadas y separadas de la región iluminada, alejadas de ella una distancia no pequeña. Las cumbres, al pasar el tiempo, crecen poco a poco en tamaño y luz; pero después de dos o tres horas se unen a la parte brillante, que ya se hizo más amplia. Mientras, en la parte oscura se encienden unas y otras cumbres y crecen como brotando y, al fin, se unen a la misma superficie luminosa, cada vez más extensa. La misma figura de antes nos muestra un ejemplo de esto. ¿Acaso no es verdad que en la Tierra, antes de la salida del Sol, cuando la sombra ocupa aún las planicies, las cumbres de los altísimos montes ya están iluminadas por los rayos del Sol? ¿Acaso no es verdad que, transcurrido poco tiempo, se esparce la luz hasta que las partes medias y más amplias de aquellos montes están iluminadas, y que al final, después ya de la salida del Sol, las partes iluminadas de las planicies y los montes se juntan? Esas diferencias entre las elevaciones y cavidades en la Luna parecen además superar a lo largo y ancho la aspereza terrestre, como más adelante demostraremos. Mientras tanto, no puedo dejar de mencionar algo que observé, digno de atención, mientras la Luna se acercaba a la primera cuadratura, cuya imagen se muestra en el mismo dibujo de arriba. En el interior de la parte luminosa, en dirección al cuerno inferior, se extiende una gran sinuosidad oscura. Observé esta sinuosidad durante largo tiempo y la vi completamente oscura. Por fin, después de casi dos horas, comenzó a alborear un poco una especie de vértice luminoso por debajo del centro de la cavidad, al ir creciendo poco a poco mostraba una forma triangular, que continuaba aún completamente separada y alejada de la cara luminosa. Pronto comenzaron a lucir alrededor de ella tres pequeños picos más, hasta que, dirigiéndose ya la Luna hacia occidente, aquella figura triangular, ya más extensa y amplia, se unía con la restante parte luminosa, y se abría paso en la cavidad oscura, a la manera de un ingente promontorio, circundado también, por fin, por los ya mencionados tres vértices brillantes. Además, en los extremos de los cuernos, tanto superior, como inferior, emergían algunos puntos resplandecientes, alejados por completo de la restante parte luminosa, como se ve dibujado en la figura anterior. Y había una gran cantidad de manchas oscuras próximas a uno y otro cuerno, pero sobre todo al inferior. Entre ellas, las que parecen ser mayores y más oscuras, son las que están más próximas al límite entre la luz y las tinieblas, mientras que cuanto más alejadas están semejan menos oscuras y más desvanecidas. Con todo, como ya advertimos arriba, la zona negruzca de la mancha está siempre orientada hacia la fuente de irradiación solar, en tanto que una franja más resplandeciente que circunda la mancha de la parte que se opone al Sol se vuelve hacia la región oscura de la Luna. Esta superficie lunar repleta de manchas, como los ojos azul oscuro de la cola de un pavo real, se asemeja a aquellos vasos de vidrio que adquieren una superficie rugosa y ondulada si aún calientes se introducen en agua fría y por eso el vulgo los llama vasos de hielo. Pero las manchas grandes de la misma Luna en absoluto se ven de semejante forma, rotas y llenas de huecos y protuberancias, sino que son más iguales y uniformes. Solamente surgen aquí y allá algunas áreas más claras que otras. De modo que, si alguien quisiese recuperar una antigua teoría de los pitagóricos, es decir, que la Luna es casi como otra Tierra, su parte más clara representaría la superficie terrestre, pero la más oscura congruentemente sería la superficie del agua. Yo nunca dudé de que, en el caso de que el globo terrestre fuese visto desde lejos e iluminado por los rayos solares, la superficie de la Tierra se dejaría ver más clara y, al contrario, la superficie del agua sería más oscura. Además, las manchas grandes se ven en la Luna más hundidas que las regiones más claras. Pues, tanto en la Luna creciente, como en la menguante, siempre en la línea del linde entre la luz y las tinieblas, los bordes de la parte más luminosa destacan más que el contorno de las manchas grandes tal y como detallamos al trazar las figuras. Y no solo los bordes de dichas manchas están más hundidos, sino que son más uniformes, y no están interrumpidos por rugosidades y asperezas. Incluso la parte más brillante se destaca sobre todo cerca de las manchas. Así, bien antes de la primera cuadratura, o bien frecuentemente en la segunda, alrededor de una especie de mancha que ocupa la región de la Luna más alta y septentrional, se levantan algunas prominencias enormes, tanto sobre ella, cuanto por debajo, como muestran los dibujos que siguen.

Antes de la segunda cuadratura, esa misma mancha se ve rodeada por algunos bordes más negruzcos, igual que los altísimos picos de los montes aparecen más oscuros por la parte opuesta al Sol, pero están más luminosos por donde miran hacia el Sol. En las cavidades sucede lo contrario: la parte opuesta al Sol aparece esplendorosa, mientras la parte que mira al Sol aparece oscura y sombría. Tan pronto disminuye la superficie luminosa, las tinieblas cubren la mancha casi por completo y las crestas más claras de los montes trepan de las tinieblas hasta lo más alto. Las figuras siguientes muestran este doble aspecto.

No quiero olvidarme en modo alguno de comentar algo que noté, no sin cierto asombro: y es que un lugar, casi en el centro de la Luna está ocupado por una suerte de cavidad, más grande que todas las demás, y con forma de círculo perfecto. La descubrí entre ambas cuadraturas y la he reproducido lo mejor posible en la segunda de las figuras anteriores. En cuanto al sombreado e iluminado ofrece la misma apariencia que generaría una región semejante a Bohemia si estuviese circundada completamente por montes altísimos dispuestos sobre un perímetro de un círculo perfecto. De hecho en la Luna esta cavidad está rodeada de altas cumbres de tal manera, que la zona extrema lindante con la parte oscura de la Luna se ve iluminada por una luz difusa del Sol antes de que el linde entre la luz y la sombra llegue al diámetro de esa misma figura. Además, como sucede en las restantes manchas, la parte sombría está orientada al Sol, pero la luminosa se torna hacia las tinieblas de la Luna. Advierto, por tercera vez, que esto es digno de observar, como argumento firmísimo sobre las asperezas e irregularidades esparcidas por toda la región más clara de la Luna. Ciertamente, aquellas manchas próximas al linde de la luz y de las tinieblas son siempre las más negras, y las más alejadas aparecen no solo más pequeñas, sino también menos oscuras, de tal modo que cuando la Luna en oposición se convierte al fin en un círculo pleno, la oscuridad de las concavidades diferirá de la blancura de las elevaciones en un contraste moderado y tenue.

Estas observaciones reseñadas se refieren a las regiones más claras de la Luna, pero, en las grandes manchas no se atisba tal diferencia entre honduras y prominencias, como estamos obligados a establecer por fuerza en la parte más luminosa por causa del cambio de formas, según sea una u otra la incidencia de los rayos del Sol, según las múltiples posiciones de la Luna. Pero en las manchas grandes existen realmente algunas pequeñas zonas algo menos oscuras, tal y como señalamos en las figuras. Pero con todo, estas siempre muestran el mismo aspecto, sin que crezca o disminuya su opacidad, y con diferencias muy pequeñas aparecen ya más oscuras, ya más claras, conforme los rayos solares incidan sobre ellas más o menos oblicuos. Además, se juntan con las partes más próximas de las manchas por una especie de leve unión, mezclando o confundiendo sus lindes. Es distinto lo que acontece en las manchas que ocupan la superficie más brillante de la Luna. Se recortan, de hecho, con duros contrastes entre luces y sombras, como rocas abruptas de peñas ásperas y angulosas. Además se observan también dentro de esas grandes manchas unas ciertas zonas pequeñas más claras, algunas, por cierto, muy luminosas. El aspecto tanto de estas como de las más oscuras es siempre el mismo, sin ningún cambio ni de forma, ni de luz, ni de oscuridad. De modo que es claro y evidente que esas sombras tienen esa apariencia debido a una verdadera diferencia de las partes, y no que la diferencia de las formas sea debida a los distintos modos en que el Sol las ilumina, lo que sucede en las otras manchas más pequeñas, que ocupan la parte más clara de la Luna. Así, de día en día cambian completamente: aumentan, disminuyen, desaparecen, puesto que tienen su origen tan solo en las sombras de las altas cumbres.

Ciertamente, sospecho que a muchos invadirá una gran perplejidad, e incluso han de sentirse acosados por una grave dificultad, de verse obligados a poner en duda una conclusión ya explicada y completamente confirmada por las propias apariencias. En efecto, si la parte de la superficie lunar que más espléndidamente refleja los rayos solares está llena de sinuosidades, es decir, de innumerables prominencias y cavidades, ¿por qué en la Luna creciente la circunferencia máxima que mira hacia occidente, y en la menguante la otra semicircunferencia oriental, y durante el plenilunio el perímetro entero no se muestra desigual, arrugado y sinuoso, sino perfectamente redondo, circular, no alterado por prominencias ni cavidades? Sobre todo por el hecho de que el borde entero está formado por una sustancia lunar más clara, de la que dijimos se encuentra llena de prominencias y de huecos. Ciertamente, ninguna de las grandes manchas se acercan hasta el perímetro externo, sino que todas se aprecian juntas lejos de la circunferencia. Expondré ahora ante todos el doble motivo de esta apariencia, que da fundamento a tan graves dudas, que así será una doble solución a las esas dudas. En primer lugar, si las prominencias y las cavidades se extendiesen en el cuerpo lunar solo por el perímetro del círculo uniforme donde acaba para nosotros el hemisferio visible, entonces la Luna podría, e incluso debería, mostrársenos casi a la manera de una rueda dentada, limitada justamente por un contorno naturalmente irregular y sinuoso. Pero si no estuviese solo dispuesta una hilera de alturas, distribuidas en una única sucesión cerca también de una única circunferencia, sino muchas hileras de montañas, con sus cavidades y lagunas organizadas en derredor del contorno extremo de la Luna, y no solo en el hemisferio visible, sino también en el opuesto (pero cerca del límite de los dos hemisferios), entonces, mirando desde lejos, nuestra mirada no podría captar para nada las diferencia de las prominencias y de las cavidades. Pues bien, los intervalos entre los montes dispuestos en el mismo círculo, o en el mismo orden, permanecen ocultos por la interposición de otras prominencias colocadas en orden distinto. Y esto sucede, sobre todo, si el ojo del que mira estuviese puesto sobre la misma recta donde se encuentran los vértices de dichas elevaciones. De la misma manera, las cumbres de muchos montes en la Tierra aparecen dispuestas según una superficie plana, si el que mira está lejos, y situado en una altitud igual. Así, las erguidas crestas de las olas del mar encrespado semejan extendidas según el mismo plano, aunque entre las olas sea muy grande la abundancia de abismos y lagunas, profundas hasta tal punto que ocultan dentro de ellas no solo las quillas, sino también las popas, los mástiles y las velas de grandes navíos. Así pues, dado que en la misma Luna y alrededor de su perímetro es múltiple la disposición de elevaciones y cavidades, y ya que el ojo que las contempla de lejos está colocado casi en el mismo plano que los vértices de aquellas, a nadie le debe causar extrañeza, que al rayo visual que las abarca se muestren según una línea uniforme y en absoluto sinuosa. A esta explicación puede añadirse otra: que alrededor del cuerpo lunar hay naturalmente, como alrededor de la Tierra, una cierta esfera de sustancia más densa que el éter restante, que es capaz de absorber y reflejar la radiación del Sol, pero sin estar dotada de tanta opacidad como para impedir la visión (sobre todo, si no está iluminada). Esta esfera iluminada por los rayos solares, restablece y presenta el cuerpo lunar con el aspecto de una especie de esfera más grande. Podría impedir que nuestra vista alcanzase el suelo de la Luna, si su espesor fuese más profundo, y de igual modo más profundo también alrededor de la periferia de la Luna. Más profundo —digo— no en el sentido absoluto, sino en relación a nuestros rayos visuales, que la atraviesan oblicuamente. Por lo tanto, puede impedir nuestra visión, y también tapar el perímetro de la Luna expuesta al Sol, sobre todo cuando llega a estar iluminada. Esto se comprenderá con más claridad en la figura que sigue: en ella el cuerpo lunar ABC

está rodeado por una esfera de vapores DEG. Ciertamente, la visión del ojo desde F llega hasta las partes centrales de la Luna, como hasta A, a través de los vapores DA menos densos. Pero, hacia el borde de la región más periférica, la abundancia de vapores más densos EB nos impide ver su límite. La prueba de esto es que la parte de la Luna inundada de luz aparece de circunferencia más amplia que la restante esfera sombría. Alguno quizás juzgue razonable esta misma causa para explicar por qué las manchas más grandes de la Luna no se ven extender en ninguna parte hasta el borde más extremo, y que aún también se pueda opinar que ninguna se encuentre alrededor de él. Por ello, puede pensarse que son invisibles por esto, porque se ocultan bajo una abundancia de vapores profundos y más luminosos.

Imagino pues, que por las apariencias ya explicadas, está demostrado que la superficie más clara de la Luna está llena de protuberancias y hendiduras. Falta que hablemos de sus magnitudes, demostrando que las asperezas terrestres son mucho más pequeñas que las lunares. Más pequeñas —digo— hablando en términos absolutos, y no tanto en razón a las dimensiones de sus globos. Y esto se pone de manifiesto claramente de la siguiente manera.

Como tengo observado a menudo en unas y otras posiciones de la Luna respecto al Sol, algunos vértices en la parte sombría de la Luna, aunque suficientemente alejados del límite de la luz, se mostraban iluminados y comparando sus distancias con el diámetro completo de la Luna, conjeturé que esta separación superaba a veces la vigésima parte del diámetro. Asumido esto, entiéndase que en el globo lunar, la máxima circunferencia del cual es CAF, el centro E, y el diámetro CF, que viene siendo al diámetro de la Tierra como dos a siete. Puesto que el diámetro terrestre según exactas observaciones, abarca 7000 millas italianas, CF tendrá 2000, y CE 1000, de donde la vigésima parte del total CF tendrá 100 millas. Sea ahora CF el diámetro del círculo máximo

que separa la parte luminosa de la Luna de la otra oscura (debido a la gran distancia del Sol con respecto a la Luna, este círculo no se diferencia sensiblemente de aquel otro máximo), y A diste del punto C más o menos su vigésima parte. Trácese el semidiámetro EA, que prolongado se encuentre con la tangente GCD (que representa el rayo luminoso) en el punto D. El arco CA, o la recta CD, entonces, tendrá 100 partes, de las que CE tiene 1000, y la suma de los cuadrados de DC y de CE es 1 010 000, que es igual al cuadrado de DE. Entonces toda entera ED será más de 1004, y AD más de 4, de los 1000 representados por CE. Por lo tanto, la altura AD, que en la Luna indica cualquier saliente que alcance hasta el rayo del Sol GCD, está alejado del límite C por una distancia CD, que es mayor que 4 millas italianas. Con todo, no habiendo en la Tierra ningún monte, que apenas se acerque a una milla de altitud perpendicular, resulta evidente que las elevaciones lunares son más altas que las terrestres.

Llegado a este momento me place esclarecer la causa de otro fenómeno lunar muy digno de admiración que nosotros observamos, y dimos a conocer la causa, aunque no recientemente sino hace muchos años, cuando lo mostramos y explicamos a algunos familiares, amigos y discípulos. Ya que esta observación se hizo más fácil y evidente con la ayuda del catalejo, creo que no es incongruente recordarla en este lugar. Tanto más cuanto que aparece más clara la afinidad y la similitud entre la Luna y la Tierra.

Puesto que tanto antes como después de la conjunción, la Luna se encuentra no lejos del Sol, su esfera no solo se nos muestra a la contemplación de nuestra vista en la parte adornada con los cuernos brillantes, sino que también un cierto resplandor periférico tenue, en la parte sombría, naturalmente la opuesta al Sol, parece dibujar un círculo, separándose del fondo más oscuro del propio éter. Pero si examinamos con más atención las cosas, veremos no solo el borde extremo de la parte sombría resplandeciendo, más o menos, con una incierta claridad, sino la faz entera de la Luna, naturalmente aquella que aún no percibe el fulgor del Sol, blanquear con una cierta luz no muy escasa. Sin embargo, a primera vista aparece solamente una sutil circunferencia que refulge, al ser más oscuras las partes del cielo que lindan con ella. Al contrario, la restante superficie parece más oscura, por la proximidad de los refulgentes cuernos que empañan nuestra visión. Pero, si alguien buscase algo que oculte esos cuernos resplandecientes, sea un tejado, una chimenea o cualquier otro obstáculo entre la vista y la Luna (pero colocado lejos del ojo) y que la parte restante del globo lunar quedara expuesto a nuestra visión, entonces nos sorprendería ver que esta región de la Luna también refulge con luz no escasa, por más que esté privada de la luz del Sol, cosa que se advierte sobre todo cuando la escarcha de la noche ha crecido ya por la carencia de Sol. En efecto, en un campo más oscuro la misma luz se muestra más clara. Además, es evidente que —digamos— esta segunda claridad lunar es más grande en la medida en que la Luna diste menos del Sol. En efecto, alejándose de él, la claridad disminuye de tal modo que, después de la primera cuadratura y antes de la segunda se divisa débil y de algún modo incierta, incluso mirando en un cielo más oscuro. Con todo, en el aspecto sextil y con menor alejamiento, brilla de un modo admirable, aunque sea en el crepúsculo: brilla —digo— de tal forma que con la ayuda de un catalejo exacto se distinguirían en ella las manchas grandes. Este brillante fulgor despertó no poco asombro a los que se dedican a la filosofía. Indagando una explicación, proponían unos un razonamiento y otros otro. En efecto, algunos dijeron que el esplendor es propio y natural de la misma Luna; otros que le era prestado por Venus, otros que por todas las estrellas, otros que por el Sol el cual traspasaría con sus rayos el cuerpo sólido de la Luna. Pero estas propuestas de tal naturaleza se refutan con poco esfuerzo y se demuestran falsas. Sin duda, si la luz fuese propia, o, de algún modo prestada por las estrellas, se mantendría y se mostraría sobre todo en los eclipses, cuando se asienta en un oscurísimo cielo. Pero esto es contrario a la experiencia: el fulgor que aparece en la Luna en los eclipses de Sol, ciertamente es mucho menor, algo rojizo, y casi cobrizo. En cambio este es más claro y más blanco. Además aquel es cambiante y se muda de lugar: deambula por la cara de la Luna, de tal manera que aquella parte que está más cerca del perímetro del círculo de la sombra terrestre, se divisa siempre más clara, mientras que la restante se ve siempre más oscura. Por tanto, lejos de toda duda, concluimos que esto sucede por la proximidad de los rayos solares tangentes a una cierta región más densa, que linda con todo el contorno de la Luna, y por este contacto se extiende una especie de aurora por las vecinas regiones de la Luna, no de modo distinto que en la Tierra, ya por la mañana ya por la tarde, se esparce la luz crepuscular. De esta cuestión trataremos más extensamente en el libro sobre el Sistema del Mundo. Hasta tal punto es pueril decir que esa especie de luz proviene de Venus que no merece respuesta. ¿Quién hay tan ignorante que no sepa que alrededor de la conjunción y en el aspecto sextil, es de todo punto imposible que la parte de la Luna opuesta al Sol mire hacia Venus? De igual modo, no es fácil imaginar que venga del Sol, que penetre y llene con su luz el cuerpo sólido de la Luna. Entonces no disminuiría nunca pues, excepto durante los eclipses lunares, un hemisferio de la Luna siempre permanece iluminado por el Sol. Disminuye, sin embargo, cuando la Luna avanza hacia la próxima cuadratura, y la ciega también por completo en tanto ha sobrepasado la cuadratura. Así pues, visto que un fulgor secundario de esa índole no puede ser congénito o propio de la Luna, y no es prestado por ninguna estrella ni por el Sol, visto ya que ningún otro cuerpo permanece en la vasta superficie del Mundo, a no ser solamente la Tierra: ¿Qué debemos pensar, —pregunto—? ¿Qué debemos proponer? ¿Acaso el propio cuerpo lunar, o cualquier otro opaco y envuelto en tinieblas, no se llenaría de la luz que proviene de la Tierra? ¿Qué es lo que tanto nos asombra? Sobre todo, cuando, en justa compensación, la Tierra agradecida devuelve igual iluminación a la misma Luna como la que recibe de ella casi de modo continuo en las más hondas tinieblas de la noche. Aclaremos mejor esto. En las conjunciones, cuando la Luna se encuentra en un lugar intermedio entre el Sol y la Tierra, se ve iluminada con los rayos solares en su hemisferio superior, opuesto a la Tierra. En cambio el hemisferio inferior, que mira a la Tierra, está cubierto de tinieblas. Entonces, en modo alguno la Luna ilumina la superficie terrestre. Ahora bien, apartada poco a poco del Sol, la Luna se ilumina en el hemisferio inferior, orientado hacia nosotros, pero nos dirige los blanquecinos y sutiles cuernos e ilumina levemente la Tierra. La iluminación solar crece en la Luna, que ya alcanza la cuadratura, y se acrecienta en la Tierra el reflejo de su luz. Se extiende, además, sobre la Luna un resplandor más allá del semicírculo y nuestras noches relucen más claras. Al fin, la cara entera de la Luna que mira a la Tierra se ve iluminada por el Sol que se halla enfrente, con clarísimos fulgores. La superficie terrestre resplandece, a lo largo y a lo ancho, por motivo del esplendor lunar. En seguida, a medida que la Luna menguante emite rayos más débiles, más débilmente se ilumina la Tierra. Cuando la Luna se acerca a la conjunción, la noche oscura ocupa la Tierra. Así que, con tales periodos de rotaciones alternas el fulgor lunar nos prodiga con iluminaciones mensuales unas más claras, otras más débiles. Este favor es recompensado en justa medida por la Tierra. En efecto, mientras la Luna se encuentra bajo del Sol alrededor de las conjunciones, dirige su mirada a toda la superficie del hemisferio terrestre expuesto al Sol e iluminado por rayos vivísimos, y recibe la luz de su mismo reflejo. Así pues, por causa de tal reflejo, el inferior de los hemisferios de la Luna, incluso privado de la luz solar aparece no poco luminoso. La misma Luna, alejada del Sol por un cuadrante, ve solamente iluminada la mitad del hemisferio terrestre, es decir, el occidental, pues la otra mitad oriental de noche se cubre de tinieblas: entonces, también la Tierra ilumina con menos esplendor a la misma Luna, y, por tanto, aquella su luz secundaria se nos aparece más tenue. Porque si colocas la Luna en oposición al Sol, ella misma verá ahora el hemisferio por completo sombrío y envuelto en una oscura noche de la Tierra en posición intermedia. Pues bien, si la tal oposición fuese en eclipse, la Luna en absoluto recibirá ninguna iluminación, o estará privada a un tiempo de la irradiación solar y de la terrestre. En unas y otras posiciones con relación a la Tierra y al Sol, la Luna recibirá la luz en medida mayor o menor de la reflexión terrestre, según mire a una parte mayor o menor del hemisferio terrestre iluminado. Así pues, esta relación de variación continua se mantiene entre estos dos globos, porque, cuando la Tierra está más iluminada por la Luna, en la misma medida está la Luna menos iluminada por la Tierra y viceversa. Basten estas pocas cosas dichas aquí, en lo tocante a estos argumentos. Lo trataremos ciertamente con más extensión en nuestro Sistema del Mundo, donde demostraré, con numerosos argumentos y con experimentos, que la luz solar reflejada por la Tierra es potentísima, frente a quienes pregonan que debe ser excluida del número de las estrellas vagabundas, sobre todo por estar privada de movimiento y de luz. Demostraremos, por lo tanto, y confirmaremos también con seiscientas razones naturales, que es vagabunda, y superior a la Luna en brillo y no una cloaca llena de la suciedad y los excrementos del mundo.

Hemos hablado hasta aquí sobre las observaciones realizadas sobre el cuerpo lunar. Expongamos ahora brevemente qué cosas fueron observadas por nosotros hasta hoy sobre las estrellas fijas. En primer lugar, merece atención el hecho de que tanto las estrellas fijas como las vagabundas, cuando se observan por el catalejo, de ningún modo parecen aumentar de tamaño en la misma proporción, según se incrementan los demás objetos, y también la propia Luna, sino que en las estrellas el aumento parece mucho menor: de tal manera que el catalejo, que podrá multiplicar los restantes objetos, por ejemplo, según una proporción de cien, se puede creer, que las estrellas apenas se convierten en cuatro o cinco veces más grandes. Pero la razón de esto es que los astros, cuando se miran a simple vista, no se nos muestran según su simple y, por así decirlo, desnuda grandeza, sino irradiados por una especie de fulgores, y por una cabellera de brillantes rayos, y esto es tanto más potente, cuando ya es noche cerrada. Es por eso que parecen bastante más grandes que si estuviesen libres de esas melenas postizas. En efecto, el ángulo visual no está delimitado por el cuerpo propio de la estrella, sino por el resplandor ampliamente esparcido alrededor. Se puede probar esto a las claras por el hecho de que las estrellas, cuando emergen al primer crepúsculo, a la puesta de Sol, aunque sean de primera magnitud se muestran muy pequeñas. Incluso el mismo Venus, cuando se hace visible alrededor del mediodía se ve pequeño de tal manera, que apenas parece igualar una estrellita de última magnitud. Cosa distinta es lo que ocurre con otros objetos y con la misma Luna, que tanto vista al mediodía, como dentro de las oscuridades más profundas, aparece siempre con el mismo tamaño. Así pues, en medio de las tinieblas los astros se ven con melena, pero la luz del día es capaz de rapar sus cabellos. Pero no solo esa luz, sino incluso una tenue nubecilla que se interponga entre los astros y el ojo del observador. Este mismo efecto lo producen también los velos negros y los vidrios de colores, cuyo obstáculo e interposición quita del medio los fulgores que rodean las estrellas. De igual modo, este mismo efecto lo hace el catalejo, que primero quita los fulgores postizos y accidentales de las estrellas y después aumenta las esferas realmente aisladas de aquellas (si de verdad tuviesen forma esférica), por lo que así parecen aumentadas en una proporción más pequeña: en efecto, las estrellitas de una quinta o sexta magnitud, vistas a través del catalejo se muestran tan grandes como si fuesen de primera magnitud.

También parece importante señalar la diferencia entre el aspecto de los planetas y las estrellas fijas. En efecto, los planetas muestran sus globos exactamente redondos, circulares y esféricos, a modo de ciertas lunillas, rodeadas de luz por todas partes. No obstante, las estrellas fijas nunca se ven delimitadas por un perímetro circular, sino por ciertos resplandores, que liberan rayos brillantes y muy titilantes todo alrededor. Finalmente, aparecen con el catalejo en una forma semejante a cuando las vemos a simple vista, pero de tal modo más grandes, que una estrellita de quinta o sexta magnitud parece igualar al Perro que es la mayor de todas las estrellas fijas. Ahora bien, con el catalejo hemos de ver, más allá de las estrellas de sexta magnitud, una numerosa grey de otras que se escapan a la visión natural, lo que cuesta trabajo creer: permitirnos ver más estrellas, incluso, que cuantas están en todos los otros seis grados de magnitud. Las mayores de estas, aquellas que podríamos llamar de séptima magnitud, o de primera magnitud de las invisibles, gracias al catalejo se muestran más grandes y más brillantes, que los astros de segunda magnitud vistos a simple vista. Además, para tener uno o dos testimonios de su casi asombrosa abundancia, me place anotar debajo las particularidades de dos constelaciones, por causa de que, con su ejemplo nos hagamos idea de todas las demás. En el primer dibujo había resuelto reproducir la constelación entera de Orión, pero sofocado por la ingente abundancia de estrellas, y por la escasez de tiempo, dejé para otra ocasión esta tarea. Alrededor de las estrellas antiguas, dentro de los límites de uno o dos grados están esparcidas más de unas quinientas. Además de las tres señaladas del Cinturón y las seis de la Espada, conocidas desde hace mucho tiempo, añadimos otras ochenta recientemente divisadas, y registramos las distancias entre ellas con la mayor exactitud posible. Para distinguirlas, pintamos las conocidas o antiguas más grandes y las contorneamos con una línea doble. En cambio, las otras estrellitas invisibles, las trazamos más pequeñas y con una sola línea. Conservamos también, lo más posible la diferencia de magnitud. En el otro ejemplo representamos las seis estrellas de Tauro, llamadas PLÉYADES (digo seis porque la séptima casi nunca está a la vista) encerradas en el cielo dentro de unos angostísimos límites, cerca de las cuales están otras invisibles cuarenta veces más numerosas. Ninguna de estas se aleja apenas más de medio grado de las precedentes. De ellas tan solo señalamos treinta y seis; y como en el caso de Orión, conservamos los espacios entre ellas, los tamaños, lo mismo que las diferencias entre las antiguas y las nuevas.

Asterismo del cinturón y de la espada de ORIÓN:

Lo que, en tercer lugar, observamos fue la materia y naturaleza del propio CÍRCULO LÁCTEO, que nos fue permitido escrutar con nuestras facultades merced al catalejo, de modo que todas las discusiones, que a lo largo de los siglos torturaron a los filósofos, fueran resueltas con la certidumbre de nuestros ojos, viéndonos también liberados de la palabrería. En efecto, la GALAXIA no es otra cosa que un montón de innumerables estrellas esparcidas en grupos. Así que, a cualquier región que se dirija el catalejo, sea la que sea, se mostrará de repente a nuestra vista una cantidad inmensa de estrellas, de las que la mayor parte parecen bastante grandes y muy resplandecientes, y también una multitud de las pequeñas que es absolutamente indeterminable.

Pero, puesto que no solo en la GALAXIA se ve aquel esplendor lácteo, como una nube blanquecina, sino que muchas más áreas de color semejante brillan esparcidas por el éter, si diriges el catalejo a cualquier lado que quieras de ellas, darás con un montón de estrellas amontonadas unas encima de otras. Además (lo que causa más asombro) las estrellas, llamadas hasta hoy en día por todos los astrónomos NEBULOSAS, son aglomeraciones de estrellitas esparcidas de un modo extraordinario. Por causa de la mezcla de sus rayos, mientras cada una huye del alcance de su vista, ya por la debilidad, ya por el máximo alejamiento de nosotros, surge toda aquella blancura, que hasta ahora se supuso la parte más densa del cielo, capaz de reflejar los rayos de las estrellas y del Sol. Nosotros observamos algunas de ellas; y quisimos destacar los dibujos de dos de esas.

En el primero tenemos la NEBULOSA llamada de la Cabeza de Orión, en la que contamos veintiuna estrellas.

El segundo contiene la denominada NEBULOSA DEL PESEBRE, que no solamente es una estrella, sino un cúmulo de más de cuarenta estrellitas. Nosotros anotamos treinta y seis, además de los Asnos dispuestas en el orden que sigue.

Hemos contado brevemente lo que hasta ahora hemos observado sobre la Luna, las estrellas fijas y la Galaxia. Falta decir lo que merece ser tenido de máxima importancia en el presente asunto, o sea, revelaremos y daremos a conocer cuatro PLANETAS nunca vistos desde el comienzo del mundo hasta nuestros tiempos, la ocasión de divisarlos y observarlos, y asimismo sus posiciones y observaciones a lo largo de los dos últimos meses más o menos transcurridos, sobre sus movimientos y cambios. Invitamos a todos los astrónomos a que se reúnan a indagar y precisar sus periodos, puesto que a nosotros de ninguna manera nos fue posible lograrlo hasta hoy por falta de tiempo. Con todo, para que no se entreguen en vano a tal examen, les hacemos saber otra vez que precisarán de un catalejo exactísimo, como el que describimos al comienzo de este discurso.

Así pues, el día siete de enero del presente año 1610, en la primera hora de la noche siguiente, mientras yo contemplaba los astros celestes a través del catalejo, apareció Júpiter, y puesto que yo tenía dispuesto un instrumento suficientemente excelente, comprobé (cosa que antes en absoluto me había sucedido por la debilidad del otro aparato) que lo acompañaban tres estrellitas, pequeñas en verdad, pero no obstante clarísimas, las cuales, aunque se considerasen en el número de las fijas, me produjeron no poco asombro, por el hecho de que parecían dispuestas exactamente en una línea recta y paralela a la eclíptica. Eran más luminosas que otras iguales en magnitud, y la disposición de ellas entre sí y con relación a Júpiter era la siguiente:

O sea, por la parte oriental estaban situadas dos estrellas, y solo una hacia occidente. La más oriental y la occidental parecían un poco mayores que la otra y no me preocupé en absoluto de la distancia entre ellas y Júpiter, pues, como dijimos, al principio se consideraron fijas. Mas, cuando el día ocho volví a la misma observación, no sé si guiado por el destino, hallé una configuración muy distinta. En efecto había tres estrellitas todas occidentales con relación a Júpiter, y entre sí más próximas que la noche anterior, y separadas mutuamente por distancias iguales, como se muestra en el dibujo presente.

En aquel momento, aunque no presté ni la más mínima atención al acercamiento mutuo entre las estrellas, comencé a preguntarme por qué motivo podía encontrarse Júpiter al oriente de todas las estrellas fijas mencionadas, cuando el día anterior estaba al occidente de dos de ellas. Entonces, temí que quizás su movimiento fuera directo, en contra de lo que indicaban los cálculos astronómicos y que ese movimiento lo llevase a adelantar a aquellas estrellas. Por esta razón, con un gran desasosiego, esperé a la noche siguiente. Pero mi esperanza resultó frustrada pues el cielo apareció cubierto de nubes.

No obstante, el día diez aparecieron las estrellas en esta posición respecto a Júpiter: solamente había dos, y ambas en la parte oriental,

la tercera —pensé yo— seguía oculta detrás de Júpiter. Estaban igual que antes, en la misma recta que Júpiter y colocadas exactamente en la línea del Zodíaco. Al ver tales cosas y comprender que por ninguna razón semejantes cambios podían ser achacados a Júpiter, y conociendo además que las estrellas observadas eran siempre las mismas (pues no había otras, ni precedentes ni siguientes, dentro de un gran intervalo a lo largo de la línea del Zodíaco) cambiando ya mi perplejidad en asombro, tuve la seguridad de que el cambio aparente no tenía que ser debido a Júpiter, sino a las estrellas encontradas. Luego pues, pensé que en adelante tendría que hacer mis observaciones con más atención y cuidado.

Así pues, el día once vi la composición de este modo:

es decir, solo dos estrellas en la parte de oriente, de las cuales la del medio distaba de Júpiter el triple de lo que distaba de la más oriental, y era esta, la más oriental, casi el doble mayor que la otra, por más que la noche anterior parecían casi iguales. Por esto, determiné y resolví fuera de toda duda que en los cielos había tres estrellas vagabundas alrededor de Júpiter, a semejanza de Venus y Mercurio alrededor del Sol. Finalmente, después de muchas más inspecciones, esto se me hizo más claro que la luz del mediodía. Y no solo eran tres, sino cuatro los astros vagabundos que efectuaban sus rotaciones alrededor de Júpiter. El relato siguiente proporcionará sus movimientos, observados a partir de ese momento con la mayor exactitud. Medí también, gracias al catalejo, las distancias entre ellos con el sistema expuesto más arriba. Además, anoté las horas de las observaciones, sobre todo cuando se realizaron varias en la misma noche, pues, de tal modo se mostraban tan rápidas las revoluciones de estos planetas que incluso se podían captar también las diferencias horarias.

Por lo tanto, el día doce, a la primera hora de la noche siguiente, vi los astros dispuestos de esta manera:

la Estrella más oriental era mayor que la más occidental, pero ambas perfectamente visibles y esplendorosas. Una y otra distaban de Júpiter dos minutos. También una tercera estrellita, nunca antes visible, comenzó a aparecer a la tercera hora. Casi tocaba a Júpiter por la parte oriental y era bastante pequeña. Todas estaban en la misma recta y colocadas según la longitud de la eclíptica.

El día trece vi en un principio cuatro estrellitas en esta disposición respecto a Júpiter. Estaban tres en la parte occidental y una en la oriental. Formaban casi una línea

recta, ya que la intermedia de las occidentales se separaba un poco de la recta hacia septentrión. La más oriental distaba de Júpiter dos minutos. La distancia entre cada una y Júpiter era de un minuto solo. Todas las estrellas mostraban el mismo tamaño. Y aunque de tamaño pequeño eran, así y todo, luminosísimas, y mucho más luminosas que estrellas fijas del mismo tamaño.

El día catorce el tiempo estuvo nublado.

El día quince, en la tercera hora de la noche, las cuatro estrellas estaban con relación a Júpiter aproximadamente en la formación aquí representada:

estaban todas en la parte occidental, y dispuestas aproximadamente en la misma línea recta. Aunque la tercera a partir de Júpiter se levantaba un poco hacia el norte. La más próxima a Júpiter era la más pequeña de todas, y las otras parecían cada vez más grandes. Los espacios entre Júpiter y los tres astros contiguos eran todos iguales, de dos minutos, pero el más occidental distaba de la más próxima a ella cuatro minutos. Eran extremadamente luminosas, pero nunca parpadeantes, tanto antes, como después. Con todo, en la séptima hora había tan solo tres estrellas en esta disposición con relación a Júpiter.

Estaban, naturalmente, justo en la misma recta. La más próxima a Júpiter era bastante pequeña y separada de él tres minutos. De esta, la segunda distaba un minuto; en cambio la tercera de la segunda 4 minutos 30 segundos. Pero, pasada otra hora, las dos estrellitas del medio estaban aún más próximas, pues distaban apenas 30 segundos.

Día dieciséis, a la primera hora de la noche, vi tres estrellas dispuestas en este orden: dos flanqueaban

a Júpiter separadas de él 0 minutos 40 segundos de un lado y del otro, pero la tercera de la parte occidental distaba de Júpiter 8 minutos. Las más próximas a Júpiter no parecían más grandes, aunque sí más luminosas que la más apartada.

Día diecisiete, a las 0 horas 30 minutos del ocaso, la configuración era de tal modo: una única estrella oriental

distaba de Júpiter 3 minutos, y del mismo modo la única occidental distaba de Júpiter 11 minutos. La de la parte oriental parecía dos veces más grande que la occidental. No había más que estas dos. Pero después de cuatro horas, casi cerca de cinco, una tercera estrella comienza a ser vista por la parte oriental, la que antes, según pienso, estaba junto con la anterior. La posición era de este modo:

la estrella intermedia muy próxima a la oriental se separaba de aquella tan solo 20 segundos, alejándose un poco hacia el sur respecto a la línea recta dibujada desde las extremas hasta Júpiter.

Día dieciocho, en la hora 0 y minuto 20 tras el ocaso, era esto lo que se veía: había una estrella oriental mayor que la occidental,

y distante de Júpiter 8 minutos. En cambio, la occidental distaba de Júpiter 10 minutos.

Día diecinueve, hora segunda de la noche. La disposición de las estrellas era esta: estaban tres estrellas siguiendo justo la línea

recta con Júpiter. La única oriental distaba de Júpiter 6 minutos. Entre Júpiter y la primera siguiente occidental mediaba un espacio de 5 minutos. No obstante, esta estaba separada de la más occidental 4 minutos. Entonces yo pensaba que acaso entre la estrella oriental y Júpiter mediase una estrellita tan próxima a Júpiter que casi le tocaba. Pero, a la quinta hora vi con claridad a esta ocupando exactamente el lugar intermedio entre Júpiter y la estrella oriental, de tal modo que la configuración era esta:

la estrella recién vista era, además, muy pequeña. Pero, a la sexta hora tenía casi igual dimensión que las otras.

Día veinte, a 1 hora y 15 minutos, se veía una disposición semejante a esta: había tres estrellitas de tal modo pequeñas que

apenas podían percibirse: no distaban más de un minuto desde Júpiter y entre ellas. Dudé si de la parte occidental había dos o tres estrellitas. Alrededor de la sexta hora estaban dispuestas de este modo: la oriental pues, estaba alejada, con respecto a Júpiter, más del

doble que antes, justamente 2 minutos. La intermedia occidental distaba de Júpiter 0 minutos 40 segundos, y de la más occidental 0 minutos 20 segundos. Por fin, a la hora séptima se vieron en la parte occidental tres estrellitas: la más próxima a Júpiter

estaba apartada de él 0 minutos 20 segundos. Entre esta y la más occidental la distancia era de 40 segundos; en cambio, en el medio de estas dos sobresalía una un poco desplazada hacia el sur, separada de la más occidental no más de diez segundos.

Día veintiuno, hora 0 y 30 minutos, se encontraban en la parte oriental tres estrellitas igualmente distantes entre sí y respecto de Júpiter:

Los espacios intermedios eran, a nuestro parecer, de 50 segundos. Se encontraba, asimismo, una estrella por el occidente, que distaba de Júpiter 4 minutos. La oriental más próxima a Júpiter era la más pequeña de todas; pero las restantes eran bastante más grandes, y entre sí aproximadamente iguales.

Día veintidós, segunda hora, la disposición era así: desde la estrella oriental hasta Júpiter

había un intervalo de 5 minutos, desde Júpiter a la más occidental 7 minutos. Pero las dos occidentales intermedias distaban entre ambas 0 minutos 40 segundos, y la que estaba más cerca de Júpiter se encontraba alejada de él 1 minuto. Las propias estrellitas intermedias eran más pequeñas que las de los extremos y estaban extendidas a lo largo de la misma recta del Zodíaco, si bien la intermedia de las tres occidentales se desviaba un poco hacia el sur. Pero a la hora sexta de la noche se vieron en esta posición:

la de la parte oriental era precisamente la más pequeña, distante de Júpiter, como antes, 5 minutos. En cambio las tres occidentales estaban separadas de Júpiter la misma distancia que entre ellas, y entre sí la distancia era de 1 minuto 20 segundos más o menos. También la estrella más vecina a Júpiter aparecía más pequeña que las otras dos siguientes; y todas parecían estar perfectamente dispuestas en la misma recta.

Día veintitrés, hora 0, minuto 40 tras el ocaso, la disposición de las estrellas tomó casi esta forma estaban:

tres estrellas junto a Júpiter en línea recta según la longitud del Zodíaco, como siempre. Las orientales eran dos, en cambio una sola occidental. La más oriental se alejaba de la siguiente 7 minutos, y esta de Júpiter 2 minutos 40 segundos. Júpiter de la occidental 3 minutos 20 segundos, y todas eran casi de la misma dimensión. Pero a la quinta hora, las dos estrellas, que primero estaban próximas a Júpiter, no se distinguían nada bien, ocultas detrás de Júpiter, creo yo. Y esto es lo que se veía:

Día veinticuatro, se vieron tres estrellas todas en la parte oriental, y casi en la misma línea recta que Júpiter:

la intermedia, sin embargo, se desviaba un poquito hacia el sur. La más próxima a Júpiter distaba de él 2 minutos, la siguiente a esta 0 minutos 30 segundos, pero de esta se alejaba la más oriental 9 minutos, y todas eran absolutamente brillantes. Mas, a la hora sexta, se mostraban solamente dos estrellas, en esta posición:

Estaban perfectamente en línea recta con Júpiter, del cual la más próxima se alejaba 3 minutos, mientras la otra de esta 8 minutos. Si no me equivoco, las dos intermedias, observadas antes, se juntaron en una sola.

Día veinticinco, 1 hora 40 minutos. Así estaban ordenadas:

se mostraban solo dos estrellas en el espacio oriental, y estas, por cierto, bastante grandes. La más oriental distaba de la intermedia 5 minutos, pero la intermedia de Júpiter 6 minutos.

Día veintiséis, hora 0 minuto 40. La ordenación de las estrellas fue de este modo: se veían, en efecto, tres estrellas,

de las cuales dos estaban en la parte oriental, la tercera en la occidental respecto a Júpiter, y alejada de él 5 minutos. La intermedia oriental distaba de él 5 minutos 20 segundos, y la más oriental de la intermedia 6 minutos. Estaban colocadas en la misma recta y tenían la misma magnitud. Después, en la quinta hora, la disposición era casi la misma, aunque con alguna diferencia, porque cerca de

Júpiter por la parte oriental aparecía una cuarta estrellita más pequeña que las otras. Separada de Júpiter 30 segundos, pero se levantaba un poco de la línea recta hacia el boreal tal como se demuestra en la figura expuesta.

Día veintisiete a 1 hora del Ocaso, se divisaba solo una única estrellita, y esta en la parte oriental según esta disposición:

era bastante pequeña y separada de Júpiter 7 minutos.

Días veintiocho y veintinueve, por la interposición de las nubes no fue posible observar nada.

Día treinta, en la primera hora de la noche los astros se veían dispuestos de este modo:

había uno solo en el oriente, distante de Júpiter 2 minutos 30 segundos, pero dos en el occidente, de los que el más próximo a Júpiter estaba alejado de él 3 minutos, el otro de este 1 minuto. La posición de los extremos y de Júpiter era una misma línea recta, pero el intermedio se levantaba un poco hacia el norte. El más occidental era más pequeño que los otros.

El último día de enero, a la segunda hora, fueron vistas dos estrellas orientales, pero una sola occidental. La intermedia oriental estaba alejada de Júpiter

2 minutos 20 segundos. Pero la más oriental distaba de la intermedia 0 minutos 30 segundos. La occidental distaba de Júpiter 10 minutos. Estaban aproximadamente en la misma línea recta, solamente la oriental más próxima a Júpiter se elevaba un cierto pequeño espacio hacia el septentrión: a la cuarta hora las dos orientales estaban

aún más cercanas una de la otra. En efecto, se encontraban solo alejadas 20 segundos. Apareció, precisamente durante estas observaciones, una estrella en la parte occidental bastante pequeña.

Día primero de febrero, a la segunda hora de la noche la disposición era de esta manera: la estrella más oriental distaba de Júpiter

6 minutos, pero la occidental 8 minutos. Por la parte oriental una especie de estrella bastante pequeñita distaba de Júpiter solo 20 segundos. Dibujaban una línea perfectamente recta.

Día segundo, las estrellas se vieron en esta colocación: una sola en la parte oriental que distaba de Júpiter 6 minutos.

Júpiter se alejaba de la occidental más contigua 4 minutos. El intervalo entre esta y la más occidental era de 8 minutos. Estaban perfectamente en la misma recta, y eran casi de la misma magnitud. Pero, a la séptima hora, se encontraban a la vista cuatro estrellas entre

las cuales Júpiter ocupaba el lugar intermedio: la más oriental de estas estrellas distaba de la siguiente 4 minutos, esta de Júpiter 1 minuto 40 segundos. Júpiter se separaba de la occidental más cercana a él 6 minutos, pero esta de la más occidental 8 minutos, y estaban todas de igual modo en la misma línea recta, extendidas según la longitud del Zodíaco.

Día tres, a la hora séptima las estrellas se dispusieron así en una hilera: la oriental distaba de Júpiter 1 minuto 30 segundos, la occidental más próxima 2 minutos, mientras que de esta a la otra más occidental

distaba 10 minutos. Estaban rigurosamente en la misma recta, y eran de igual magnitud.

Día cuatro, a la segunda hora cuatro estrellas se mantenían cerca de Júpiter, dos orientales, y dos occidentales,

justamente dispuestas en la misma línea recta, como vemos en la figura: la más oriental distaba de la siguiente 3 minutos, en tanto que esta se alejaba de Júpiter 0 minutos 40 segundos. Júpiter de la occidental más próxima 4 minutos, y esta de la más occidental 6 minutos. De magnitud eran casi iguales, la más cercana a Júpiter aparecía un poco más pequeña que las otras. No obstante, a la hora séptima, las estrellas orientales distaban solo 0 minutos 30 segundos: Júpiter

estaba separado de la estrella oriental más cercana 2 minutos y 4 de la occidental siguiente, mas esta distaba de la más occidental 3 minutos. Eran todas iguales y extendidas en la misma recta a lo largo de la eclíptica.

Día cinco, el cielo estuvo nublado.

Día seis, solamente aparecieron dos estrellas,

que flanqueaban a Júpiter por ambos lados, como se ve en la figura: la estrella oriental distaba de Júpiter 2 minutos, pero la occidental 3 minutos. Estaban en la misma recta con Júpiter, y eran iguales en magnitud.

Día siete, dos estrellas se mostraron juntas, ambas orientales

con respecto a Júpiter, dispuestas de este modo: los intervalos entre ambas y Júpiter eran iguales, justamente a 1 minuto, y una línea recta se extendía sobre ambas y el centro de Júpiter.

Día ocho, a la primera hora había tres estrellas todas orientales,

como en el dibujo. La más cercana a Júpiter, más bien pequeña, distaba de él 1 minuto 20 segundos, pero la intermedia distaba de esta 4 minutos, y era bastante grande. La más oriental, muy pequeña, distaba de esta 0 minutos 20 segundos. Dudo de si la más próxima a Júpiter fuese solo una o tal vez fuesen dos estrellitas. Ciertamente parecía que, por veces, hubiese otra, diminuta, hacia el oriente de esta y alejada de ella solamente 0 minutos y 10 segundos. Estaban todas extendidas en la misma línea recta a lo largo del recorrido del Zodíaco. A la tercera hora, la estrella más próxima a Júpiter casi le tocaba, pues distaba de él solo 0 minutos 10 segundos; pero las restantes se separaron más de Júpiter. La intermedia se alejaba de él 6 minutos. Al fin, a la hora cuarta, la que al principio estaba más próxima a Júpiter, cuando se juntó a él, ya no se percibía.

Día nueve, a la hora 0, minuto 30. Con respecto a Júpiter se mostraban dos estrellas orientales y una occidental, en esta disposición: la más

oriental, que era bastante pequeña, distaba de la siguiente 4 minutos, la intermedia, más grande, se separaba de Júpiter 7 minutos, y Júpiter de la occidental, que era pequeña, distaba 4 minutos.

Día diez, a la 1 hora, 30 minutos. Dos estrellitas muy pequeñas, ambas orientales fueron vistas en esta disposición:

la más separada distaba de Júpiter 10 minutos, pero la más cercana 0 minutos 20 segundos y estaban en la misma recta. No obstante, a la cuarta hora, la estrella más próxima a Júpiter ya no se veía y, además, la otra parecía de tal modo pequeña que apenas podía observarse, por más que el ambiente fuese limpísimo. Estaba más alejada de Júpiter que antes, y distaba 12 minutos.

Día once, a primera hora se encontraban dos estrellas en la parte de oriente y una en el occidente. La occidental distaba de

Júpiter 4 minutos. La oriental más cercana, se alejaba igualmente de Júpiter 4 minutos, pero la más oriental de esta distaba 8 minutos. Eran bastante nítidas y estaban en la misma recta. Pero a la tercera hora, se vio por la parte de oriente una

cuarta estrella, cerquísima de Júpiter, más pequeña que las otras. Estaba alejada de Júpiter 0 minutos 30 segundos, y destacando un poco de la línea recta que pasaba a través de las otras estrellas hacia el norte. Eran todas muy esplendidas y muy visibles. Pero, a la quinta hora y media, ya la estrella oriental más próxima de Júpiter, poniéndose más alejada de él, ocupaba el lugar intermedio entre él y la estrella más oriental próxima a esa. Estaban todas perfectamente en la misma línea recta, y de la misma magnitud, como se deja ver en el dibujo presente.

Día doce, hora 0, minuto 40. Se mostraban dos estrellas al oriente, otras dos igualmente al occidente. La oriental más apartada

de Júpiter distaba de él 10 minutos, y la occidental más distante estaba separada 8 minutos. Eran ambas bastante visibles. Las otras dos estaban muy cercanas a Júpiter y eran muy pequeñas, especialmente la oriental que distaba de Júpiter 0 minutos 40 segundos, y la occidental 1 minuto. No obstante, a la cuarta hora ya no se veía la estrellita que estaba más próxima a Júpiter por la parte oriental.

Día trece, hora 0, minuto 30. Dos estrellas aparecían por el oriente, otras dos más por el occidente. La oriental más cercana a Júpiter,

suficientemente clara, distaba de él 2 minutos. De esta la más oriental, que aparecía más pequeña, se alejaba 4 minutos. De las occidentales la más alejada de Júpiter, bastante visible, estaba separada 4 minutos. Entre esta y Júpiter se interponía una estrellita pequeña y la más cercana a la extrema occidental, pues no se alejaba de ella más de 0 minutos 30 segundos. Estaban perfectamente todas en la misma recta según la longitud de la eclíptica.

Día quince (pues el día catorce el cielo estaba oculto por las nubes) a la primera hora fue esta la posición de los astros. Exactamente había tres estrellas en la parte oriental, mas no se veía

ninguna en la occidental. La oriental más próxima a Júpiter distaba de él 0 minutos 50 segundos, la siguiente de esta se alejaba 0 minutos 20 segundos, mientras que la más oriental distaba de esta 2 minutos y era mayor que las otras. Las más cercanas a Júpiter eran muy pequeñitas. Pero, muy cerca de la quinta hora, desde la estrella

más próxima a Júpiter se veía solo una que distaba de Júpiter 0 minutos, 30 segundos, mientras la distancia de la más oriental había aumentado con respecto a Júpiter. La distancia entonces era de 4 minutos. En cambio, a la hora sexta, además de las dos que se juntaron por la parte oriental,

—como se dijo hace un momento— se veía una estrellita hacia el poniente absolutamente pequeña, apartada de Júpiter 2 minutos.

Día dieciséis, a la hora sexta las estrellas estaban dispuestas de este modo: una estrella de la parte oriental se alejaba de Júpiter justamente 7 minutos, Júpiter de la siguiente al poniente 5 minutos, pero esta de la otra más occidental 3 minutos.

Eran todas aproximadamente de la misma magnitud, bastante visibles y estaban perfectamente sobre la misma recta a lo largo de la línea del Zodíaco.

Día diecisiete, a la primera hora se mostraban dos estrellas: una oriental distante de Júpiter 3 minutos, otra occidental distante

10 minutos. Esta era bastante más pequeña que la oriental. Pero a la hora sexta, la oriental estaba más próxima a Júpiter, distaba exactamente 0 minutos 50 segundos; con todo, la occidental estaba más apartada, o sea, 12 minutos. En una y en otra observación ambas estuvieron en la misma línea recta, y ambas también eran bastante pequeñas, sobre todo la oriental en la segunda observación.

Día 18, a la primera hora se presentaban tres estrellas, de las cuales dos estaban en la parte occidental, y una en la oriental: la oriental distaba de Júpiter

3 minutos, la occidental más próxima se apartaba de la intermedia 2 minutos, y la otra más occidental 8 minutos. Todas estaban perfectamente en la misma recta, y eran casi de la misma magnitud. Por el contrario, a la segunda hora, las estrellas más próximas se separaban de Júpiter distancias iguales, pues incluso la del poniente estaba alejada también 3 minutos. Mas, a la hora sexta, una cuarta estrellita se veía entre la más oriental y Júpiter, en esta configuración: la más oriental distaba de la siguiente 3 minutos, y la siguiente de Júpiter 1 minuto 50 segundos. Júpiter de la siguiente occidental 3 minutos,

y esta de la más occidental 7 minutos. Eran casi iguales, solamente la oriental muy próxima a Júpiter era un poco más pequeña que las otras. Y estaban en la misma recta paralela a la eclíptica.

Día 19, a la hora 0, 40 minutos. Al poniente de Júpiter únicamente se veían dos estrellas, bastante grandes y perfectamente en la misma recta con Júpiter, y dispuestas a lo largo de la misma

trayectoria de la eclíptica. La que estaba más cerca de Júpiter distaba 7 minutos, y esta de la más occidental 6 minutos.

Día 20. El cielo estuvo nublado.

Día 21, hora 1, 30 minutos. Se divisaban en esta disposición tres estrellitas bastante pequeñas. La oriental estaba apartada de Júpiter

2 minutos. Júpiter de la occidental siguiente 3 minutos, pero esta de la más occidental 7 minutos. Estaban justamente en la misma recta paralela a la eclíptica.

Día 25, 1 hora, 30 minutos (pues en las tres noches anteriores el cielo estuvo cubierto de nubes), aparecieron tres estrellas:

dos en la parte oriental, las distancias de las cuales entre sí y de Júpiter eran iguales y de 4 minutos. La única occidental se separaba de Júpiter 2 minutos. Estaban en la misma línea recta, a lo largo del recorrido de la eclíptica.

Día 26, hora 0, 30 minutos. Se mostraba solo una pareja de estrellas. Una oriental que distaba de Júpiter 10 minutos, otra occidental

distante 6 minutos. La oriental era un tanto más pequeña que la occidental. Pero a la hora 5, se vieron tres estrellas, en efecto, además de las dos

ya apuntadas, se divisaba una tercera por la parte de occidente cerca de Júpiter, muy pequeña, que estaba oculta antes detrás de Júpiter y distaba de él 1 minuto. Pero la oriental, más apartada de lo que antes parecía distaba de Júpiter justamente 11 minutos. En esta noche por primera vez tuve la alegría de observar el recorrido de Júpiter y de los planetas contiguos siguiendo la longitud del zodíaco, tras establecer la referencia con una cierta estrella fija. En efecto, se veía una estrella fija hacia el oriente, que distaba 11 minutos del planeta oriental y se desviaba muy poco hacia el sur, del modo que sigue:

Día 27, hora 1, minuto 40. Aparecían cuatro estrellas en esta misma configuración: la más oriental distaba de Júpiter 10 minutos, la siguiente muy próxima a Júpiter 0 minutos 30 segundos. La occidental siguiente se alejaba 2 minutos, 30 segundos; de esta la más occidental distaba 1 minuto.

Las más cercanas a Júpiter aparecían pequeñas, sobre todo la oriental, en cambio las de los extremos eran completamente visibles, sobre todo la del poniente, y trazaban una línea recta perfecta a lo largo de la eclíptica. El avance de estos planetas en dirección al oriente se apreciaba claramente por la comparación con respecto a la estrella fija antes mencionada, pues Júpiter junto con los planetas circundantes estaba más cerca de ella, como se puede apreciar en la figura. Mas, a la hora 5, la estrella oriental que estaba muy próxima a Júpiter se distanciaba de él 1 minuto.

Día 28, hora 1. Se veían solamente dos estrellas: la oriental distante de Júpiter 9 minutos, y la occidental 2 minutos. Eran bastante visibles y estaban en la misma recta.

Respecto a esta línea la estrella fija incidía perpendicularmente sobre el planeta oriental como se observa en la figura. Pero, a la hora 5, se observa una tercera estrellita por la parte oriental distante de Júpiter 2 minutos con esta ordenación:

Día 1 de marzo, hora 0, minuto 40. Se veían cuatro estrellas todas en la zona oriental, de las cuales la más próxima a Júpiter se separaba de él 2 minutos, la siguiente de esta 1 minuto, la tercera 0 minutos 20 segundos,

y era más luminosa que las restantes. En cambio, la más oriental distaba de esta 4 minutos y era más pequeña que las otras. Dibujaban casi una línea recta, excepto que la tercera se elevaba un poquito con relación a Júpiter. La estrella fija, junto con Júpiter y la estrella oriental formaban un triángulo equilátero, como vemos en la figura.

Día 2, hora 0, minuto 40. Estaban a la vista tres planetas, dos orientales, uno solamente al poniente, en esta tal configuración:

el más oriental se apartaba de Júpiter 7 minutos, el siguiente distaba de este 0 minutos 30 segundos, pero el occidental se alejaba de Júpiter 2 minutos. Los de los extremos eran muy luminosos y más grandes que el otro, que aparecía muy pequeño. El más oriental se mostraba un poco desplazado hacia el boreal respecto de la línea recta trazada por los otros y por Júpiter. La estrella fija ya señalada, distaba del planeta occidental 8 minutos, siguiendo la perpendicular trazada desde el mismo planeta sobre la línea recta que pasaba a través de los otros planetas, como demuestra la figura expuesta arriba.

Me complace exponer estas posiciones de Júpiter y de los planetas contiguos con respecto a la estrella fija para que, por medio de ellas, cualquiera pueda comprobar la coincidencia exacta de movimientos de estos planetas, no solo según la longitud, sino también según la latitud, con los que se encuentran en las tablas.

Estas son las observaciones de los cuatro Planetas MEDICEOS realizadas recientemente por mí por primera vez, conforme a las cuales se me permite anunciar algo digno de mención, por más que aún no sea posible deducir numéricamente sus periodos. En primer lugar, dado que los planetas o bien siguen a Júpiter o bien lo preceden con distancias semejantes, y que se apartan de él, ya hacia el orto, ya hacia el ocaso con muy estrechísimos márgenes, y lo acompañan, igualmente, en el movimiento retrógrado y en el directo, nadie puede tener duda de que efectúan sus propias revoluciones alrededor de él, del mismo modo que todos juntos llevan a cabo los periodos de doce años alrededor del centro del mundo. Además, giran en círculos desiguales, lo que se deduce claramente del hecho de que nunca se dejan ver dos Planetas en conjunción en la posición del máximo alejamiento respecto a Júpiter, cuando, en cambio, se encuentran de cuando en cuando, dos, tres y a veces todos juntos agrupados cerca de Júpiter. Se deduce, además, que las revoluciones de los Planetas son más veloces al describir círculos más estrechos alrededor de Júpiter. De hecho, las estrellas más cercanas a Júpiter se ven a menudo en la parte de oriente, después de que el día anterior aparecieran en el occidente y al contrario. Pero, si observamos atentamente las revoluciones apuntadas más arriba, el planeta que recorre la esfera mayor, parece tener repeticiones dos veces al mes. Tenemos, además, un argumento eximio y notable para quitar los escrúpulos de aquellos que, aceptando de buen grado el movimiento de los planetas alrededor del Sol en el Sistema Copernicano, se enervan de tal modo por el movimiento de una sola Luna alrededor de la Tierra mientras ambas dibujan una órbita circular completa anual alrededor del Sol, que piensan que esta estructura del universo tiene que ser rechazada como imposible. Ahora pues, con mayor motivo, dado que no tenemos un solo planeta girando alrededor de otro mientras ambos recorren una gran órbita alrededor del Sol, sino que a nuestros sentidos están cuatro estrellas en movimiento alrededor de Júpiter, como la Luna alrededor de la Tierra, mientras al mismo tiempo todas recorren junto a Júpiter durante doce años una gran órbita alrededor del Sol. No se debe olvidar tampoco por qué razón sucede que los Astros MEDICEOS, en cuanto llevan a cabo rotaciones muy cortas alrededor de Júpiter, ellos mismos parezcan a veces más del doble más grandes. En absoluto podemos achacar la causa a los vapores terrestres, pues estos astros aparecen aumentados o disminuidos, en tanto el tamaño de Júpiter y de las estrellas fijas más próximas no se observa cambiado en absoluto. No es fácil pensar que la causa de semejante cambio se encuentre en el hecho de que se acerquen o se separen de la Tierra en el perigeo o el apogeo de sus propias revoluciones, pues un movimiento circular tan cerrado de ninguna manera puede ser responsable de este hecho. Por otro lado, un movimiento oval (que en este caso sería casi recto) es difícil de imaginar, y para nada está de acuerdo con las apariencias. Expongo con gusto lo que en esta cuestión se me ocurre, y lo ofrezco claramente al juicio y censura de los filósofos. Me consta que el Sol y la Luna aparecen mayores debido a la interposición de vapores terrestres, mientras que las estrellas fijas y los planetas aparecen menores. De aquí que, cerca del horizonte, esas lumbreras parezcan más grandes, y las estrellas parezcan más pequeñas y a menudo invisibles. Disminuyen en la medida en que esos vapores están inundados de luz, de manera que las estrellas aparecen absolutamente débiles de día y durante los crepúsculos, no así la Luna como también advertimos arriba. Además, que no solo la Tierra, sino también la Luna tiene su propia esfera envuelta en vapores de esos se sabe por lo que antes dijimos, y sobre todo, por lo que se explicará más ampliamente en nuestro Sistema. Pero podemos aplicar adecuadamente esta opinión a los otros planetas, de manera que en absoluto parece impensable que haya alrededor de Júpiter una esfera más densa de éter en torno a la cual giren los Planetas MEDICEOS, a la manera de la Luna alrededor de la esfera de los elementos. Y por causa de la interposición de esta esfera, sean más pequeños cuando estén en el apogeo, en cambio más grandes cuando estén en el perigeo, de acuerdo con la desaparición o atenuación de esa misma esfera. La falta de tiempo me impide llegar más lejos. Espere el amable lector que pronto lleve a cabo mi anhelo de añadir más cosas sobre esta cuestión.

F I N I S

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