Libro sexto - La matanza de los zánganos
I
Después de la fecundación de las reinas, si el cielo está despejado y el aire es caliente; si el polen y el néctar abundan en las flores, las obreras, por una especie de indulgencia olvidadiza o quizá por una previsión excesiva, toleran durante algún tiempo todavía la presencia importuna y ruidosa de los machos. Éstos se portan en la colmena como los pretendientes de Penélope en casa de Ulises. Hacen allí vida regalada y alegre, llevando una existencia de amantes honorarios, pródigos y faltos de delicadeza: satisfechos y panzudos, obstruyen las calles, estorban la circulación, dificultan el trabajo, dan y reciben empujones, azorados, pretenciosos, henchidos de un desprecio aturdido y sin malicia; pero despreciados con inteligencia e intención, inconscientes de la exasperación que se acumula y del destino que les espera. Escogen para dormitar a sus anchas el rincón más tibio de la morada, se levantan indolentemente para ir a chupar en las celdas abiertas la miel más perfumada y ensucian con sus excrementos los panales que frecuentan. Las pacientes obreras miran al porvenir y reparan el detrimento, en silencio. De doce a tres de la tarde, cuando la campiña azulada tiembla de feliz cansancio bajo la mirada invencible de un sol de julio o de agosto, aparecen en el umbral. Ostentan un casco compuesto de enormes perlas negras, dos altos penachos animados, un jubón de terciopelo leonado y frotado de luz, un vello heroico, un cuádruple manto rígido y traslúcido. Hacen un ruido terrible, apartan a las centinelas, derriban a las ventiladoras, hacen caer a las obreras que vuelven cargadas con su humilde botín. Tienen el porte atareado, extravagante e intolerable de dioses indispensables que salen en tumulto hacia algún fin ignorado del vulgo. Uno tras otro afrontan el espacio, gloriosos, irresistibles, y van a posarse tranquilamente sobre las flores más próximas, donde se duermen hasta que la frescura de la tarde los despierta. Entonces vuelven a la colmena en el mismo torbellino imperioso y llevados siempre del mismo propósito intransigente, corren a las bodegas, meten la cabeza hasta el cuello en las cubas de miel, se hinchan como ánforas para reparar sus fuerzas agotadas y vuelven, con pesadez, a entregarse al buen sueño sin inquietud que los turbe hasta la próxima comida.
II
Pero la paciencia de las abejas no es igual a la de los hombres. Una mañana circula por la colmena una esperada consigna, y las tranquilas obreras se convierten en jueces y en verdugos. No se sabe quién la da; emana de pronto de la indignación fría y razonada de las trabajadoras, y según el genio de la república unánime, apenas pronunciada, llena todos los corazones. Parte del pueblo renuncia a la recolección para consagrarse hoy a la obra de justicia. Los gruesos holgazanes dormidos en racimos indolentes sobre los muros melíferos son bruscamente despertados por un ejército de vírgenes irritadas. Atontados, no pueden dar crédito a lo que ven, y a su asombro le cuesta trabajo ver claro a través de su pereza, como un rayo de luna a través del agua de un pantano. Se imaginan que son víctimas de un error, miran en torno suyo con estupefacción y, como la idea madre de su vida se reanima desde luego en sus cerebros embotados, dan un paso hacia las cubas de miel para confortarse en ellas. Pero ya pasó el tiempo de la miel de mayo, del vinoflor de los tilos, de la franca ambrosía de la salvia, del tomillo, del trébol blanco, de las mejoranas. En vez del libre acceso a los depósitos llenos que abrían bajo su boca sus brocales de cera complacientes y dulces, encuentran alrededor una ardiente maleza de dardos envenenados que se erizan. La atmósfera de la colmena ha cambiado. El perfume amistoso del néctar ha cedido el puesto al acre olor del veneno cuyas mil gotitas brillan en la punta de los aguijones y propagan el rencor y el odio. Antes de que se hayan dado cuenta del hundimiento inaudito de todo su destino abundante, en el trastorno de las felices leyes de la ciudad, cada uno de los parásitos espantados es acometido por tres o cuatro justicieras que le cortan las alas, le sierran el pecíolo que une el abdomen al tórax, amputan las antenas febriles, dislocan las patas, buscan una hendidura en los anillos de la coraza para hundir en ella su espada. Enormes, pero sin armas, desprovistos de aguijón, no piensan en defenderse, procuran esquivarse y no oponen más que su masa obtusa a los golpes que los agobian. Derribados de espaldas, agitan torpemente, en el extremo de sus poderosas patas, a sus enemigas, que no sueltan la presa, o, girando sobre sí mismos, arrastran a todo el grupo en un torbellino loco, pero pronto extenuado. Poco tiempo después se hallan en un estado tan lastimoso que la piedad, que nunca se encuentra muy lejos de la justicia en el fondo de nuestro corazón, vuelve aprisa y pedirán perdón —pero inútilmente— a las duras obreras, que no conocen más que la ley profunda y seca de la Naturaleza. Las alas de los infelices son laceradas, sus tarsos arrancados, sus antenas roídas y sus magníficos ojos negros, espejos de las flores exuberantes, reflectores del azul celeste y de la inocente arrogancia del estío, ahora suavizados por el sufrimiento, no reflejan más que la miseria y la angustia del fin. Unos sucumben a sus heridas y son inmediatamente transportados por dos o tres de sus verdugos a los cementerios lejanos. Otros, menos heridos, logran refugiarse en un rincón en que se apiñan y donde una guardia inexorable los bloquea hasta que mueren de hambre. Muchos consiguen llegar hasta la puerta y escapar en el espacio, arrastrando a sus adversarias; pero, al atardecer, acosados por el hambre y el frío, vuelven en masa a la entrada de la colmena a implorar un abrigo. Allí encuentran otra guardia inflexible. Al día siguiente, a su primera salida, las obreras desembarazan el umbral en que se amontonan los cadáveres de los gigantes inútiles, y el recuerdo de la raza ociosa se extingue en la ciudad hasta la primavera siguiente.
III
A menudo la matanza tiene efecto el mismo día en gran número de colonias del colmenar. Dan la señal las más ricas, las mejor gobernadas. Pocos días después las imitan las pequeñas repúblicas menos prósperas.
Solamente las colmenas más pobres, las más débiles, aquéllas cuya madre es muy vieja y casi estéril, para no abandonar la esperanza de ver fecundar a la reina virgen que esperan y que aún puede nacer, mantienen a sus zánganos hasta la entrada del invierno. Entonces llega la miseria inevitable y toda la tribu, madre, parásitos, obreras, se apiñan en un grupo hambriento y estrechamente enlazado que perece en silencio en la sombra de la colmena, antes de las primeras nieves.
Después de la ejecución de los ociosos en las ciudades populosas y opulentas, el trabajo se reanuda, pero con un ardor decreciente, porque el néctar empieza a escasear.
Las grandes fiestas y los grandes dramas han pasado. El cuerpo milagroso adornado de miríadas de almas, el noble monstruo sin sueño, alimentado de flores y de rocío, la gloriosa colmena de los hermosos días de julio, gradualmente se duerme, y su aliento cálido, abrumado de perfumes, languidece y se hiela.
La miel de otoño, para completar las provisiones indispensables, se acumula, sin embargo, dentro de los muros de la ciudad, y los últimos depósitos son sellados con el sello de cera blanca incorruptible. Se cesa de edificar, los nacimientos disminuyen, las muertes se multiplican, las noches se alargan y los días se acortan.
Las lluvias y los vientos inclementes, las brumas de la mañana, las emboscadas de la sombra demasiado pronta se llevan a centenares de trabajadoras, que no vuelven, y todo el pequeño pueblo, tan ávido de sol como las cigarras del Ático, siente extenderse sobre él la fría amenaza del invierno.
El hombre ha tomado su parte de la cosecha. Cada una de las buenas colmenas le ha ofrecido ochenta o cien libras de miel y las más maravillosas dan a veces doscientas, que representan enormes capas de luz licuada, inmensos campos de flores, visitadas, una por una, mil veces cada día. Ahora echa un último vistazo a las colonias que se entumecen. Quita a las más ricas sus tesoros superfluos para distribuirlos a las empobrecidas por infortunios, siempre inmerecidos, en ese mundo laborioso. Cubre cuidadosamente las moradas, para preservarlas del frío en lo posible; cierra a medias las puertas, quita los cuadros inútiles y entrega las abejas a su gran sueño invernal. Ellas se reúnen entonces en el centro de la colmena, se contraen y se suspenden de los panales que encierran las urnas fieles, de las cuales saldrá, durante los días helados, la sustancia transformadora del estío. La reina se halla en medio, rodeada de su guardia. La primera fila de obreras se agarra a las celdas cerradas, cúbrelas otra fila, recubierta a su vez por una tercera, y así sucesivamente hasta la última que forma el envoltorio. Cuando las abejas de este envoltorio se sienten invadidas por el frío, entran en la masa y otras las remplazan por turno. El racimo suspendido es como una esfera tibia y leonada, que escinden los muros de miel y que sube al azar, avanza o retrocede de una manera insensible a medida que se agotan las celdas de cuyo contenido se alimentan. Porque, contra lo que generalmente se cree, la vida hiemal de las abejas es más lenta, pero no está paralizada[13]. Con el frote concertado de sus alas, pequeñas hermanas sobrevivientes de los rayos de sol, que se activan o calman según las fluctuaciones de la temperatura del exterior, mantienen en su esfera un calor invariable e igual al de un día de primavera. Esa primavera secreta emana de la hermosa miel que no es más que un rayo de calor antes transformado, que ahora vuelve a su primitiva forma. Circula en la esfera como sangre generosa. Las abejas que están sobre los alvéolos rebosantes la ofrecen a sus vecinas, que la transmiten a su vez.
Así pasa de garras en garras, de boca en boca, y llega a las extremidades del grupo, que no tiene más que una idea y un destino diseminado y reunido en millares de corazones. Hace las veces de sol y de flores hasta que su hermano mayor, el sol verdadero de la gran primavera real, escurriendo por la puerta entreabierta sus primeras miradas tibias en que renacen las violetas y las anémonas, despierta suavemente a las obreras para hacerles ver que la azulada luz vuelve a ocupar su puesto en el mundo y que el círculo interrumpido que une la muerte a la vida acaba de dar una vuelta sobre sí mismo y de reanimarse.