La vida de las abejas

Libro cuarto - Las reinas jóvenes

I

Cerremos ahora nuestra joven colmena en que la vida, reanudando su movimiento circular, se manifiesta y se multiplica, para dividirse a su vez cuando alcance la plenitud de la fuerza y de la felicidad, y abramos por última vez la colmena madre a fin de ver detenidamente lo que pasa en ella desde la salida del enjambre.

Calmado el tumulto de la partida, y abandonada para siempre por las dos terceras partes de sus hijas, la infeliz colmena es como un cuerpo que ha perdido su sangre: está cansada, desierta, casi muerta. Sin embargo, han quedado en ella algunos centenares de abejas, las cuales, sin trastorno, pero con alguna languidez, reanudan el trabajo, reemplazan lo mejor que pueden a las ausentes, borran las huellas de la orgía, encierran las provisiones entregadas al saqueo, van a las flores, velan por el depósito del porvenir, conscientes de la misión y fieles al deber que un destino preciso les impone.

Pero si el presente parece triste, todo lo que la vista encuentra está poblado de esperanzas. Nos hallamos en uno de esos castillos de las leyendas alemanas en que los muros se componen de millares de frascos que contienen las almas de los hombres que van a nacer. Nos hallamos en la morada de la vida que precede a la vida. Hay aquí en suspenso, dentro de cunas bien cerradas, en la superposición infinita de los alvéolos de seis caras, miríadas de ninfas, más blancas que la leche, las cuales, con los brazos doblados y la cabeza inclinada sobre el pecho, esperan la hora de despertar. Al verlas en sus sepulturas uniformes, innumerables y casi transparentes, diríase que son gnomos canosos que meditan, o legiones de vírgenes deformadas por los pliegues del sudario, y sepultadas en prismas hexagonales multiplicados hasta el delirio por un geómetra inflexible.

Sobre toda la extensión de esos muros perpendiculares que encierran un mundo que crece, se transforma, da vueltas sobre sí mismo, cambia cuatro o cinco veces de ropaje e hila su mortaja en la sombra, baten las alas y danzan centenares de obreras para mantener el calor necesario y también para un fin más oscuro, pues su danza tiene zarandeos extraordinarios y metódicos que deben de responder a algún objeto que, según creo, hasta hoy, ningún observador ha puesto en claro.

Al cabo de algunos días, las cubiertas de esas miríadas de urnas (en una colmena grande se cuentan de setenta a ochenta mil) se rajan y aparecen dos grandes ojos negros y graves, dominados por antenas que palpan ya la existencia en torno de ellas, mientras activas mandíbulas acaban de ensanchar la abertura. En seguida las nodrizas acuden, ayudan a la joven abeja a salir de su prisión, la sostienen, la cepillan, la limpian y le ofrecen en la extremidad de la lengua la primera miel de su nueva vida. Ella, que llega de otro mundo, se halla aún aturdida, un poco pálida, vacilante. Tiene el aire débil de un viejecito escapado de la tumba. Diríase que es una viajera cubierta de polvo de los caminos desconocidos que conducen al nacimiento. Por lo demás, es perfecta de pies a cabeza, sabe inmediatamente lo que debe saber, y como esos hijos del pueblo que se enteran, por decirlo así, al nacer, de que tendrán poco tiempo para jugar y reír, se dirige hacia las celdas cerradas y se pone a batir las alas y a agitarse en cadencia para calentar a su vez a sus hermanas sepultadas sin detenerse en descifrar el asombroso enigma de su destino y de su raza.

II

Sin embargo, le son ahorrados al principio los fatigosos trabajos. No sale de la colmena sino ocho días después de su nacimiento para realizar su primer «vuelo de limpieza» y llenar de aire sus sacos traqueales, que se hinchan, desarrollan todo su cuerpo y la hacen, a partir de este momento, la esposa del espacio. Vuelve luego, espera otra semana, y entonces se organiza, en compañía de sus hermanas de la misma edad, su primera salida de recolectora, en medio de una agitación muy especial que los apicultores llaman el «sol de artificio». Más propio sería llamarla el «sol de inquietud». Se ve, en efecto, que tiene miedo; ellas, que son hijas de la sombra estrecha y de la multitud, tienen miedo del abismo azulado y de la soledad infinita de la luz, y su alegría vacilante está llena de terrores. Se pasean por el umbral, indecisas, y parten y vuelven veinte veces. Se cierran en el aire, con la cabeza obstinadamente vuelta hacia la casa natal, describen grandes círculos que se elevan y caen de pronto bajo el peso de una pena, y sus trece mil ojos interrogan, reflejan y retienen a la vez todos los árboles, la fuente, la verja, los espaldares, las techumbres y las ventanas de los alrededores, hasta que la ruta aérea por la cual volverán se haya trazado en su memoria tan inflexiblemente como si dos trazos de acero la marcasen en el éter.

He aquí un nuevo misterio. Interroguémosle como a los demás, y, si calla como ellos, su silencio aumentará al menos en algunas áreas nebulosas, pero sembradas de buena voluntad, el campo de nuestra ignorancia consciente, que es el más fértil que nuestra actividad posee. ¿Cómo las abejas vuelven a encontrar su morada, que a veces les es imposible ver, que a menudo se halla oculta debajo de los árboles, y cuya entrada, en todo caso, no es más que un punto imperceptible en la extensión sin límites? ¿Cómo es que, trasladadas en una caja a dos o tres kilómetros de la colmena, es extremadamente raro que se extravíen?

¿La distinguen a través de los obstáculos? ¿Se orientan por medio de puntos de mira o poseen ese sentido particular y mal conocido que atribuimos a ciertos animales, a las golondrinas y a las palomas, por ejemplo, y que llaman el «sentido de la orientación»? Las experiencias de J. H. Fabre, de Lubbock y sobre todo las de M. Romanes (Nature, 29 de octubre de 1886), parecen establecer que no las guía ese instinto extraño. Por otra parte, he observado más de una vez que no fijan mucho su atención en la forma o en el color de la colmena. Parecen fijarse más en el aspecto habitual de la meseta en que se asienta su casa, en la disposición de la entrada en la tablilla de abordaje[9]. Pero esto mismo es accesorio, y si, durante la ausencia de las recolectoras, se modifica totalmente la fachada de su casa, no dejarán de venir en derechura a ella desde las profundidades del horizonte y sólo manifestarán alguna vacilación en el momento de pasar el umbral desconocido. Su método de orientación, a juzgar por nuestras experiencias, parece más bien tener por base una serie de puntos de mira extraordinarios, minuciosos y precisos. Lo que ellas reconocen a tres o cuatro kilómetros de distancia no es la colmena, sino su situación respecto a los objetos de los alrededores. Y esa manera de guiarse es tan maravillosa y tan matemáticamente segura, esos puntos de orientación quedan tan profundamente grabados en su memoria, que después de invernar cinco meses en una cueva oscura, si se vuelve a colocar la colmena sobre su meseta, pero un poco más a la derecha o a la izquierda de donde estaba, todas las obreras, a su vuelta de las primeras flores, abordarán con un vuelo imperturbable y rectilíneo en el punto preciso que ocupaba el año anterior, y sólo a tientas acabarán por encontrar la puerta cambiada de sitio. Diríase que el espacio ha conservado precisamente durante todo el invierno la huella indeleble de sus trayectorias y que su pequeño sendero laborioso ha quedado grabado en el cielo.

Cuando se muda una colmena de sitio se pierden muchas abejas, a menos de que no se trate de un gran viaje y que todo el paisaje que conocen perfectamente hasta tres o cuatro kilómetros a la redonda no sea transformado, o a menos también de que no se tome la precaución de poner una tablilla, un trozo de teja, un obstáculo cualquiera delante de los agujeros llamados «de vuelo», que les advierta que hay algún cambio y les permita orientarse de nuevo.

III

Esto dicho, entremos en la ciudad que se repuebla, donde la multitud de cunas no cesa de abrirse, donde la sustancia misma de los muros se pone en movimiento. Sin embargo, esa ciudad aún no tiene reina. A los bordes de uno de los panales del centro se elevan siete u ocho edificios raros que recuerdan, entre la llanura accidentada de las celdas ordinarias, las protuberancias y valles circulares que hacen tan extrañas las fotografías de la luna. Son una especie de cápsulas de cera rugosa o de bellotas inclinadas y perfectamente cerradas que ocupan el puesto de tres o cuatro alvéolos de obreras. Están habitualmente agrupadas en un mismo punto y una guardia numerosa y singularmente inquieta y atenta vigila la región en que flota no sé qué prestigio. Allí es donde se forman las madres. En cada una de aquellas cápsulas, antes de la partida del enjambre, un huevo, enteramente igual a los ordinarios de que nacen las obreras, ha sido puesto, ya por la madre misma ya más probablemente por las nodrizas, que lo trasladan allí de alguna cuna vecina, aunque esto no ha podido averiguarse con certeza.

Tres días después sale del huevo una pequeña larva a la cual se prodiga un alimento particular y lo más abundante posible, y he aquí que podemos seguir uno por uno los movimientos de uno de esos métodos magníficamente vulgares de la Naturaleza, que cubriríamos, si se tratase de los hombres, con el nombre augusto de la Fatalidad. La pequeña larva, gracias a ese régimen, adquiere un desarrollo excepcional, y sus ideas, al mismo tiempo que su cuerpo, se modifican al extremo de que la abeja que de ella nace parece pertenecer a una raza de insectos enteramente diferente.

Vivirá cuatro o cinco años en vez de seis o siete semanas. Su abdomen será dos veces más largo, su color más dorado y más claro y su aguijón encorvado. Sus ojos no tendrán más que ocho o nueve mil facetas en vez de doce o trece mil. Su cerebro será más estrecho, pero sus ovarios se volverán enormes y poseerán un órgano especial, la espermateca, que la hará, por decirlo así, hermafrodita. No tendrá ninguno de los útiles de una vida laboriosa: ni bolsitas para segregar la cera, ni cepillos, ni cestas para recolectar el polen. No tendrá ninguna de las costumbres, ninguna de las pasiones que creemos inherentes a la abeja. No experimentará ni el deseo del sol ni la necesidad del espacio, y morirá sin haber visitado una flor. Pasará su existencia en la sombra y la agitación de la multitud, infatigablemente en busca de cunas que poblar. En cambio, será la única que conozca la inquietud del amor. No está segura de tener dos momentos de luz en su vida —pues la salida del enjambre no es inevitable—, quizá no hará uso más que una vez de sus alas, pero será para ir al encuentro de su amante. Es curioso ver que tantas cosas, tantos órganos, tantas ideas, tantos deseos, tantos hábitos, todo un destino, se hallan así en suspenso, no en una simiente —esto sería el milagro ordinario de la planta, del animal y del hombre—, sino en una sustancia extraña e inerte: en una gota de miel[10].

IV

Ha transcurrido cosa de una semana desde la partida de la reina. Las ninfas reales que duermen en las cápsulas no son todas de la misma edad, porque interesa a las abejas que los nacimientos de princesas se sucedan a medida que ellas decidan si saldrá de la colmena un segundo, un tercero y hasta un cuarto enjambre. Desde hace algunas horas han adelgazado gradualmente las paredes de la cápsula más madura, y pronto la joven reina, que por el interior roía al mismo tiempo la tapadera redondeada, asoma la cabeza, saca medio cuerpo, y, con ayuda de las guardianas que acuden, la cepillan, la limpian y la acarician, sale y da los primeros pasos sobre el panal. Como las obreras que acaban de nacer, está pálida y vacila; pero al cabo de unos diez minutos sus patas se afirman, e inquieta, dándose cuenta de que no está sola, de que necesita conquistar un reino, de que hay pretendientes ocultos en alguna parte, recorre los muros de cera en busca de sus rivales. Aquí la prudencia, las decisiones misteriosas del instinto, del espíritu de la colmena o de la asamblea de obreras, intervienen. Lo más sorprendente, cuando se sigue con la vista, en una colmena de cristales, la marcha de estos acontecimientos, es que no se observa ningún signo de discordia o de discusión. Reina una unanimidad preestablecida, es la atmósfera de la ciudad, y cada una de las abejas parece saber de antemano lo que todas las demás pensarán. Sin embargo, el momento es para ellas de los más graves: es, propiamente dicho, el minuto vital de la colmena. Tienen que escoger entre tres o cuatro determinaciones que tendrán consecuencias remotas, totalmente diferentes, y que la menor cosa puede hacer funestas. Tienen que conciliar la pasión o el deber innato de la multiplicación de la especie con la conservación del tronco y de sus retoños. A veces se equivocan, echan sucesivamente tres o cuatro enjambres que agotan completamente la ciudad madre y que, demasiado débiles para organizarse bastante pronto, sorprendidos por nuestro clima, que no es el suyo de origen, del cual las abejas guardan el recuerdo a pesar de todo, sucumben a la entrada del invierno. Entonces son víctimas de lo que se llama «la fiebre de enjambrazón», que es, como la fiebre ordinaria, una especie de reacción demasiado ardiente de la vida, reacción que pasa los límites, cierra el círculo y encuentra la muerte.

V

Ninguna de las decisiones que van a tomar parece imponerse, y el hombre, si permanece simplemente espectador, no puede prever la que elegirán. Pero lo que indica que esa elección es siempre razonada es que pueda ejercer influencia sobre ella y hasta determinarla, modificando ciertas circunstancias, estrechando o agrandando, por ejemplo, el espacio que concede, quitando panales llenos de miel para poner panales vacíos, pero cubiertos de celdas de obreras.

Trátase, pues, de que sepan no si echarán en seguida un segundo o un tercer enjambre —en lo cual se podrá decir que no habría más que una decisión ciega que obedecería a los caprichos o a las instancias aturdidas de una hora favorable—; se trata de que tomen en el acto, y por unanimidad, medidas que les permitan echar un segundo enjambre tres o cuatro días después del nacimiento de la primera reina, y un tercero tres días después de la salida de la joven reina al frente del segundo enjambre. No se puede negar que hay en eso todo un sistema, toda una combinación de previsiones que abarcan un tiempo considerable, sobre todo si se le compara con la brevedad de su vida.

VI

Esas medidas conciernen a la guardia de las reinas jóvenes todavía sepultadas en sus prisiones de cera. Supongo que las abejas consideran más prudente no echar un segundo enjambre. En este caso también son posibles dos resoluciones. ¿Permitirán que la primogénita de las vírgenes reales, la que hemos visto nacer, destruya a sus hermanas enemigas, o bien esperarán que haya cumplido la peligrosa ceremonia del «vuelo nupcial», del cual puede depender el porvenir de la nación? A menudo autorizan el degüello inmediato, a menudo también se oponen a él; pero se comprende que es difícil aclarar si es en previsión de una segunda enjambrazón o de los peligros del «vuelo nupcial», pues se ha observado más de una vez que, después de haber decretado la segunda enjambrazón, renuncian bruscamente a ella y destruyen toda la descendencia predestinada, ya porque el tiempo se haya vuelto menos propicio ya por alguna causa que no podemos penetrar. Pero supongamos que han juzgado conveniente renunciar a la enjambrazón y aceptar los peligros del «vuelo nupcial». Cuando nuestra joven reina, impulsada por su deseo, se acerca a la región de las grandes cunas, la guardia le abre paso. Ella, presa de furiosos celos, se precipita sobre la primera cápsula que encuentra, y, con las patas y los dientes, se esfuerza para romper la cera. Lo consigue, arranca con violencia el capullo que tapiza la morada, descubre a la princesa dormida, y, su rival es ya conocible, se vuelve de espaldas, introduce su aguijón en el alvéolo y le descarga frenéticamente lanzadas hasta que la cautiva sucumbe a los golpes del arma venenosa. Entonces ella se calma, satisfecha por la muerte que pone un misterioso límite al odio de todos los seres, envaina su aguijón, ataca otra cápsula, la abre, para pasar por alto si no encuentra en ella más que una larva o una ninfa imperfectas, y no para hasta el momento en que, jadeante, extenuada, sus uñas y dientes resbalan sin fuerza sobre las paredes de cera.

Las abejas, a su alrededor, contemplan su cólera sin participar de ella, se apartan para dejarle el campo libre pero a medida que una celda es perforada y devastada, acuden, sacan y echan fuera de la colmena el cadáver, la larva aún viva o la ninfa violada, y se hartan ávidamente de la preciosa papilla real que llena el fondo del alvéolo. Luego, cuando su reina extenuada abandona su furor, ellas mismas terminan la matanza de las inocentes y la raza y las casas soberanas desaparecen.

Esto, con la ejecución de los zánganos, que es más excusable, constituye la hora espantosa de la colmena, la única en que las obreras permiten que la discordia y la muerte invadan sus moradas. Y, como sucede a menudo en la Naturaleza, son las privilegiadas del amor las que atraen sobre sí los dardos extraordinarios de la muerte violenta.

A veces, pero es el caso raro, porque las abejas toman precauciones para evitarlo, a veces dos reinas nacen simultáneamente. Entonces tiene efecto a la salida de la cuna el combate inmediato y mortal del cual Huber ha sido el primero en señalar una particularidad bastante extraña: cada vez que en sus pases las dos vírgenes se colocan en una situación tal que sacando sus aguijones se traspasarían recíprocamente —como en los combates de La Ilíada—, diríase que un dios o una diosa, que es quizás el dios o la diosa de la raza, se interpone, y las dos guerreras, sobrecogidas de espanto, se separan y huyen, desconcertadas, para juntarse poco después, huir nuevamente una de otra si el doble desastre amenaza otra vez el porvenir de su pueblo, hasta que una de ellas logra sorprender a su rival imprudente o torpe y matarla, pues la ley de la especie no exige más que un sacrificio.

VII

Cuando la joven soberana ha destruido así la cuna y matado a su rival, es aceptada por el pueblo, y ya sólo le falta, para reinar verdaderamente y verse tratada como lo era su madre, realizar su «vuelo nupcial», porque las abejas no se ocupan mucho de ella y le rinden pocos homenajes mientras es infecunda. Pero a menudo su historia es menos sencilla y las obreras renuncian raramente al deseo de enjambrar por segunda vez.

En este caso, como en el otro, guiada por su mismo designio, se acerca a las celdas reales, pero, en vez de encontrar allí servidoras sumisas y estímulos, tropieza con una guardia numerosa y hostil que le cierra el camino. Irritada, y llevada de su idea fija, quiere forzar o sortear el paso, pero en todas partes encuentra centinelas que velan por las princesas dormidas. Ella se obstina, vuelve a la carga, se la rechaza cada vez con más aspereza, y aun se la maltrata, hasta que comprende de una manera informe que aquellas pequeñas obreras inflexibles representan una ley a la cual debe ceder la otra ley que la anima.

Se aleja, por fin, y su cólera inaplacada se pasea de panal en panal, haciendo resonar en ellos ese canto de guerra o esa queja amenazadora que todo apicultor conoce, que parece el sonido de una trompeta argentina y lejana, y que es tan fuerte en su irritada debilidad que se le oye, sobre todo de noche, a tres o cuatro metros de distancia, a través de las dobles paredes de la colmena mejor cerrada.

Ese grito real ejerce sobre las obreras una influencia mágica. Las sume en una especie de terror o de estupor respetuoso, y, cuando la reina lo da sobre las celdas defendidas, las guardias que la rodean y zamarrean se detienen bruscamente, bajan la cabeza y esperan, inmóviles, que cese el vibrar. Créese que, gracias al prestigio de ese grito que imita, la Esfinge Atropos penetra en las colmenas y se harta de miel, sin que las abejas piensen en atacarla.

Durante dos o tres días, y a veces cinco, ese gemido irritado vaga así y llama al combate a las pretendientes protegidas. Mientras tanto, éstas se desarrollan, quieren ver a su vez la luz y se ponen a roer las tapas de sus celdas. Un gran desorden amenaza a la república. Pero el genio de la colmena, al tomar su decisión, previo todas las consecuencias, y las guardias, bien instruidas, saben hora por hora lo que es preciso hacer para evitar las sorpresas de un instinto contrariado y para conducir a la meta dos fuerzas opuestas. No ignoran que si las jóvenes reinas impacientes por nacer no lograsen escapar caerían en manos de su hermana mayor, ya invencible, que las destruiría una tras otra. Así es que, a medida que una de las amuralladas adelgaza interiormente las puertas de su torre, ellas la recubren por fuera con una nueva capa de cera, y la impaciente se aplica con ahínco a su trabajo sin sospechar que roe un obstáculo encantado que renace de su ruina. La prisionera oye al mismo tiempo las provocaciones de su rival, y conociendo su destino y su deber real, aun antes de haber podido dar una mirada a la vida y saber lo que es una colmena, contesta heroicamente al reto desde el fondo de su prisión. Pero como su grito tiene que atravesar las paredes de una tumba, es muy diferente, ahogado, cavernoso, y el apicultor que, a la caída de la tarde, cuando los ruidos cesan en el campo y se eleva el silencio de las estrellas viene a interrogar la entrada de las maravillosas ciudades, reconoce y comprende lo que anuncia el diálogo de la virgen errante y de las vírgenes cautivas.

VIII

Esa prolongada reclusión es favorable a las jóvenes vírgenes que salen de ella bien desarrolladas, ya vigorosas y prontas a emprender el vuelo. Por otra parte, la espera ha fortalecido a la reina y la ha puesto en condiciones de afrontar los peligros del viaje. El segundo enjambre o «enjambre secundario» sale entonces de la colmena, con la primogénita de las reinas al frente. Inmediatamente después de su partida, las obreras que han quedado en la casa dan libertad a una de las prisioneras, que repite las mismas tentativas mortales y lanza los mismos gritos de cólera, para abandonar a su vez la colmena, tras días después, al frente del tercer enjambre, y así sucesivamente, en caso de «fiebre de enjambrazón», hasta el agotamiento completo de la ciudad madre.

Swammerdam cita una colmena que, con sus enjambres y los enjambres de sus enjambres, produjo treinta colonias en una sola estación.

Esa multiplicación extraordinaria se observa sobre todo después de los inviernos desastrosos, como si las abejas, siempre en contacto con las secretas voluntades de la Naturaleza, tuviesen conciencia del peligro que amenaza a la especie. Pero, en tiempo normal, esa fiebre es bastante rara en las colmenas fuertes y bien gobernadas. Muchas de ellas no enjambran más que una vez y las hay que no enjambran ninguna.

Generalmente, después del segundo enjambre, las abejas renuncian a divertirse más, ya porque noten la debilitación excesiva del tronco ya porque la turbación del cielo les dicta la prudencia. Entonces permiten que la tercera reina mate a las cautivas y la vida ordinaria se reanuda y reorganiza con tanto más ardor cuanto que casi todas las obreras son muy jóvenes, la colmena se halla despoblada y pobre y hay que llenar grandes vacíos antes del invierno.

IX

La salida del segundo y tercer enjambre es parecida a la del primero, y todas las circunstancias son iguales, con la sola diferencia de que las abejas son menos numerosas, que la tropa es menos circunspecta y carece de exploradoras y que la joven reina, virgen, ardiente y ligera, vuela mucho más lejos y desde la primera etapa arrastra toda su gente a gran distancia de la colmena. Añádase que esa segunda y esa tercera emigración son mucho más temerarias y que la suerte de esas colonias errantes es bastante azarosa. No tienden al frente, para representar el porvenir, más que una reina infecunda. Todo su destino depende del vuelo nupcial que va a verificarse. Un ave que pasa, unas cuantas gotas de lluvia, un viento frío, un error y el desastre es irremediable. Las abejas lo saben tan bien, que una vez encontrado el abrigo, a pesar de su apego ya fuerte a su morada de un día, a pesar de los trabajos empezados, con frecuencia lo abandonan todo para acompañar a su joven soberana en busca del amante, a fin de no perderla de vista para rodearla de mil alas protectoras o perderse con ella cuando el amor la extravía tan lejos de la nueva colmena que la ruta todavía no acostumbrada del regreso vacila y se dispersa en todas las memorias.

X

Pero la ley del porvenir es tan poderosa que ninguna abeja vacila ante esa incertidumbre y esos peligros de la muerte. El entusiasmo de los enjambres secundarios y terciarios es igual al del primero. Cuando la ciudad madre ha tomado su decisión, cada una de las jóvenes reinas peligrosas encuentra una partida de obreras dispuestas a seguir su suerte y acompañarla en ese viaje, donde hay mucho que perder y nada que ganar, a no ser la esperanza de un instinto satisfecho. ¿Quién les da esa energía, que nosotros no tenemos jamás, para romper con el pasado como con un enemigo? ¿Quién elige entre la multitud las que deben partir y quién señala las que se quedan? No es tal o cual clase que se va a quedar —por un lado, las más jóvenes, y por otro, las de más edad—: en torno de cada reina que no ha de volver jamás se agrupan viejas colectoras, al mismo tiempo que jóvenes obreras que afrontan por primera vez el vértigo del espacio azul. Tampoco es el azar, la ocasión, el entusiasmo o la postración pasajera de un pensamiento, de un instinto o de un sentimiento lo que aumenta o disminuye la fuerza proporcional del enjambre. Varias veces he procurado evaluar la relación que existe entre el número de las abejas que lo componen y el de las abejas que quedan y, aunque las dificultades de la experiencia no permiten llegar a una precisión matemática, he podido comprobar que esa relación, teniendo en cuenta la nidada, es decir, los nacimientos próximos, era bastante constante para que suponga un verdadero y misterioso cálculo de parte del genio de la colmena.

XI

No seguiremos las aventuras de esos enjambres. Son numerosas y a menudo complicadas. A veces dos enjambres se mezclan; en otros casos, en medio del trastorno de la partida, dos o tres de las reinas prisioneras escapan a la vigilancia de las guardianas y se unen al racimo que se forma. Sucede también alguna vez que una de las jóvenes reinas, rodeada de zánganos, se aprovecha del vuelo de enjambrazón para hacerse fecundar, y arrastra entonces todo su pueblo a una altura y a una distancia extraordinarias. En la práctica de la apicultura se devuelve siempre a la colmena madre esos enjambres secundarios y terciarios. Las reinas vuelven a encontrarse en el reino, las obreras asisten a sus combates, y cuando la mejor ha triunfado, enemigas del desorden, ávidas de trabajo, echan fuera los cadáveres, cierran la puerta a las violencias del porvenir, olvidan el pasado, vuelven a las celdas y reanudan sus visitas a las flores que las esperan.

XII

A fin de simplificar nuestro relato, reanudemos, donde la interrumpimos, la historia de la reina a quien las obreras permitieron que matase a sus hermanas en sus cunas. He dicho que se oponen con frecuencia a esa matanza, aun cuando no parecen abrigar la intención de echar un segundo enjambre. Pero a menudo la autorizan, porque el espíritu político de las colmenas de un mismo colmenar es tan diverso como el de las naciones humanas de un mismo continente. Lo cierto es que, autorizándola, comenten una imprudencia. Si la reina perece o se extravía en su vuelo nupcial no queda nadie para reemplazarla, y las larvas de obreras han pasado la edad de la transformación real. Pero, en fin, la imprudencia está hecha, y tenemos a nuestra primogénita soberana única y reconocida en el pensamiento del pueblo. Sin embargo, aún es virgen. Para ser igual a la madre a quien remplaza es preciso que encuentre el macho dentro de los veinte primeros días que sigue a su nacimiento. Si, por una causa cualquiera, ese encuentro se retrasa, su virginidad se hace irrevocable. No obstante, hemos podido observar que, aunque virgen, no es estéril. Nos encontramos en presencia de esa grande anomalía, preocupación o capricho sorprendente de la Naturaleza que llaman la partenogénesis y que es común a cierto número de insectos, tales como los pulgones, los lepidópteros del género psiquis, los himenópteros de la tribu de los cinípedos, etcétera. La reina virgen es, pues, capaz de poner como si hubiese sido fecundada; pero de todos los huevos que ponga, en las celdas grandes o pequeñas, no nacerán más que zánganos y como los zánganos no trabajan nunca, como viven a expensas de las hembras, como ni siquiera van a cosechar por su propia cuenta y no pueden subvenir a su subsistencia, pocas semanas después de la muerte de las últimas obreras extenuadas sobreviene la ruina y el aniquilamiento total de la colonia. De la virgen saldrán millares de machos y cada uno de esos machos poseerá millones de esos espermatozoarios, de los cuales ni uno solo ha podido penetrar en su organismo. Esto no es más sorprendente, si se quiere, que mil otros fenómenos, análogos, pues al cabo de poco tiempo, cuando se asoma uno a esos problemas, principalmente a los de la generación, donde lo maravilloso y lo inesperado surgen de todas partes y en mucha mayor abundancia, sobre todo menos humanamente que en los cuentos de hadas más milagrosos, la sorpresa es tan habitual que se pierde bastante pronto la noción de ella. Mas no por esto el hecho merecía menos ser señalado por lo curioso. Por otra parte, ¿cómo poner en claro el fin de la Naturaleza que así favorece a los machos, tan funestos, en detrimento de las obreras, tan necesarias? ¿Temen acaso que la inteligencia de las hembras las induzca a reducir en demasía el número de esos parásitos ruinosos, pero indispensables, para el mantenimiento de la especie? ¿Es por una reacción exagerada contra la desgracia de la reina infecunda? ¿Es una de esas precauciones demasiado violentas y ciegas que no ven la causa del mal, se exceden en el remedio y, para evitar un accidente sensible, ocasionan una catástrofe? En la realidad (pero no olvidemos que esa realidad no es exactamente la realidad natural y primitiva, pues en la selva de origen las colonias debían de estar más dispersas de lo que lo están hoy), en la realidad, cuando una reina no es fecunda, casi nunca tienen la culpa los machos, que son siempre numerosos y vienen de muy lejos. Es más bien el frío o la lluvia que la retienen demasiado tiempo en la colmena, y con más frecuencia sus alas imperfectas que le impiden acompañar el gran arranque que exige el órgano del zángano. Sin embargo, la Naturaleza, sin tener en cuenta esas causas más reales, se preocupa apasionadamente de la multiplicación de los machos. Turba otras leyes a fin de obtenerlos y se encuentran a veces en las colmenas huérfanas dos o tres obreras poseídas de un tal deseo de mantener la especie, que, a pesar de sus ovarios atrofiados, procuran poner, ven sus órganos desarrollarse un poco bajo el imperio de un sentimiento exasperado, y llegan a poner huevos; pero de esos huevos, como de los de la virgen madre, sólo nacen machos.

XIII

Sorprendemos aquí en su intervención, una voluntad superior, pero quizás imprudente, que contraría de una manera irresistible la voluntad inteligente de una vida. Semejantes intervenciones son bastante frecuentes en el mundo de los insectos. Es curioso estudiarlas. Hallándose ese mundo más poblado, y siendo más complejo que los otros, con frecuencia se descubre mejor en él ciertos deseos de la Naturaleza y se la sorprende en medio de experiencias que podemos creer inacabadas. Tiene ésta, por ejemplo, un gran deseo general que manifiesta en todas partes: el perfeccionamiento de cada especie por el triunfo del más fuerte. Generalmente, la lucha está bien organizada. La hecatombe de los débiles es enorme, pero esto importa poco con tal que la recompensa del vencedor sea eficaz y segura. Sin embargo, hay casos en que se diría que no ha tenido tiempo de arreglar sus combinaciones, en que la recompensa es imposible, en que la muerte del vencedor es tan funesta como la de los vencidos. Y por no dejar nuestras abejas, no conozco en eso nada más impresionante que la historia de los triongulinos del Sitaris Colletis. Por lo demás, se verá que varios detalles de esa historia no son tan ajenos a la del hombre como pudiera creerse.

Esos triongulinos son las larvas primarias de un parásito propio de una abeja montés, obtusilingüe y solitaria, la Coleta, que construye su nido en galerías subterráneas. Acechan a la abeja en la entrada de esas galerías, y en número de tres, cuatro o cinco, y a veces más, se agarran a sus pelos y se instalan sobre su espalda. Si la lucha de los fuertes contra los débiles tuviera efecto entonces no habría nada que decir y todo pasaría según la ley universal. Pero, no se sabe por qué, su instinto quiere, y, por consiguiente, la Naturaleza ordena que se estén tranquilos todo el tiempo que permanecen sobre la espalda de la abeja. Mientras ésta visita las flores, construye y llena de provisiones sus celdas, ellos esperan pacientemente su hora. Pero, tan pronto como la abeja pone un huevo, todos los triongulinos saltan sobre él y la inocente Coleta cierra cuidadosamente la celda bien provista de víveres, sin sospechar que aprisiona en ella al mismo tiempo la muerte de su progenitura.

Cerrada la celda, el inevitable y saludable combate de la selección natural empieza en seguida entre los triongulinos en torno del huevo único. El más fuerte, el más hábil, coge al adversario por el flanco, lo levanta por encima de su cabeza y lo mantiene así en sus mandíbulas horas enteras hasta que expira. Pero durante la batalla otro triongulino que se ha quedado solo o es ya vencedor de su rival, se apodera del huevo y empieza a comérselo. Entonces es preciso que el último vencedor mate a este enemigo, lo cual le es fácil porque el triongulino que sacia un hambre prenatal ataca tan obstinadamente el huevo que no piensa en defenderse.

Recibe la muerte, al fin, y el otro se encuentra solo en presencia del huevo tan precioso y tan bien ganado. Mete con avidez su cabeza en la abertura practicada por su antecesor y emprende una larga comida que debe transformarlo en insecto perfecto y proporcionarle los útiles necesarios para salir de la celda en que se halla secuestrado. Pero la Naturaleza, que quiere esa prueba de lucha, ha calculado, por otra parte, el premio de su triunfo con una precisión tan avara, que un huevo basta justamente para el alimento de un solo triongulino. «De manera —dice M. Mayet, a quien debemos la narración de esas desdichas—, de manera que a nuestro vencedor le falta toda la comida que su último enemigo absorbió antes de morir, e incapaz de sufrir la primera muda, muere a su vez, queda colgado de la piel del huevo, o va a aumentar, en el azucarado líquido, el número de los ahogados».

XIV

Este caso, aunque sea raramente tan claro, no es único en la Historia Natural. En él se ve al desnudo la lucha entre la voluntad consciente del triongulino que quiere vivir y la voluntad oscura y general de la Naturaleza, que desea igualmente que viva y hasta que fortifique y mejore su vida más de lo que su propia voluntad le impulsaría a hacerlo. Pero, por una inadvertencia extraña, el mejoramiento impuesto suprime la vida misma del mejor, y el Sitaris Colletis habría desaparecido desde hace mucho tiempo si muchos individuos, aislados por un azar contrario a las intenciones de la Naturaleza, no escapasen así a la excelente y previsora ley que exige en todas partes del triunfo del más fuerte.

¿Sucede, pues, que el gran poder que nos parece inconsciente, pero necesariamente sabio, puesto que la vida que organiza y que mantiene le da siempre razón, sucede, pues, que cae en el error? Su razón suprema, que invocamos cuando llegamos a los límites de la nuestra, ¿tendría acaso sus flaquezas? Y si ella las tiene, ¿quién las repara?

Pero volvamos a su intervención irresistible que toma la forma de la partenogénesis. No olvidemos que esos problemas que encontramos en un mundo que parece muy lejano del nuestro nos tocan de muy cerca. Desde luego, es probable que en nuestro propio cuerpo, del que estamos tan orgullosos, pase lo mismo. La voluntad o el espíritu de la Naturaleza, operando en nuestro estómago, en nuestro corazón y en la parte inconsciente de nuestro cerebro, no debe de diferir mucho del espíritu o de la voluntad que ha puesto en los animales más rudimentarios, en las plantas y hasta en los minerales. Además, ¿quién osaría afirmar que no se producen jamás en la esfera consciente del hombre intervenciones más secretas, pero no menos peligrosas? En el caso que nos ocupa, ¿quién tiene razón, después de todo, la Naturaleza o la abeja? ¿Qué sucedería si ésta, más dócil y más inteligente, comprendiendo demasiado el deseo de la Naturaleza, lo siguiese hasta el extremo, y, puesto que reclama imperiosamente machos, los multiplicase hasta lo infinito? ¿No correría el peligro de destruir su especie? ¿Hemos de creer que hay intenciones de la Naturaleza que sería peligroso descubrir y funesto seguir con demasiado ardor y que uno de sus deseos consiste en que no se penetre ni se sigan todos sus deseos? ¿No hay en eso, por ventura, uno de los peligros que corre la raza humana? Nosotros también sentimos en nuestro ser fuerzas inconscientes que quieren todo lo contrario de lo que nuestra inteligencia reclama. Conviene que esta inteligencia que, de ordinario, después de haber dado la vuelta a sí misma, no sabe ya adonde ir, ¿conviene que reúna esas fuerzas y añada a ellas su peso inesperado?

XV

¿Tenemos derecho a deducir el peligro de la partenogénesis que la Naturaleza no sabe proporcionar siempre los medios al fin, que lo que ella pretende mantener se mantiene a veces gracias a otras precauciones que ha tomado contra sus precauciones mismas y a menudo también merced a circunstancias ajenas que no ha previsto? Pero ¿prevé algo?, ¿pretende mantener algo? Se dirá que la Naturaleza es una palabra con la cual cubrimos lo incognoscible, y pocos hechos decisivos autorizan a atribuirle un fin o una inteligencia. Es verdad. Manejamos aquí los vasos herméticamente cerrados que llenan nuestro concepto del universo. A fin de no poner en él invariablemente la inscripción Desconocido, que desalienta e impone silencio, grabamos, según la forma y las dimensiones, las palabras «Naturaleza», «Vida», «Muerte», «Infinito», «Selección», «Genio de la especie» y otras muchas, como nuestros antecesores fijaron en él los nombres de «Dios», «Providencia», «Destino», «Recompensa», etcétera. Es esto, si se quiere, y nada más. Pero si el interior permanece oscuro, hemos ganado al menos que, siendo las inscripciones menos amenazadoras, podemos acercarnos a los vasos, tocarlos y aplicar en ellos el oído con saludable curiosidad.

Pero cualquiera que sea el nombre que se le dé, lo cierto es que al menos uno de esos vasos, el más grande, el que lleva inscrita la palabra «Naturaleza», encierra una fuerza muy real, la más real de todas, y que sabe mantener en nuestro Globo una cantidad y calidad de vida enorme y maravillosa por medios tan ingeniosos que puede decirse sin exageración que superan todo lo que el genio del hombre es capaz de organizar. Esa calidad y esa cantidad, ¿se mantendrían por otros medios? ¿Somos nosotros los que nos engañamos creyendo ver precauciones allí donde no hay quizá una casualidad feliz que sobrevive a un millón de casualidades desgraciadas?

XVI

Es posible, pero esas casualidades felices nos dan entonces lecciones de admiración que igualan a las que encontraríamos por cima de la casualidad. No miremos solamente a los seres que tienen un destello de inteligencia o de conciencia y pueden luchar contra las leyes ciegas, no nos inclinemos siquiera sobre los primeros representantes nebulosos del reino animal que empiezan: los protozoarios. Las experiencias del célebre microscopista. M. H. J. Carter, F. R. S., prueban, en efecto, que una voluntad, deseos y preferencias se manifiestan ya en embriones tan íntimos como los mixomicetos, que hay movimientos de astucia en infusorios privados de todo organismo aparente, tales como la amaeba que acecha con solapada paciencia a las jóvenes acinetas a la salida del ovario materno, porque sabe que en aquel momento éstas aún no tienen tentáculos venenosos. Pues bien, la amaeba no posee sistema nervioso ni órgano de ninguna especie que se pueda observar. Vamos directamente a los vegetales, que son inmóviles y parecen sometidos a todas las fatalidades, y sin detenernos en las plantas carnívoras, por ejemplos en las Droseras, que obran realmente como los animales, estudiemos más bien el genio desplegado por las tales de nuestras flores más simples para que la visita de una abeja ocasione inevitablemente la fecundación cruzada que le es necesaria. Veamos el juego milagrosamente combinado del rostelo, de los retinácleos, de la adherencia y de la inclinación matemática y automática de las polinias en el Orquis Morio, la humilde orquídea de nuestras comarcas[11]; desmontemos la doble báscula infalible de las antenas de la salvia, que vienen a tocar en un punto determinado el cuerpo del insecto que la visita para que a su vez toque en un punto preciso el estigma de una flor vecina; sigamos también los descolgamientos sucesivos y los cálculos del estigma de la pedicularia silvestre; veamos, a la entrada de la abeja, ponerse en movimiento todos los órganos de esas tres flores a modo de esos complicados mecanismos que se encuentran en nuestras ferias de pueblo y que se ponen en movimiento cuando un tirador hábil da en el blanco.

Podríamos descender aún; mostrar, como ha hecho Ruskin en sus Ethics of the Dust, las costumbres, el carácter y las astucias de los cristales, sus querellas, lo que hacen cuando un cuerpo extraño viene a turbar sus planes, que son más antiguos que todo lo que nuestra imaginación puede concebir; la manera con que admiten o rechazan al enemigo; la victoria posible del más débil sobre el más fuerte, por ejemplo, el cuarzo todopoderoso, que cede cortésmente al humilde y solapado epídote y permite que se le sobreponga; la lucha, ora espantosa, ora magnífica del cristal de roca con el hierro; la expansión regular, inmaculada y la pureza intransigente de tal bloque hialino que rechaza de antemano todas las manchas, y el crecimiento enfermizo, la inmoralidad evidente de su hermano, que las acepta y se tuerce miserablemente en el vacío; podríamos invocar los extraños fenómenos de cicatrización y de reintegración cristalina de que habla Claudio Bernard, etcétera… Pero aquí el misterio nos es demasiado ajeno. Limitémonos a las flores, que son las últimas figuras de una vida que aún tiene alguna relación con la nuestra. No se trata ya de animales o insectos que suponemos dotados de una voluntad inteligente y particular, gracias a la cual sobreviven. Con razón o sin ella no les atribuimos ninguna. En todo caso, no podemos encontrar en ellas la menor huella de esos órganos en que nacen y residen habitualmente la voluntad, la inteligencia, la iniciativa de una acción. Por consiguiente, lo que obra en ellas de un modo tan admirable dimana directamente de lo que en otra parte llamamos la Naturaleza.

No es ya la inteligencia del individuo, sino la fuerza inconsciente e indivisa, que tiende lazos a otras formas propias de sí misma.

¿Deduciremos de ello que esos lazos son otra cosa que puros accidentes fijados por una rutina también accidental? No tenemos derecho a hacerlo. Puede decirse que, por falta de esas combinaciones milagrosas, esas flores no hubieran sobrevivido, pero que otras, que no hubieran tenido necesidad de la fecundación cruzada, las hubiesen remplazado sin que nadie hubiera notado la no existencia de las primeras, sin que la vida que ondula sobre la tierra nos hubiese parecido menos incomprensible, menos diversa y menos sorprendente.

XVII

Y, sin embargo, sería difícil no reconocer que unos actos que tienen todo el aspecto de actos de prudencia y de inteligencia provocan y sostienen las casualidades felices. ¿De dónde emanan? ¿Del objeto mismo o de la fuerza de donde toma la vida? No diré «poco importa»; al contrario, nos importaría enormemente saberlo. Pero mientras lo averiguamos, ya sea la flor la que se esfuerza por mantener y perfeccionar la vida que la Naturaleza ha puesto en ella, ya sea la Naturaleza la que hace el esfuerzo para mantener y mejorar la parte de existencia que la flor ha tomado, ya sea, en fin, la casualidad la que acaba por regularizar la casualidad, una multitud de apariencias nos invitan a creer que algo de igual a nuestros pensamientos más elevados sale por momentos de un fondo común que hemos de admirar sin poder decir dónde se encuentra.

Nos parece a veces que de ese fondo común sale un error. Pero, aunque sepamos muy pocas cosas, tenemos con frecuencia ocasión de reconocer que el error es un acto de prudencia que no estaba al alcance de nuestras primeras miradas. Hasta en el pequeño círculo que nuestra vista abarca podemos descubrir que, si la Naturaleza parece engañarse aquí, es que considera útil rectificar allá su supuesta inadvertencia. Ha puesto a las tres flores de que hablamos en condiciones tan difíciles que no pueden fecundarse a sí mismas, pero es que juzga provechoso, sin que sepamos por qué, que esas tres flores se hagan fecundar por sus vecinas, y el genio que no ha mostrado a nuestra derecha lo manifiesta a nuestra izquierda, activando la inteligencia de sus víctimas. Los rodeos de ese genio siguen siendo inexplicables para nosotros, pero su nivel sigue siendo el mismo. Parece caer en un error, admitiendo que un error sea posible; pero se levanta inmediatamente en el órgano encargado de repararlo. Doquiera dirijamos la vista domina nuestra cabeza. Es el océano circular, la inmensa sabana de agua sin escala de nivel sobre la cual nuestros pensamientos más audaces y los más independientes no serán más que burbujas sumisas. Hoy la llamamos Naturaleza y mañana le encontraremos quizás otro nombre, más terrible o más dulce. Mientras tanto reina a la vez y con un espíritu igual sobre la vida y proporciona a las dos hermanas irreconciliables las armas magníficas o familiares que destruyen y que adornan su seno.

XVIII

En cuanto a saber si toma precauciones para mantener lo que se agita en su superficie, o si es preciso cerrar el más extraño de los círculos diciendo que lo que se agita en su superficie toma precauciones contra el genio mismo que lo hace vivir, son cuestiones reservadas. Nos es imposible conocer si una especie ha sobrevivido a pesar de los cuidados peligrosos de la voluntad superior, independientemente de éstos, o, en fin, gracias a ellos solos.

Lo que podemos saber es que la tal especie subsiste y que por consiguiente, la Naturaleza parece tener razón sobre ese punto. Pero ¿quién nos dirá cuántas otras, que no hemos conocido, cayeron víctimas de su inteligencia olvidadiza o inquieta? Lo que podemos saber también son las formas sorprendentes y a veces enemigas que toman, ora en la inconsciencia absoluta ora en una especie de conciencia, el fluido extraordinario que se llama vida, que nos anima al mismo tiempo que a todo lo demás y que es lo mismo que produce nuestros pensamientos que lo juzgan y nuestra pequeña voz que se esfuerza en hablar de él.

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