Libro tercero - La fundación de la colmena
I
Sepamos más bien lo que hace en la colmena ofrecida por el apicultor el enjambre que ha recogido. Recordemos desde luego el sacrificio que han hecho las cincuenta mil vírgenes, que, según la frase de Ronsard, «llevan un gentil corazón en un pequeño cuerpo», y admiremos una vez más el valor que necesitan para volver a empezar la vida en el desierto en que han venido a parar. Han olvidado la colmena opulenta y magnífica en que nacieron, en que la existencia era tan segura y estaba tan admirablemente organizada, en que el jugo de todas las flores que se acuerdan del sol permitía sonreír a las amenazas del invierno. Han dejado allí, dormidas en el fondo de sus cunas, millares y millares de hijas a quienes no volverán a ver. Han abandonado allí, además del enorme tesoro de cera, de propóleos y de polen acumulado por ellas, más de ciento veinte libras de miel, es decir, doce veces el peso del pueblo entero, cerca de cien mil veces el peso de cada abeja, lo que representa para el hombre ochenta y dos mil toneladas de víveres, toda una flotilla de grandes buques cargados de alimentos más preciosos y más perfectos que ninguno de los que conocemos, pues la miel es para las abejas una especie de vida líquida, una especie de quilo inmediatamente asimilable y casi sin desperdicio.
Aquí, en la nueva morada, no hay nada: ni una gota de miel, ni un jalón de cera, ni un punto de mira, ni un punto de apoyo. Es la desnudez desolada de un monumento inmenso que no tiene más que el techo y los muros. Las paredes, circulares y lisas, no encierran más que sombra, y en lo alto de la bóveda monstruosa se redondea el vacío. Pero la abeja no conoce los pesares inútiles; en todo caso, no se entrega a ellos. Su ardor, lejos de ser abatido por una prueba que superaría a todo otro valor, es mayor que nunca. Apenas colocada la colmena en su sitio, apenas comienza a calmarse el desconcierto de la tumultuosa caída, cuando se ve operar en la mezclada multitud una división marcadísima y totalmente inesperada. La mayor parte de las abejas, como un ejército que obedece a una orden precisa, se pone a trepar en espesas columnas a lo largo de las paredes verticales del monumento. Al llegar a la cúpula, las primeras que la alcanzan se agarran a ella con las uñas de sus patas anteriores; las que vienen después se agarran a las primeras, y así sucesivamente, hasta que hayan formado largas cadenas que sirven de puente a la multitud que sube siempre. Poco a poco, estas cadenas se multiplican, se refuerzan y se enlazan hasta el infinito, formando guirnaldas que, bajo la ascensión innumerable y continua, se transforman a su vez en una cortina espesa y triangular o más bien en una especie de cono compacto e invertido cuya punta se fija en la parte superior de la cúpula y cuya base baja ensanchándose hasta la mitad o las dos terceras partes de la altura total de la colmena. Entonces, cuando la última abeja que se siente llamada por una voz interior a formar parte de este grupo llega a la cortina suspendida en las tinieblas, la ascensión tiene fin, todo movimiento cesa poco a poco en la bóveda y el extraño cono invertido espera durante largas horas, en un silencio que podríamos creer religioso y en una inmovilidad que parece espantosa, la llegada del misterio de la cera.
Mientras tanto, sin preocuparse de la formación de la maravillosa cortina en cuyos pliegues va a bajar un don mágico, sin parecer tentadas de unirse a ella, las demás abejas, es decir, todas las que se han quedado en la planta baja de la colmena, examinan el edificio y emprenden los trabajos necesarios.
El suelo es cuidadosamente barrido y las hojas secas, las briznas de hierba, los granos de arena son transportados lejos, uno por uno, porque la limpieza de las abejas va hasta la manía, y cuando, en el corazón del invierno, los grandes fríos les impiden durante demasiado tiempo efectuar lo que se llama en apicultura «su vuelo de limpieza», antes que ensuciar la colmena, perecen en masa, víctimas de terribles enfermedades extrañas.
Sólo los zánganos son incorregiblemente descuidados y llenan impúdicamente de excremento los panales que frecuentan y que las obreras tienen que limpiar continuamente tras ellos.
Después del barrido, las abejas del mismo grupo profano, del grupo que no interviene en el cono suspendido en una especie de éxtasis, se pone a revestir minuciosamente de luten el circuito inferior de la morada común.
Luego pasan revista a todas las rendijas, las llenan y recubren de propóleo y proceden al barnizado de las paredes del edificio, de arriba abajo. La guardia de la entrada es reorganizada y en seguida cierto número de obreras va a los campos, de donde vuelven cargadas de néctar y de polen.
II
Antes de levantar los pliegues de la misteriosa cortina al abrigo de la cual se asientan los fundamentos de la verdadera morada, procuremos darnos cuenta de la inteligencia que deberá desplegar nuestro pequeño pueblo de emigrados, del golpe de vista certero, de los cálculos y de la industria necesarios para apropiar el asilo, para trazar en el vacío los planos de los edificios que se trata de levantar de la manera más económica y rápida posible, porque la reina, en la urgente necesidad de aovar, pone ya huevos por el suelo. Es preciso, además, en ese dédalo de construcciones diversas, todavía imaginarias y cuya forma es necesariamente inusitada, no perder de vista las leyes de la ventilación, de la estabilidad, de la solidez, considerar la resistencia de la cera, la naturaleza de los víveres que hay que almacenar, la comodidad de las entradas, las costumbres de la soberana, la distribución en cierto modo preestablecida, porque es orgánicamente la mejor, de los depósitos, de las casas, de las calles y de los pasajes y otros muchos problemas que sería demasiado largo enumerar.
La forma de las colmenas que el hombre ofrece a las abejas varía hasta el infinito, desde el árbol hueco o el cilindro de barro cocido, todavía en uso en África y en Asia, pasando por la clásica campana de paja que se encuentra en medio de una espesura de girasoles, de floxias y de malvarrosas, debajo de las ventanas o en el huerto de la mayor parte de nuestras granjas, hasta las verdaderas fábricas de la apicultura movilista de hoy, en que se acumulan a veces más de ciento cincuenta kilos de miel contenidos en tres o cuatro pisos de panales superpuestos y rodeados de un marco que permite quitarlos, manejarlos, extraer de ellos la cosecha por medio de la fuerza centrífuga, con ayuda de una turbina, y volver a ponerlos en su sitio, como se haría con el libro en una biblioteca bien ordenada.
El capricho o la industria del hombre introduce un día el enjambre dócil en una u otra de esas habitaciones desconcertadoras, y la abeja tiene que orientarse e instalarse en ella, modificar planos que la fuerza de las cosas quiere, por decirlo así, inmutables; determinar en ese espacio insólito la situación de los almacenes de invierno que no pueden pasar de la zona de calor producido por la población medio entumecida; prever, en fin, el punto en que se concentrarán los panales de la nidada, cuyo emplazamiento, so pena de desastre, debe ser casi invariable, ni demasiado alto, ni demasiado bajo, ni demasiado cerca, ni demasiado lejos de la puerta. Sale, por ejemplo, de un tronco de árbol derribado que no formaba más que una larga galería horizontal, estrecha y baja, y hela aquí en un edificio elevado como una torre y cuyo techo se pierde en las tinieblas. O bien, para acercarnos más a su asombro ordinario, se había acostumbrado, desde hacía siglos, a vivir bajo la cúpula de paja de nuestras colmenas campestres, y se instala de pronto en una especie de gran armario o de gran cofre, tres o cuatro veces más vasto que la casa natal y en medio de una confusión de marcos suspendidos unos encima de otros, ora paralelos, ora perpendiculares, a la entrada, y formando un laberinto de andamiajes que enredan todas las superficies de su morada.
III
No importa, pues no se tiene ejemplo de que un enjambre se haya negado a emprender el trabajo, se haya dejado desalentar o desconcertar por lo extraño de las circunstancias, con tal que la habitación que se le ofrecía no estuviese impregnada de malos olores o fuese realmente inhabitable. Aun en este caso, no es cuestión de desaliento, desesperación o abandono del deber. Abandona simplemente el recinto inhospitalario para ir a buscar mejor fortuna un poco más lejos. No puede decirse tampoco que se haya conseguido jamás hacerle ejecutar un trabajo pueril o ilógico. No se ha visto nunca que las abejas hayan perdido la cabeza ni que, no sabiendo qué partido tomar, hayan emprendido al azar construcciones locas o extravagantes. Metedlas en una esfera, en un cubo, en una pirámide o en un cesto ovalado o poligonal, en un cilindro o en una espiral; visitadlas al cabo de unos días, si han aceptado la morada, y veréis que esa extraña multitud de pequeñas inteligencias independientes ha sabido ponerse inmediatamente de acuerdo para elegir sin vacilar, con un método cuyos principios parecen inflexibles, pero cuyas consecuencias son vivas, el punto más propicio y a menudo el único sitio utilizable del habitáculo absurdo.
Si se las instala en una de esas grandes fábricas con marcos de que hablábamos hace poco, sólo utilizan esos marcos cuando les proporcionan un punto de partida o punto de apoyo cómodos para sus panales, y es muy natural que no tengan en cuenta ni los deseos ni las intenciones del hombre. Pero si el apicultor ha cuidado de cubrir con una capa de cera la planchuela superior de algunos de ellos, las abejas se harán cargo inmediatamente de las ventajas que les ofrece ese trabajo empezado, estirarán cuidadosamente la capa y prolongarán metódicamente con su propia cera el panal en el plano indicado. De igual manera —y el caso es frecuente en la apicultura intensiva de hoy—, si todos los marcos de la colmena en que se ha recogido el enjambre se hallan provistos, de arriba abajo, de capas de cera alveolada, no perderán el tiempo en construir al lado o al través, en producir cera inútil, sino que, encontrando el trabajo empezado, se contentarán con ahondar y alargar cada uno de los alvéolos esbozados en la capa, rectificando a medida los puntos en que ésta se aparta de la vertical más rigurosa, y de esta manera poseerán en menos de una semana una colmena tan lujosa y tan bien construida como la que acaban de dejar, mientras que, abandonadas a sus propios recursos, hubieran necesitado dos o tres meses para edificar la misma profusión de almacenes y de casas de blanca cera.
IV
Parece que ese espíritu de apropiación excede singularmente los límites del instinto. Por lo demás, nada hay tan arbitrario como esas distinciones entre el instinto y la inteligencia propiamente dicha. Sir John Lubbock, que ha hecho sobre las hormigas, las avispas y las abejas observaciones tan personales y curiosas, tiene una gran predilección, quizás inconsciente y algo injusta, por las hormigas, que ha observado de una manera más especial —porque cada observador quiere que el insecto que él estudia sea más inteligente o más notable que los demás y conviene precaverse contra ese pequeño defecto del amor propio—; Sir John Lubbock, digo, se inclina a negar a la abeja todo discernimiento que sale de la rutina de sus trabajos habituales. Da como prueba de ello una experiencia que cada cual puede fácilmente repetir. Meted en una garrafa media docena de moscas, y media docena de abejas; colocad luego horizontalmente la garrafa con el fondo hacia la ventana de la habitación; las abejas se empeñarán, durante horas, hasta morir de fatiga o de inanición, en buscar una salida a través del fondo del cristal, mientras que las moscas, en menos de dos minutos, habrán salido todas en el sentido opuesto por el cuello de la botella. Sir John Lubbock deduce de esto que la inteligencia de la abeja es en extremo limitada y que la mosca es mucho más hábil en salir del paso y encontrar el camino. Esta conclusión no parece irreprochable. Volved alternativamente hacia la luz, veinte veces seguidas si queréis, ora el fondo, ora el cuello de la esfera transparente, y veinte veces seguidas las abejas se volverán al mismo tiempo para hacer frente a la luz. Lo que las pierde en la experiencia del sabio inglés es su amor a la luz y es su razón misma. Se imaginan, evidentemente, que en toda prisión el rescate está por la parte de la claridad más viva, obran en consecuencia y se obstinan en obrar con demasiada lógica. No han tenido nunca conocimiento de ese misterio sobrenatural que para ellas representa el vidrio, esa atmósfera súbitamente impenetrable que no existe en la Naturaleza, y el obstáculo y el misterio deben de serles tanto más inadmisibles, tanto más incomprensibles, cuanto más inteligentes son. Al paso que las moscas aturdidas, sin seso, sin tener cuenta de la lógica, del llamamiento de la luz, del enigma del cristal, revolotean al azar en el globo y, encontrando aquí la buena suerte de los simples, que a veces se salvan donde perecen los más sabios, acaban necesariamente por encontrar a su paso el buen cuello que las salva.
V
El mismo naturalista da otra prueba de la falta de inteligencia de las abejas, y la encuentra en la siguiente página del gran apicultor americano, el venerable y paternal Langstroth:
«Como la mosca no ha sido llamada a vivir sobre las flores sino sobre las sustancias en las cuales se podría ahogar fácilmente, se posa con precaución en el borde de los vasos que contienen un alimento líquido, y bebe en ellos con prudencia, mientras que la pobre abeja se tira de cabeza y no tarda en perecer. El funesto destino de sus hermanas no detiene un solo instante a las demás cuando se acercaban a su vez al cebo, pues se posan como locas sobre los cadáveres y sobre las moribundas para compartir su triste suerte. Nadie puede imaginarse la extensión de su locura si no ha visto una confitería invadida por miríadas de abejas famélicas. Yo he visto sacarlas a millares de los jarabes en que se habían ahogado, y posaron a millares también sobre el azúcar en ebullición; he visto el suelo cubierto y las ventanas oscurecidas por las abejas: unas arrastrándose, otras volando y otras, en fin, tan completamente enviscadas que no podían arrastrarse ni volar; ni de cada diez una era capaz de llevar a la colmena el botín mal adquirido y, sin embargo, el aire estaba lleno de nuevas legiones que llegaban para proceder con igual insensatez».
Esto no es más concluyente de lo que sería para un observador suprahumano que quisiese fijar los límites de nuestra inteligencia, la vista de los estragos del alcoholismo o de un campo de batalla. Menos quizá. La situación de la abeja, si se la compara con la nuestra, es extraña en este mundo. Ha sido puesta en él para vivir en la naturaleza indiferente e inconsciente y no al lado de un ser extraordinario que trastorna alrededor de ellas las leyes más constantes y crea fenómenos grandiosos e incomprensibles. En el orden natural, en la existencia monótona del monte natal, el loco atolondramiento descrito por Langstroth no sería posible sino en el caso de que algún accidente rompiese una colmena llena de miel. Pero entonces no habría allí ni ventanas mortales, ni azúcar hirviendo, ni jarabe demasiado espeso; por consiguiente, los muertos no serían muchos y no habría más peligros que los que corre todo animal persiguiendo su presa.
¿Conservaríamos mejor que ellas nuestra sangre fría si un poder insólito tentase a cada instante nuestra razón? Nos es, pues, muy difícil juzgar a las abejas, a las cuales nosotros mismos enloquecemos y cuya inteligencia no ha sido armada para descubrir nuestros lazos, del mismo modo que la nuestra no parece armada para evitar los de un ser superior hoy desconocido, pero posible, sin embargo. No conociendo nada que nos domine, deducimos que ocupamos la cúspide de la vida en la tierra; pero, después de todo, eso no es indiscutible. No quiero creer que, cuando hacemos cosas desordenadas o miserables, caemos en los lazos de un genio superior; pero nada tiene de inverosímil que esto parezca cierto algún día. Por otra parte, no se puede sostener razonablemente que las abejas están desprovistas de inteligencia porque aún no han llegado a distinguirnos del orangután o del oso, y nos tratan como tratarían a esos ingenuos habitantes del bosque primitivo. No cabe duda que hay en nosotros y en torno de nosotros influencias y poderes igualmente desemejantes que no discernimos mejor.
En fin, para terminar esta apología, en que incurro un poco en la falta que reprochaba a Sir John Lubbock, ¿no es preciso ser inteligente, para ser capaz de cometer tan grandes locuras? Siempre sucede así en ese terreno incierto de la inteligencia, que es el estado más precario y más vacilante de la materia. En la misma claridad de la inteligencia está la pasión, de la cual no es posible decir con certeza si es el humo o la mecha de la llama. Y aquí la pasión de las abejas es bastante noble para excusar las vacilaciones de la inteligencia. Lo que las arrastra a esa imprudencia no es el afán bestial de hartarse de miel. Podrían hacerlo cómodamente en las bodegas de su morada. Observadlas, seguidlas en una circunstancia análoga, y las veréis, una vez lleno el papo, regresar a la colmena y depositar en ella el botín, para volver treinta veces en una hora a la maravillosa vendimia. Es, pues, el mismo deseo que realiza tantas obras admirables: el afán de llevar los bienes posibles a la casa de sus hermanas y del porvenir. Cuando las locuras de los hombres tienen una causa tan desinteresada, les damos a menudo otro nombre.
VI
Sin embargo, hay que decir toda la verdad. En medio de los prodigios de su industria, de su policía y de sus renunciamientos, una cosa nos sorprenderá siempre e interrumpirá nuestra admiración: su indiferencia por la muerte o por la desgracia de sus compañeras. Hay en el carácter de la abeja una contradicción o inconsecuencia muy extraña. En el seno de la colmena todas se aman y se ayudan mutuamente. Se hallan tan unidas como los buenos pensamientos de una misma alma. Si herís a una, mil se sacrificarán para vengar su injuria. Fuera de la colmena ya no se conocen. Mutilad, aplastad —mejor dicho, guardaos bien de hacerlo, sería una crueldad inútil, porque el hecho es constante—; pero, en fin, supongamos que mutiláis, que aplastáis sobre un panal colocado a pocos pasos de su morada, diez, veinte o treinta abejas salidas de la misma colmena; las que no hayáis tocado no volverán la cabeza y seguirán libando por medio de su lengua, fantástica como una arma china, el líquido que es para ellas más precioso que la vida, sin hacer caso de las agonías cuyas últimas convulsiones las rozan, ni de los gritos de angustia que se dan en torno de ellas. Y cuando el panal esté vacío, para que nada se pierda, para recoger la miel pegada a las víctimas, subirán tranquilamente sobre las muertas y sobre las heridas, sin que las emocione la presencia de las unas y sin pensar en socorrer a las otras. No tienen, pues, en este caso, ni la noción del peligro que corren, puesto que la muerte que se esparce en torno de ellas no las impresiona, ni el menor sentimiento de solidaridad o de piedad.
En cuanto al peligro, ello se explica; la abeja no conoce el miedo y no hay nada que la espante, excepto el humo. Al salir de la colmena, aspira, al mismo tiempo que el aire, la longanimidad y la condescendencia. Se aparta delante del que la estorba, simula ignorar la existencia del que no la aprieta demasiado. Diríase que sabe que existe un universo que pertenece a todos, en que cada cual tiene derecho a su puesto, en que conviene ser discreto y pacífico. Pero bajo esa indulgencia se oculta pacíficamente un corazón tan seguro de sí que no cuida de afirmarse. Se desvía si alguien la amenaza, pero no huye jamás. Por otra parte, en la colmena, no se limita a esa pasiva ignorancia del peligro. Arremete con inaudita impetuosidad contra todo ser viviente, hormiga, león u hombre, que se atreva a tocar el arca santa. Llamemos a eso, según nuestra disposición de espíritu, cólera, encarnizamiento estúpido o heroísmo.
Pero sobre su falta de solidaridad fuera de la colmena y hasta de simpatía en la colmena misma, no hay nada que decir. ¿Hemos de creer que hay esos límites imprevistos en toda especie de inteligencia y que la pequeña llama que emana a duras penas de un cerebro, a través de la difícil combustión de tantas materias inertes, es siempre tan incierta que no ilumina mejor un punto sino en detrimento de muchos otros? Se puede estimar que la abeja o que la Naturaleza en la abeja ha organizado de un modo más perfecto que en ninguna otra parte el trabajo en común, el culto y el amor al porvenir. ¿Pierden, por esta razón, de vista todo lo demás? Ellas aman lo futuro, y nosotros, sobre todo, lo presente, lo que nos rodea. Quizá basta amar aquí para no tener que amar allá. Nada más variable que la dirección de la caridad o de la piedad. A nosotros mismos esa insensibilidad de las abejas nos hubiera chocado menos antiguamente que hoy día, y a muchos antiguos no se les hubiera ocurrido reprochársela. Por lo demás, ¿podemos prever todos los asombros de un ser que nos observase como nosotros las observamos a ellas?
VII
Faltaría examinar, para formarnos una idea más clara de su inteligencia, de qué manera se comunican entre sí. Es cosa manifiesta que se entienden y que una república tan numerosa y cuyos trabajos son tan variados y se conciertan de una manera tan maravillosa no podría subsistir en el silencio ni en el aislamiento espiritual de tantos millares de seres. Deben de tener, pues, la facultad de expresar sus ideas o sus sentimientos, ya por medio de un vocabulario fonético, ya —y esto es lo más probable— mediante una especie de lenguaje táctil o de una intuición magnética que responde quizás a sentidos o propiedades de la materia que nos son totalmente desconocidos, intuición cuya residencia podría encontrarse en esas misteriosas antenas que palpan y comprenden las tinieblas y que, según los cálculos de Cheshire, se componen, en las obreras, de doce mil pelos táctiles y cinco mil cavidades olfativas. Lo que prueba que no solamente se entienden sobre sus trabajos habituales, sino que lo extraordinario tiene igualmente un nombre y un puesto en su lengua; es la manera con que una noticia, buena o mala, habitual o poco común, se difunde por la colmena; la pérdida o la vuelta de la madre, la caída de un panal, la entrada de un enemigo, la intrusión de una reina extranjera, la proximidad de una partida de merodeadores, el descubrimiento de un tesoro, etcétera. A cada uno de estos acontecimientos, la actitud y el murmullo de las abejas son tan diferentes, tan característicos, que el apicultor experimentado adivina fácilmente lo que pasa en la sombra alarmada de la multitud.
Si queréis una prueba más precisa, observad una abeja que acaba de encontrar algunas gotas de miel esparcidas sobre el pretil de vuestra ventana o sobre una esquina de vuestra mesa. Desde luego se hartará con tal avidez que podréis, con calma y sin temor de distraerla, marcarle el coselete con una pequeña mancha de pintura. Pero esa glotonería no es más que aparente. Esa miel no pasa al estómago propiamente dicho, a lo que deberíamos llamar su estómago personal; se queda en el papo, el primer estómago, que es, por decirlo así, el estómago de la comunidad. Tan pronto como haya llenado este depósito, la abeja se alejará, pero no directa y aturdidamente como haría una mariposa o una mosca. Al contrario, la veréis volar algunos instantes hacia atrás, en un ir y venir atento, en el hueco de la ventana o en torno de vuestra mesa, con la faz vuelta hacia la habitación.
Practica un reconocimiento del lugar y fija en su memoria la posición exacta del tesoro. Luego se va a la colmena, deja allí su botín en una de las celdas del depósito, para volver tres o cuatro minutos después por una nueva carga a la ventana providencial. De cinco en cinco minutos, mientras haya miel, hasta la noche si es preciso, sin interrupción, sin darse un momento de reposo, viajará constantemente una y otra vez de la ventana a la colmena y de la colmena a la ventana.
VIII
No quiero adornar la verdad, como han hecho muchos que han escrito sobre las abejas. Las observaciones de este género no ofrecen interés si no son absolutamente sinceras. Si hubiese reconocido que las abejas son incapaces de comunicarse un acontecimiento exterior, hubiera podido encontrar, en cambio de esa pequeña decepción, algún placer en hacer constar una vez más que el hombre es, después de todo, el único ser realmente inteligente que habita nuestro Globo. Además, cuando se ha llegado a cierto punto de la vida, se experimenta más placer en decir cosas verdaderas que cosas impresionantes. Conviene aquí, como en toda circunstancia, atenerse a este principio: si la verdad desnuda parece de pronto menos grande, menos noble o menos interesante que el adorno imaginario con que se la podía vestir, la culpa es nuestra, porque aún no sabemos distinguir la relación siempre admirable que debe de tener con nuestro ser todavía ignorado y con las leyes del universo, y, en este caso, no es la verdad la que necesita ser enaltecida, sino nuestra inteligencia.
Confesaré, pues, que a menudo las abejas marcadas vuelven solas. Hemos de creer que hay entre ellas las mismas diferencias de carácter que entre los hombres, que las hay silenciosas y las hay habladoras. Alguien que asistía a mis experiencias sostenía que evidentemente por egoísmo o por vanidad muchas no querían revelar la fuente de su riqueza o compartir con alguna de sus amigas la gloria de un trabajo que la colmena debe de encontrar milagroso. Éstos son vicios muy feos que no despiden el buen olor, leal y franco, de la casa de las mil hermanas. Sea como fuere, sucede también a menudo que la abeja favorecida por la suerte vuelve a la miel acompañada de dos o tres colaboradoras. Sé que Sir John Lubbock, en el apéndice de su obra Ants, Bees and Wasps (Hormigas, abejas y avispas), traza largos y minuciosos cuadros de observaciones, de las cuales se puede deducir que casi nunca sigue otra abeja a la indicadora. Ignoro con qué clase de abejas trataba el sabio naturalista o si las circunstancias eran particularmente desfavorables. Para mí, consultando mis propias tablas, hechas con cuidado, y después de haber tomado todas las precauciones posibles a fin de que las abejas no fuesen directamente atraídas por el olor de la miel, resulta que, por término medio, de cada diez veces, cuatro una abeja traía otras.
Hasta encontré cierto día una extraordinaria abejita italiana que yo había marcado en el coselete con una mancha azul. Desde el segundo viaje llegó con dos de sus hermanas. Aprisioné a éstas sin turbarla. Partió de nuevo y reapareció con tres compañeras que aprisioné también, y así sucesivamente hasta la caída de la tarde. Contando luego mis cautivas, resultó que la descubridora había comunicado la noticia a dieciocho abejas.
En suma: si hacéis las mismas experiencias, reconoceréis que la comunicación, si no es regular, por lo menos es frecuente. En América, los cazadores de abejas conocen tanto esa facultad que la explotan cuando se trata de descubrir un nido. «Escogen —dice Mr. Josiah Emery (citado por Romanes en l’Intelligence des animaux, t. I, p. 117)—, escogen, para empezar sus operaciones, un campo o un bosque que esté lejos de toda colonia de abejas domesticadas. Una vez sobre el terreno, cogen algunas de las abejas que cosechan el néctar de las flores, las encierran en una caja de miel, y, cuando están hartas, las sueltan. Viene luego un momento de espera, cuya duración depende de la distancia a que se encuentra el árbol de las abejas; por fin, con paciencia, el cazador acaba siempre por ver a sus abejas que vuelven escoltadas de varias compañeras. Se apodera de ellas como antes, les da miel y las suelta cada una en la dirección que toma; el punto hacia el cual parecen converger le designa aproximadamente la situación del nido».
IX
Observaréis también en vuestras experiencias que las amigas, que parecen obedecer a la consigna del hallazgo, no vuelan siempre juntas y que hay a menudo un intervalo de algunos segundos entre las diversas llegadas. Habría que plantear, pues, respecto a esas comunicaciones, la cuestión que Sir John Lubbock ha resuelto por lo que toca a las comunicaciones de las hormigas.
Las compañeras que vienen al tesoro descubierto por la primera abeja, ¿no hacen más que seguirla, o bien pueden ser enviadas al mismo por ésta y encontrarlo por sí siguiendo sus indicaciones y la descripción del lugar hecha por ella? Hay aquí desde el punto de vista de la extensión y del trabajo de la inteligencia una diferencia enorme. El sabio inglés, por medio de un aparato complicado e ingenioso de puentecillos, corredores, fosos llenos de agua y puentes colgantes, ha llegado a establecer que, en este caso, las hormigas siguen simplemente la pista del insecto indicador. Esas experiencias eran practicables con las hormigas, que puede uno hacer pasar por donde quiere; pero la abeja, que puede volar, tiene todas las vías abiertas. Habría, pues, necesidad de imaginar otro medio. He aquí uno que yo he empleado, que no me ha dado resultados decisivos, pero que, mejor organizado y en circunstancias más favorables, creo que proporcionaría certezas satisfactorias.
Mi gabinete de trabajo en el campo se encuentra en el primer piso, encima de un entresuelo. Fuera del bosque en que florecen los tilos y los castaños, las abejas tienen tan poca costumbre de volar a esa altura que durante más de una semana antes de la observación había yo dejado sobre la mesa un panal de miel desoperculado (es decir, con las celdas abiertas), sin que una sola fuese atraída por su perfume y viniese a visitarlo. Cogí, entonces, de una colmena provista de cristales y colocada no lejos de la casa, una abeja italiana. Me la llevé a mi gabinete, la puse sobre el panal de miel y la marqué mientras se regalaba.
Una vez repleta, tomó el vuelo, volvió a la colmena, y, habiéndola yo seguido, la vi apresurarse por la superficie de la multitud, meter la cabeza en una celda vacía, arrojar su miel y disponerse a salir. Yo la espiaba y la cogí cuando reapareció en el umbral. Repetí veinte veces seguidas la experiencia, eligiendo abejas diferentes y suprimiendo cada vez la «cebada», a fin de que las demás no pudiesen seguir la pista. Para hacerlo más cómodamente, había colocado a la puerta de la colmena una ceja de cristal, dividida, por una compuerta, en dos apartamentos. Si la abeja marcada salía sola, la aprisionaba simplemente, como había hecho con la primera, e iba a esperar en mi gabinete la llegada de las compañeras a quienes hubiese podido comunicar la noticia. Si salía acompañada de una o dos abejas, la retenía prisionera en el primer departamento de la caja, separándola así de sus amigas, y, después de haber marcado a éstas con otro color, las ponía en libertad, siguiéndolas con la vista. Es evidente que si hubiese habido comunicación verbal o magnética, comprendiendo la descripción del lugar, un método de orientación, etcétera, yo hubiera debido encontrar de nuevo en mi gabinete cierto número de aquellas abejas informadas. Debo reconocer que no vi venir más que una. ¿Siguió las indicaciones recibidas en la colmena? ¿Fue pura casualidad? La observación era insuficiente, pero las circunstancias no permitieron continuarla. Di libertad a las abejas «cebadas» y mi gabinete de trabajo no tardó en ser invadido por la zumbante multitud a la cual había enseñado, según su método habitual, el camino del tesoro[6].
X
Sin sacar conclusión alguna definitiva de esa experiencia incompleta, otros muchos rasgos curiosos nos obligan a admitir que las abejas tienen entre sí relaciones espirituales de más alcance que un «sí» o un «no» o que esas comunicaciones elementales que un gesto o el ejemplo determinan. Podría citarse, entre otras, el armónico movimiento del trabajo en la colmena, la sorprendente división del trabajo mismo y la regularidad de los turnos. Por ejemplo, he observado a menudo que las recolectoras que yo había marcado por la mañana se ocupaban por la tarde —a menos de gran abundancia de flores— en calentar o abanicar la nidada o bien las descubría entre la multitud que forma esas misteriosas filas dormidas, en medio de las cuales trabajan las cereras y las escultoras. He observado también que las obreras a quienes veía recoger polen durante un día o dos no lo traían al día siguiente, sino que salían tan sólo en busca de néctar, y recíprocamente.
Se podría citar aún, respecto a la división del trabajo, lo que el célebre apicultor francés Georges de Layens llama «la distribución de las abejas sobre las plantas melíferas». Cada día, desde la primera hora de sol, inmediatamente después del regreso de las exploradoras de la aurora, la colmena que despierta se entera de las buenas noticias de la tierra: «Hoy florecen los tilos que bordean el canal», «el trébol blanco salpica la hierba de los caminos», «el melitoto y la salvia de los prados van a florecer», «las azucenas y las resedas chorrean polen».
Hay que organizarse sin pérdida de momento, tomar medidas, repartir el trabajo. Cinco mil de las más robustas irán hasta los tilos; tres mil de las más jóvenes animarán el trébol blanco. Éstas aspiraban ayer el néctar de las corolas; hoy, para dar reposo a su lengua y a las glándulas de su papo, irán a recoger el polen encarnado de la reseda; aquéllas el polen amarillo de los lirios, pues nunca veréis una abeja cosechar o mezclar polen de colores o especies diferentes, y el surtido metódico de los almacenes, según los matices y el origen de la bella harina perfumada, es una de las grandes preocupaciones de la colmena. Así son distribuidas las órdenes por el genio oculto. En seguida las trabajadoras salen en largas filas y cada una de ellas vuela en derechura a su tarea. «Parece —dice Layens— que las abejas están perfectamente enteradas sobre la localidad, el valor melífero relativo y la distancia de todas las plantas que se encuentran en cierto radio alrededor de la colmena.
»Si se siguen con cuidado las varias direcciones que toman las recolectoras, y se va a observar la cosecha de las abejas sobre las diversas plantas de las inmediaciones, se ve que las obreras se distribuyen sobre las flores proporcionalmente al número de las plantas de una misma especie y a su riqueza melífera. Es más: las mismas obreras estiman cada día el valor del mejor líquido dulce que pueden cosechar.
»Si, por ejemplo, en la primavera, después del florecimiento de los sauces, en el momento en que aún nada ha florecido en los campos, las abejas casi no tienen más recurso que las primeras flores de los bosques, se las puede ver visitar activamente las anémonas, las pulmonarias, los juncos y las violetas. Algunos días después, si florecen campos de coles o de colza en gran número, veremos a las abejas abandonar completamente la visita de las plantas de los bosques todavía en plena floración para consagrarse a la visita de las flores de col o de colza.
»Cada día arreglan así su distribución sobre las plantas, a fin de cosechar el mejor líquido dulce en el menor tiempo posible.
»Se puede decir, pues, que la colonia de abejas, tanto en sus trabajos de cosecha como en el interior de la colmena, sabe establecer una distribución racional del número de obreras, sin dejar de aplicar el principio de una división del trabajo».
XI
Pero se dirá: «¿Qué nos importa que las abejas sean más o menos inteligentes? ¿Por qué pesar así, con tanto cuidado, una pequeña huella de materia casi invisible, como si se tratase de un fluido del cual dependieran los destinos del hombre?». Sin exagerar nada, creo que el interés que tenemos en ello es de los más apreciables. El encontrar fuera de nosotros una marca real de inteligencia nos causa una emoción parecida a la de Robinson descubriendo la huella de un pie humano en la arena de su isla. Parece que no estamos tan solos como creíamos estar. Cuando tratamos de darnos cuenta de la inteligencia de las abejas, estudiamos en ellas, en definitiva, lo más precioso de nuestra sustancia, un átomo de esa materia extraordinaria que tiene la propiedad magnífica de transfigurar las necesidades ciegas, de organizar, embellecer y multiplicar la vida, de tener en suspenso, de una manera más impresionable, la obstinada fuerza de la muerte y la gran ola inconsiderada que arrolla casi todo lo que existe en una inconsciencia eterna.
Si fuésemos los únicos en poseer y mantener una partícula de materia en ese estado particular de floración de incandescencia que llamamos inteligencia, tendríamos algún derecho a creernos privilegiados, a imaginarnos que la Naturaleza alcanza en nosotros una especie de fin; pero hay toda una categoría de seres, los himenópteros en que alcanza casi un fin idéntico. Esto, si se quiere, no resuelve nada; mas no por eso el hecho deja de ocupar un honroso puesto entre la multitud de pequeños hechos que contribuyen a ver clara nuestra situación en la tierra. Hay ahí, desde cierto punto de vista, una contraprueba de la parte más indescifrable de nuestro ser; hay ahí superposiciones de destinos que dominamos desde un punto más elevado que ninguno de los que alcanzaremos para contemplar los destinos del hombre. Hay ahí, en pequeño, grandes y simples líneas que nunca tenemos ocasión de aclarar ni de seguir hasta el fin de nuestra esfera desmedida. Hay ahí el espíritu y la materia, la especie y el individuo, la evolución y la permanencia, el pasado y el porvenir, la vida y la muerte, acumulados en un recinto que nuestra mano levanta y que abarcamos de una mirada, y se puede preguntar si la fuerza de los cuerpos y el puesto que ocupan en el tiempo y el espacio modifican tanto como creemos la idea secreta de la Naturaleza, que procuramos descubrir en la historia de la colmena secular en algunos días, como en la grande historia de los hombres, de los cuales tres generaciones llenan más de un siglo.
XII
Volvamos, pues, a la historia de nuestra colmena donde la hemos dejado, para descorrer en lo posible uno de los pliegues de la cortina de guirnaldas en medio del cual el enjambre empieza a experimentar ese extraño sudor casi tan blanco como la nieve y más ligero que el pulmón de un ala. Porque la cera que hace no se parece a la que todos conocemos; es inmaculada, imponderable; parece verdaderamente el alma de la miel, que es, a su vez, el espíritu de las flores, evocada en un encantamiento inmóvil, para convertirse más tarde en nuestras manos, como recuerdo, sin duda, de su origen, en que hay tanto azul celeste, tantos perfumes, tanto espacio cristalizado, tantos rayos sublimados, tanta pureza y tanta magnificencia, en la fragante luz de nuestros últimos altares.
XIII
Es muy difícil seguir las diversas fases de la secreción y del empleo de la cera en un enjambre que empieza a edificar. Todo pasa en el fondo de la multitud, cuya aglomeración, cada vez más densa, debe producir la temperatura favorable para esa exudación que es el privilegio de las abejas más jóvenes. Huber, que fue el primero que las estudió con una paciencia increíble y a costa de peligros a veces serios, consagra a esos fenómenos más de doscientas cincuenta páginas interesantes, pero necesariamente confusas. Yo, que no hago una obra técnica, me limitaré, sirviéndome si es preciso de lo que él ha observado tan bien, a referir lo que puede ver todo aquel que recoja un enjambre de una colmena provista de cristales.
Confesemos desde luego que aún no se sabe por qué alquimia la miel se transforma en cera en el cuerpo lleno de enigmas de nuestras abejas colgantes. Se nota solamente que, al cabo de dieciocho a veinticuatro horas de espera, a una temperatura tan elevada que diríase que arde una llama en el hueco de la colmena, aparecen escamas blancas y transparentes en la abertura de cuatro bolsillos situados a cada lado del abdomen de la abeja.
Cuando la mayor parte de las que forman el cono invertido tienen así el vientre galonado de laminitas de marfil, se ve de pronto a una de ellas, como tocada de una súbita inspiración, desprenderse de la masa, trepar rápidamente por la multitud pasiva, hasta la cima interior de la cúpula, a la cual se agarra sólidamente, apartando a topetazos a las vecinas que la estorban para sus movimientos. Coge con las patas y la boca una de las ocho placas de su vientre, la rasca, la cepilla, la ductiliza, la amasa con su saliva, la dobla y vuelve a enderezarla, la aplana y reforma con la habilidad de un carpintero que manejara una tabla maleable. Finalmente, cuando la sustancia así elaborada le parece tener las dimensiones y la consistencia necesarias, la pega en lo más alto del domo, colocando así la primera piedra, mejor dicho, la clave de la urbe nueva, porque se trata aquí de una ciudad invertida que baja del cielo, en vez de alzarse del seno de la tierra como las ciudades humanas.
Hecho esto, la arquitecto ajusta a la clave otros fragmentos de cera que va cogiendo de debajo de los anillos de sus tentáculos; da al conjunto un postrer repaso con la lengua y las antenas, y luego, tan bruscamente como vino, se retira y se pierde entre la multitud.
Inmediatamente otra la reemplaza, continúa el trabajo, añadiendo el suyo al empezado, rectifica lo que no parece conforme al plan ideal de la tribu, desaparece a su vez, mientras que una tercera, una cuarta, una quinta la suceden, en una serie de apariciones inspiradas y súbitas, sin que ninguna termine la obra, y aportando todas su parte a la labor unánime.
XIV
Un pequeño bloque de cera todavía informe pende entonces de lo más alto de la bóveda. Cuando parece bastante grande, se ve surgir del racimo otra abeja cuyo aspecto difiere considerablemente del de las fundadoras que la han precedido. Podría creerse, al ver la seguridad de su determinación y la expectación de las que la rodean, que es una especie de ingeniero iluminado que de pronto marca en el vacío el puesto que ha de ocupar la primera celda, de la cual dependerán matemáticamente las de todas las demás. En todo caso, esta abeja pertenece a la clase de las escultoras o cinceladoras que no producen cera y se contentan con labrar los materiales que les proporcionan. Escoge, pues, el emplazamiento de la primera celda, ahonda un momento en el bloque, acercando a los bordes que se elevan en torno de la cavidad la cera que quita el fondo. Luego, como hicieron las fundadoras, abandona de pronto su esbozo; una obrera impaciente la sustituye y continúa su obra que una tercera acabará, mientras otras empiezan en torno de ellas, según el mismo método de trabajo interrumpido y sucesivo, la labor del resto de la superficie y del lado opuesto de la pared de cera. Diríase que una ley esencial de la colmena divide en ella el orgullo de la tarea y que toda obra debe ser común y anónima para que sea más fraternal.
XV
Pronto el naciente panal se adivina. Es aún lenticular, porque los pequeños tubos prismáticos que lo componen, desigualmente prolongados, se acortan en una degradación regular del centro a los extremos. En este momento tiene casi la apariencia y el grueso de una lengua humana formada en sus dos fases de celdas hexagonales, yuxtapuestas y adosadas.
Tan pronto como las primeras celdas están construidas, las fundadoras fijan en la bóveda un segundo, y, a medida que el trabajo avanza, un tercero y un cuarto bloques de cera. Estos bloques se escalonan a intervalos regulares y calculados, de manera que cuando los panales hayan adquirido toda su fuerza, lo cual no sucede sino mucho más tarde, las abejas tendrán siempre el espacio necesario para circular entre las paredes paralelas.
Es, pues, necesario que, en su plan, prevean el grueso definitivo de cada panal, que es de veintidós o veintitrés milímetros, y al mismo tiempo la anchura de las calles que los separan y que deben tener unos once milímetros de ancho, es decir, el doble de la altura de una abeja, puesto que tendrán que pasar por entre los panales dándose la espalda.
No son infalibles, sin embargo, y su certeza no parece maquinal. En circunstancias difíciles cometen a veces errores de bastante monta. En ocasiones hay demasiado espacio entre los panales, o demasiado poco; entonces lo remedian de la mejor manera que pueden, ora haciendo oblicuar el panal demasiado aproximado ora intercalando en el vacío demasiado grande un panal irregular. «Se equivocan a veces —dice a propósito de esto Réaumur—, y éste es otro de los rasgos que parecen probar que forman juicio».
XVI
Sabido es que las abejas construyen cuatro tipos de celdas: las reales, que son excepcionales y se parecen a una bellota; las grandes, reservadas a la cría de los zánganos y al almacenaje de provisiones cuando hay superabundancia de flores; las pequeñas, que sirven de cuna a las obreras y de almacenes ordinarios y suelen ocupar las ocho décimas partes de la superficie edificada de la colmena, y, por último, las de transición, en número suficiente para unir sin desorden las grandes a las pequeñas. Aparte de la inevitable irregularidad de estas últimas, las dimensiones del segundo y del tercer tipo están tan bien calculadas que en el momento de la implantación del sistema decimal, cuando se buscó en la Naturaleza una medida fija que pudiese servir de punto de partida y de modelo incontestable, Réaumur propuso el alvéolo de la abeja[7].
Cada uno de estos alvéolos es un tubo hexagonal puesto sobre una base piramidal, y cada panal está formado de dos capas de estos tubos opuestos por la base, de tal manera que cada uno de los tres rombos que constituyen la base piramidal de una celda del anverso forma al mismo tiempo la base igualmente piramidal de tres celdas de reverso.
En estos tubos prismáticos se almacena la miel. Para evitar que salga durante el tiempo de su maduración, lo que sucedería inevitablemente si estuviesen estrictamente horizontales como parecen estarlo, las abejas los levantan conforme a un ángulo de cuatro o cinco grados.
«Además del ahorro de cera —dice Réaumur considerando el conjunto de esta maravillosa construcción—, además del ahorro de cera, que resulta de la disposición de las celdas; además de que por medio de esta disposición las abejas llenan el panal sin que en él quede ningún vacío, hay las ventajas relativas a la solidez que eso da a la obra. El ángulo del fondo de cada celda, el vértice de la cavidad piramidal, se halla estribado por la arista que forman dos lados del hexágono de otra celda. Los dos triángulos o prolongaciones de los planos hexagonales que llenan uno de los ángulos entrantes de la actividad formada por los tres rombos forman juntos un ángulo plano por la parte en que se tocan; cada uno de estos ángulos, que es cóncavo en el interior de la celda, sostiene por la parte de su convexidad una de las paredes empleadas en formar el hexágono de otra celda, y esta pared, que se apoya en dicho ángulo, resiste a la fuerza que tendería a empujarlas hacia fuera; así es que los ángulos se encuentran afianzados. Todas las ventajas que se pudieran exigir respecto a la solidez de cada celda le son proporcionadas por su propia figura y por la manera de estar dispuestas las unas respecto a las otras».
XVII
«Los geómetras saben —dice el doctor Reid— que no hay más que tres clases de figuras adaptables para dividir una superficie en pequeños espacios iguales, de una forma regular y del mismo tamaño sin intersticios.
»Éstas son el triángulo equilátero, el cuadrado y el hexágono regular, que, por lo que toca a la construcción de las celdas, prevalece sobre las otras dos figuras por la comodidad y la resistencia. Y las abejas adoptan precisamente la forma hexagonal, como si conociesen sus ventajas.
»El fondo de las celdas se compone de tres planos que se encuentran en un punto, y se ha demostrado que este sistema de construcción permite realizar una economía considerable en trabajo y materiales. Tratábase, además, de saber qué ángulo de inclinación de los planos corresponde a la mayor economía, problema de alta matemática que ha sido resuelto por algunos sabios, entre ellos Maclaurin, cuya solución se encontrará en la reseña de la “Sociedad Real” de Londres[8]. Pues bien, el ángulo determinado de esta manera por el cálculo corresponde al que se mide en el fondo de los alvéolos».
XVIII
No creo que las abejas se entreguen a esos cálculos complicados, pero tampoco creo que el azar o solamente la fuerza de las cosas produzca esos resultados admirables. Para las avispas, por ejemplo, que construyen, como las abejas, panales de alvéolos hexagonales, el problema era el mismo y lo han resuelto de una manera mucho menos ingeniosa. Sus panales no tienen más que una capa de celdas y no poseen el fondo común que sirve a la vez para las dos capas opuestas del panal de la abeja. De ahí menos solidez, más irregularidad y una pérdida de tiempo, de materia y de espacio que representa la cuarta parte del esfuerzo y la tercera del espacio necesarios. Igualmente, las trigonas y las meliponas, que son verdaderas abejas domésticas, pero de una civilización menos adelantada, no construyen sus celdas de cría más que sobre una cara y apoyan sus panales horizontales y superpuestos sobre informes y dispendiosas columnas de cera. En cuanto a sus celdas para provisiones, son grandes odres reunidos sin orden y allí donde podrían intersectarse, con una economía de sustancia y de tiempo que las abejas aprovechan, las meliponas, sin pensar en esa economía posible, insertan torpemente entre las esferas otras celdas de paredes planas. Así es que, cuando se compara uno de sus nidos con la ciudad matemática de nuestras abejas, se creería estar viendo un caserío de chozas primitivas al lado de una de esas ciudades regulares que son el resultado quizá sin encantos pero lógico, del genio del hombre, que lucha más ardientemente que antes contra el tiempo, el espacio y la materia.
XIX
La teoría corriente, renovada de Buffon, sostiene que las abejas no tienen la menor intención de hacer hexágonos de base piramidal; que quieren simplemente practicar en la cera alvéolos redondos; pero como sus vecinas, las que trabajan en la cara opuesta del panal, hacen otro tanto, con las mismas intenciones, los puntos en que los alvéolos se encuentran toman forzosamente una forma hexagonal. Añaden que sucede lo mismo que con los cristales de la nieve, con las escamas de ciertos peces, las pompas de jabón, etcétera, y que lo propio pasa en la siguiente experiencia que propone Buffon: «Llénese una vasija con guisantes o con cualquier otro grano cilíndrico y tápese bien después de haber vertido en ella tanta agua como pueden recibir los intersticios entre los granos; hágase hervir esta agua, y todos los cilindros se transformarán en columnas de seis lados. La razón es puramente mecánica: cada grano de figura cilíndrica tiende, por su hinchazón, a ocupar el mayor espacio posible en un espacio dado; todos se vuelven, pues hexagonales por la compresión recíproca. Cada abeja procura ocupar también el mayor espacio posible en un espacio dado; es, pues, necesario igualmente, puesto que el cuerpo de las abejas es cilíndrico, que sus celdas sean hexagonales por la misma razón de los obstáculos recíprocos».
XX
He aquí unos obstáculos recíprocos que producen una maravilla, como los vicios de los hombres, por la misma razón, producen una virtud general, suficiente para que la especie humana, a menudo odiosa en sus individuos, no lo sea en conjunto. Desde luego se podría objetar, como lo han hecho Brougham, Kirby, Spence y otros sabios, que la experiencia de las pompas de jabón y de los guisantes no prueba nada, porque en uno y otro caso el efecto de la presión no produce sino formas muy irregulares y no explica la razón de ser del fondo prismático de las celdas.
Se podría contestar, sobre todo, que hay más de una manera de sacar partido de las necesidades ciegas, que la avispa cartonera, el abejorro velloso, las meliponas y las trigonas de México y de Brasil, aunque las circunstancias y el fin son iguales, llegan a resultados muy diferentes y a todas luces inferiores. Podría decirse también que si las celdas de la abeja obedecen a la ley de los cristales de la nieve, de las pompas de jabón o de los guisantes hervidos de Buffon, obedecen al mismo tiempo, por su simetría general, por su disposición sobre dos capas opuestas, por su inclinación calculada, etcétera, a muchas otras leyes que no se encuentran en la materia.
Se podría añadir que todo el genio del hombre está también en la manera con que saca partido de necesidades análogas y que si esta manera nos parece la mejor posible es porque no hay juez superior a nosotros. Pero conviene que los razonamientos enmudezcan ante los hechos, y para rechazar una objeción sacada de una experiencia nada vale tanto como otra experiencia.
A fin de cerciorarme de que la arquitectura hexagonal se hallaba realmente inscrita en el espíritu de la abeja, corté y quité un día, en el centro de un panal y en un sitio en que había a la vez nidada y celdas llenas de miel, un disco del diámetro de una moneda de plata de cinco francos. Partiendo luego el disco por la mitad del espesor de su circunferencia por donde se unían las bases piramidales de las celdas, apliqué sobre las bases de una de las dos secciones así obtenidas una rodaja de estaño de igual diámetro y bastante resistente para que las abejas no pudiesen deformarla ni torcerla. Luego, volví a colocar en su sitio la sección provista de una rodaja. Una de las caras del panal no ofrecía nada anormal, porque el daño quedaba reparado, pero en la otra se veía una especie de gran agujero, cuyo fondo estaba formado por la rodaja de estaño y que ocupaba el puesto de una treintena de celdas. Las abejas quedaron de pronto desconcertadas, acudieron en masa a examinar y estudiar el abismo inverosímil y, durante varios días, se agitaron alrededor y deliberaron sin tomar acuerdo. Pero como yo las alimentaba abundantemente cada tarde, llegó un momento en que no hubo más celdas disponibles para almacenar sus provisiones. Es probable que entonces las grandes ingenieras, las escultoras y las cereras escogidas recibieron la orden de sacar partido del abismo inútil.
Una pesada guirnalda de cereras lo rodeó para mantener el color necesario; otras abejas bajaron al foso y empezaron por fijar sólidamente la rodaja de metal por medio de garfitas de cera escalonadas con regularidad sobre su circuito y pegadas a las aristas de las celdas circundantes. Entonces emprendieron la construcción de tres o cuatro alvéolos, uniéndolos a las garfas, en el semicírculo superior de la rodaja. Cada uno de estos alvéolos de transición o de reparación tenía su parte de encima más o menos deformada para soldarse a la celda contigua del panal, pero su parte de abajo presentaba siempre sobre el estaño tres ángulos muy marcados, de los cuales partían ya tres pequeñas líneas rectas que esbozaban con regularidad la primera mitad del alvéolo siguiente.
Al cabo de cuarenta y ocho horas, y aunque no podían trabajar en la abertura más que tres o cuatro abejas a la vez, toda la superficie del estaño estaba cubierta de alvéolos bosquejados. Estos alvéolos eran menos regulares que los de un panal ordinario; por esto la reina, después de haberlos recorrido, se negó prudentemente a aovar en ellos, pues no podía salir de allí más que una generación atrofiada. Pero todos eran perfectamente hexagonales; no había en ellos ni una línea curva, ni una forma, ni un ángulo redondeados. Sin embargo, todas las condiciones habituales habían cambiado; las celdas no habían sido practicadas en un bloque, según la observación de Huber, o en un capucho de cera, según la de Darwin, circulares al principio y luego hexagonadas por la presión de sus vecinas. No podía ser cuestión de obstáculos recíprocos, puesto que nacían una a una y proyectaban libremente sobre una especie de tabla rasa las pequeñas líneas iniciales. Parece, pues, indudable que el hexágono no es el resultado de necesidades mecánicas, sino que se encuentra verdaderamente en el plan, en la experiencia, en la inteligencia y la voluntad de la abeja. Otro rasgo curioso de su sagacidad, que anoto de paso, es que los cortadillos que construyeron sobre la rodaja no tenían más fondo que el metal mismo. Las ingenieras de la escuadra presumían evidentemente que el estaño bastaría para retener los líquidos y habían considerado inútil embadurnarlo de cera. Pero, poco después, habiendo puesto algunas gotas de miel en dos de estas vasijas, notaron probablemente que se alteraba más o menos al contacto del metal. Cambiando entonces de idea, recubrieron de una especie de barniz diáfano toda la superficie del estaño.
XXI
Si quisiéramos aclarar todos los secretos de esa arquitectura geométrica deberíamos examinar todavía más de una cuestión interesante; por ejemplo, la forma de las primeras celdas que se pegan al techo de la colmena, que se modifica de tal manera que los panales toquen al mismo techo por el mayor número de puntos posible.
Habría que notar también no tanto la orientación de las grandes calles, determinada por el paralelismo de los panales, como la disposición de los callejones y pasajes dispuestos acá y acullá al través o en torno de los panales mismos para asegurar el tráfico y la circulación de aire y hábilmente distribuidos a fin de evitar largos rodeos o una aglomeración excesiva. Habría que estudiar, en fin, la construcción de las celdas de transición, el instinto unánime que impulsa a las abejas a aumentar, en un momento dado, las dimensiones de sus moradas, ya porque la cosecha extraordinaria exige mayores depósitos ya porque juzgan la población bastante fuerte o porque el nacimiento de zánganos lo haga necesario. Habría que admirar al mismo tiempo la economía ingeniosa y la armoniosa certeza con la cual pasan, en tales casos, de lo pequeño a lo grande o de lo grande a lo pequeño, de la simetría perfecta a una asimetría inevitable, para volver, tan pronto como lo permitan las leyes de una geometría animada, a la regularidad ideal, sin que se desperdicie una celda, sin que haya en sus edificios un solo barrio sacrificado, pueril, indeciso o bárbaro, o una zona inutilizable. Pero ya temo haberme adentrado en muchos detalles desprovistos de interés para un lector que no se ha fijado nunca en las abejas o que sólo se ha interesado por ellas de paso, como todos nos interesamos de paso por una flor, por un pájaro, por una piedra preciosa, sin pedir más que una distraída certeza superficial, y sin pensar bastante que el menor secreto de un objeto, que vemos en la naturaleza que no es humana, toma quizás una parte más directa en el profundo enigma de nuestros fines y de nuestros orígenes que el secreto de nuestras pasiones más arrebatadoras y con sentido más complaciente estudiadas.
XXII
A fin de no recargar este estudio, prescindo igualmente del instinto asombroso de las abejas, que a veces les hace adelgazar o demoler la extremidad de sus panales cuando quieren prolongarlos o ensancharlos, y, sin embargo, se convendrá que demoler para reconstruir, deshacer lo hecho para rehacerlo con más regularidad, supone un singular desarrollo del ciego instinto de edificar. Prescindo también de notables experiencias que se pueden hacer para obligarlas a construir panales circulares, ovalados, tubulares o caprichosamente torcidos, y de la manera ingeniosa con que logran hacer corresponder las celdas estrechadas con las partes cóncavas del panal.
Pero antes de dejar esta materia detengámonos, aunque no sea más que un minuto, a considerar la manera misteriosa con que conciertan su trabajo y toman sus medidas cuando esculpen al mismo tiempo, sin verse, las dos caras opuestas de un panal. Mirad por transparencia uno de esos panales y notaréis, dibujados por sombras agudas en la cera diáfana, toda una red de prismas, con las aristas tan claras, todo un sistema de concordancias tan infalibles que parecen estampadas en acero.
No sé si los que jamás han visto el interior de una colmena se representan suficientemente la disposición y el aspecto de los panales. Que se figuren (y tomaremos por modelo la colmena de los campesinos, en que la abeja se halla entregada a sí misma), que se figuren una campana de paja o de mimbre; esta campana se halla dividida, de arriba abajo, por cinco, seis, ocho y a veces diez planchas de cera perfectamente paralelas y bastante parecidas a grandes rebanadas de pan que bajan de lo alto de la campana y se adaptan estrictamente a la forma ovoide de sus paredes. Entre cada una de esas planchas hay un intervalo de unos once milímetros en que permanecen o circulan las abejas. En el momento en que empieza en lo alto de la colmena la construcción de una de esas planchas, el muro de cera, que es su esbozo y que será adelgazado y estirado más tarde, es aún muy espeso y aísla completamente las cincuenta o sesenta que cincelan al mismo tiempo su cara posterior, de modo que es imposible que se vean mutuamente, a menos que sus ojos tengan el don de penetrar los cuerpos más opacos. Sin embargo, una abeja de la cara anterior no practica un solo agujero, no añade un fragmento de cera que no corresponda exactamente a un relieve o a una cavidad de la cara posterior, y recíprocamente. ¿Cómo se las arreglan para ello? ¿Cómo es que la una no ahonda demasiado, ni la otra demasiado poco?
¿Cómo todos los ángulos de los rombos coinciden siempre tan mágicamente? ¿Quién les dice que empiecen aquí y terminen allá? Hemos de contentarnos una vez más con la contestación que no resuelve nada: «Es uno de los misterios de la colmena». Huber ha tratado de explicar ese misterio diciendo que a ciertos intervalos, mediante la presión de sus patas o de sus dientes, las abejas provocan quizás un ligero relieve en la cara opuesta del panal o que se daban cuenta del espesor más o menos grande del bosque, por la flexibilidad, la elasticidad u otra propiedad física de la cera; o que sus antenas parecen prestarse al examen de las partes más finas y contorneadas en los objetos y les sirven de compás en lo invisible; o que la relación de todas las celdas proviene matemáticamente de la disposición y de las dimensiones de las de la primera fila sin necesidad de otras suficientes: las primeras son hipótesis de imposible comparación; las otras, cambian simplemente de sitio el misterio. Y si es bueno mudar los misterios de sitio con la frecuencia posible, no hay que presumir que un cambio de puesto baste para destruirlos.
XXIII
Abandonemos al fin las planicies monótonas y el desierto geométrico de las celdas. Los panales empezados se hacen habitables. Aunque lo infinitamente pequeño se añada, sin esperanza aparente, a lo infinitamente pequeño, y nuestros ojos, que ven tan poca cosa, miren sin ver nada, la obra de cera, que no se detiene ni de día ni de noche, se extiende con una rapidez extraordinaria. La reina, impaciente, ha recorrido ya más de una vez las obras que blanquean en la oscuridad, y, ahora que las primeras líneas de habitaciones están terminadas, toma posesión de ellas con su cortejo de guardias, consejeras o sirvientas, pues no es fácil decir si es conducida o escoltada, venerada o vigilada. Al llegar al punto que juzga favorable o que sus consejeras le imponen, ahueca la espalda, se encorva e introduce la extremidad de su largo abdomen ahusado en uno de los alvéolos vírgenes, mientras que todas las cabecitas atentas, las cabecitas con enormes ojos negros de las guardias de su escolta, la encierran en un círculo apasionado, le sostienen las patas, le acarician las alas y agitan sobre ella sus febriles antenas, como para alentarla, apremiarla y felicitarla.
Se conoce fácilmente el sitio en que se encuentra por esa especie de escarapela estrellada o más bien por ese broche ovalado del que ella es el topacio central y que se parece bastante a los imponentes broches que nuestras abuelas llevaban. Es de notar, y lo notamos ya que se presenta la ocasión de hacerlo, que las obreras evitan siempre el volver la espalda a la reina. Tan pronto como ésta se acerca a un grupo, todas se las arreglan para presentarle invariablemente los ojos y las antenas, y en su presencia andan a reculones. Es una señal de respeto o más bien de solicitud, que, por inverosímil que parezca, no deja de ser constante y general. Pero volvamos a nuestra soberana. A menudo, durante el ligero espasmo que acompaña visiblemente la emisión del huevo, una de sus hijas la coge en sus brazos, y, frente contra frente, boca contra boca, parece hablarle bajo. Ella, bastante indiferente a esos testimonios algo desenfrenados, lo toma con calma, sin emocionarse mucho, totalmente entregada a su misión, que parece ser para ella una voluptuosidad amorosa más bien que un trabajo. Por fin, al cabo de algunos segundos, se incorpora con calma, da un paso, da media vuelta sobre sí misma, y, antes de introducir la punta de su vientre, mete la cabeza en la celda vecina a fin de cerciorarse de que todo está allí en orden y de que no pone dos veces en un mismo alvéolo, mientras que dos o tres abejas de la celosa escolta entran al punto sucesivamente en la celda abandonada para ver si queda cumplida la obra y rodear de cuidados o poner en buen sitio el huevecito azulado que acaba de depositar en ella. A partir de entonces, hasta los primeros días de otoño, la reina no para: pone huevos mientras la alimentan y duerme —si es que duerme— poniendo huevos. Desde aquel momento representa el poder devorador del porvenir que invade todos los ámbitos del reino. Sigue paso a paso a las infelices obreras, que se extenúan construyendo las cunas que su fecundidad reclama. Se asiste así a un concurso de dos poderosos instintos cuyas peripecias aclaran para mostrarlos, si no para resolverlos, varios enigmas de la colmena.
Sucede, por ejemplo, que las obreras toman cierta ventaja. Obedeciendo a sus cuidados de buenas amas de gobierno que piensan en las provisiones de los días de mal tiempo, se apresuran a llenar de miel las celdas conquistadas sobre la avidez de la especie. Pero la reina se acerca; es preciso que los bienes materiales retrocedan ante la idea de la naturaleza, y las obreras, desconcertadas, mudan de sitio el tesoro importuno.
Sucede también que su adelanto es de un panal entero; entonces, no teniendo a la vista a la que representa la tiranía de los días que nadie verá, aprovechan la circunstancia para construir lo más pronto posible una zona de grandes celdas, de celdas para zánganos, cuya construcción es mucho más fácil y más rápida. Al llegar a esa zona ingrata, la reina deposita en ella de mala gana algunos huevos, pasa de largo y exige en sus bordes nuevas celdas de obreras. Las trabajadoras obedecen, estrechan gradualmente los alvéolos y la prosecución se reanuda hasta que la insaciable madre, plaga fecunda y adorada, vuelve a los extremos de la colmena, a las celdas del principio, abandonadas mientras tanto por la primera generación que acaba de nacer, y que pronto, de ese rincón de sombra en que vino a la vida, va a dispersarse sobre las flores de los contornos, a poblar los rayos del sol y animar las horas propicias, para sacrificarse a su vez a la generación que ya la suple en la cuna.
XXIV
¿Y la reina abeja a quién obedece? A la comida que le dan, porque no toma por sí misma alimentos; es alimentada como un niño por las mismas obreras a quienes agobia de fatiga su fecundidad. Y, a su vez, esa comida que las obreras le tasan guarda proporción con la abundancia de las flores y con la cosecha que traen las libadoras de los cálices. Aquí, pues, como en todas partes, una porción del círculo se halla sumida en las tinieblas; aquí, pues, como en todas partes, la orden suprema viene de fuera, de un poder desconocido, y las abejas se someten, como nosotros, al amo anónimo de la rueda que gira sobre sí misma aplastando las voluntades que la hacen mover.
Alguien a quien yo enseñaba últimamente, en una de mis colmenas de cristal, el movimiento de esa rueda tan visible como la rueda principal de un reloj; alguien que veía a las claras la agitación innumerable de los panales, el zarandeo perpetuo, enigmático y loco de las nodrizas sobre las cunas de la nidada, los puentes y escaleras animados que forman las cereras, las espirales invasoras de la reina, la actividad diversa e incesante de la multitud, el esfuerzo despiadado e inútil, las idas y venidas con un ardor febril, el sueño ignorado fuera de las cunas que ya acecha el trabajo de mañana, el reposo mismo de la muerte, alejado de una residencia que no admite enfermos ni tumbas; alguien que miraba esas cosas, una vez pasado el asombro, no tardó en apartar la vista en que se leía no sé qué espanto.
Hay, en efecto, en la colmena, bajo la alegría del primer aspecto, bajo los brillantes recuerdos de los días hermosos que la llenan y la convierten en cofrecillo de joyas del verano, bajo el movimiento embriagador que la une a las flores, a las aguas vivas, al azul del cielo, a la abundancia tan apacible de todo lo que representa la belleza y la felicidad, hay, en efecto, bajo todas esas delicias exteriores, un espectáculo que es de los más tristes que se puedan ver. Y nosotros, ciegos que no abrimos más que ojos oscurecidos, cuando miramos a esas inocentes condenadas, sabemos muy bien que no son ellas solas las que están a punto de inspirarnos compasión, que no son ellas solas las que no comprendemos, sino una forma lastimera de la gran fuerza que nos anima y nos devora también.
Sí; si se quiere, eso es triste, como todo es triste en la Naturaleza cuando se lo mira de cerca. Sucederá así mientras no sepamos su secreto o si tiene alguno. Y si algún día averiguamos que no tiene ninguno o el que tiene es horrible, entonces nacerán otros deberes que quizás aún no tienen nombre. Mientras tanto, que nuestro corazón repita si quiere: «Eso es triste», pero nuestra razón se contente con decir: «Eso es así». Nuestro deber actual está en averiguar si existe algo detrás de esas tristezas, y para eso no hay que apartar la vista de ellas, sino mirarlas fijamente y estudiarlas con tanto interés y valor como si fuesen alegrías. Justo es que, antes de quejarnos, que antes de juzgar a la Naturaleza, acabemos de interrogarla.
XXV
Hemos visto que las obreras, luego que no se sienten ya apretadas de cerca por la amenazadora fecundidad de la madre, se apresuran a fabricar celdas para provisiones, cuya construcción es más económica y la capacidad mayor. Hemos visto, por otra parte, que la madre prefiere aovar en las celdas pequeñas y que las reclama sin cesar. Sin embargo, a falta de ellas, y mientras se las proporcionan, se resigna a depositar huevos en las anchas celdas que encuentra a su paso.
Las abejas que de estos huevos nacerán serán machos o zánganos, aunque los huevos son enteramente iguales a aquellos de que nacen las obreras. Ahora bien, al revés de lo que sucede en la transformación de una obrera en reina, no es la forma o la capacidad del alvéolo lo que determina aquí el cambio, pues de un huevo puesto en una celda grande y transportado luego a una celda de obrera saldrá (yo he conseguido operar cuatro o cinco veces ese traslado, que es bastante difícil a causa de la pequeñez microscópica y la enorme fragilidad del huevo) un macho más o menos atrofiado, pero incontestable. Es preciso, pues, que la reina, al aovar, tenga la facultad de reconocer o determinar el sexo del huevo que pone y de apropiarlo al alvéolo en que lo pone. Es raro que se equivoque. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo, entre las miríadas de huevos que sus dos ovarios contienen, separa los machos de las hembras y cómo bajan a su antojo al oviducto único?
Henos aquí en presencia de otro de los enigmas de la colmena, y de uno de los más impenetrables. No se ignora que la reina virgen no es estéril, pero que no puede poner sino huevos de machos. Sólo después de la fecundación del vuelo nupcial produce a voluntad obreras o zánganos. A consecuencia del vuelo nupcial se halla definitivamente en posesión, hasta su muerte, de los espermatozoarios, arrancados a su desdichado amante. Esos espermatozoarios, cuyo número estima el doctor Leuckart en veinticinco millones, se conservan vivos en una glándula especial situada debajo de los ovarios, a la entrada del oviducto común, y llamada espermateca. Se supone, pues, que la estrechez del orificio de las celdas pequeñas y la manera con que la forma de este orificio obliga a la reina a encorvarse y agacharse ejerce sobre la espermateca cierta presión, de resultas de la cual los espermatozoarios salen de ella y al pasar fecundan el huevo. Esa presión no tendría efecto en las celdas grandes, y la espermateca no se entreabriría. Otros, por el contrario, opinan que la reina manda realmente a los músculos que abren o cierran la espermateca sobre la vagina, y, efectivamente, esos músculos son en extremo numerosos, fuertes y complicados. Sin querer decidir cuál de las dos hipótesis es la mejor, pues cuanto más se observa mejor se ve que uno no es más que un náufrago sobre el océano hasta aquí muy desconocido de la Naturaleza, mejor se averigua que un hecho está dispuesto siempre a surgir del seno de una ola de súbito más transparente, que destruye en un instante todo lo que creía saber, confesaré, sin embargo, que me inclino por la segunda. Las experiencias de un apicultor bordelés, Mr. Drory, demuestran que, si se han sacado de la colmena todas las celdas grandes, la madre, una vez llegado el momento de poner huevos de machos, no vacila en ponerlos dentro de las celdas obreras, e inversamente pondrá huevos de obreras dentro de celdas de machos, si no tiene otras a su disposición.
Luego las bellas observaciones de M. Fabre sobre las osmias, que son abejas silvestres y solitarias de la familia de las gastrilégidas, prueban hasta la evidencia que no solamente la osmia conoce de antemano el sexo del huevo que ha de poner, sino que este sexo es facultativo para la madre, que lo determina según el espacio de que dispone, «espacio frecuentemente fortuito y no modificable», estableciendo aquí un macho y allí una hembra. No entraré en el detalle de las experiencias del gran entomólogo francés. Son en extremo minuciosas y nos llevarían demasiado lejos. Cualquiera que sea la hipótesis aceptada, una u otra explicaría muy bien, fuera de toda inteligencia del porvenir, la propensión de la reina a aovar en celdas de obreras.
Es probable que esta madre esclava que nos inspira compasión, pero que es quizás una apasionada del amor, una gran voluptuosa, experimenta en la unión del principio macho y hembra que se opera en su ser cierto goce y como un resabio de la embriaguez del vuelo nupcial, único en su vida. En esto también la Naturaleza, que nunca es tan ingeniosa ni tan disimuladamente previsora y diversa como cuando se trata de las asechanzas del amor, debió de apuntalar con un deseo el interés de la especie. Pero entendámonos y no seamos cándidamente víctimas de nuestra explicación. Atribuir así una idea a la Naturaleza, y creer que esto basta, es echar una piedra en uno de esos abismos inexplorables que se encuentran en el fondo de ciertas grutas e imaginarse que el ruido que producirá al caer en él responderá a todas nuestras preguntas y nos revelará otra cosa que la inmensidad del abismo.
Cuando se repite: «La Naturaleza quiere esto, organiza esta maravilla, procura ese fin», equivale a decir que una pequeña manifestación de vida logra mantenerse, mientras nos ocupamos en ella, sobre la enorme superficie de la materia que nos parece inactiva y que llamamos, evidentemente sin razón, la nada o la muerte. Un concurso de circunstancias que nada tenía de necesario ha mantenido esta manifestación entre otras mil, quizá tan interesantes y tan inteligentes, pero que no tuvieron la misma suerte y desaparecieron para siempre sin haber tenido la ocasión de maravillarnos. Sería temerario afirmar otra cosa, y todo el resto, nuestras reflexiones, nuestra teología obstinada, nuestras esperanzas y nuestras admiraciones, todo es en el fondo cosa desconocida, que hacemos chocar contra algo menos conocido aún, para hacer un pequeño ruido que nos da conciencia del más alto grado de la existencia particular que podemos alcanzar en esa misma superficie muda e impenetrable, como el canto del ruiseñor y el vuelo del cóndor les revelan también en el más alto grado de existencia propia de su especie. Después de todo, uno de nuestros deberes más innegables es el de producir ese pequeño ruido cada vez que la ocasión se presenta, sin desalentarnos porque sea probablemente inútil.