Libro séptimo - El progreso de la especie
I
Antes de terminar este libro quiero recoger una objeción que raramente dejan de hacer aquéllos a quienes se revela el gobierno y la industria sorprendentes de las abejas. «Sí —dicen—; todo eso es prodigioso, pero inmutable. Hace millares de años que esas leyes son las mismas. Hace millares de años que construyen sus panales admirables a los cuales nada se puede añadir ni quitar y en los cuales se unen, en igual perfección, la ciencia del químico a la del geómetra, del arquitecto y del ingeniero, pero esos panales son exactamente iguales a los que se encuentran en los sarcófagos o vemos representados en las piedras y en los papiros egipcios. Citadnos un solo hecho que marque el menor progreso, presentadnos un detalle en que hayan innovado, un punto en que hayan modificado su rutina secular; nos inclinaremos y reconoceremos que no hay sólo en ellas un instinto admirable, sino una inteligencia que tiene derecho a compararse con la del hombre y a esperar con ella no sé qué destino más alto que el de la materia inconsciente y sumisa».
Y ya no es solamente el profano habla así, sino que entomólogos del valor de Kirby y Spence, han empleado el mismo argumento para negar a las abejas toda inteligencia que no sea la que se agita vagamente en la estrecha prisión de un instinto sorprendente, pero invariable. «Enseñadnos —dicen— un solo caso en que, apremiadas por las circunstancias, se les haya ocurrido, por ejemplo, sustituir la cera y los propóleos por arcilla o la argamasa, y convendremos entonces en que son capaces de raciocinio».
Este argumento, que Romanes llama The question begging argument y que podría llamarse también «el argumento insaciable», es de los más peligrosos y, aplicado al hombre, nos llevaría muy lejos. Bien considerado, emana de «ese simple buen sentido» que hace a menudo mucho mal y que contestaba a Galileo: «No es la Tierra la que gira, puesto que veo marchar el sol en el cielo, subir por la mañana y bajar por la tarde, y nada puede prevalecer sobre el testimonio de mis ojos». El buen sentido es excelente y necesario en el fondo de nuestro espíritu, pero con la condición de que una inquietud elevada lo vigile y le recuerde, si es menester, lo infinito de su ignorancia; de lo contrario, no es más que la rutina de las partes bajas de nuestra inteligencia. Pero las mismas abejas han contestado a la objeción de Kirby y Spence. Apenas formulada, otro naturalista, Andrew Knight, embadurnó con una especie de cemento compuesto de cera y trementina la corteza enferma de ciertos árboles, y observó después que sus abejas habían renunciado completamente a recoger propóleos y ya no usaban más que aquella materia desconocida, pero pronto probada y adoptada, que encontraban preparada y en abundancia en las proximidades de su vivienda.
La mitad de la ciencia y de la práctica apícola es el arte de dar carrera al espíritu de iniciativa de la abeja, proporcionar a su inteligencia emprendedora la ocasión de ejercitarse y de hacer verdaderos descubrimientos, verdaderas invenciones. Cuando el polen es raro en las flores, los apicultores, a fin de ayudar a la cría de las larvas y de las ninfas, que lo consumen enormemente, esparcen cierta cantidad de harina cerca del colmenar. Es evidente que en el estado natural, en el seno de sus bosques natales o de los valles asiáticos en que vieron probablemente la luz en la época terciaria, no encontraron jamás ninguna sustancia de ese género. Sin embargo, si se tiene cuidado de cebar a algunas, colocándolas sobre la harina esparcida, la prueban, la saborean, reconocen sus cualidades casi equivalentes a las del polvo de las antenas, vuelven a la colmena, anuncian la noticia a sus hermanas, y todas las cosecheras acuden a aquel alimento inesperado e incomprensible que, en su memoria hereditaria, debe de ser inseparable del cáliz de las flores donde hace tantos siglos su robo es tan voluptuoso y tan suntuosamente acogido.
II
Sólo hace apenas cien años; es decir, desde los trabajos de Huber, que se empezó a trabajar seriamente a las abejas y a descubrir las primeras verdades importantes que permiten observarlas con provecho. Hace poco más de cincuenta años que gracias a los panales y cuadros móviles de Dzierzon y de Langstroth, se funda la apicultura racional y práctica y que la colmena cesa de ser la inviolable casa en que todo pasaba en un misterio que no podíamos penetrar sino después que la muerte la había convertido en ruinas. Hace menos de cincuenta años que el perfeccionamiento del microscopio y del laboratorio del entomólogo revelaron el secreto preciso de los principales órganos de la obrera, de la madre y de los zánganos. ¿Tiene algo de sorprendente que nuestra ciencia sea tan corta como nuestra experiencia? Las abejas viven desde hace millares de años y las observamos desde hace diez o doce lustros. Aun cuando estuviese probado que nada ha cambiado en la colmena desde que la abrimos, ¿tendríamos derecho a deducir que nada se había modificado en ella antes de que la hubiésemos interrogado? ¿No sabemos que en la evolución de una especie un siglo se pierde como una gota de lluvia en los torbellinos de un río y que sobre la vida de la materia universal los milenios pasan tan pronto como los años sobre la historia de un pueblo?
III
Pero no se ha probado que nada haya cambiado en las costumbres de la abeja. Examinándolas sin prevención, y sin salir del pequeño campo iluminado por nuestra experiencia actual, se encontrarán, por el contrario, variaciones muy apreciables. ¿Y quién dirá las que se nos escapan? Un observador que tuviese unas ciento cincuenta veces nuestra altura y unas setecientas mil veces nuestro peso (éstas son las relaciones de nuestra talla y de nuestro peso con los de la humilde abeja), que no entendiese nuestro lenguaje y estuviese dotado de sentidos completamente diferentes de los nuestros, se daría cuenta de que se han operado curiosas transformaciones materiales durante los últimos tercios de este siglo, pero ¿cómo podría formarse la idea de nuestra evolución moral, social, religiosa, política y económica?
Luego la más verosímil de las hipótesis científicas nos permitirá incluir nuestra abeja doméstica en la gran tribu de los Apiens, en que se encuentran probablemente sus antepasados y que comprende todas las abejas silvestres[14]. Asistiremos entonces a transformaciones fisiológicas, sociales, económicas, industriales y arquitectónicas más extraordinarias que las de nuestra evolución humana. Por el momento, nos ceñiremos a nuestra abeja doméstica propiamente dicha. Se cuentan unas dieciséis especies suficientemente distintas; pero, en el fondo, ya se trate de la Apis dorsata, la mayor, o de la Apis flórea, la más pequeña que se conoce, es exactamente el mismo insecto más o menos modificado por el clima y las circunstancias a que ha tenido que adaptarse. Todas esas especies no difieren entre sí mucho más de lo que difiere un inglés de un español o un japonés de un europeo. Limitando así nuestras primeras observaciones, no consignaremos aquí sino lo que ven nuestros propios ojos, y en este momento mismo, sin la ayuda de ninguna hipótesis, por verosímil e imperiosa que sea. No pasaremos revista a todos los hechos que podríamos invocar. Bastarán, rápidamente enumerados, algunos de los más significativos.
IV
Desde luego, el mejoramiento más importante y más radical, que correspondería en el hombre a inmensos trabajos: la protección exterior de la comunidad.
Las abejas no habitan como nosotros en poblaciones a descubierto y entregadas a los caprichos del viento y de la lluvia, sino en ciudades enteramente cubiertas de un envoltorio protector. Pues bien: en la Naturaleza, y bajo un clima ideal, no sucede lo mismo. Si no escuchasen más que el fondo de su instinto construirían sus panales al aire libre. En las Indias, la Apis dorsata no busca ávidamente los árboles huecos o las cavidades de las rocas. El enjambre se suspende a una rama y el panal se alarga, la reina pone huevos, las provisiones se acumulan, sin más abrigo que los cuerpos mismos de las obreras. A nuestra abeja septentrional se la ha visto a veces, engañada por un estío demasiado templado, volver a este instinto, y se han encontrado enjambres que vivían así al aire libre en medio de una breña[15].
Pero hasta en las Indias esa costumbre que parece innata tiene deplorables consecuencias. Inmoviliza tal número de obreras, únicamente ocupadas en mantener el calor necesario en torno de las que producen la cera y cuidan de la cría, que la Apis dorsata, suspendida de las ramas, no construye más que un panal. En cambio, el menor abrigo le permite edificar cuatro o cinco y más, y en igual proporción refuerza la población y la prosperidad de la colonia. Por eso, todas las razas de abejas de las regiones frías y templadas han abandonado casi completamente ese método primitivo. Es evidente que la selección natural ha sancionado la iniciativa inteligente del insecto, no dejando sobrevivir a nuestro invierno sino a las tribus más numerosas y mejor protegidas. Lo que no había sido más que una idea contraria al instinto ha venido a convertirse poco a poco en una costumbre instintiva. Pero no es menos cierto que el renunciar así a la vasta luz natural y adorada para establecerse en los oscuros huecos de un tronco o de una caverna fue al principio una idea audaz y probablemente llena de observaciones, experiencias y razonamientos. Casi podría decirse que fue tan importante para los destinos de la abeja doméstica como la invención del fuego para los del género humano.
V
Después de un gran progreso, que, a pesar de ser antiguo y hereditario, sigue siendo actual, encontramos una multitud de detalles infinitamente variables que nos prueban que la industria y hasta la política de la colmena no están determinadas en fórmulas infrangibles. Acabamos de hablar de la sustitución inteligente del polen por la harina y del propóleos por un cemento artificial. Hemos visto con qué habilidad saben las abejas apropiar a sus necesidades las moradas a veces desconcertadoras en que se las introduce. Hemos visto también con qué ingenio inmediato y sorprendente sacaron partido de los panales de cera con alvéolos embrionarios que les fueron ofrecidos. En este caso, la utilización ingeniosa de un fenómeno milagrosamente feliz, pero incompleto, es del todo extraordinaria. Para comprender al hombre les bastó media palabra. Figuraos que, desde hace siglos, edificamos nuestras ciudades, no con piedras, cal y ladrillos, sino con una sustancia maleable, penosamente segregada por órganos especiales de nuestro cuerpo. De pronto, un ser omnipotente nos coloca en el seno de una ciudad fabulosa. Nos damos cuenta de que está hecha con una sustancia semejante a la que segregamos; pero, por lo que toca a todo lo demás, es un sueño, cuya lógica misma, una lógica deformada y como reducida y concentrada, es más desconcertante de lo que sería la incoherencia. Nuestro plan ordinario allí se encuentra, todo está allí conforme a lo que esperábamos; pero sólo en potencia y, por decirlo así, aplastado por una fuerza prenatural que lo detuvo en el esbozo e impidió su desarrollo. Las casas que deben contar cuatro o cinco metros de altura forman pequeñas prominencias que podemos cubrir con las dos manos. Millares de muros se hallan marcados por un trozo que encierra a la vez su contorno y la materia con que serán construidos. Por otra parte, hay irregularidades que será preciso rectificar, abismos que llenar y armonizar con el conjunto, vastas superficies vacilantes que afianzar. Porque la obra es inesperada, pero peligrosa. Ha sido concebida por una inteligencia soberana que adivina la mayor parte de nuestros deseos; pero que, embarazada por su misma enormidad, no ha podido realizarlos sino muy groseramente. Trátase, pues, de desentrañar todo eso, de sacar provecho de las menores intenciones del sobrenatural donador, de edificar en pocos días lo que ordinariamente requiere años, de renunciar a costumbres orgánicas, de trastornar del todo los métodos de trabajo[16]. Es seguro que el hombre necesitaría toda su atención para resolver los problemas que surgiesen y no perder nada de la ayuda así ofrecida por una providencia magnífica. Sin embargo, es, con poca diferencia, lo que hacen las abejas en nuestras colmenas modernas.
VI
He dicho que la política misma de las abejas no es probablemente inmóvil. Es el punto más oscuro y más difícil de averiguar. No me detendré en la manera variable con que tratan a sus reinas, en las leyes de la enjambrazón propias de cada colmena y que parecen transmitirse de generación en generación, etcétera. Pero al lado de esos hechos que no están bastante determinados hay otros, constantes y precisos, que demuestran que todas las razas de la abeja doméstica no han llegado al mismo grado de civilización política, que las hay en que el espíritu público aún tantea y busca quizás otra solución al problema real. La abeja siria, por ejemplo, cría de ordinario ciento veinte reinas y con frecuencia mayor número. Mientras que nuestra Apis melífica cría, a lo sumo, diez o doce. Cheshire nos habla de una colmena siria, nada anormal, en que se descubrieron veintiuna reinas muertas y noventa vivas y libres. He aquí el punto de partida o de llegada de una evolución social bastante extraña y que sería interesante estudiar a fondo. Añadamos que, respecto a la cría de las reinas, la abeja chipriota se acerca mucho a la siria. ¿Es un retorno, todavía incierto, a la oligarquía después de la experiencia monárquica, a la maternidad múltiple después de la única? Lo cierto es que la abeja siria y chipriota, parientes muy próximas de la egipcia y de la italiana, son probablemente las primeras que el hombre ha domesticado. En fin, otra observación nos hace ver más claramente todavía que las costumbres, la organización previsora de la colmena, no son el resultado de un impulso primitivo, mecánicamente seguido a través de las edades y de los climas diversos, sino que el espíritu que dirige la pequeña república sabe distinguir las circunstancias nuevas, amoldarse y sacar partido de ellas, como había aprendido a precaverse de los peligros de las antiguas. Transportada a Australia o a California, nuestra abeja negra cambia completamente sus costumbres. Desde el segundo o tercer año, después de observar que el estío es perpetuo, que las flores nunca faltan, vive al día, se contenta con recoger la miel y el polen necesarios para el consumo diario, y como su observación reciente y razonada puede más que su experiencia hereditaria, deja de hacer provisiones para el invierno[17]. Y no se consigue mantener su actividad sino quitándole el fruto de su trabajo a medida que lo acumula.
VII
He aquí lo que podemos ver con los ojos. Se convendrá en que hay algunos hechos tópicos y propios para hacer vacilar la opinión de los que se persuaden de que toda inteligencia es inmóvil y todo porvenir inmutable, fuera de la inteligencia y del porvenir del hombre.
Pero si aceptamos un instante la hipótesis del transformismo, el espectáculo se extiende y su claridad dudosa y grandiosa alcanza pronto nuestros propios destinos. No es evidente, pero a quien lo observa con atención, le es difícil no reconocer que hay en la Naturaleza una voluntad que tiende a elevar una porción de materia a un estado más útil y quizá mejor, a penetrar poco a poco su superficie con un fluido lleno de misterio que llamamos desde luego la vida, después el instinto y poco a poco la inteligencia; a asegurar, a organizar, a facilitar la existencia de todo lo que se anima con un fin desconocido. No es seguro, pero muchos ejemplos que vemos en torno nuestro nos invitan a suponer que, si se pudiese evaluar la cantidad de una materia que desde el origen se ha elevado así, se encontraría que no ha cesado de acrecer. Repito que la observación es frágil, pero es la única que hemos podido hacer sobre la fuerza oculta que nos conduce, y es mucho, en un mundo en que nuestro primer deber es la confianza en la vida, aun cuando no se descubriese en ella ninguna claridad estimulante y mientras no haya certeza contraria.
Sé todo lo que puede decirse contra la teoría del transformismo. Tiene pruebas numerosas y argumentos poderosísimos, pero que, en rigor, no convencen. No hay que entregarse jamás sin recelo a las verdades de la época en que se vive. Quizá dentro de cien años muchos capítulos de nuestros libros, que están impregnados de la época actual, parecerán haber envejecido a causa de todo esto, como hoy lo resultan las obras de los filósofos del siglo pasado, llenas de un hombre demasiado perfecto y que no existe, y tantas páginas del siglo XVII rebajadas por la idea del Dios áspero y mezquino de una tradición deformada por muchas vanidades y mentiras.
Sin embargo, cuando no se puede saber la verdad de una cosa conviene aceptar la hipótesis que, en el momento en que la casualidad nos hace nacer, se impone más imperiosamente a la razón. Se puede apostar que es falsa, pero, mientras se la cree verdadera, es útil, porque reanima los ánimos e imprime a las investigaciones una dirección nueva.
A primera vista, para reemplazar esas suposiciones ingeniosas, parecería más razonable decir simplemente la verdad profunda: que es que no se sabe. Pero esta verdad no sería saludable si no en el caso de estar probado que no se sabrá jamás. Mientras tanto, nos mantendría en una inmovilidad más funesta que las más lastimosas ilusiones. Somos de tal naturaleza que nada nos lleva tan lejos ni tan alto como los impulsos de nuestros errores. En el fondo, lo poco que hemos aprendido lo debemos a hipótesis siempre aventuradas, a menudo absurdas, y en su mayoría menos circunspectas que la de hoy. Eran quizás insensatas, pero sin duda han mantenido el ardor de la investigación.
Que el que vela por el hogar en la hostelería humana sea ciego o muy anciano, ¿qué importa, en resumidas cuentas, al viajero que tiene frío y viene a sentarse a su lado? Si el fuego no se apagó bajo su vigilancia, a pesar de ser ciego y anciano, ha hecho lo que hubiera podido hacer el mejor.
Transmitamos ese ardor, no intacto, sino aumentado, y nada puede aumentarlo tanto como esa hipótesis del transformismo que nos obliga a interrogar con un método más severo y una pasión más constante todo lo que existe sobre la Tierra, en sus entrañas, en las profundidades del mar y en la extensión de los cielos.
¿Qué se le opone y qué tenemos para poner en su puesto si la rechazamos? La gran confesión de la ignorancia sabia que se conoce, pero que de ordinario es inactiva y desalienta a la curiosidad, más necesaria al hombre que la sabiduría misma, o bien la hipótesis de la fijeza de las especies y de la creación, la cual aleja para siempre las partes vivas del problema y se desembaraza de lo inexplicable absteniéndose de interrogarlo.
VIII
Esta mañana de abril, en medio del jardín que renace bajo su divino rocío verde, delante de los arriates de rosas y temblorosas primuláceas rodeadas de tlaspis silvestres blancas, llamado también aliso o canastilla de plata, he vuelto a ver las abejas silvestres, abuelas de la que se ha sometido a nuestros deseos, y he recordado las lecciones del viejo aficionado a las colmenas de Zelandia. Más de una vez me hizo pasear por sus parterres multicolores, dibujados y conservados como en tiempo de Cats, el buen poeta holandés, prosaico e inagotable. Formaban rosáceas, estrellas, guirnaldas, arambeles y girándulas al pie de un espino blanco o de un árbol frutal podado en forma de bola, pirámide o rueda, y el boj, vigilante como un perro mastín, corría a lo largo de los bordes para impedir que las flores invadiesen los paseos. Allí aprendí los nombres y las costumbres de las independientes colectoras que no miramos nunca, porque las tomamos por insectos vulgares, por avispas malignas o por coleópteros estúpidos. Y, sin embargo, cada una de ellas lleva bajo el doble par de alas que la caracteriza en el país de los insectos un plan de vida, los útiles y la idea de un destino diferente y a menudo maravilloso.
He aquí, desde luego, los parientes más próximos de nuestras abejas domésticas, los abejorros hirsutos y recogidos, a veces minúsculos, casi siempre enormes y cubiertos, como los hombres primitivos, de un uniforme sayo guarnecido de aros de cobre o de cinabrio. Todavía son semibárbaros, violentan los cálices, los rompen si resisten y penetran bajo los satinados velos de las corolas como el oso de las cavernas entraría bajo la tienda, toda de seda y perlas, de una princesa bizantina.
Al lado, más grande que el mayor de ellos, pasa un monstruo vestido de tinieblas. Arde en un fuego oscuro, verde y violáceo: es la xilócopa roedora de madera, la gigante del mundo melifico. Tras ella, por orden de tamaño, vienen las fúnebres calicodomas o abejas albañiles, que visten de paño negro y construyen, con arcilla y grava, moradas tan duras como la piedra. Luego vuelan mezcladas las dasípodas y las halictas, que se parecen a las avispas; las andrenas, con frecuencia en lucha con un parásito fantástico; el estilope, que transforma completamente el aspecto de la víctima que ha escogido; los panurgos, casi enanos, y siempre cargados de polen, y las osmias multiformes, que tienen cien industrias particulares. Una de ellas, la Osmia papáveris, no se contenta con pedir a las flores el pan y el vino necesarios; corta de las corolas de la adormidera y de la amapola grandes retazos de púrpura, para tapizar regiamente el palacio de sus hijas. Otra abeja, la más pequeña de todas, un grano de polvo que se cierne sobre cuatro alas eléctricas, la Megachila centuncularia, recorta en las hojas de rosal semicírculos perfectos que parecen cortados con un instrumento ad hoc; los dobla, los ajusta y forma con ellos un estuche compuesto de una serie de pequeños dedales admirablemente regulares y cada uno de los cuales es la celdilla de una larva. Pero un libro entero apenas bastaría para enumerar las costumbres y los talentos diversos de la muchedumbre sedienta de miel que se agita en todos sentidos sobre las flores ávidas y pasivas, prometidas esposas encadenadas que esperan el mensaje de amor que distraídos huéspedes les traen.
IX
Se conocen unas cuatro mil quinientas especies de abejas silvestres. Inútil es decir que no les pasaremos revista. Quizás algún día un estudio profundo, observación y experiencias que no se han hecho hasta ahora y que requerirían más de una vida de hombre, arrojarán una luz decisiva sobre la historia de la evolución de la abeja. Esta historia, que yo sepa, no ha sido aún metódicamente emprendida por nadie. Es de desear que lo sea, pues tocaría más de un problema tan grande como los de muchas historias humanas. Nosotros, sin afirmar nada más, puesto que entramos en la velada región de las suposiciones, nos contentaremos con seguir su marcha hacia una existencia más inteligente, hacia un poco de bienestar y de seguridad, a una tribu de himenópteros y marcaremos con un simple rasgo los puntos salientes de esa ascensión multimilenaria. La tribu en cuestión es la de Apiens[18], cuyos rasgos esenciales son tan fijos y distintos que es lícito creer que todos sus miembros descienden de un antepasado único.
Los discípulos de Darwin, Hermann Müller entre otros, consideran a una pequeña abeja silvestre diseminada por todo el Universo, y llamada Prosopis, como la representante actual de la abeja primitiva, madre de todas las abejas que hoy conocemos.
La infortunada Prosopis es, con poca diferencia, a las habitantes de nuestras colmenas, lo que sería el hombre de las cavernas a los felices de nuestras grandes ciudades. Quizá, sin hacer caso, y sin sospechar que teníais delante a la venerable abuela a quien debemos probablemente la mayor parte de nuestras flores y de nuestros frutos (estímase, en efecto, que más de cien mil especies de plantas desaparecerían si las abejas no las visitasen, y ¿quién sabe si hasta desaparecería nuestra civilización?, pues todo se encadena en esos misterios), quizá la habéis visto más de una vez en un rincón abandonado de vuestro jardín agitándose en torno de las malezas.
Es bonita y vivaracha, la más abundante en Francia; tiene elegantes manchas blancas sobre fondo negro. Pero esta elegancia oculta una miseria increíble. Lleva una vida famélica. Va casi desnuda mientras todas sus hermanas se hallan revestidas de vello caliente y suntuoso. No posee ningún instrumento de trabajo. No tiene cestillas para recoger el polen, como la Apides, o, a falta de cestilla, el hopo coxal de las Andrenas, o el mechón ventral de las Gastrilégidas, es necesario que recoja penosamente por medio de sus pequeñas garras el polvo de los cálices y que se lo trague para llevarlo a su cubil. No tiene más útiles que su lengua, su boca y sus patas, pero su lengua es demasiado corta, sus patas son débiles y sus mandíbulas sin fuerza. No pudiendo producir la cera, ni ahuecar la madera, ni ahondar el suelo, practica malas galerías en la blanda médula de los zarzales secos, instala en ella algunas celdillas groseramente formadas, las provee de un poco de comida destinada a unos hijos que no verá nunca, y, realizada su tarea para un fin que no conoce y que nosotros no conocemos tampoco, se va a morir en un rincón, sola en el mundo, como ha vivido.
X
Haremos caso omiso de muchas especies intermedias en que podríamos ver poco a poco cómo la lengua se alarga para chupar el néctar en el hueco de mayor número de corolas; cómo los aparatos colectores de polen: pelos, hopos, mechones tibiales, tarsianos y ventrales, salen y se desarrollan; cómo las patas y las mandíbulas se fortifican; cómo se forman secreciones útiles, y cómo el genio que preside a la construcción de las moradas busca y encuentra en todos sentidos mejoras sorprendentes. Semejante estudio exigiría un libro. Sólo quiero bosquejar un capítulo, menos que un capítulo, una página, que nos muestre, a través de las tentativas vacilantes de la voluntad de vivir y de ser más feliz, el nacimiento, el desarrollo y la consolidación de la inteligencia social.
Hemos visto revolotear a la infeliz Prosopis, que lleva en silencio en este vasto Universo lleno de fuerzas terribles su pequeño destino solitario. Cierto número de sus hermanas, pertenecientes a razas ya mejor provistas y más hábiles, por ejemplo, las coletas, bien vestidas o la maravillosa cortadora de hojas de rosal, la Megachila centuncularia, viven en un aislamiento tan profundo, y si por casualidad encuentran quien las siga y vaya a compartir su morada, es un enemigo o con más frecuencia un parásito. Porque el mundo de las abejas está poblado de fantasmas más extraños que los nuestros, y muchas especies tienen una suerte de duplicado misterioso e inactivo, exactamente igual a la víctima que elige, salvo que su pereza inmemorial le ha hecho perder, uno tras otro, todos sus instrumentos de trabajo y no puede ya subsistir sino a expensas del tipo laborioso de su raza[19].
Sin embargo, entre las abejas a las cuales se ha dado el nombre demasiado categórico de Apidas solitarias, como una llama cubierta de la aglomeración de materia que ahoga toda una vida primitiva, existe ya el instinto social. Acá y acullá, en direcciones inesperadas, por resplandores tímidos y a veces extraños, como para darse a conocer, logra atravesar la pira que la oprime y que un día alimentará su triunfo.
Si todo es materia en este mundo, se sorprende aquí el movimiento más inmaterial de la materia. Trátase de pasar de la vida egoísta, precaria e incompleta, a la vida fraternal, un poco más segura y un poco más feliz. Trátase de unir idealmente por el espíritu lo que está realmente separado por el cuerpo, de obtener que el individuo se sacrifique por la especie y de sustituir por lo que no se ve las cosas que se ven.
¿Tiene algo de extraño que las abejas no realicen de buenas a primeras lo que nosotros, que nos encontramos en el punto privilegiado en que el instinto irradia de todas partes en la conciencia, no hemos resuelto aún? De modo que es curioso, casi conmovedor, el ver cómo la idea nueva tantea desde luego en las tinieblas que envuelven todo lo que nace sobre la tierra. Sale de la materia; aún es enteramente material. No es más que frío, hambre, miedo, transformados en una cosa que aún no tiene figura. Se arrastra confusamente en torno de las largas noches, de la proximidad del invierno, de un sueño equívoco que es casi la muerte.
XI
Hemos visto que las xilócopes son unas abejas fuertes que trabajan su nido en la madera seca. Siempre viven solitarias. Sin embargo, a fines del estío se encuentran algunos individuos de una especie particular (Xilócopa cyanescens), frioleramente agrupados en un tronco de gamón, para pasar el invierno en común. Esta fraternidad tardía es excepcional entre las xilócopes; pero, entre sus parientes próximos, las ceratinas, la costumbre es ya invariable. Es la idea que nace. Se detiene en seguida, y hasta ahora, entre las xilocópidas, no ha podido pasar de esa línea oscura del amor.
En otras apiens la idea que se busca adquiere otras formas. Las calicodomas de los tinglados, que son abejas albañiles; las dasípodas y las halictas, que practican madrigueras, se reúnen en colonias numerosas para construir sus nidos. Pero es una muchedumbre ilusoria formada de solitarias, sin ninguna inteligencia ni acción común. Cada insecto, profundamente aislado en la multitud, construye su morada para sí, sin ocuparse del vecino. «Es —dice J. Pérez— un simple concurso de individuos que los mismos gustos y las mismas aptitudes reúnen en el mismo sitio, en que la máxima de cada cual para sí se practica con todo rigor; en fin, una aglomeración de trabajadoras que recuerda el enjambre de una colmena únicamente por el número y el ardor. Tales reuniones son, pues, la simple consecuencia del gran número de individuos que habitan la misma localidad».
Pero en las panurgas, primas de las dasípodas, surge de pronto un rayo de luz e ilumina el nacimiento de un sentimiento nuevo en la aglomeración fortuita. Se reúnen como las precedentes y cada una cava por su cuenta su cámara subterránea; pero en la entrada, el corredor que desde la superficie del suelo conduce a los cubiles separados, es común. «De modo que —dice J. Pérez— por lo que toca al trabajo de las celdillas, cada una obra como si fuese sola; pero éstas utilizan la galería de acceso; todas, en eso, aprovechan del trabajo de una sola y se ahorran así el tiempo y el trabajo de establecer cada una, una galería particular. Sería interesante averiguar si ese trabajo preliminar se ejecuta en común y si varias hembras se relevan para tomar parte en él por turno».
Sea como fuere, la idea fraternal viene de atravesar el mundo que separaba dos mundos. Ya no es el invierno, ya no es el hambre o el horror de la muerte quien la arranca al instinto, loca y desfigurada: es la vida activa la que la sugiere. Pero aquí también se detiene bruscamente, no se extiende más en esa dirección. Sin embargo, no se desalienta, sino que intenta otros caminos, y penetra entre los abejorros, madura y toma cuerpo en una atmósfera diferente y opera los primeros milagros decisivos.
XII
Los abejorros, esas gruesas abejas velludas, sonoras, espantosas, pero pacíficas y que todos conocemos, son al principio solitarios. A primeros de marzo la hembra fecunda que ha sobrevivido al invierno empieza la construcción de su nido, ya bajo tierra ya en un zarzal, según la especie a que pertenece. Se encuentra sola en el mundo en la primavera que empieza. Desembaraza, ahueca y tapiza el lugar escogido. Construye luego informes celdillas de cera, las provee de miel y de polen, pone y empolla sus huevos, cuida y alimenta las larvas que nacen y no tarda en verse rodeada de una porción de hijitas que la asisten en todos sus trabajos interiores y exteriores y algunas de las cuales empiezan a poner huevos a su vez.
El bienestar aumenta, la construcción de las celdas mejora, la colonia crece. La fundadora sigue siendo el alma de ella y la madre principal, y se encuentra a la cabeza de un reino que es como el bosquejo del de nuestra abeja melífica. Bosquejo bastante grosero, a decir verdad, pues en él la prosperidad es siempre limitada y las leyes mal definidas y mal conservadas; el canibalismo y el infanticidio primitivos reaparecen a intervalos, la arquitectura es informe y dispendiosa; pero lo que diferencia sobre todo a las dos ciudades es que una es permanente y la otra efímera. En efecto, la de los abejorros perecerá enteramente en otoño; sus tres o cuatrocientas habitantes morirán sin dejar huella de su paso; todo ese esfuerzo será dispersado y no sobrevivirá más que una sola hembra, la cual, en la primavera próxima, repetirá, en la misma soledad y en la misma miseria que su madre, el mismo trabajo inútil. Sin embargo, resulta que esta vez la idea ha adquirido conciencia de su fuerza. No la vemos pasar esos límites entre los abejorros, pero al instante, fiel a su costumbre, por una especie de metempsícosis infatigable, va a encarnarse, vibrante aún de su último triunfo, omnipotente y casi perfecta, en otro grupo, el penúltimo de la raza, el que precede inmediatamente a nuestra abeja doméstica, que la corona, es decir, el grupo de las meliponitas, que comprende las meliponas y los trigones tropicales.
XIII
Aquí está todo organizado como nuestras colmenas. Hay una madre, probablemente única[20], obreras estériles y machos. Hasta hay ciertos detalles mejor organizados. Los machos, por ejemplo, no están completamente ociosos, pues segregan cera. La entrada de la ciudad es más cuidadosamente defendida: durante las noches frías, la cierra una puerta; en las noches cálidas, la protege una especie de cortina que deja pasar el aire.
Pero la república es menos fuerte, la vida general menos segura, la prosperidad más limitada que entre nuestras abejas, y, donde éstas son introducidas, las meliponitas tienden a desaparecer ante ellas. La idea fraternal está igual y magníficamente desarrollada en las dos razas, excepto sobre un punto en que, en una de ellas, apenas ha pasado de lo que ya había realizado en la estrecha familia de los abejorros. Este punto es la organización mecánica del trabajo en común, la economía precisa del esfuerzo; en una palabra: la arquitectura de la ciudad que es manifiestamente inferior. Bastará recordar lo que de ello he dicho en el libro III, capítulo XVIII de este volumen, añadiendo que, en las colmenas de nuestras apitas, todas las celdas son indiferentemente propias para la cría de la huevada y para el almacenaje de las provisiones y duran tanto como la ciudad misma, mientras que entre las meliponitas no pueden servir más que para un objeto y las que forman la cuna de las jóvenes ninfas son destruidas después del nacimiento de éstas.
Por consiguiente, es entre nuestras abejas domésticas donde la idea ha tomado su forma más perfecta, y he aquí un cuadro rápido e incompleto de los movimientos de esa idea. Esos movimientos, ¿son para siempre fijos en cada especie y la línea que los une no existe más que en nuestra imaginación? No establezcamos todavía sistema alguno en esa región mal explorada. No procedamos más que a conclusiones provisionales, y, si queremos, inclinémonos más bien hacia las más llenas de esperanza, porque, si fuera absolutamente necesario elegir, algunos resplandores nos indican ya que las más deseadas serán las más seguras. Por lo demás, reconozcamos también que nuestra ignorancia es profunda. Aprendamos a abrir los ojos. Mil experiencias que pudieran hacerse no se han intentado. Por ejemplo, las prosopis, prisioneras y obligadas a cohabitar con sus semejantes, ¿podrían traspasar a la larga el umbral de hierro de la soledad absoluta, complacerse en reunirse como las dasípodas y hacer un esfuerzo fraternal parecido al de los panurgos? Los panurgos, a su vez, en circunstancias impuestas y anormales, ¿pasarían de la galería común a la cámara común? Las madres de los abejorros, si invernaran juntas, criadas y alimentadas en cautividad, ¿llegarían a entenderse y a dividir el trabajo? Y a las meliponitas, ¿se les ha dado panales de cera alveolada? ¿Se les ha ofrecido ánforas artificiales para remplazar sus curiosas ánforas para miel? ¿Las aceptarían? ¿Sacarían partido de ellas? ¿Y cómo adaptarían sus costumbres a esa arquitectura insólita? Preguntas que se dirigen a seres muy pequeños, y, sin embargo, encierran la gran palabra de nuestros más grandes secretos. No podemos contestar a ellas porque nuestra experiencia data de ayer. Contando desde Réaumur, hace siglo y medio que se observan las costumbres de ciertas abejas silvestres. Réaumur no conocía más que algunas; nosotros hemos estudiado algunas otras; pero las hay a centenares, a millares quizá, que hasta hoy no han sido interrogadas más que por viajeros ignorantes o apresurados. Las que conocemos desde los hermosos trabajos del autor de las Memorias no han cambiado nada de sus costumbres, y los abejorros que, hacia 1730, se empolvaban de oro, vibraban como el deleitable murmullo del sol y se hartaban de miel en los jardines de Charenton, eran iguales a los que, llegado abril, zumbarán mañana a pocos pasos de allí en el bosque de Vincennes. Pero desde Réaumur hasta nuestros días es un abrir y cerrar de ojos del tiempo que examinamos, y varias vidas de hombre, una a continuación de otra, no forman más que un segundo en la historia de un pensamiento de la Naturaleza.
XIV
Si la idea que hemos seguido con la vista ha tomado su forma suprema entre nuestras abejas domésticas, no por eso puede decirse que todo sea irreprochable en la colmena. Una obra maestra, la celdilla hexágona, alcanza en ella, desde todos los puntos de vista, la perfección absoluta, y a todos los genios reunidos les sería imposible mejorar nada. Ningún ser vivo, ni siquiera el hombre, ha realizado en el centro de su esfera lo que la abeja en la suya, y, si una inteligencia ajena a nuestro Globo viniese a pedir a la tierra el objeto más perfecto de la lógica de la vida, habría que presentarle el humilde panal de miel.
Pero no todo es igual a esa obra maestra. Ya notamos algunas faltas y algunos errores, a veces evidentes, a veces misteriosos: la superabundancia y la ociosidad ruinosas de los machos, la partenogénesis, los peligros del vuelo nupcial, la enjambrazón excesiva, la falta de piedad, el sacrificio casi monstruoso del individuo a la sociedad. Añadamos a eso una extraña propensión a almacenar enormes masas de polen, las cuales, inutilizadas, no tardan en ponerse rancias y duras y estorbar; el largo interregno estéril que va de la primera enjambrazón a la fecundación de la segunda reina, etcétera, etcétera.
De esas faltas, la más grave, la única que bajo nuestros climas es casi siempre fatal, es la enjambrazón repetida. Pero no olvidemos que en eso la selección natural de la abeja doméstica es, desde hace millares de años, contrariada por el hombre. Del egipcio de en tiempo de los faraones a nuestros campesinos de hoy el apicultor ha obrado siempre contra los deseos y las ventajas de la especie. Las colmenas más prósperas son las que no echan más que un enjambre a principios del estío. Así cumplen su deseo maternal, aseguran la conservación de la cepa, la renovación necesaria de las reinas y el porvenir del enjambre, el cual, siendo numeroso y precoz, tiene tiempo de edificar moradas sólidas y bien provistas antes de la llegada del otoño. Es indudable que, entregadas esas colmenas a sí mismas y siendo sus vástagos los únicos que sobreviven a las inclemencias del invierno que casi regularmente hubiesen aniquilado a las colonias animadas de instintos diferentes, la regla de la enjambrazón restringida se hubiese fijado poco a poco en nuestras razas septentrionales. Pero son precisamente esas colmenas prudentes, opulentas y aclimatadas las que el hombre ha destruido siempre para apoderarse de su tesoro. No dejaba y no deja todavía, en la práctica rutinaria, sobrevivir más que las colonias, troncos agotados, enjambres secundarios o terciarios, que tienen apenas con qué pasar el invierno y a las cuales da algunos desperdicios de miel para completar sus miserables provisiones. De ello ha resultado que la especie probablemente se ha debilitado, que la tendencia a la enjambrazón excesiva se ha desarrollado hereditariamente y que hoy casi todas nuestras abejas, sobre todo las negras, enjambran demasiado.
De algunos años a esta parte los métodos nuevos de la apicultura «movilista» han venido a combatir esa costumbre peligrosa, y al ver con qué rapidez la selección artificial obra sobre la mayor parte de nuestros animales domésticos, sobre los bueyes, los perros, los carneros, los caballos, las palomas, por no citarlos a todos, se puede creer que antes de poco tendremos una raza de abejas que renunciará casi enteramente a la enjambrazón natural y aplicará toda su actividad a la recolección de la miel y del polen.
XV
Pero las demás faltas, una inteligencia que adquiriese más claramente conciencia del fin de la vida común, ¿no podría evitarlas? Habría mucho que decir sobre esas faltas, que ora emanan de lo desconocido de la colmena, ora no son más que la consecuencia de la enjambrazón y de sus errores, en que nosotros hemos tomado parte. Pero después de lo visto hasta aquí cada cual puede a su antojo conceder o negar toda inteligencia a las abejas. No quiero defenderlas.
Me parece que en muchas circunstancias dan muestras de entendimiento; pero, aunque hiciesen ciegamente todo lo que hacen, no disminuiría mi curiosidad.
Es interesante ver que un cerebro encuentre en sí recursos extraordinarios para luchar contra el frío, el hambre, la muerte, el tiempo, el espacio, la soledad, todos los enemigos de la materia que se anima; pero que un ser llegue a conservar su pequeña vida complicada y profunda sin exceder el instinto, sin hacer nada que no sea muy ordinario, es muy interesante y muy extraordinario también.
Lo ordinario y lo maravilloso se confunden, se valen y se realzan cuando se les señala su verdadero puesto en el seno de la Naturaleza. Ya no son ellos los que llevan nombres usurpados; antes bien, son lo incomprendido y lo inexplicado los que deben fijar nuestras miradas, alegrar nuestra actividad y dar una fuerza completamente nueva y más justa a nuestros pensamientos, a nuestros sentimientos y a nuestras palabras.
Es prudente no empeñarse en otra cosa.
XVI
Además, no estamos autorizados para juzgar, en nombre de nuestra inteligencia, las faltas de las abejas. ¿No vemos entre nosotros la conciencia y la inteligencia vivir largo tiempo en medio de los errores y de las faltas sin notarlos y más tiempo aún sin remediarlos? Si existe un ser a quien su destino llama especialmente, casi orgánicamente, a tomar conciencia, a vivir y a organizar la vida común según la razón pura, ese ser es el hombre. Sin embargo, ved lo que hace y comparad las faltas de la colmena con las de nuestra sociedad. Si fuéramos abejas que observasen a los hombres, nuestro asombro sería grande al examinar, por ejemplo, la ilógica e injusta organización de trabajo en una tribu de seres que, por otra parte, nos parecerían dotados de una razón eminente. Veríamos la superficie de la tierra, única fuente de toda la vida común, penosa e insuficientemente cultivada por dos o tres décimas partes de la población total; otra décima parte, absolutamente ociosa, absorbiendo lo mejor de los productos de aquel primer trabajo; las siete últimas partes, condenadas a una semihambre perpetua, extenuándose sin cesar en esfuerzos extraños y estériles de que nunca se aprovechan y que no parecen servir sino para hacer más complicada y más inexplicable la existencia de los ociosos. De ello inferiríamos que la razón y el sentido moral de esos seres pertenecen a un mundo muy diferente del nuestro y que obedecen a principios que no debemos esperar comprender. Pero no prosigamos en esta revista de nuestras faltas. De todas maneras se hallan siempre presentes en nuestro espíritu, lo cual no sirve de gran cosa. Apenas de siglo en siglo una de ellas se levanta, sacude un instante su sueño, da un grito de estupor, estira el brazo dolorido que sostenía su cabeza, cambia de posición, vuelve a echarse y a dormirse, hasta que un nuevo dolor, producido por las profundas fatigas del reposo, la despierta.
XVII
Admitida la evolución de las Apiens, o al menos de las Apitas, puesto que es más verosímil que su fijeza, ¿cuál es la dirección constante y general de esa evolución? Parece seguir la misma curva que la nuestra. Tiende visiblemente a aminorar el esfuerzo, la inseguridad y la miseria, y a aumentar el bienestar, las probabilidades favorables y la autoridad de la especie. A este fin, no vacila en sacrificar el individuo, compensando con la fuerza y la felicidad comunes la independencia de la soledad, ilusoria y desgraciada. Diríase que la Naturaleza estima, como Pericles en Tucídides, que los individuos, aun cuando en él sufren, son más felices en el seno de una ciudad cuyo conjunto prospera que si el individuo prospera y el Estado decae. Protege al esclavo laborioso en la ciudad poderosa y abandona a los enemigos, sin forma y sin nombre, que habitan todos los minutos del tiempo, todos los movimientos del Universo, todas las sinuosidades del espacio, al transeúnte sin deberes en la asociación precaria. No es el momento de discutir ese pensamiento de la Naturaleza ni de preguntarse si conviene que el hombre lo siga; pero lo cierto es que, en cualquier parte donde la masa infinita nos permite ver la apariencia de una idea, la apariencia toma ese camino cuyo término no se conoce. Por lo que nos concierne, bastará observar el cuidado con que la Naturaleza procura conservar y fijar en la raza que evoluciona todo lo conquistado sobre la inercia hostil de la materia. Marca un punto a cada esfuerzo feliz y pone a través del retroceso, que sería inevitable después del esfuerzo, no sé qué leyes especiales y benévolas. Ese progreso, que sería difícil negar en las especies más inteligentes, quizá no tiene más fin que su propio movimiento e ignora adonde va. De todas maneras, en un mundo en que nada, a no ser algunos hechos de ese género, indica una voluntad precisa, es bastante significativo ver ciertos seres elevarse así gradual y continuamente, desde el día en que abrimos los ojos, y aun cuando las abejas no nos hubiesen revelado otra cosa que esa misteriosa espiral de resplandores en la noche todopoderosa, sería bastante para no sentir el tiempo consagrado al estudio de sus pequeños gestos, y de sus humildes costumbres, tan distantes y, sin embargo, tan próximos a nuestras grandes pasiones y a nuestros destinos orgullosos.
XVIII
Es posible que todo eso sea vano y que nuestra espiral de resplandores, como la de las abejas, no brille más que para entretener a las tinieblas. También es posible que un incidente enorme, procedente de fuera, de otro mundo o de un fenómeno nuevo, dé, de pronto, un sentido definitivo a ese esfuerzo o lo destruya definitivamente. Pero sigamos nuestra ruta como si nada de anormal debiese suceder. Si supiéramos que mañana una revelación, por ejemplo, una comunicación con un planeta más antiguo y más luminoso, debiese trastornar nuestra Naturaleza, suprimir las pasiones, las leyes y las verdades radicales de nuestro ser, lo mejor sería consagrar todo el día de hoy a interesarnos por esas pasiones, por esas leyes y por esas verdades, a concertarlas en nuestro espíritu a permanecer fieles a nuestro destino, que consiste en dominar y elevar unos cuantos grados, en nosotros mismos y en torno de nosotros, las fuerzas oscuras de la vida. Es posible que nada de esto subsista en la revelación nueva, pero es imposible que los que hayan cumplido hasta el fin la misión que es por excelencia la misión humana, no se encuentren en primer término para acoger esa revelación, y, aun cuando les diese a conocer que el único deber verdadero era la incuria en aprender y la resignación a lo incognoscible, sabrán comprender mejor que los otros esa incuria y esa resignación definitivas y sacar partido de ellas.
XIX
Además, no fantaseemos por ese lado. Que la posibilidad de una aniquilación general no entre en el cálculo de nuestras tareas, como tampoco la asistencia milagrosa de un azar. Hasta aquí, a pesar de las promesas de nuestra imaginación, nos hemos hallado siempre entregados a nosotros mismos y a nuestros recursos. Con nuestros esfuerzos más humildes hemos realizado todo lo útil y duradero que se ha hecho en la tierra. Somos libres de esperar lo mejor o lo peor de algún accidente ajeno, pero con la condición de que esa espera no se mezcle con nuestra tarea humana. En eso también las abejas nos dan una lección excelente, como toda lección de la Naturaleza. Para ellas hubo verdaderamente una intervención prodigiosa. Se hallan entregadas, más manifiestamente que nosotros, en manos de una voluntad que puede aniquilar o modificar su raza y transformar sus destinos; mas no por eso dejan de seguir su deber primitivo y profundo. Y precisamente las que mejor obedecen a ese deber son las que se hallan mejor preparadas para aprovecharse de la intervención sobrenatural que hoy eleva la suerte de su especie. Y es menos difícil de lo que se cree el descubrir el deber invencible de un ser. Puede leerse siempre en el órgano que le distingue y al que se hallan subordinados todos los demás. Y así como está inscrito en la lengua, en la boca y en el estómago de las abejas que deben producir la miel, está inscrito en nuestros ojos, en nuestros oídos, en nuestras médulas, en todos los lóbulos de nuestra cabeza, en todo el sistema nervioso de nuestro cuerpo, que hemos sido creados para transformar lo que absorbemos de las cosas de la tierra en una energía particular y de una calidad única sobre este Globo. Ningún ser, que yo sepa, ha sido dispuesto para producir como nosotros ese fluido extraño que llamamos pensamiento, razón, alma, espíritu, potencia cerebral, virtud, bondad, justicia, saber, pues posee mil nombres, aunque no tiene más que una esencia. Todo en nosotros le fue sacrificado. Nuestros músculos, nuestra salud, la igualdad de nuestros miembros, el equilibrio de nuestras funciones animales, la quietud de nuestra vida, llevan la carga creciente de su preponderancia. Es el estado más precioso y más difícil a que puede elevarse la materia. La llama, el calor, la luz, la vida misma, y el instinto más sutil que la vida y la mayor parte de las fuerzas intangibles que coronaban el mundo antes de nuestra venida, palidecieron al contacto del nuevo efluvio. No sabemos adonde nos conduce, lo que hará de nosotros ni lo que haremos de él. Él nos lo dirá cuando reine en la plenitud de su fuerza. Mientras tanto, no pensemos más que en darle todo lo que nos pida, en sacrificarle todo lo que podría retrasar su desenvolvimiento. Indudablemente éste es, por ahora, el primero y más claro de nuestros deberes. Él nos enseñará los demás por añadidura. Los alimentará y prolongará según sea alimentado él mismo, como el agua de las alturas alimenta y prolonga los arroyos del llano según el alimento misterioso de su cima. Que no nos atormente el deseo de conocer quién sacará partido de la fuerza que así se acumula a nuestras expensas. Las abejas ignoran si se comerán la miel que recogen. Nosotros ignoramos igualmente quién se aprovechará de la potencia espiritual que introducimos en el Universo. Del mismo modo que las abejas van de flor en flor recogiendo más miel de la que necesitan para ellas y sus hijos, busquemos también, de realidad en realidad, todo lo que puede alimentar esa llama incomprensible a fin de hallarnos dispuestos a todo acontecimiento con la seguridad del deber orgánico cumplido. Alimentémosla con nuestros sentimientos, con nuestras pasiones, con todo lo que se ve, se siente, se oye y se toca y con su propia esencia, que es la idea que saca de los descubrimientos, de las experiencias y de las observaciones que trae de todo lo que visita. Llega entonces un momento en que todo se convierte tan naturalmente en bien para un espíritu que se sometió a la buena voluntad del deber realmente humano, que la sospecha misma de que los esfuerzos que hace quizá no tienen objeto, hace aún más claro, más puro, más desinteresado, penetrante y noble el ardor de sus investigaciones.