La vida de las abejas

Libro segundo - El enjambre

I

Las abejas de la colmena que hemos elegido han sacudido pues, el entorpecimiento del invierno. La reina ha vuelto a poner huevos desde los primeros días de febrero. Las obreras han visitado las anémonas, las pulmonarias, los juncos, las violetas, los sauces, los avellanos. La primavera ha invadido la tierra; los graneros y las bodegas están abarrotados de miel y polen; cada día nacen millares de abejas. Los machos, gruesos y pesados, salen de sus vastas celdas, recorren los panales, y la aglomeración de seres y cosas llega a ser tal en la colmena demasiado próspera, que, al anochecer, centenares de obreras que regresan tarde de las flores, no encuentran lugar donde alojarse y se ven obligadas a pasar la noche en el umbral, donde el frío las diezma.

Una inquietud sacude todo el pueblo y la vieja reina se agita. Ésta comprende que un nuevo destino se prepara. Ha hecho religiosamente lo que le imponía el deber de buena creadora, y, del deber cumplido, salen ahora la tristeza y la tribulación. Una fuerza invisible amenaza su reposo; pronto va a ser preciso abandonar la ciudad en que reina. Y, sin embargo, esa ciudad es obra suya y es enteramente ella misma.

No es la reina en el sentido en que lo entenderíamos entre los hombres. No da órdenes, sino que se encuentra sometida, como el último de sus súbditos, a ese poder oculto y soberanamente sabio que llamaremos, ínterin procuramos descubrir dónde reside, «el espíritu de la colmena». Pero es la madre y el único órgano del amor de su pueblo. Lo fundó en la incertidumbre y la pobreza. Sin cesar ha repoblado su urbe con su propia sustancia, y todos los que la animan, obreras, machos, larvas, ninfas y las jóvenes princesas cuyo próximo nacimiento va a precipitar su partida y una de las cuales la sucede ya en la mente inmortal de la Especie, han salido de sus entrañas.

II

«El espíritu de la colmena» ¿dónde está? ¿En quién se encarna? No se parece al instinto particular del pájaro, que sabe construir su nido con habilidad y buscar otros cielos cuando llega el día de la migración. Tampoco es un tipo de costumbre maquinal de la especie, que sólo aspira ciegamente a vivir y tropieza con todos los ángulos del azar tan pronto como una circunstancia imprevista desbarata la serie de los fenómenos habituales. Al contrario, sigue paso a paso las circunstancias todopoderosas, como un esclavo inteligente y ágil que sabe sacar partido de las órdenes más peligrosas de su amo.

Dispone sin piedad, pero con discreción, y como sometido a algún gran deber, de las riquezas, del bienestar, de la libertad, de la vida de todo un pueblo alado. Dispone día por día el número de los nacimientos y lo pone estrictamente en relación con el de las flores que brillan en el campo. Anuncia a la reina su destronamiento o la necesidad de su partida, la obliga a poner a sus rivales en el mundo, cría a éstas regiamente, las protege contra el odio político de su madre, permite o prohíbe, según la generosidad de los cálices multicolores, la edad de la primavera y los peligros probables del vuelo nupcial, que la primogénita de las princesas vírgenes vaya a matar en su cuna a sus jóvenes hermanas que cantan el canto de las reinas. Otras veces, cuando la estación avanza, y las horas floridas son menos largas, para cerrar la era de las revoluciones y adelantar la reanudación del trabajo, ordena a las obreras mismas la matanza de toda la descendencia imperial.

Ese espíritu es prudente y económico, pero no avaro. Conoce, al parecer, las leyes fastuosas y algo locas de la Naturaleza en todo lo tocante al amor. Así es que, durante los abundantes días estivales, tolera —porque la reina que va a nacer elegirá entre ellos su amante— la presencia embarazosa de tres o cuatrocientos zánganos aturdidos, torpes, inútilmente ocupados, pretenciosos, total y escandalosamente ociosos, bulliciosos, glotones, groseros, sucios, insaciables, enormes. Pero, una vez fecundada la reina, una mañana de esos días en que las flores se abren más tarde y se cierran más temprano, el espíritu de la colmena decreta fríamente su degüello general y simultáneo.

El mismo espíritu dispone el trabajo de cada una de las obreras. Según su edad distribuye su tarea a las nodrizas, que cuidan de las larvas y de las ninfas; a las damas de honor, que se ocupan de la reina y no la pierden de vista; a las ventiladoras, que batiendo sus alas renuevan el aire de la colmena y activan la evaporación de la miel demasiado recargada de agua; a las arquitectas, albañiles, cereras y escultoras que hacen la cadena y construyen los panales; a las recolectoras, que van al campo, en busca del néctar de las flores que se convertirá en miel, el polen, que es el alimento de las larvas y de las ninfas; la própolis, que sirve para calafatear y consolidar los edificios de la colmena, y el agua y la sal precisas para la juventud de la nación. Impone su función a las químicas, que aseguran la conservación de la miel instilando en ella mediante su aguijón una gota de ácido fórmico; a las operculosas, que cierran los alvéolos cuyo tesoro está maduro; a las barrenderas, que conservan la limpieza de las calles y de las plazas públicas; a las necróforas que se llevan lejos los cadáveres; a las amazonas, que velan noche y día por la seguridad del umbral, interrogan a las que van y vienen, reconocen a las adolescentes en su primera salida, espantan a los vagabundos, a los rondadores, a los saqueadores, expulsan a los intrusos, atacan en masa a los enemigos temibles y, si es necesario, atrincheran la entrada.

En fin, es «el espíritu de la colmena» el que fija la hora del gran sacrificio anual al genio de la especie —es decir, la enjambrazón—, en que un pueblo entero, llegado al pináculo de su prosperidad y de su poderío, abandona de pronto a la generación futura todas sus riquezas, sus palacios, sus moradas y el fruto de su trabajo, para ir a buscar lejos la incertidumbre y la penuria de una patria nueva. Es un acto que, consciente o no, supera ciertamente a la moral humana. Arruina, a veces, y empobrece, siembra, dispersa con seguridad a la población feliz para obedecer a una ley más alta que la felicidad de la colmena. ¿Dónde se formula esa ley, que, como veremos, dista mucho de ser fatal y ciega como se cree? ¿Dónde, en qué asamblea, en qué consejo, en qué esfera común, reside ese espíritu al que todos se someten, y que está sometido, a su vez, a un deber heroico y a una razón que mira siempre al porvenir?

Sucede con las abejas lo que con la mayor parte de las cosas de este mundo; observamos algunas de sus costumbres, y decimos: «Hacen esto, trabajan de este modo; sus reinas nacen así; sus obreras permanecen vírgenes; enjambran en tal época». Creemos conocerlas, y nos damos por satisfechos. Las miramos ir presurosas de flor en flor; observamos el agitado movimiento de la colmena; esa existencia nos parece muy sencilla y limitada como las otras a los cuidados instintivos de la comida y de la reproducción. Pero si miramos más de cerca, y tratamos de darnos cuenta de lo que entonces vemos, se nos presenta la complejidad espantosa de los fenómenos más naturales, el enigma de la inteligencia, de la voluntad, de los destinos, del fin, de los medios y de las causas, la organización incomprensible del menor acto de la vida.

III

Prepárese, pues, en nuestra colmena la enjambrazón, esa gran inmolación a los exigentes dioses de la raza. Obedeciendo a la orden del «espíritu», que nos parece poco explicable, porque es exactamente contraria a todos los instintos y a todos los sentimientos de nuestra especie, sesenta o setenta mil abejas, de las ochenta o noventa mil de la población total, van a abandonar a la hora prescrita la colmena materna. No partirán en un momento de angustia, no huirán, en una resolución súbita y despavorida, de una patria devastada por el hambre, la guerra o la peste. No; el destierro ha sido largamente meditado y la hora favorable pacientemente esperada. Si la colmena es pobre, puesta a prueba por las desdichas de la familia real, las intemperies, el saqueo, no la abandonan. No la dejan sino en el apogeo de su dicha, cuando, después del asiduo trabajo de la primavera, el inmenso palacio de cera, con sus ciento veinte mil celdas bien ordenadas, rebosa de miel nueva y de esa harina irisada que llaman «el pan de las abejas» y que sirve para alimentar las larvas y las ninfas.

Nunca es tan hermosa la colmena como en vísperas de la renuncia heroica. Es para ella la hora sin igual, animada, algo febril, y sin embargo, serena, de la abundancia y de la alegría completas. Imaginémosla no tal como la ven las abejas, porque no podemos concebir de qué mágica manera se reflejan los fenómenos en las seis o siete mil facetas de sus ojos laterales y en el triple ojo ciclópeo de su frente, sino tal como la veríamos si fuésemos de su tamaño.

De lo alto de una cúpula más colosal que la de San Pedro, de Roma, bajan hasta el suelo, verticales, múltiples y paralelos, gigantescos muros de cera, construcciones geométricas, suspendidas en las tinieblas y el vacío, y que, proporcionalmente, por la precisión, osadía y enormidad, no se pueden comparar con ninguna construcción humana.

Cada uno de esos muros, cuya sustancia es aún fresca, virginal, plateada, odorífera, está formado de millones de celdas y contiene víveres suficientes para alimentar a la población entera durante varias semanas. Aquí se ven las manchas brillantes, rojas, amarillas, rosadas y negras del polen, fermentos de amor de todas las flores de la primavera, en los transparentes alvéolos. Alrededor, en largas y fastuosas colgaduras de oro, de pliegues rígidos e inmóviles, la miel de abril, la más límpida y perfumada, descansa ya en sus veinte mil depósitos, cerrados con un sello que no será violado sino en días de suprema penuria. Más arriba, la miel de mayo madura aún en sus cubas abiertas, al borde de las cuales vigilantes cohortes mantienen una continua corriente de aire. En el centro, y lejos de la luz cuyos diamantinos rayos penetran por la única abertura, en la parte más cálida de la colmena, dormita y despierta el porvenir. Es el real dominio de los alvéolos reservados a la reina y a sus acólitos: unas diez mil moradas en que descansan los huevos, quince o dieciséis mil cámaras ocupadas por las larvas, cuarenta mil casas habitadas por ninfas blancas cuidadas por millares de nodrizas[3]. Por último, en el sancta sanctorum de esos limbos, los tres, cuatro, seis o doce palacios cerrados, proporcionalmente muy vastos, de las princesas adolescentes, que esperan su hora, envueltas en una especie de sudario, inmóviles y pálidas, como alimentadas en las tinieblas.

IV

En el día prescrito por «el espíritu de la colmena», una parte del pueblo, estrictamente determinada según las leyes inmutables y seguras, cede el puesto a esas esperanzas todavía informes. Se deja en la dormida ciudad a los machos, entre los cuales será elegido el amante real. Las jóvenes abejas cuidan de la nidada y unos cuantos miles de obreras que seguirán recogiendo néctar por los remotos campos, guardarán el tesoro acumulado y mantendrán las tradiciones morales de la colmena. Porque cada colmena tiene su moral particular. Las hay muy virtuosas y las hay también muy pervertidas, y el apicultor imprudente puede corromper tal o cual pueblo, hacerle perder el respeto de la propiedad ajena, incitarlo al pillaje, hacerle contraer costumbres de conquista y de ociosidad que le convertirán en el terror de las pequeñas repúblicas vecinas. Basta que la abeja haya tenido ocasión de observar que el trabajo verificado lejos del hogar, entre las flores del campo, que es preciso visitar a centenares para formar una gota de miel, no es el único ni el más rápido medio de enriquecerse, y que es más fácil introducirse fraudulentamente en las colmenas mal guardadas o por fuerza en las que son demasiado débiles para defenderse. Pronto pierde la noción del deber deslumbrador, pero despiadado, que hace de ella la esclava alada de las corolas en la armonía nupcial de la naturaleza, y con frecuencia es difícil volver al buen camino una colmena de tal modo depravada.

V

Todo indica que no es la reina, sino el espíritu de la colmena, quien decide la enjambrazón. Le sucede a esta reina lo que a los jefes entre los hombres: que parecen mandar, pero obedecen a órdenes más imperiosas y más inexplicables que las dadas por ellos a los que les están sometidos.

Cuando ese espíritu ha fijado el momento, es preciso que desde la aurora, quizá desde la víspera o la antevíspera, haya dado a conocer su resolución, pues apenas ha bebido el sol las primeras gotas de rocío, se observa en torno del zumbante pueblo una agitación insólita, respecto a la cual raramente se equivoca el apicultor. Hasta diríase a veces que hay lucha, vacilación, retroceso. Sucede, en efecto, que, durante varios días seguidos, el revuelo se levanta y se calma sin razón aparente. ¿Fórmase en aquel instante una nube que nosotros no vemos, en el cielo que las abejas ven, o un pesar parecido al arrepentimiento en su inteligencia? ¿Se discute en un ruidoso consejo la necesidad de la partida? No lo sabemos, como no sabemos de qué manera el espíritu de la colmena hace saber su resolución a la multitud. Si es verdad que las abejas se comunican entre sí, se ignora si lo hacen del mismo modo que los hombres. Ese zumbido perfumado de miel, esa embriagada agitación de los bellos días de verano, que es uno de los placeres más gratos del criador de abejas; ese canto de fiesta del trabajo que sube y baja en torno de la colmena en la claridad del día, y que parece el murmullo de alegría de las flores abiertas, el himno de su felicidad, el eco de sus suaves aromas, la voz de los claveles blancos, del tomillo, del orégano, no es seguro que ellas lo oigan. Tienen, sin embargo, toda una gama de sonidos que nosotros mismos discernimos y que va de la felicidad profunda a la amenaza, a la cólera, a la angustia; tienen la oda de la reina, los estribillos de la abundancia, los salmos del dolor; tienen, en fin, los largos y misteriosos gritos de guerra de las princesas adolescentes en los combates y matanzas que preceden al vuelo nupcial. ¿Es una música casual que no altera su silencio interior? Lo cierto es que no hacen caso de los ruidos que hacemos en torno de la colmena, pues estiman quizá que esos ruidos no son de su mundo y no tienen ningún interés para ellas. Es verosímil que nosotros no oigamos sino una mínima parte de lo que dicen y que emitan una multitud de armonías que nuestros órganos no pueden percibir. En todo caso, más adelante veremos que saben entenderse y concertarse con una rapidez a veces prodigiosa, y cuando, por ejemplo, el gran ladrón de miel, la enorme Esfinge Atropos, la mariposa siniestra que lleva una calavera dibujada en el dorso, penetra en la colmena murmurando una especie de encantamiento irresistible que le es propio, la noticia circula de una abeja a otra, y desde las guardias de la entrada hasta las últimas obreras que trabajan allá, en los últimos panales, todo el pueblo se conmueve.

VI

Creyóse durante mucho tiempo que, al abandonar los tesoros de su reino para lanzarse así a la vida incierta, las sabias abejas, habitualmente tan económicas, tan sobrias, tan previsoras, obedecían a una especie de locura fatal, a una maquinal impulsión, a una ley de la especie, a un decreto de la Naturaleza, a esa fuerza que para todos los seres se encuentra en el tiempo que transcurre.

Tanto si se trata de la abeja como de nosotros mismos, llamamos fatal a todo lo que aún no comprendemos. Pero la colmena ha revelado ya dos o tres de sus secretos materiales, y se ha observado que ese éxodo no es instintivo ni inevitable. No es una emigración ciega, sino un sacrificio, que parece razonado, de la generación presente a la generación futura. Basta que el apicultor destruya en sus celdas a las jóvenes reinas todavía inertes, y que al mismo tiempo, si las larvas y las ninfas son numerosas, agrande los almacenes y los dormitorios de la nación, para que inmediatamente todo el tumulto improductivo caiga como las gotas de oro de una lluvia obediente, el trabajo habitual se extienda sobre las flores, y, vuelta a ser indispensable, no esperando o no teniendo ya sucesora, tranquilizada respecto al porvenir de la actividad que va a nacer, la vieja reina renuncie a ver por aquel año la luz del sol. Reanuda tranquilamente, en las tinieblas, su tarea materna, que consiste en poner, siguiendo una espiral metódica, de celda en celda, sin omitir una sola, sin detenerse jamás, dos o tres mil huevos cada día.

¿Qué hay de fatal en todo esto sino el amor de la raza de hoy por la raza de mañana? Esa fatalidad existe también en la especie humana, pero su fuerza y su extensión son menores. Nunca produce esos grandes sacrificios totales y unánimes. ¿A qué fatalidad previsora obedecemos que reemplaza a aquélla? Lo ignoramos y no conocemos al ser que nos mira como nosotros miramos a las abejas.

VII

Pero el hombre no trastorna la historia de la colmena que hemos elegido, y el ardor todavía bañado de rocío de un hermoso día que avanza a pasos tranquilos y ya radiantes por entre los árboles, adelanta la hora de la partida. Del uno al otro extremo de los dorados corredores que separan los muros paralelos, las obreras terminan los preparativos del viaje. Cada una de ellas se encarga de una provisión de miel suficiente para cinco o seis días. De esa miel que se llevan sacarán, por procedimientos químicos que aún nadie ha explicado claramente, la cera necesaria para empezar inmediatamente la construcción de los edificios. Se proveen además de cierta cantidad de própolis, especie de resina destinada a calafatear las hendiduras de la nueva morada, a fijar todo lo que oscila, a barnizar todas las paredes, a excluir del interior toda la luz, pues les gusta trabajar en una oscuridad casi completa, en la cual se guían por medio de sus ojos de facetas o quizá por medio de sus antenas, en las cuales se supone que reside un sentido desconocido que palpa y mide las tinieblas.

VIII

Saben, pues, prever las aventuras del día más peligroso de su existencia. En ese día, únicamente atentas a los cuidados y a los azares quizá prodigiosos del gran acto, no tendrán tiempo de visitar los jardines ni los prados, y es posible que mañana y pasado mañana haga viento o llueva, que se les hielen las alas y no se abran las flores. Sin esa previsión, les esperaría el hambre y la muerte. Nadie acudiría a socorrerlas y ellas no implorarían el socorro de nadie. De colmena a colmena no se conocen ni se ayudan jamás. Hasta sucede que el apicultor instala su colmena en el punto en que recogió a la vieja reina y el enjambre de abejas que la rodea al lado de la morada que acaban de abandonar. Sea cual fuere el desastre que sufran diríase que han olvidado completamente la tranquilidad, la felicidad laboriosa, las enormes riquezas y la seguridad de su antigua urbe, y todas, una tras otra, hasta la última morirán de frío y de hambre en torno de su infeliz soberana antes que volver a la casa natal, cuya buena olor de abundancia, que no es más que el aroma de su trabajo pasado, penetra hasta su miseria.

IX

He aquí lo que no harían los hombres, se dirá; he aquí uno de esos hechos que prueban que, a pesar de las maravillas de esa organización, no hay en ellas ni inteligencia ni conciencia verdaderas. ¿Qué sabemos nosotros? Además de que es muy admisible que haya en otros seres una inteligencia de otra naturaleza que la nuestra, y que produzca efectos muy diferentes sin ser inferiores, ¿somos acaso, sin salimos de nuestra pequeña parroquia humana, tan buenos jueces de las cosas del espíritu? Basta que veamos a dos o tres personas hablando y agitándose detrás de una ventana, sin oír lo que dicen, para que nos sea difícil adivinar la idea que llevan. ¿Creéis que un habitante de Marte o de Venus, que, desde lo alto de una montaña, viese ir y venir por las calles y las plazas públicas de nuestras ciudades los puntitos negros que somos en el espacio, se formaría, al espectáculo de nuestros movimientos, de nuestros edificios, de nuestros canales, de nuestras máquinas, una idea exacta de nuestra inteligencia, de nuestra moral, de nuestra manera de amar, pensar y esperar; en una palabra, del ser íntimo y real que somos? Se limitarían a atestiguar algunos hechos bastante sorprendentes, como hacemos en la colmena, y probablemente sacaría de ellos conclusiones tan inciertas, tan erróneas como las nuestras.

En todo caso, le costaría mucho trabajo descubrir en «nuestros puntitos negros» la gran dirección moral, el admirable sentimiento unánime que se manifiesta en la colmena. «¿Adónde van? —se preguntaría después de haber observado durante años y siglos—. ¿Qué hacen? ¿Cuál es el punto central y el fin de su vida? ¿Obedecen a algún dios? No veo nada que guíe sus pasos. Un día parecen edificar y reunir pequeñas cosas, y al otro día las destruyen y desparraman. Se van y vuelven, se reúnen y se dispersan, pero no se sabe lo que quieren. Ofrecen una multitud de espectáculos inexplicables. Los hay, por ejemplo, a quienes no se ve hacer, por decirlo así, ningún movimiento. Se les conoce por el pelaje más lustroso. A menudo también son más voluminosos que los demás. Ocupan moradas diez o veinte veces más vastas, más ingeniosamente adornadas y más ricas que las moradas ordinarias. Allí hacen diariamente comidas que se prolongan durante horas y a veces hasta muy adelantada la noche. Todos los que les rodean parecen rendirles honores, y portadores de víveres salen de las casas vecinas y hasta vienen del fondo del campo para hacerles presentes. Es de creer que son indispensables y prestan a la especie servicios esenciales, aunque nuestros medios de investigación no nos hayan permitido aún reconocer con exactitud la naturaleza de sus servicios. Se ven otros, por el contrario, que en grandes chozas llenas de ruedas que dan vueltas, en chiribitiles oscuros, en torno de los puertos y en pedacitos de tierra que remueven desde la aurora hasta la puesta del sol, no cesan de agitarse penosamente. Todo nos hace creer que esa agitación es punible, pues se los aloja en estrechas cabañas, sucias y desmanteladas. Se hallan cubiertos de una sustancia incolora. Tal parece ser su ardor en su obra nociva, o al menos inútil, que apenas se toman el tiempo de dormir y comer. Su número es a los primeros como mil a uno. Es notable que la especie haya podido mantenerse hasta nuestros días en condiciones tan desfavorables para su desarrollo. Por lo demás, conviene añadir que, aparte de esa obstinación característica en sus penosas agitaciones, parecen inofensivos y dóciles y se contentan con los restos de los que son evidentemente los guardianes y quizá los salvadores de la raza».

X

¿No es asombroso que la colmena que vemos así, confusamente, desde lo alto de otro mundo, nos dé, a la primera mirada que le echamos, una contestación segura y profunda? ¿No es admirable que sus edificios llenos de firmeza, sus costumbres, sus leyes, su organización económica y política, sus virtudes y hasta sus crueldades, nos enseñen inmediatamente el pensamiento o el dios a quien las abejas sirven y que no es el dios menos legítimo ni el menos razonable que se pueda concebir, aunque es quizás el único a quien no hemos adorado seriamente, o sea, el porvenir? A veces, en nuestra historia humana, tratamos de evaluar la fuerza y la grandeza moral de un pueblo o de una raza y no encontramos más medida que la persistencia y la amplitud del ideal que persiguen y la abnegación con la cual se consagran a él. ¿Hemos encontrado muchas veces un ideal más conforme con los deseos del Universo, más firme, más augusto, más desinteresado, más manifiesto y una abnegación más total y más heroica?

XI

¡Extraña pequeña república, tan lógica y tan grave, tan positiva, tan minuciosa, tan económica, y, sin embargo, víctima de un sueño tan vasto y tan precario! Pequeño pueblo tan resuelto y tan profundo, nutrido de calor y de luz y de lo más puro que hay en la Naturaleza: el alma de las flores, es decir, la sonrisa más evidente de la materia y su esfuerzo más conmovedor hacia la felicidad y la belleza, ¿quién nos dirá los problemas que has resuelto y que a nosotros nos hace falta resolver, las certezas que has adquirido y que a nosotros nos falta adquirir? Y si es verdad que has resuelto esos problemas y adquirido esas verdades, no por medio de la inteligencia, sino en virtud de algún impulso primitivo y ciego, ¿a qué enigma más insoluble aún no nos empujas? Pequeña ciudad llena de fe, de esperanzas, de misterios, ¿por qué las cien mil vírgenes aceptan una tarea que ningún esclavo humano aceptó jamás? Economizando sus fuerzas, algo menos olvidadizas de sí mismas, algo menos ardientes en la labor, verían otra primavera y un segundo estío; pero parecen poseídas de la embriaguez mortal del trabajo, y, rotas las alas, reducido a nada y cubierto de heridas el cuerpo, perecen casi todas en menos de cinco semanas.

Tantus amor florum, et generandi gloria mellis.

Exclama Virgilio, que nos transmitió en el cuarto libro de las Geórgicas, consagrado a las abejas, los deliciosos errores de los antiguos, que observaban la Naturaleza con los ojos aún deslumbrados por la presencia de dioses imaginarios.

XII

¿Por qué renuncian al sueño, a las delicias de la miel, al amor, a los adorables ocios que conoce, por ejemplo, su alada hermana, la mariposa? ¿No podrían vivir como ella? No las acosa el hambre. Dos o tres flores bastan para alimentarlas y visitan dos o trescientas por hora para acumular un tesoro cuyas dulzuras no probarán. ¿A qué tomarse tanto trabajo, de dónde viene tanta seguridad? ¿Es bien cierto que la generación por la cual moriréis merece ese sacrificio, que será más bella y más feliz, que hará algo que no hayáis hecho vosotras? Vemos vuestro fin; es tan claro como el nuestro: queréis vivir en vuestra descendencia tanto tiempo como la Tierra misma; pero ¿cuál es el fin de ese gran fin y la misión de esa existencia eternamente renovada?

Pero ¿no somos más bien nosotros los que nos atormentamos en la duda y el error, que somos soñadores pueriles y os hacemos preguntas inútiles? Aunque, de evoluciones en evoluciones, hubieseis llegado a ser todopoderosas y muy felices; aunque hubierais llegado a las últimas alturas desde las cuales dominaseis las leyes de la Naturaleza; aunque fueseis, en fin, diosas inmortales, aún os interrogaríamos y os preguntaríamos lo que esperáis, adonde queréis ir, dónde contáis deteneros y declararos sin deseo. Somos tales que nada nos satisface, que nada nos parece tener su fin en sí mismo, que nada nos parece existir simplemente, sin segunda intención. ¿Hemos podido imaginar hasta hoy uno solo de nuestros dioses, desde el más grosero hasta el más razonable, sin hacerlo agitar inmediatamente, sin obligarlo a crear una multitud de seres y de cosas, a buscar mil fines fuera de sí mismo, y no nos resignaremos jamás a representar tranquilamente y durante algunas horas una forma interesante de la actividad de la materia, para volver en seguida, sin pesares ni asombro, a la otra forma, que es la inconsciente, la desconocida, la dormida, la eterna?

XIII

Pero no olvidemos nuestra colmena, en que el enjambre pierde la paciencia; nuestra colmena que bulle y rebosa de oleadas negras y vibrantes, como un vaso sonoro bajo el ardor del sol. Son las doce del día y diríase que, en torno del calor que reina, los árboles reunidos retienen todas sus hojas, como se retiene la respiración en presencia de una cosa muy dulce, pero muy grave. Las abejas dan la miel y la cera olorosa al hombre que las cuida; pero lo que quizá vale más que la miel y la cera es que llaman su atención sobre la alegría de junio, es que le hacen saborear la armonía de los meses más hermosos, es que todos los acontecimientos en que ellas intervienen están relacionados con los cielos puros, con la fiesta de las flores, con las horas más felices del año. Son el alma del estío, el reloj de los minutos de abundancia, el ala diligente de los perfumes que vuelan, la inteligencia de los rayos de luz que se ciernen, el murmullo de las caridades que vibran, el canto de la atmósfera que descansa, y su vuelo es la señal visible, la nota convencida y musical de las pequeñas alegrías innumerables que nacen del calor y viven en la luz. Hacen comprender la voz más íntima de las buenas horas naturales. Al que las conoce, al que las ama, al que las disfrutó, un estío sin abejas parece tan desgraciado y tan imperfecto como si careciese de pájaros y flores.

XIV

El que asiste por primera vez a ese episodio ensordecedor y desordenado de la enjambrazón de una colmena bien poblada se encuentra bastante desconcertado y no se acerca sin temor. No reconoce a las serias y pacíficas abejas de las horas laboriosas. Las había visto llegar momentos antes de todos los ámbitos de la campiña, preocupadas como pequeñas amas de casa a quienes nada es capaz de distraer de sus quehaceres domésticos. Entraban casi inadvertidas, extenuadas, sin aliento, presurosas, agitadas, pero discretas, saludadas al paso con una ligera señal de las antenas por las jóvenes amazonas del vestíbulo. A lo sumo cambiaban las tres o cuatro palabras, probablemente indispensables, al entregar apresuradamente su cosecha de miel a una de las portadoras adolescentes que estacionan siempre en el patio interior de la fábrica o bien iban a depositar por sí mismas, en los vastos graneros que rodean la nidada, las dos pesadas cestas de polen que llevaban enganchadas en sus muslos, para repartir inmediatamente después, sin hacer caso de lo que pasaba en los talleres, en el dormitorio de las ninfas o en el palacio real, sin mezclarse, ni siquiera un momento, con el barullo de la plaza pública que se extiende delante del umbral, y que llenan, a las horas de gran calor, los corros de las ventiladoras que charlan.

XV

Hoy todo ha cambiado. Cierto es que un número de obreras, tranquilamente, como si no fuese a pasar nada, van a los campos y vuelven, limpian la colmena, suben a las cámaras de la nidada, sin dejarse contagiar de la embriaguez general. Son las que no acompañarán a la reina y se quedarán en la vieja morada para guardarla, para anidar y alimentar a los nueve o diez mil huevos, a las dieciocho mil larvas, a las treinta y seis mil ninfas y a las siete u ocho princesas a quienes se abandona. Son elegidas para ese deber austero, sin que se sepa en virtud de qué reglas ni por quién ni cómo. Muéstranse tranquilas e inflexiblemente fieles a esa misión, y aunque he repetido muchas veces la experiencia, empolvando con una materia colorante algunas de esas «cenicientas» resignadas, que es fácil reconocer por su porte serio y algo pesado entre el pueblo en fiesta, raramente he encontrado alguna en la embriagada multitud del enjambre.

XVI

Y, sin embargo, el atractivo parece irresistible. Es el delirio del sacrificio, quizás inconsciente, ordenado por el dios; es la fiesta de la miel, la victoria de la raza y del porvenir; es el único día de regocijo, de olvido y de locura; es el único domingo de las abejas. También parece ser el único día en que comen a saciedad y conocen plenamente la dulzura del tesoro que reúnen. Parecen prisioneras libertadas y súbitamente transportadas a un país de exuberancias y esparcimientos. Rebosan de júbilo y no son dueñas de sí mismas. Ellas, que nunca hacen un movimiento impreciso o inútil, van y vienen, salen y entran y vuelven a salir para excitar a sus hermanas, ver si la reina está pronta, aturdir su espera. Vuelan mucho más alto que de costumbre y hacen vibrar en torno del colmenar las hojas de los grandes árboles. No tienen ya temores ni cuidados. No son ya ariscas, meticulosas, recelosas, irritables, agresivas, indomables. El hombre, el amo ignorado, a quien nunca reconocían y que no logró domarlas sino doblegándose a todas sus costumbres de trabajo, respetando todas sus leyes, siguiendo paso a paso el surco que traza en la vida su inteligencia siempre dirigida hacia el bien de mañana, y que nada desconcierta ni desvía de su fin, el hombre, puede acercarse a ellas; rasgar la cortina dorada y tibia que forman en torno de él sus zumbantes torbellinos; cogerlas en la mano, como un racimo de fruta; son tan mansas, tan inofensivas como una nube de libélulas o de falenas y, en ese día, dichosas, sin poseer nada, confiadas en el porvenir, con tal que no se las separe de su reina, que lleva en sí ese porvenir, se someten a todo y no lastiman a nadie.

XVII

Pero aún no se ha dado la verdadera señal. En la colmena reina una agitación inconcebible y un desorden cuyo pensamiento no se puede descubrir. En tiempo normal, una vez en su casa, las abejas olvidan que tienen alas, y cada cual permanece casi inmóvil, pero no inactiva, en los panales, en el puesto que le está asignado para su género de trabajo. Ahora, frenéticas, se mueven en círculos compactos de arriba abajo en las paredes verticales, como una pasta vibrante meneada por una mano invisible. La temperatura interior se eleva rápidamente, hasta tal punto, a veces, que la cera de los edificios se ablanda y se deforma. La reina, que habitualmente no se aparta nunca de los panales del centro, recorre desatentada, jadeante, la superficie de la multitud vehemente que gira una y otra vez sobre sí. ¿Es para activar la partida o para retrasarla? ¿Ordena o implora? ¿Propaga la emoción prodigiosa o la sufre? Parece bastante evidente, según lo que sabemos de la psicología general de la abeja, que la enjambrazón se hace siempre contra la voluntad de la vieja soberana. En el fondo, la reina es, a los ojos de sus hijas, las escépticas obreras, el órgano del amor, indispensable y sagrado, pero algo inconsciente y a menudo pueril. Por eso la tratan como una madre bajo tutela. Tienen por ella un respeto, una ternura heroica y sin límites. Le está reservada la miel más pura, especialmente destilada y casi enteramente asimilable. Tiene una escolta de satélites o de lictores, según la expresión de Plinio, que vela por ella día y noche; facilita su trabajo maternal, prepara las celdas en que debe poner sus huevos; la cuida, la acaricia, la alimenta, la lava, hasta absorbe sus excrementos. Al menor accidente que sufre, la noticia cunde de abeja en abeja y el pueblo se agolpa y se lamenta. Si se la saca de la colmena, y las abejas no pueden esperar reemplazarla, porque no ha dejado larvas de obreras de menos de tres días (porque toda larva de obrera que tiene menos de tres días puede, gracias a un alimento particular, ser transformada en ninfa real, y éste es el gran principio democrático de la colmena que compensa las prerrogativas de la predestinación materna); si, en tales circunstancias, se la coge, se la prende y se la lleva lejos de su morada, una vez notada su pérdida —a veces transcurren dos o tres horas antes que todo el mundo tenga noticias de ella, tan vasta es la urbe—, el trabajo cesa casi en todas partes. Los pequeñuelos son abandonados; parte de la población va errante de un lado a otro en demanda de su madre, otra sale en su busca; las guirnaldas de obreras ocupadas en construir los panales se rompen y disgregan; las recolectoras no visitan ya las flores; las guardias de la entraba abandonan su puesto, y las saqueadoras ajenas, todos los parásitos de la miel, perpetuamente en acecho de una buena ocasión, entran y salen libremente sin que a nadie se le ocurra defender el tesoro trabajosamente reunido. Poco a poco la ciudad se empobrece y se despuebla, y sus habitantes, desalentadas, no tardan en morir de tristeza y de miseria, aunque todas las flores del estío se abran ante ellas.

Pero si se les restituye su soberana antes de que su pérdida sea un hecho consumado e irremediable, antes de que la desmoralización sea demasiado profunda (las abejas son como los hombres: una desgracia y una desesperación prolongada rompen su inteligencia y degradan su carácter), si se les restituye algunas horas después, la acogida que le hacen es extraordinaria y conmovedora. Todas se agrupan en torno de ella, se suben unas sobre otras, la acarician al paso con sus largas antenas, que contienen tantos órganos todavía inexplicados, le ofrecen miel, la escoltan en tumulto hasta las cámaras reales. En seguida se restablece el orden, el trabajo se reanuda, desde los panales centrales hasta los más lejanos anexos en que se acumula el exceso de la cosecha, las recolectoras salen en filas negras y regresan a veces dos o tres minutos después cargadas de néctar y de polen, los saqueadores y los parásitos son expulsados o muertos, barridas las calles y resuena dulce y monótonamente en la colmena ese canto feliz y tan particular que es el canto íntimo de la presencia real.

XVIII

Se tienen mil ejemplos de ese apego, de esa abnegación absoluta de las obreras por su soberana. En todas las catástrofes de la pequeña república: la caída de la colmena o de los panales, la brutalidad o la ignorancia del hombre, el frío, el hambre, las enfermedades, si el pueblo perece en masa, casi siempre la reina se salva y se la encuentra viva bajo los cadáveres de sus fieles hijas. Es que todas la protegen, facilitan su huida, la defienden y abrigan con su cuerpo, le reservan la comida más sana y las últimas gotas de miel. Y mientras vive, cualquiera que sea el desastre, el desaliento no entra en la ciudad de «las castas bebedoras de rocío». Romped veinte veces seguidas los panales, arrebatadles veinte veces sus hijos y sus víveres y no llegaréis a hacerlas dudar del porvenir, y diezmadas, hambrientas, reducidas a un pequeño troje que apenas puede ocultar su madre al enemigo, reorganizarán los reglamentos de la colonia, atenderán a lo más urgente, compartirán de nuevo su tarea según las necesidades anormales del momento desgraciado y reanudarán inmediatamente el trabajo con una paciencia, un ardor, una inteligencia y una tenacidad que no siempre se encuentran en tal alto grado en la Naturaleza, a pesar de que la mayor parte de los seres muestran en sí mismos más valor y confianza que el hombre.

A fin de apartar el desaliento y mantener su amor, ni siquiera es preciso que la reina esté presente; basta que haya dejado a la hora de su muerte o de su partida la más frágil esperanza de descendencia. «Hemos visto —dice el venerable Langstroth, uno de los padres de la apicultura moderna—, hemos visto una colonia que no tenía bastantes abejas para cubrir un panal de diez centímetros cuadrados, tratando de criar una reina. Durante dos semanas enteras conservaron la esperanza de conseguirlo; al fin, cuando su número quedaba reducido a la mitad, su reina nació, pero tenía las alas tan imperfectas que no pudo volar. Aunque impotente, no por eso sus abejas la trataron con menos respeto. Una semana después no quedaba más que una docena de abejas; finalmente, pocos días más tarde, la reina había desaparecido, dejando en los panales algunas infelices inconsolables».

XIX

He aquí, entre otras, una circunstancia, nacida de las inauditas pruebas que nuestra intervención reciente y tiránica impone a las infortunadas, pero firmes, heroínas, y en la cual se observa a lo vivo el último gesto del amor filial y de la abnegación. Más de una vez, como todo aficionado a las abejas, he hecho traer de Italia reinas fecundadas, pues la raza italiana es mejor, más robusta, más prolífica, más activa y mansa que la nuestra. Esos envíos se hacen en cajitas provistas de pequeños agujeros. Se mete en la caja, con algunos víveres, la reina acompañada de cierto número de obreras, elegidas, si es posible, entre las más viejas (la edad de las abejas se conoce con bastante facilidad en que tienen el cuerpo más liso, delgado, casi calvo y, sobre todo, las alas gastadas y rasgadas por el trabajo), para alimentarla, cuidarla y velar por ella durante el viaje. Con frecuencia, a la llegada, la mayor parte de las obreras ha sucumbido. Una vez, todas habían muerto de hambre; pero en este caso, como en los otros, la reina se hallaba intacta y vigorosa, y la última de sus compañeras quizá había perecido ofreciendo a su soberana, símbolo de una vida más preciosa y más vasta que la suya, la última gota de miel que tenía en reserva en el fondo de su papo.

XX

Habiendo observado ese afecto tan constante, el hombre ha sabido utilizar el admirable sentido político, el amor al trabajo, la perseverancia, la magnanimidad, la pasión del porvenir que de aquélla se desprenden o que la misma encierra. Gracias a ella ha conseguido, de algunos años a esta parte, domesticar, hasta cierto punto, y sin que se den cuenta de ello, a las terribles guerreras, pues no ceden a ninguna fuerza ajena, y en su inconsciente servidumbre únicamente sirven a sus propias leyes esclavizadas. Puede creer que teniendo a la reina tiene en la mano el alma y los destinos de la colmena. Según la manera con que se sirve y hasta juega con ella, por decirlo así, provoca, por ejemplo, y multiplica, impide o restringe la enjambrazón, reúne o divide las colonias, dirige la emigración de los reinos. No es menos cierto que la reina no es, en el fondo, más que una especie de símbolo viviente, que, como todos los símbolos, representa un principio menos visible y más vasto, que conviene que el apicultor tenga en cuenta si no quiere exponerse a más de una decepción. Por lo demás, las abejas no se equivocan tocante a eso y no pierden de vista, a través de su reina visible y efímera, a su verdadera soberana, inmaterial y permanente, que es su idea fija. Que esa idea sea consciente o no, ello no importa sino en el caso de que queramos admirar más las abejas que la tienen o la Naturaleza que la ha puesto en ellas. Dondequiera que se encuentre, en esos pequeños cuerpos tan frágiles, o en el gran cuerpo incognoscible, es digna de nuestra atención. Y, sea dicho de paso, si cuidásemos de no subordinar nuestra admiración a tantas circunstancias de lugar o de origen, no perderíamos con tanta frecuencia la ocasión de abrir nuestros ojos con asombro, y nada hay tan saludable como el abrirlos así.

XXI

Se dirá que eso son conjeturas muy aventuradas y demasiado humanas, que las abejas no tienen probablemente ninguna idea de ese género y que la noción del porvenir, del amor a la raza y tantas otras que les atribuimos no son en el fondo sino las formas que toman para ellas la necesidad de vivir, el temor al sufrimiento y a la muerte y el atractivo placer. Convenido; todo eso, si se quiere, no es más que una manera de hablar; por esto no le daba yo grande importancia. Lo único cierto aquí, como es lo único cierto en todo lo que sabemos, es la prueba de que, en tal o cual circunstancia, las abejas se portan con su reina de tal o cual manera.

Lo demás es un misterio en torno del cual únicamente se pueden hacer conjeturas más o menos agradables, más o menos ingeniosas. Pero si hablásemos de los hombres, como quizá sería prudente hablar de las abejas, ¿tendríamos derecho a decir de ellos mucho más? También nosotros no hacemos más que obedecer a las necesidades, al atractivo del placer o al horror del sufrimiento, y lo que llamamos nuestra inteligencia tiene el mismo origen y la misma misión que lo que llamamos instinto de animales. Realizamos ciertos actos cuyos efectos creemos conocer; sufrimos otros, cuyas causas nos jactamos de penetrar mejor que ellos; pero además de que esta suposición no descansa sobre nada firme, estos actos son mínimos y raros comparados con la multitud enorme de los demás, y todos, los mejor conocidos y los más ignorados, los más pequeños y los más grandiosos, los más próximos y los más remotos, se realizan en las tinieblas de una noche en que es probable que seamos tan ciegos como suponemos que lo son las abejas.

XXII

«Se convendrá —dice Buffon, el cual tiene contra las abejas un rencor bastante gracioso—, se convendrá en que, tomando esas moscas una por una, tienen menos ingenio que el perro, el mono y la mayor parte de los animales; se convendrá en que tienen menos docilidad, menos apego, menos sentimientos; en una palabra, menos cualidades relativas a las nuestras; por consiguiente, debe convenirse que su inteligencia aparente no dimana más que de su multitud reunida; sin embargo, esta reunión misma no supone ninguna inteligencia, puesto que no se reúnen con fines morales, sino que se encuentran juntas sin su consentimiento. Esa sociedad no es, pues, otra cosa que una reunión física, ordenada por la Naturaleza, e independiente de todo conocimiento, de todo razonamiento. La madre abeja produce de una vez diez mil individuos en el mismo punto; estos diez mil individuos, aunque sean mil veces más estúpidos de lo que yo supongo, se verán obligados, sólo para seguir existiendo, a arreglarse de algún modo; como unos y otros obran todos con fuerzas iguales, aunque hubiesen empezado por perjudicarse, a fuerza de hacerlo llegarán pronto a perjudicarse lo menos posible, es decir, a ayudarse mutuamente; parecerán, pues, entenderse y concurrir al mismo fin; el observador les atribuirá pronto miras y todo el espíritu que les falta, querrá explicar cada acción, cada movimiento tendrá pronto su motivo, y de ahí saldrán maravillas o monstruos de razonamientos sin número, porque esos diez mil individuos producidos a la vez, que han vivido juntos, que se han metamorfoseado todos casi al mismo tiempo, no pueden menos de hacer todos la misma cosa, y, por poco sentimiento que tengan, de contraer costumbres comunes, de arreglarse, de encontrarse bien juntos, de ocuparse en su morada, de volver a ella después de haberse alejado, etcétera, y de ahí la arquitectura, la geometría, el orden, la previsión, el amor a la patria, la república en una palabra, todo fundado, como se ve, en la admiración del observador».

He aquí una manera completamente contraria de explicar las abejas. Desde luego, puede parecer más natural, pero ¿no sería en el fondo, por la sencilla razón de que no explica casi nada? Prescindo de los errores materiales de esa página, pero el avenirse así, perjudicándose lo menos posible, con las necesidades de la vida común, ¿no supone cierta inteligencia que parecerá tanto más notable cuanto más de cerca se examina de qué modo esos «diez mil individuos» evitan el perjudicarse y llegan a ayudarse mutuamente? ¿No es también nuestra propia historia? ¿Qué dice el viejo naturalista irritado que no se aplique exactamente a todas nuestras sociedades humanas? Nuestro saber, nuestras virtudes, nuestra política, amargos frutos de la necesidad que nuestra imaginación ha dorado, no tienen más fin que el de utilizar nuestro egoísmo y convertir en bien común la actividad naturalmente perjudicial de cada individuo. Además, lo repetimos, si se quiere que las abejas no tengan ninguna idea ni ninguno de los sentimientos que les atribuimos, ¿qué nos importa el lugar de nuestro asombro? Si se cree que es imprudente el admirar las abejas, admiraremos la Naturaleza, y siempre llegará un momento en que no se nos podrá arrancar nuestra admiración y no perderemos nada por haber retrocedido y esperado.

XXIII

Sea como fuere, y por no abandonar nuestra conjetura, que tiene al menos la ventaja de coordinar en nuestro espíritu ciertos actos evidentemente coordinados en la realidad, las abejas adoran en su reina no tanto a la reina misma como al porvenir infinito de su raza. Las abejas no son muy sentimentales, y, cuando una de ellas vuelve del trabajo tan gravemente herida que juzgan que ya no podrá prestar ningún servicio, la expulsan despiadadamente. Y, sin embargo, no puede decirse que sean del todo incapaces de cierto apego personal a su madre. La reconocen entre todas. Aun cuando sea vieja, miserable, lisiada, las guardianas de la puerta no permitirán jamás que una reina desconocida, por joven, bella y fecunda que parezca, penetre en la colmena. Cierto es que éste es uno de los principios fundamentales de su policía, al que no se falta, a veces, sino en las épocas de gran cosecha de miel, en favor de alguna obrera extraña bien cargada de víveres.

Cuando la reina se ha vuelto completamente estéril, la reemplazan criando cierto número de princesas reales. Pero ¿qué hacen de la vieja soberana? No se sabe exactamente; pero a los apicultores les ha sucedido, a veces, encontrar sobre los panales de una colmena una reina magnífica y en la flor de la edad, y, en el fondo, en un rincón oscuro, la antigua «señora», como la llaman en Normandía, flaca y tullida. Parece que en este caso han debido de cuidar de protegerla hasta el fin contra el odio de su vigorosa rival, que no desea más que su muerte, pues las reinas se tienen entre sí un horror invencible que hace que se precipiten una contra otra desde el momento en que se hallan dos bajo el mismo techo. Es de creer que aseguran así a la más vieja una especie de retiro humilde y tranquilo en que termina sus días. Nos hallamos en presencia de uno de los mil enemigos del reino de la cera y tenemos la ocasión de comprobar, una vez más, que la política y las costumbres de las abejas no son fatales y estrechas y que obedecen a móviles más complicados que los que creemos conocer.

XXIV

Pero trastornamos a cada instante las leyes de la Naturaleza que más firmes deben parecerles. Las ponemos cada día en la situación en que nos encontraríamos nosotros mismos si alguien suprimiese bruscamente en torno nuestro las leyes de la gravedad, del espacio, de la luz o de la muerte. ¿Qué harán, pues, si se introduce por fuerza o fraudulentamente una segunda reina en la colmena? En el estado natural, este caso, gracias a las centinelas de la entrada, quizá no se ha presentado nunca desde que habitan este mundo. No se desconciertan y saben conciliar de la mejor manera posible, en una coyuntura tan prodigiosa, dos principios que respetan como órdenes divinas. El primero es el de la maternidad única, que nunca se quebranta fuera del caso de esterilidad de la reina reinante. El segundo es más curioso todavía; pero si bien no puede infringirse, permite que se le evite judaicamente, por decirlo así. Este principio es el que reviste de una especie de inviolabilidad a la persona de toda reina, cualquiera que sea. Les sería fácil a las abejas clavar en la intrusa mil dardos venenosos; moriría en el acto y no tendrían más que arrastrar su cadáver fuera de la colmena. Pero aunque tienen siempre el aguijón dispuesto, y se sirven de él a cada instante para combatir entre sí, para matar a los zánganos, a los enemigos o a los parásitos, no lo sacan nunca contra ninguna reina, del mismo modo que la reina no saca nunca el suyo contra el hombre, ni contra ningún animal, ni contra una abeja ordinaria, y su arma real, que, en vez de ser recta como la de las obreras, es curva en forma de cimitarra, no la desenvaina sino cuando combate de igual a igual con otra reina.

Como ninguna abeja, al parecer, se atreve a asumir el horror de un regicidio directo y sangriento, en todas las circunstancias en que el buen orden y la prosperidad de la república exigen que una reina perezca, procuran dar a su muerte la apariencia de la muerte natural; subdividen el crimen hasta el infinito, de modo que resulta anónimo.

Entonces «embalan» a la soberana extraña, según la expresión técnica de los apicultores, lo que significa que la rodean enteramente con sus innumerables cuerpos entrelazados. Forman así una especie de prisión viva en que la prisionera no puede ya moverse y que mantienen durante veinticuatro horas, si es preciso, hasta que muere allí de hambre o asfixiada.

Si la reina legítima se acerca en aquel momento, y si, adivinando una rival, parece dispuesta a atacarla, las vivas paredes de la prisión se abren en seguida ante ella. Las abejas forman círculo en torno de las dos enemigas, y, atentas, pero imparciales, asisten al singular combate, sin tomar parte en él, pues sólo una madre puede sacar el aguijón contra una madre, sólo la que lleva en sus entrañas cerca de un millón de vidas parece tener derecho a dar de un golpe cerca de un millón de muertes.

Pero si el choque se prolonga sin resultado, si los dos aguijones corvos resbalan inútilmente sobre las pesadas corazas de córnea, llamada quitina, la reina que parezca huir, tanto si es la legítima como la extraña, será detenida y nuevamente cubierta por la cárcel viviente, hasta que vuelva a manifestar la intención de reanudar la lucha. Conviene añadir que, en las numerosas experiencias hechas sobre el particular, se ha visto casi invariablemente a la reina reinante alcanzar la victoria, ya porque, sintiéndose en su casa, en medio de los suyos, tenga más audacia y ardor que la otra, o porque las abejas, si bien son imparciales en el momento del combate, lo sean menos en la manera de aprisionar a los dos rivales, pues su madre no parece sufrir mucho a consecuencia de su aprisionamiento, al paso que la extraña sale casi siempre de él visiblemente lastimada.

XXV

Una experiencia fácil demuestra mejor que ninguna otra que las abejas reconocen a su reina y le tienen verdadero apego. Sacad la reina de una colmena y veréis producirse en seguida todos los fenómenos de angustia y trastorno que he descrito en un capítulo precedente. Devolvedles, al cabo de unas horas, la misma reina y todas sus hijas vendrán a su encuentro ofreciéndole miel. Unas formarán cordón a su paso; otras, cabeza abajo y abdomen arriba, formarán ante ella grandes semicírculos inmóviles, pero sonoros, en que cantan, sin duda, el himno del feliz regreso y que marcan al parecer, en sus ritos reales, el respeto solemne o la felicidad suprema.

Pero no esperéis engañarlas sustituyendo a la reina legítima por otra extraña. Apenas esta última haya dado algunos pasos en la plaza las obreras, indignadas, acudirán masivamente de todas partes. Será inmediatamente rodeada y mantenida en la terrible prisión tumultuosa, cuyos muros obstinados se relevarán hasta que se produzca su muerte, porque, en este caso particular, casi nunca sale viva.

De modo que la introducción y el reemplazo de las reinas es una de las mayores dificultades de la apicultura. Es curioso ver a qué diplomacia, a qué astucias complicadas debe recurrir el hombre para imponer su deseo y engañar a esos pequeños insectos tan perspicaces, pero siempre de buena fe, que aceptan con un valor impresionante los acontecimientos más inesperados, y en los cuales no ve, al parecer, sino un capricho nuevo, pero fatal, de la Naturaleza. En suma: en toda esa diplomacia y en el desconcierto desesperante que producen con bastante frecuencia esos atrevidos ardides, el hombre cuenta siempre, casi empíricamente, con el admirable sentido práctico de las abejas, con el tesoro inagotable de sus leyes y de sus costumbres maravillosas, con su amor al orden, a la paz y al bien público, con fidelidad al porvenir, con la firmeza tan hábil y el desinterés tan serio de su carácter, y, sobre todo, con una constancia en el cumplimiento de sus deberes que nada llega a cansar. Pero el detalle de esos procedimientos pertenece a los tratados de apicultura propiamente dichos y nos llevaría demasiado lejos[4].

XXVI

En cuanto al afecto personal de que hablábamos, y para acabar con él, si es probable que existe, es seguro también que su memoria es corta, y si pretendéis restablecer en su reino a la madre desterrada pocos días antes, será recibida en él de tal manera por sus hijas exasperadas que tendréis que apresuraros a arrancarla al encarcelamiento mortal que es el castigo de las reinas desconocidas. Es que han tenido tiempo de transformar en celdas reales una docena de habitaciones de obreras y el porvenir de la raza ya no corre ningún peligro. Su afecto crece o decrece, según la manera con que la reina representa ese porvenir. Con frecuencia, cuando una reina virgen realiza la peligrosa ceremonia del «vuelo nupcial», se ve a sus súbditas tan temerosas de perderla que todas la acompañan en esa trágica y lejana busca del amor de que luego hablaré, lo cual no hacen nunca cuando se ha tenido cuidado de darles un fragmento de panal que contenga celdas de joven nidada y en que hallen la esperanza de criar a otras madres. El afecto hasta puede transformarse en furor y en odio si la soberana no llena todos sus deberes con la divinidad abstracta que llamaríamos la sociedad futura y que ellas conciben más vivamente que nosotros. Ha sucedido, por ejemplo, que varios apicultores, por diversas razones, han impedido que la reina siga al enjambre, reteniéndola en la colmena por medio de una pequeña red metálica a través de la cual las delgadas y ágiles obreras pasaban inadvertidamente, pero por cuyas mallas la pobre esclava del amor, notablemente más pesada y corpulenta que sus hijas, no podía pasar. A la primera salida, las abejas, viendo que no las había seguido, volvían a la colmena y reconvenían, empujaban y maltrataban muy manifiestamente a la desdichada prisionera, a quien acusaban, sin duda, de tener pereza o el espíritu apocado. A la segunda salida, como su mala voluntad parecía evidente, aumentaba la cólera de las súbditas, y entonces los malos tratos eran más serios. Ya la tercera, juzgándola irremediablemente infiel a su destino y al porvenir de la raza, casi siempre la condenaban y le daban muerte en la prisión real.

XXVII

Como se ve, todo está subordinado a ese porvenir con una previsión, un concierto, una inflexibilidad, una habilidad en interpretar las circunstancias y en sacar partido de ellas, que confunden a la admiración cuando se tiene en cuenta todo lo imprevisto, todo lo sobrenatural que nuestra intervención reciente difunde sin cesar en sus moradas. Se dirá quizá que, en el primer caso, interpretan muy mal la impotencia de la reina en seguirlas. ¿Seríamos nosotros mucho más perspicaces, si una inteligencia de orden diferente y servida por un cuerpo tan colosal que sus movimientos fuesen casi tan imperceptibles como los de un fenómeno natural, se divirtiese en tendernos lazos del mismo género? ¿No hemos tardado miles de años en inventar una interpretación bastante plausible del rayo? Toda inteligencia obra con lentitud cuando sale de su esfera, que es siempre pequeña, y cuando se halla en presencia de acontecimientos que no ha provocado. Además, no es seguro que, si la prueba de la red metálica se generalizase y prolongase, las abejas no acabasen por comprenderla y obviar sus inconvenientes. Han comprendido ya otras muchas pruebas y han sacado el partido más ingenioso. La prueba de los «panales movibles» o la de las «secciones», por ejemplo, en que se las obliga a almacenar su miel de reserva en cajitas simétricamente apiladas, o la prueba extraordinaria de la «cera estampada», en que los alvéolos no están trazados más que por un delgado contorno de cera, de cuya utilidad ellas se hacen inmediatamente cargo, y que estiran con cuidado, a fin de formar, sin pérdida de sustancias ni de trabajo, celdas perfectas, ¿no descubren, en todas las circunstancias que no se presentan bajo un lazo tendido por una especie de dios malicioso y solapado, la mejor y la única solución humana? Por citar una de esas circunstancias naturales, pero del todo normales, que una babosa o un ratón se introduzca en la colmena y allí se les dé muerte, ¿qué harán las abejas para desembarazarse del cadáver, que no tardará en apestar la atmósfera? Si les es imposible expulsarlo o despedazarlo, lo encierran metódica y herméticamente en un verdadero sepulcro de cera y de propóleos que se alza entre los monumentos ordinarios de la colmena. El año pasado encontré en una de mis colmenas una aglomeración de tres tumbas, separadas como los alvéolos de los panales por tabiques medianeros, a fin de economizar la mayor cantidad de cera posible. Las prudentes enterradoras las habían erigido sobre los restos de tres pequeños caracoles que un niño había metido en su falansterio. Habitualmente, cuando se trata de caracoles, se contentan con cubrir de cera el orificio de la concha. Pero como esta vez las conchas habían sido más o menos rotas o rajadas, las abejas habían encontrado más sencillo sepultarlo todo, y, a fin de no estorbar el movimiento de la entrada, habían dispuesto en esa masa embarazosa cierto número de galerías exactamente proporcionadas no a su tamaño, sino al de los zánganos, que son dos veces mayores que ellas. Esto y el hecho siguiente, ¿no permiten creer que las abejas llegarían a descubrir la razón porque la reina no puede seguirlas a través de la red metálica? Tienen un sentido muy seguro de las proporciones y del espacio que un cuerpo necesita para moverse. En las regiones en que pulula la horrible Esfinge Atropos (Aqueorontia Atropos), construyen en la entrada de sus colmenas columnitas de cera, entre las cuales el pillastre nocturno no puede introducir su enorme abdomen.

XXVIII

Basta sobre este punto; no acabaría nunca si tuviese yo que agotar todos los ejemplos. Para resumir el papel y la situación de la reina, se puede decir que es el corazón esclavo de la colmena cuya inteligencia la rodea. Es la soberana única, pero también la sirvienta real, la depositaría cautiva y la delegada responsable del amor. Su pueblo la sirve y la venera, sin olvidar que no se somete a su persona, sino a la misión que ella desempeña y a los destinos que representa. Difícil sería encontrar una república humana cuyo plan abarque una porción tan considerable de los deseos de nuestro planeta; una democracia en que la independencia sea al mismo tiempo más perfecta y más razonable y la sujeción más total y más bien razonada. Pero tampoco se encontraría ninguna en que los sacrificios fuesen más duros y más absolutos. No vaya a creerse que yo admire esos sacrificios tanto como sus resultados. Sería de desear que esos resultados pudiesen obtenerse con menos sufrimiento y menos sacrificios. Pero una vez aceptado el principio —y es quizá necesario en el pensamiento de nuestro Globo—, su organización es admirable. Sea cual fuere sobre este punto la verdad humana, en la colmena la vida no es considerada como una serie de horas más o menos agradables, de las cuales conviene no entristecer ni amargar más que los minutos indispensables para su sostenimiento, sino como un gran deber común y severamente dividido para con un porvenir que retrasa sin cesar desde el principio del mundo. Cada cual renuncia en ella a más de la mitad de su dicha y de sus derechos. La reina dice adiós a la luz del día, al cáliz de las flores y a la libertad; las obreras, al amor, a cuatro o cinco años de vida y a las dulzuras de la maternidad. La reina ve su cerebro reducido a nada en provecho de los órganos de la reproducción, y las obreras ven atrofiarse estos mismos órganos en beneficio de su inteligencia. No sería justo sostener que la voluntad no toma parte alguna en esas abnegaciones. Cierto es que la obrera no puede cambiar su propio destino, pero dispone del de todas las ninfas que la rodean y que son sus hijas indirectas. Hemos visto que cada larva de obrera, si fuese nutrida y alojada según el régimen real, podría convertirse en reina, e, igualmente, cada larva real, si se cambiara su alimento y se redujese su celda, sería transformada en obrera. Estas prodigiosas elecciones se operan todos los días en la dorada sombra de la colmena. No se efectúan al azar, sino que una sabiduría cuya lealtad y gravedad profundas sólo el hombre puede engañar, una sabiduría siempre alerta, las hace o deshace, teniendo en cuenta todo lo que pasa dentro y fuera de la colmena. Si de pronto abundan las flores imprevistas; si la colina o las márgenes del río resplandecen de una nueva cosecha; si la reina es vieja o menos fecunda; si la población se acumula y le falta espacio, veréis surgir celdas reales. Estas mismas celdas podrán ser destruidas si la cosecha viene a faltar o si se agranda la colmena. Serán a menudo conservadas mientras la joven reina no haya verificado con éxito su vuelo nupcial, para ser destruidas cuando ésta vuelve a la colmena arrastrando en pos de sí, como un trofeo, la señal irrecusable de su fecundación. ¿Dónde está esa sabiduría que así pesa el presente y el porvenir y para la cual lo que aún no es visible tiene más importancia que todo lo que se ve? ¿Dónde reside esa prudencia anónima que renuncia y elige, que eleva y rebaja, que de tantas obreras podría hacer tantas reinas y que de tantas madres hace un pueblo de vírgenes? Hemos dicho en otro lugar que se encuentra en el «espíritu de la colmena»; pero el «espíritu de la colmena», ¿dónde encontrarlo, en fin, sino en la asamblea de las obreras?

Quizá, para convencerse de que es aquí donde reside, no era necesario observar tan atentamente las costumbres de la república real. Bastaba, como han hecho Dujardin, Brandt, Girand, Vogel y otros entomólogos, poner bajo el microscopio, junto al cráneo algo vacío de la reina y de la magnífica cabeza de los zánganos en que resplandecen veintiséis mil ojos, la cabecita ingrata y cuidadosa de la virgen obrera. Hubiéramos visto que en esta cabecita se desarrollan las circunvoluciones del cerebro más vasto y más ingenioso de la colmena. Es el más hermoso, el más complicado, el más delicado, el más perfecto, en otro orden y con una organización diferente, que existe en la Naturaleza después del cerebro del hombre[5]. Aquí también, como en todas partes, dentro del régimen del mundo que conocemos, donde está el cerebro está la autoridad, la fuerza verdadera, la sabiduría y la victoria. Aquí también es un átomo casi invisible de esa sustancia misteriosa del que avasalla y organiza la materia, y sabe crearse un pequeño puesto triunfante y duradero en medio de las fuerzas enormes e inertes de la nada y de la muerte.

XXIX

Volvamos ahora a nuestra colmena que enjambra y en la cual no se ha esperado el fin de estas reflexiones para dar la señal de partida. En el momento en que se da esa señal, diríase que todas las puertas de la ciudad se abren al mismo tiempo de un empujón súbito e insensato, y la negra multitud se evade o más bien surge de ella, según el número de aberturas, en un doble, triple o cuádruple chorro directo, tendido, vibrante y continuo que se esparce y ensancha en seguida en el espacio formando una sonora red en que se exasperan cien mil alas transparentes. Durante algunos minutos, la red flota encima del colmenar y en medio de un prodigioso murmullo comparable al que producirían diáfanas sederías sin cesar rasgadas y recosidas por mil y mil dedos electrizados, ondula, vacila, palpita como un velo de alegría sostenido en el aire por manos invisibles, que parecen plegarlo y desplegarlo desde las flores hasta el cielo, en espera de una llegada o de una partida augusta. Por fin, uno de los pliegues baja y el otro sube; las cuatro puntas llenas de sol del radioso manto que canta se unen y, a semejanza de uno de esos lienzos inteligentes que para cumplir un deseo atraviesan el horizonte en los cuentos de hadas, se dirige todo entero y ya replegado, a fin de recubrir la sagrada presencia del porvenir, hacia el tilo, el peral o el sauce en que la reina acaba de posarse como un clavo de oro del que cuelga una por una sus ondas musicales y en torno del cual arrolla su lienzo de perlas iluminado de alas.

Luego, el silencio renace, y aquel vasto tumulto, y aquel terrible velo que parecía urdido de innumerables cóleras, y aquella ensordecedora granizada de oro que, siempre en suspenso, resonaba sin cesar sobre todos los objetos de los alrededores, todo aquello se reduce después a un grueso racimo inofensivo y pacífico colgado de una rama de árbol y formado de millares de pequeñas bayas vivientes, pero inmóviles, que esperan con paciencia la vuelta de los exploradores que han ido en busca de un abrigo.

XXX

Es la primera etapa del enjambre, que llaman el «enjambre primario», al frente del cual se encuentra siempre la vieja reina. Habitualmente se posa sobre el árbol o el arbusto más próximo al colmenar, porque la reina, con el peso de los huevos y no habiendo vuelto a ver la luz desde su vuelo nupcial o desde la enjambrazón del año precedente, aún no se atreve a lanzarse en el espacio y parece haber olvidado el uso de sus alas.

El apicultor espera que la masa se haya aglomerado bien, y después, cubierta la cabeza con un ancho sombrero de paja (porque la abeja más inofensiva saca inevitablemente el aguijón cuando se enreda entre los cabellos, donde se cree cogida en un lazo), pero sin máscara ni velo, si tiene experiencia, y después de haber metido en agua fría sus brazos hasta el codo, recoge el enjambre sacudiendo vigorosamente sobre una colmena boca arriba la rama que lo sostiene. El racimo cae pesadamente en ella como un fruto maduro. O bien, si la rama es demasiado fuerte, coge del montón masas de abejas con una cuchara y distribuye donde quiera las cucharadas vivientes, como haría con puñados de trigo. No tiene nada que temer de las abejas que zumban en torno de él, cubriendo sus manos y su cara. Escucha su canto de embriagadora alegría que no se parece a su canto de cólera. No tiene que temer que el enjambre se divida, se irrite, se disipe o se escape. Ya lo he dicho: en ese día las misteriosas obreras se hallan poseídas de un espíritu de fiesta y de confianza que nada puede alterar. Se han desprendido de los bienes que tenían que defender y ya no reconocen a sus enemigos. Son inofensivas a fuerza de ser felices y son felices sin que se sepa por qué: cumplen la ley. Todos los seres tienen así un momento de ciega felicidad que la Naturaleza les reserva cuando quiere llegar a sus fines. No nos asombremos de que las abejas se dejen engañar también de igual modo; nosotros mismos, después de tantos siglos que hace que las observamos con ayuda de un cerebro más perfecto que el suyo, nos engañamos con frecuencia en su estudio y aún ignoramos si son benévolas, indiferentes o bajamente crueles.

El enjambre permanecerá donde ha ido a parar la reina, y aunque haya caído sola en la colmena, una vez señalada su presencia, todas las abejas, en largas hileras negras, dirigirán sus pasos hacia el retiro materno, y, mientras la mayor parte penetra allí apresuradamente, una multitud de otras, deteniéndose un instante en los umbrales de las puertas desconocidas, formará los círculos de solemne alegría con que acostumbran saludar los acontecimientos felices: «tocan llamada», según la expresión de los campesinos. En el acto el inesperado abrigo es aceptado y explorado en sus más pequeños rincones; su posición en el colmenar, su forma, su color son reconocidos e inscritos en millares de pequeñas memorias prudentes y fieles. Los puntos de mira de los alrededores por que habrán de guiarse son cuidadosamente observados; la nueva colmena existe ya enteramente en el fondo de sus animosas imaginaciones, y su puesto está marcado en el espíritu y el corazón de todos sus habitantes; se oye resonar dentro de sus muros el himno de amor de la presencia real, y el trabajo empieza.

XXXI

Si el hombre no lo recoge, la historia del enjambre no concluye aquí. Permanece suspendido de la rama hasta el regreso de las obreras exploradoras, que, desde los primeros minutos de la enjambrazón, se han dispersado en todas direcciones en busca de alojamiento. Una tras otra vuelven y dan cuenta de su misión, y, puesto que nos es imposible penetrar el pensamiento de las abejas, es necesario que interpretemos humanamente el espectáculo a que asistimos. Es, pues, probable que se escuche atentamente sus informes. La una preconiza un árbol hueco, otra pondera las ventajas de una rendija en un viejo paredón, de una cavidad en una gruta o de una madriguera abandonada. Sucede a menudo que la asamblea vacila y delibera hasta la mañana siguiente. Por fin se elige y el acuerdo se establece. En un momento todo el racimo se agita, se disgrega, se esparce y con un vuelo impetuoso y sostenido, que esta vez ya no conoce obstáculo alguno, por encima de los setos, de las mieses, de los campos de lino, de las pilas de heno o de paja, de los estanques, de las aldeas y de los ríos, la nube vibrante se dirige en línea recta hacia un punto determinado y siempre muy remoto. Es raro que el hombre pueda seguirla en esta segunda etapa. El enjambre retorna a la Naturaleza y perdemos la huella de su destino.

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