La vida de las abejas

Libro quinto - El vuelo nupcial

I

Veamos ahora de qué manera se efectúa la fecundación de la reina abeja. En esto la Naturaleza ha tomado también medidas extraordinarias para favorecer la unión de los machos y de las hembras nacidos en troncos diferentes; ley extraña que nadie la obliga a decretar, capricho o quizás inadvertencia inicial cuya repetición gasta las fuerzas más maravillosas de su actividad.

Es probable que si la Naturaleza hubiese empleado en asegurar la vida, en atenuar el sufrimiento, en endulzar la muerte, en apartar los azares terribles, la mitad del genio que prodiga en torno de la fecundación cruzada y de algunos otros deseos arbitrarios, el Universo nos hubiera ofrecido un enigma menos incomprensible, menos lastimoso que el que procuramos penetrar. Pero conviene buscar nuestra conciencia y el interés que en la existencia tomamos, no en lo que hubiera podido ser, sino en lo que es.

En torno de la reina virginal, y viviendo con ella entre la multitud de la colmena, se agitan centenares de machos exuberantes, siempre ebrios de miel, cuya única razón de existir es un acto de amor. Pero a pesar del contacto incesante de dos inquietudes que en todas partes, fuera de aquí, vencen todos los obstáculos, jamás se opera la unión en la colmena y nunca se ha logrado hacer fecunda a una reina cautiva[12]. Los amantes que la rodean ignoran lo que es mientras permanece entre ellos. Sin sospechar que acaban de separarse de ella, que duermen con ella sobre los mismos panales, quizá le han dado empujones en su salida impetuosa, van a pedirla al espacio, a los valles más recónditos del horizonte. Diríase que sus ojos admirables, que cubren toda su cabeza como un fulgurante casco, no la reconocen ni la desean sino cuando se cierne en el espacio azul. Cada día, de once a tres, cuando la luz celeste brilla en todo su esplendor y, sobre todo, cuando el mediodía despliega hasta los confines del cielo sus grandes alas azules para atizar las llamas del sol, la horda empenachada se precipita en busca de la esposa más real y más inesperada que en ninguna leyenda de princesa inaccesible, puesto que la rodean veinte o treinta tribus, que han acudido de todas las ciudades de los contornos, para hacerle un cortejo de más de diez mil pretendientes, y puesto que, entre esos millares, uno solo será elegido, para un beso único de un solo minuto, que le casará con la muerte al mismo tiempo que con la felicidad, mientras que todos los demás volarán inútilmente en torno de la pareja abrazada y perecerán pronto sin volver a ver la aparición prestigiosa y fatal.

II

No exagero esa sorprendente y loca prodigalidad de la Naturaleza. En las mejores colmenas se cuentan habitualmente cuatrocientos o quinientos machos. En las colmenas degeneradas o más débiles se encuentran a menudo cuatro o cinco mil, pues cuanto más decae una colmena más zánganos produce. Puede decirse que, por término medio, un colmenar compuesto de diez colonias disemina por el aire, en un momento, un pueblo de diez mil machos, de los cuales sólo diez o quince a lo sumo tendrán probabilidades de realizar el acto único para el cual nacieron.

Mientras tanto agotan las provisiones de la ciudad, y el trabajo incesante de cinco a seis horas basta apenas para alimentar el ocio voraz de cada uno de esos parásitos, que no tienen de infatigable más que la boca. Pero la Naturaleza es siempre magnífica cuando se trata de las funciones y los privilegios del amor. Sólo escatima los órganos y los instrumentos del trabajo. Es particularmente avara de todo lo que los hombres han llamado virtud. En cambio, esparce con mano pródiga joyeles y favores por el camino de los amantes menos dignos de interés. Grita por todas partes: «Uníos, multiplicaos; no hay más ley ni más fin que el amor», sin perjuicio de añadir a media voz: «Y durad, pues, si podéis, que eso ya no me importa». En vano se hace o se quiere otra cosa; en todas partes se encuentra esa moral tan diferente de la nuestra. Ved también, en los mismos pequeños seres, su avaricia injusta y su fausto insensato. Desde que nace hasta que muere, la austera recolectora tiene que ir lejos, a los bosques más espesos, en busca de una multitud de flores que se ocultan. Tiene que descubrir en los laberintos de los nectarios y en las secretas espesuras de las antenas la miel y el polen ocultos. Sin embargo, sus ojos y sus órganos olfativos son como ojos y órganos de enfermos, comparados con los de los machos. Aunque éstos estuviesen casi ciegos y privados de olfato, no sufrirían mucho por eso; apenas lo sabrían; no tienen nada que hacer, ninguna presa que perseguir. Les traen alimentos preparados y pasan su existencia en sorber la miel en los panales mismos, en la oscuridad de la colmena. Pero son los agentes del amor, y los dones más enormes y más útiles son echados a manos llenas al abismo del porvenir. De cada mil, uno tendrá que descubrir, una vez en su vida, en el espacio azul, la presencia de la virgen real. De cada mil, uno deberá seguir, un instante en el espacio, la pista de la hembra, que no trata de huir. Esto basta. El poder parcial abrió al extremo y hasta el delirio sus inauditos tesoros. A cada uno de sus amantes improbables, novecientos noventa y nueve de los cuales serán degollados pocos días después de las bodas mortales del milésimo, ha dado trece mil ojos a cada lado de la cabeza, cuando la obrera tiene seis mil. Ha provisto sus antenas, según los cálculos de Cheshire, de treinta y siete mil ochocientas cavidades olfativas, cuando la obrera posee menos de cinco mil. Elocuente ejemplo de la desproporción que casi en todas partes se observa entre los dones que otorga el amor y los que escatima al trabajo, entre el favor que derrama sobre lo que exalta la vida en el placer y la indiferencia en que abandona lo que pacientemente se mantiene en la labor. El que quisiera pintar con exactitud el carácter de la Naturaleza, según los rasgos que aquí se encuentran, no haría más que una figura extraordinaria que no tendría nada que ver con nuestro ideal, que, sin embargo, debe provenir también de ella. Pero el hombre ignora demasiadas cosas para emprender esa pintura en que sólo sabría poner una gran sombra con dos o tres puntos de una luz incierta.

III

Se me figura que son pocos los que han violado el secreto de las bodas de la reina abeja, que se verifican en los repliegues infinitos y deslumbradores de un hermoso cielo. Pero es posible sorprender la vacilante partida de la desposada y el mortal regreso de la esposa.

A pesar de su impaciencia, elige su día y su hora y espera a la sombra de las puertas que una mañana maravillosa se derrame en el espacio nupcial del fondo de las grandes urnas azuladas. Le gusta el momento en que un poco de rocío baña con un recuerdo las hojas y las flores; en que la última frescura del alba desfalleciente lucha en su derrota con el ardor del día, como una virgen desnuda en brazos de un robusto guerrero; en que el silencio y las rosas del mediodía que se acerca dejan penetrar todavía, acá y acullá, algún perfume de las violetas de la mañana y algún grito transparente de la aurora.

Aparece entonces en el umbral, en medio de la indiferencia de las colectoras, que no interrumpen su trabajo, o rodeada de obreras desconcertadas, según que deje hermanas en las colmenas o que ya no sea posible reemplazarla. Emprende su vuelo a reculones, vuelve dos o tres veces a la tablilla de abordaje, y cuando ha grabado en su espíritu el aspecto y la situación exacta de su reino que nunca vio de fuera, parte como una flecha hacia el cenit del azulado espacio. Elévase así a una altura y a una zona luminosas que las demás abejas no afrontan en ninguna época de su vida. A distancia, en torno de las flores en que flota su pereza, los machos han notado la aparición y respirado el perfume magnético que se esparce hasta las colmenas vecinas. En seguida las hordas se juntan y se lanzan en su seguimiento al mar de alegría cuyos transparentes límites cambian de sitio. La reina, ebria de sus alas, y obedeciendo la magnífica ley de la especie, que elige para ella su amante y quiere que sólo el más fuerte la alcance en la soledad del éter, sube y sube, y el aire azul de la mañana penetra por primera vez en sus estigmas abdominales y canta como la sangre del cielo en las mil redecillas unidas a los sacos tráqueos que ocupan la mitad de su cuerpo y se nutren del espacio. Y sigue subiendo. Es preciso que alcance una región desierta que ya no frecuentan las aves, que podían turbar el misterio. Se eleva aún más, y ya la tropa desigual disminuye y se desgrana bajo ella. Los débiles, los achacosos, los viejos, los raquíticos, los mal alimentados de las colmenas inactivas o miserables, renuncian a la persecución y desaparecen en el vacío. Ya sólo queda en suspenso, en el ópalo infinito, un pequeño grupo infatigable. Ella pide un último esfuerzo a sus alas y el elegido de las fuerzas incomprensibles la alcanza, la acoge, la penetra, y, llevada de un doble impulso, la espiral ascendente de su vuelo enlazado remolina un segundo en el delirio hostil del amor.

IV

La mayor parte de los seres tienen el sentimiento confuso de que un azar muy precario, una especie de membrana transparente, separa la muerte del amor y de que la idea profunda de la Naturaleza quiere que se muera en el momento en que se transmite la vida. Es probablemente ese temor hereditario lo que da tanta importancia al amor. Esa idea cuyo recuerdo se cierne todavía sobre el peso de los hombres se realiza aquí en su sencillez primitiva. Inmediatamente, después de realizada la unión, el vientre del macho se entreabre, el órgano se desprende, arrastrando la masa de las entrañas, las alas se pliegan, y, fulminado por el rayo nupcial, el cuerpo vaciado da vueltas y cae en el abismo.

La misma idea que, hace poco, en la partenogénesis, sacrificaba el porvenir de la colmena a la multiplicación insólita de los machos, sacrifica aquí el macho al porvenir de la colmena.

Esa idea asombra siempre; cuanto más se la interroga, más disminuyen las certezas, y Darwin, por ejemplo, por citar al hombre que la ha estudiado con más pasión y método, Darwin, sin confesarlo claramente, se desconcierta a cada paso y retrocede ante lo inesperado y lo inconciliable. Vedle, si queréis asistir al espectáculo noblemente humillante del genio humano en la lucha con el poder infinito; vedle procurando aclarar las leyes extrañas, increíblemente misteriosas e incoherentes, de la esterilidad y de la fecundidad de los híbridos o las de la variabilidad de los caracteres específicos y genéricos. Apenas ha formulado un principio cuando le asaltan excepciones sin número, y en seguida el principio agobiado se alegra de encontrar asilo en un rincón y de conservar, por excepción, un resto de existencia.

En que en el hibridismo, en la variabilidad (principalmente en las variaciones simultáneas llamadas correlación del desarrollo), en el instinto, en los procedimientos de la concurrencia vital, en la selección, en la sucesión geológica y en la distribución geográfica de los seres organizados, en las afinidades mutuas, como en todo lo demás, la idea de la Naturaleza es minuciosa y negligente, económica y disipadora, previsoras y descuidada, inconstante y firme, agitada e inmóvil, una e innumerable, grandiosa y mezquina al mismo tiempo y en el mismo fenómeno. Teniendo delante el campo inmenso y virgen de la sencillez, lo puebla de pequeños errores, de pequeñas leyes contradictorias, de pequeños problemas difíciles que se pierden en la existencia con rebaños ciegos. Cierto es que todo eso pasa en nuestros ojos, que no reflejan más que una realidad apropiada a nuestra talla y a nuestras necesidades, y que nada nos autoriza a creer que la Naturaleza pierde de vista sus causas y sus resultados extraviados.

En todo caso es raro que les permita ir demasiado lejos, acercarse a regiones ilógicas y peligrosas. Dispone de dos fuerzas que siempre tienen razón, y, cuando los fenómenos pasan ciertos límites, hace señal a la vida o a la muerte, que vienen a restablecer el orden y a trazar de nuevo la ruta con indiferencia.

V

Se nos escapa por todas partes, desconoce la mayor parte de nuestras reglas y rompe todas nuestras medidas. A nuestra derecha, está muy por debajo de nuestro pensamiento; pero, a nuestra izquierda, lo domina bruscamente como una montaña. A cada momento nos parece que se equivoca, lo mismo en el mundo de sus primeras experiencias que en el de las últimas; me refiero al mundo del hombre. Sanciona en él el instinto de la masa oscura, la injusticia inconsciente del número, la derrota de la inteligencia y de la virtud, la moral sin grandeza que guía la gran oleada de la especie y que es manifiestamente inferior a la moral que puede concebir y desear el espíritu que se une a la pequeña oleada más clara que remonta el río. Sin embargo, ¿hace mal este mismo espíritu en preguntarse hoy si su deber no está en buscar toda verdad por consiguiente, tanto las verdades morales como las otras, más bien en ese caos que en sí mismo, donde parecen relativamente tan claras y precisas?

Este espíritu no piensa renegar de la razón ni de la virtud de su ideal consagrado por tantos héroes y por tantos sabios; pero a veces se dice que quizás ese ideal se ha formado demasiado aparte de la masa enorme cuya belleza difusa pretende representar. Con razón se ha podido temer hasta ahora que, adaptando su moral a la Naturaleza, hubiese destruido lo que le parece ser la obra maestra de la Naturaleza misma. Pero ahora que conoce a ésta algo mejor y que algunas respuestas todavía oscuras, pero de una amplitud imprevista, le han hecho entrever un plan y una inteligencia más vastos que todo lo que podía imaginar, encerrándose en sí mismo, tiene menos miedo, no tiene ya una necesidad tan imperiosa de su refugio de virtud y de razón particulares. Juzga que lo que es tan grande no podría enseñar a disminuirse. Quisiera saber si no ha llegado el momento de someter a un examen más juicioso sus principios, sus certidumbres y sus sueños. Lo repito: no piensa abandonar su ideal humano. Lo mismo que desde luego disuade de este ideal enseña a volver a él. La Naturaleza no puede dar malos consejos a un espíritu a quien toda verdad que no sea al menos tan noble como la verdad de su propio deseo no parece bastante elevada para ser definitiva y digna del plan que procura abarcar. Nada cambia de puesto en su vida a no ser para elevarse con él, y durante mucho tiempo se dirá todavía que sigue elevándose cuando se acerca a la antigua imagen del bien. Pero en su pensamiento todo se transforma con una libertad más grande y puede descender impunemente en su apasionada contemplación hasta amar como virtudes, las contradicciones más crueles e inmorales de la vida, porque tienen el presentimiento de que una multitud de valles sucesivos conducen a la meseta que espera. Esa contemplación y ese amor no impiden que, buscando la certeza, y aun cuando sus investigaciones lo conduzcan a lo contrario de lo que ama, ajuste su conducta a la verdad más humanamente bella y se atenga a lo provisional más elevado. Todo lo que aumente la virtud bienhechora entra inmediatamente en su vida; todo lo que la disminuye queda en ella en suspenso, como esas sales insolubles que no se mueven sino a la hora de la experiencia decisiva. Puede aceptar una verdad inferior; mas, para obrar según esa verdad, esperará, durante siglos si es necesario, descubrir la relación que esa verdad debe tener con infinitas verdades para abarcar y superar a las demás.

En una palabra: separa el orden moral del orden intelectual y no admite en el primero sino lo que es más grande y más bello que antes. Y si es censurable separar esas dos órdenes, como se hace con demasiada frecuencia en la vida, para obrar menos bien de lo que se piensa; ver lo peor y seguir lo mejor, dirigir su acción por encima de su idea, es siempre bueno y razonable, pues la experiencia humana nos permite esperar más claramente, de día en día que el pensamiento más elevado que podamos alcanzar será duramente mucho tiempo todavía inferior a la misteriosa verdad que buscamos. Por lo demás, aunque nada de lo que precede fuese verdad, le quedaría al espíritu humano una razón simple y natural para no abandonar todavía su ideal. Cuando más fuerza concede a las leyes que parecen proponer el ejemplo del egoísmo, de la injusticia y de la crueldad, tanto más aporta al mismo tiempo a las otras que aconsejan la generosidad, la piedad, la justicia, pues desde el momento que empieza a igualar y a proporcionar más metódicamente las partes que señala el Universo y a sí mismo, encuentra en estas últimas leyes algo tan profundamente natural como en las primeras, puesto que se hallan inscritas tan profundamente en él como lo están las otras en todo lo que le rodea.

VI

Volvamos a las bodas trágicas de la reina. En el ejemplo que nos ocupa, la Naturaleza quiere, pues, con la mira de la fecundación cruzada, que la cópula del zángano con la reina sólo sea posible en pleno cielo. Pero sus deseos se mezclan como una red y sus leyes más caras tienen que pasar de continuo a través de las mallas de otras leyes que en seguida pasarán, a su vez, a través de las mallas de las primeras.

Habiendo poblado ese mismo cielo de innumerables peligros, de vientos fríos, de corrientes, de tempestades, de vértigos, de aves, de insectos, de gotas de agua que obedecen también a las leyes invencibles, es preciso que ella tome medidas para que ese acoplamiento sea lo más breve posible. Lo es gracias a la muerte fulminante del macho. Un abrazo basta y la continuación del himeneo se realiza en el seno mismo de la esposa.

Ésta, desde las cerúleas alturas, vuelve a bajar a la colmena mientras vibran detrás de ella, como oriflamas, las entrañas desenrolladas del amante. Algunos apidólogos afirman que a ese regreso lleno de promesa las obreras manifiestan una gran alegría. Büchner, entre otros, hace de ello una descripción detallada. Yo he observado muchas veces esos regresos nupciales y confieso no haber notado gran agitación insólita, a no ser cuando se trataba de una reina joven salida al frente de un enjambre y que representaba la única esperanza de una ciudad recién fundada y todavía desierta. Entonces todas las trabajadoras se hallan inquietas y se precipitan a su encuentro. Pero ordinariamente, y aunque el peligro que corre el porvenir de la ciudad sea a menudo tan grande, parece que lo olvidan. Lo previeron todo hasta el momento en que permitieron la matanza de las reinas rivales. Pero de ahí no pasa su instinto, hay como una laguna en su prudencia. Parecen, pues, bastante indiferentes. Levantan la cabeza, reconocen quizás el testimonio mortal de la fecundación; pero, todavía recelosas, no manifiestan la alegría que nuestra imaginación esperaba. Positivas y lentas en ilusionarse, antes de entregarse a la alegría, esperan probablemente otras pruebas. No conviene querer a toda costa que sean lógicas ni humanizar en extremo todos los sentimientos de pequeños seres tan diferentes de nosotros. Con las abejas, como con todos los animales que llevan en sí un reflejo de nuestra inteligencia, se llega raramente a resultados tan precisos como los que se describen en los libros. Demasiadas circunstancias siguen siéndonos desconocidas. ¿Por qué mostrar a las abejas más perfectas de lo que son, diciendo lo que no existe? Si algunos juzgan que serían más interesantes si fuesen iguales a nosotros es que aún no tienen idea exacta de lo que debe despertar el interés de un espíritu sincero. El objeto del observador no consiste en maravillar, sino en comprender, y es tan curioso señalar simplemente las lagunas de una inteligencia y todos los indicios de un régimen cerebral que difiere del nuestro como contar maravillas de uno y otra.

Sin embargo, la indiferencia no es unánime, y cuando la reina, jadeante, llega a la tablilla de abordaje, fórmanse algunos grupos que la acompañan al interior, donde el sol, héroe de todas las fiestas de la colmena, penetra a pasos cortos y temerosos y baña de luz y sombra los muros de cera y las cortinas de miel. La nueva desposada no se turba más que su pueblo y no hay puesto para numerosas emociones en su estrecho cerebro de reina práctica y bárbara. No tiene más que una preocupación: la de desprenderse lo más pronto posible de los recuerdos importunos del esposo que estorban su marcha Se sienta en el umbral, y arranca con cuidado los órganos inútiles que varias obreras van a echar lejos, porque el macho le dio todo lo que poseía y mucho más de lo necesario. Ella no guarda, en su espermateca, más que el líquido seminal en que nadan millones de gérmenes que, hasta su último día, vendrán uno por uno, al paso de los huevos, a realizar en la sombra de su cuerpo la unión misteriosa del elemento macho y hembra de que nacerán las obreras. En virtud de un cambio curioso, es ella la que proporciona el principio macho, y el macho, el principio hembra. Dos días después de la cópula, ella pone sus primeros huevos, y en seguida el pueblo la rodea de minuciosos cuidados. Desde aquel momento, dotada de un doble sexo, encerrando en sí un macho inagotable, empieza su verdadera vida; no sale nunca más de la colmena, no vuelve a ver la luz del día a no ser para acompañar un enjambre, y su fecundidad no cesa hasta las proximidades de la muerte.

VII

¡Prodigiosas bodas, las más fantásticas que podamos imaginar, azuladas y trágicas, arrebatadas por el impulso del deseo por encima de la vida, fulminantes e impresionables, únicas y deslumbradoras, solitarias e infinitas! ¡Admirables embriagueces en que la muerte, sobrevenida en lo que hay de más límpido y bello en torno de esta esfera: el espacio virginal y sin límites, fija en la transparencia augusta del gran cielo el segundo de la felicidad, purifica en la luz inmaculada lo que el amor tiene siempre de algo miserable, hace inolvidable el beso y, contentándose esta vez con un diezmo indulgente, cuida con sus manos momentáneamente maternales de introducir y juntar para un largo porvenir inseparable, en un solo cuerpo, dos pequeñas vidas frágiles!

La verdad profunda no tiene esa poesía, posee otra que somos menos aptos para discernir, pero que acabaremos quizá por comprender y amar. La Naturaleza no ha cuidado de procurar a esos dos «resúmenes de átomo», como los llamaría Pascal, un matrimonio resplandeciente, un ideal minuto de amor. No ha tenido más mira (ya lo hemos dicho) que el mejoramiento de la especie por la fecundación cruzada. Para asegurarla ha dispuesto el órgano del macho de una manera tan particular que le es imposible hacer uso de él como no sea en el espacio. Es preciso, desde luego, que con un vuelo prolongado dilate completamente sus dos grandes sacos tráqueos. Esas enormes vejigas que se llenan de aire impelen entonces las partes bajas del abdomen y permiten la ejercitación del órgano. He aquí todo el secreto fisiológico: bastante vulgar, dirán unos; casi enojoso, afirmarán otros, del vuelo admirable de los amantes, de la deslumbradora persecución de esas bodas magníficas.

VIII

«¿Y nosotros —se pregunta un poeta— deberemos regocijarnos siempre por cima de la verdad?».

Sí; a propósito de todo, en todo momento, en todas las cosas, regocijémonos, no por cima de la verdad, lo cual es imposible, puesto que ignoramos dónde se encuentra, sino por cima de las pequeñas verdades que vislumbramos. Si algún azar, algún recuerdo, alguna ilusión, alguna pasión, cualquier motivo, en una palabra, hace que un objeto se nos aparezca más bello que a los demás, ese motivo, desde luego, debe sernos grato. Quizá no es más que un error, pero el error no impide que el momento en que el objeto nos parece más admirable sea aquél en que tenemos más probabilidades de discernir su verdad. La belleza que le atribuimos dirige nuestra atención hacia su belleza y su elevación reales, que no son fáciles de descubrir, y se encuentran en las relaciones que todo objeto tiene necesariamente con leyes, con fuerzas generales y eternas. La facultad de admirar que habremos hecho nacer a propósito de una ilusión no será perdida para la verdad, que vendrá tarde o temprano. Es con palabras y con sentimientos, es en el calor desarrollado por antiguas bellezas imaginarias, donde la Humanidad acoge hoy verdades que quizá no hubieran nacido, y no hubiesen podido encontrar un ambiente favorable, si esas ilusiones sacrificadas no hubiesen ocupado antes el corazón y la mente en que las verdades van a penetrar. ¡Dichosos los ojos que no necesitan ilusión para ver que el espectáculo es grande! A los demás, es la ilusión la que les enseña a ver, admirar y gozar. Y por más alto que miren será demasiado. Al acercarnos a la verdad, ésta se eleva, y, al admirarla, nos acercamos a ella. Y por alto que gocen los ojos no gozarán jamás en el vacío ni por cima de la verdad desconocida y eterna que subsiste sobre todas las cosas como belleza en suspenso.

IX

¿Es decir, que nos apegaremos a las mentiras, a una poesía voluntaria e irreal, y que, a falta de otra cosa mejor, no gozaremos sino en ellas? ¿Es decir, que en el ejemplo que tenemos a la vista —no es nada en sí, pero nos detenemos en él porque representa a otros mil y toda nuestra actitud en presencia de diversos órdenes de verdades—, es decir, que en ese ejemplo descuidaremos la explicación fisiológica para no retener y saborear más que la emoción de ese vuelo nupcial, que, sea cual fuere su causa, no deja de ser uno de los actos líricos más hermosos de esa fuerza súbitamente desinteresada e irresistible a que obedecen todos los seres vivos y que se llama el amor? Nada sería más pueril, nada sería más imposible, gracias a las excelentes costumbres que hoy han adquirido todos los espíritus de buena fe.

El pequeño hecho de la ejercitación del órgano del zángano, que no puede tener efecto sino después de la hinchazón de las vesículas tráqueas, lo admitimos evidentemente porque es incontestable. Pero si nos contentásemos con él, si nada mirásemos más allá, si de él sacásemos por consecuencia que todo pensamiento que va demasiado lejos o demasiado arriba hace mal necesariamente y que la verdad se encuentra siempre en el detalle material; si no buscásemos, dondequiera, en certidumbres a menudo más extensas que las que la pequeña explicación nos ha obligado a abandonar, por ejemplo, en el extraño misterio de la fecundación cruzada, en la perpetuidad de la especie y de la vida, en el plan de la Naturaleza; si no buscásemos en ello una continuación de esta explicación, un prolongamiento de belleza y de grandeza en lo desconocido, casi me atrevo a asegurar que pasaríamos nuestra existencia a mayor distancia de la verdad que los que se obstinan ciegamente en la interpretación poética y enteramente imaginaria de esas bodas maravillosas. Se engañan evidentemente sobre la forma o el matiz de la verdad, pero viven bajo su impresión y en su atmósfera mucho mejor que los que se precian de tenerla toda entera en la mano. Están preparados para recibirla, hay en ellos un espacio más hospitalario, y, si no la ven, dirigen al menos los ojos hacia el punto de belleza y de grandeza en que es bueno creer que se encuentra.

Ignoramos el fin de la Naturaleza, que es para nosotros la verdad que domina a todas las otras. Mas por el amor mismo de esa verdad, y para mantener en nuestra alma el ardor de su investigación, es necesario que la creamos grande. Y si un día reconocemos que nos hemos equivocado, que es pequeña e incoherente, gracias a la animación que nos había dado su presumida grandeza, descubrimos su pequeñez, y esa pequeñez, cuando sea cierta, nos enseñará lo que debe hacerse. Mientras tanto, no está de más, para ir en su busca, poner en movimiento todo lo que nuestra razón y nuestro corazón poseen de más poderoso y de más audaz. Y cuando la última palabra de todo eso fuese miserable, no será poco el haber puesto al desnudo la pequeñez o la inanidad del objeto de la Naturaleza.

X

«Aún no hay verdad para nosotros —me decía uno de los grandes filósofos contemporáneos cierto día en que me paseaba con él por el campo—; aún no hay verdad, pero hay en todas las partes tres buenas apariencias de verdad. Cada cual hace su elección o más bien la soporta, y esa elección, que soporta o que hace a menudo sin reflexionar y en la cual se mantiene, determina la forma y la conducta de todo lo que penetra en él. El amigo que encontramos, la mujer que se acerca sonriendo, el amor que abre nuestro corazón, la muerte o la tristeza que vuelven a cerrarlo, el cielo de setiembre que contemplamos, este jardín soberbio y encantador, en que se ven, como en la Psiquis, de Corneille, “glorietas de verdura sostenidas por términos dorados”, el rebaño que pace y el pastor que duerme, las últimas casas de la aldea, el océano entre los árboles; todo se achica o se agranda, todo se engalana o se despoja antes de entrar en nosotros, según la pequeña señal que le hace nuestra elección. Aprendamos a elegir la apariencia. En el declive de una vida en que tanto he buscado la pequeña verdad y la causa física, empiezo a querer, no lo que aleja de ellas, sino lo que las precede, y, sobre todo, lo que las deja un poco atrás».

Habíamos llegado a la cima de una meseta de ese país de Caux, en Normandía, que es suave como un parque inglés, pero un parque natural y sin límites. Es uno de los raros puntos del Globo en que la campiña se muestra completamente sana, de un verde sin debilidad. Un poco más al Norte, la amenaza la aspereza; un poco más al Sur, el sol la fatiga y la tuesta. Al extremo de una planicie que se extiende hasta el mar, varios campesinos edificaban una pila.

«Mire usted —me dijo—: vistos tan desde aquí, son hermosos. Construyen esa cosa tan sencilla y tan importante que es por excelencia el momento feliz y casi invariable de la vida humana que se fija: una pila de haces de trigo. La distancia y el aire de la tarde hacen de sus gritos de alegría una especie de canto sin letra que responde al noble canto de las hojas que hablan sobre nuestras cabezas. Encima de ellos, el cielo es magnífico, como si espíritus benévolos, provistos de palmas de fuego, hubiesen barrido toda la luz hacia la pila para iluminar más tiempo el trabajo. Y la huella de las palmas ha quedado en el cielo. Vea usted la humilde iglesia que los domina y vigila, a mitad de la costa, entre los copudos tilos y el césped del cementerio familiar que mira al océano natal. Levantan armoniosamente su monumento de vida bajo los monumentos de sus muertos que hicieron los mismos gestos y no están ausentes.

»Abarque usted el conjunto: ningún detalle demasiado particular, demasiado característico, como se encontraría en Inglaterra, en Provenza o en Holanda. Es el cuadro amplio, y bastante vulgar para ser símbolo de una vida natural y feliz. Vea usted, pues, la euritmia de la existencia humana en sus movimientos útiles. Mire usted al hombre que conduce los caballos, todo el cuerpo del que tiende el haz sobre la horquilla, las mujeres inclinadas sobre el trigo y los niños que juegan… No han cambiado de sitio una piedra, no han removido una palabra de tierra para embellecer el paisaje; no dan un paso, no plantan un árbol, no siembran una flor que no sean necesarios. Todo ese cuadro no es más que el resultado involuntario del esfuerzo del hombre para subsistir un momento en la Naturaleza, y, sin embargo, aquellos de entre nosotros que no cuidan más que de imaginar o crear espectáculos de paz, de gracia o de pensamiento profundo, no han encontrado nada más perfecto y vienen simplemente a pintar o describir esto cuando quieren representarnos un aspecto de la belleza o de la felicidad. He aquí la primera apariencia que algunos denominan la verdad».

XI

«Acerquémonos. ¿Distingue usted el canto que respondía tan bien al follaje de los grandes árboles? Se compone de palabrotas y de injurias, y, cuando la risa estalla, es que un hombre o una mujer lanza una indecencia o que se burlan del más débil, del jorobado que no puede levantar su carga, del cojo a quien se hace caer, del idiota a quien se hace befa.

»Hace muchos años que los observo. Estamos en Normandía: la tierra es húmeda y fértil. Hay en torno de esa pila un poco más de bienestar del que supone en otro punto una escena de ese género. Por consiguiente, la mayor parte de los hombres son alcohólicos y muchas mujeres también. Otro veneno que no necesito nombrar corroe también la raza. Se le deben, como al alcohol, esos hijos que usted ve ahí: ese renacuajo, ese escrofuloso, ese patizambo, ese labihendido y ese hidrocéfalo. Todos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, tienen los vicios ordinarios del campesino. Son brutales, hipócritas, embusteros, rapaces, maldicientes, desconfiados, envidiosos, inclinados a los pequeños beneficios ilícitos, a las interpretaciones bajas, a la adulación del más fuerte. La necesidad los junta y los obliga a ayudarse entre sí, pero el deseo secreto de todos está en perjudicarse mutuamente siempre que puedan hacerlo sin peligro. La desgracia ajena es el único placer serio de la aldea. Un grande infortunio es aquí el objeto, largamente acariciado, de solapadas delectaciones. Se espían, se tienen envidia, se desprecian, se odian. Mientras son pobres, abrigan contra la dureza y la avaricia de sus amos un odio reconocido y concentrado, y si a su vez tienen criados, se aprovechan de la experiencia de la servidumbre para superar la dureza y la avaricia que ellos sufrieron.

»Podría enumerarle a usted al detalle las mezquindades, las bribonadas, las tiranías, las injusticias, los rencores que animan a ese trabajo bañado de espacio y de paz. No crea usted que la vista de ese cielo admirable, del mar que tiende detrás de la iglesia otro cielo más sensible y fluye sobre la Tierra como un gran espejo de conciencia y de sabiduría, no crea usted que eso lo dilate ni eleve. No lo han mirado nunca. Nada agita ni guía sus pensamientos sino tres o cuatro temores circunscritos: temor del hambre, miedo a la fuerza, a la opinión y a la ley, y, en la hora de la muerte, el terror del infierno. Para hacer ver lo que son habría que examinarlos uno por uno. Mire usted ese alto, de la izquierda, que tiene aspecto jovial y lanza tan hermosos haces. El verano pasado sus amigos le rompieron el brazo derecho en una riña de taberna. Operé la reducción de la fractura, que era mala y complicada. Le cuidé durante largo tiempo, le di para vivir hasta que pudo volver a trabajar. Venía a mi casa cada día. Se aprovechó de ello para propalar por la aldea las falsedades de que me había sorprendido en los brazos de mi cuñada y de que mi madre se emborrachaba. No es malo, ni me quiere mal; al contrario, fíjese usted, al verme, se sonríe con una buena sonrisa sincera. Lo que le impulsaba no era el odio social. El campesino no odia al rico; respeta demasiado su riqueza. Pero se me figura que mi buen horquillero no comprendía por qué yo le curaba sin sacar partido de ello. Sospecha alguna artimaña y no quiere dejarse engañar. Más de uno, más rico o más pobre, había hecho lo mismo, o peor, antes que él. No creía mentir repitiendo sus invenciones: obedecía a una orden confusa de la moralidad circundante. Respondía sin saberlo y, por decirlo así, a pesar suyo, el deseo todopoderoso de la malevolencia general… Pero ¿a qué terminar un cuadro que conocen todos los que han vivido algunos años en el campo? He aquí la segunda apariencia que la mayoría llama la verdad. Es la verdad de la vida necesaria. Cierto es que descansa sobre los hechos más precisos, sobre los únicos que todo hombre puede observar y experimentar».

XII

«Sentémonos sobre estas gavillas —continuó— y sigamos observando. No desperdiciemos ninguno de los pequeños hechos que forman la realidad que he dicho. Dejemos que se alejen por sí mismos en el espacio. Estorban en el primer término, pero es preciso reconocer que hay detrás de ellos una gran fuerza muy admirable que mantiene todo el conjunto. ¿Lo mantiene solamente? ¿No lo eleva además? Esos hombres que vemos no son ya enteramente las fieras de La Bruyère, que tenían como una voz articulada y se retiraban por la noche a sus guaridas, “donde vivían de pan moreno, de agua y de raíces…”.

»Me dirá usted que la raza es menos fuerte y menos sana. Es posible; el alcohol y la otra plaga son accidentes que la Humanidad debe vencer. Quizá son prueba de que algunos de nuestros órganos, como los nervios, por ejemplo, sacarán provecho, pues regularmente vemos que la vida se aprovecha de los males que domina. Además, la menor cosa, que puede encontrarse mañana, bastará para hacerlos inofensivos. No es, pues, eso lo que nos obliga a restringir nuestra mirada. Esos hombres tienen ideas y sentimientos que aún no tenían los de La Bruyère».

—Prefiero la bestia simple y desnuda a la odiosa semibestia —murmuré.

—Habla usted así según la primera apariencia, la de los poetas, que hemos visto —repuso—; no la mezclemos con la que examinamos. Esas ideas y sentimientos son pequeños y bajos, si usted quiere, pero lo pequeño y bajo es ya mejor que lo que no existe. Casi no le sirve más que para perjudicarse y persistir en la mediocridad en que se hallan; pero a menudo sucede así en la Naturaleza. Los dones que ésta concede no sirven desde luego más que para el mal, para empeorar lo que parecía querer mejorar; pero, al fin y al cabo, de todo ese mal resulta siempre algún bien. Por lo demás, no tengo empeño alguno en probar el progreso; según de qué punto se le considera, es una cosa muy pequeña o muy grande. Hacer algo menos servil, algo menos penosa la condición humana, es un punto enorme, es quizás el ideal más seguro; pero, evaluada por el espíritu un instante desinteresado de las consecuencias materiales, la distancia entre el hombre que marcha al frente del progreso y el que se arrastra ciegamente tras él no es considerable. Entre esos jóvenes palurdos en cuyo cerebro no se agitan más que ideas informes hay varios en que se encuentra la posibilidad de alcanzar en poco tiempo el grado de conciencia en que vivimos nosotros dos. Sorprende a menudo el intervalo insignificante que separa la inconsciencia de esas gentes, que parece completa, de la conciencia que es tenida por la más elevada.

»Por otra parte, ¿de qué está hecha esa conciencia de que estamos tan orgullosos? De mucha más sombra que la luz, de mucha más ignorancia adquirida que de conciencia, de muchas más cosas de las cuales sabemos que debemos renunciar a conocerlas que de cosas que conocemos. Sin embargo, constituye toda nuestra dignidad, nuestra grandeza más positiva y probablemente el fenómeno más sorprendente de este mundo. Ella es la que nos permite levantar la frente en presencia del principio desconocido y decirle: “Os ignoro, pero algo en mí os abraza ya. Me destruiréis tal vez; pero, si no es para formar con mis restos un organismo mejor que el mío, os mostraréis inferior a lo que yo soy, y el silencio que seguirá a la muerte de la especie a que pertenezco os dará a conocer que habéis sido juzgado. Y si ni siquiera sois capaz de cuidar de que os juzguen justamente, ¿qué importa vuestro secreto? No tenemos ya interés en penetrarlo. Debe de ser estúpido y horrible. Habéis producido, por casualidad, un ser que no estabais en condiciones de producir. Es para él una suerte el que hayáis suprimido por una casualidad contraria, antes de que hubiese medido el fondo de vuestra inconsciencia, y mayor suerte aún el que no sobreviva a la serie infinita de vuestras espantosas experiencias. Nada tenía que hacer en un mundo en que su inteligencia no respondía a ninguna inteligencia eterna, en que su deseo de mejorar no podía llegar a ningún bien real”.

»Lo repito: el progreso no es necesario para que el espectáculo nos apasione. El enigma basta, y ese enigma es tan grande, tiene tanto brillo misterioso en esos campesinos como en nosotros mismos. Se le encuentra en todas partes cuando se sigue la vida hasta en su principio todopoderoso. A ese principio, de siglo en siglo, le modificamos el epíteto. Ha tenido algunos que eran precisos y consoladores. Después se ha reconocido que esos consuelos y esa precisión eran ilusorios. Pero que le llamemos Dios, Providencia, Naturaleza, Azar, Vida o Destino, el misterio sigue siendo el mismo, y todo lo que millares de años de experiencia nos han enseñado es a darle un nombre más vasto, más próximo de nosotros, más flexible, más dócil a la espera y a lo imprevisto. Es el que hoy lleva, y por eso nunca pareció más grande. Éste es uno de los numerosos aspectos de la tercera apariencia y la última verdad».

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