Prólogo
Prólogo
Hay quien cree, y pudiera ser con fundamento, que esta obra es una lamentable, lamentabilísima equivocación de su autor.
El capricho o la impaciencia, tan mal consejero el uno como la
otra, han debido de dictarle esta novela o lo que fuere, pues no nos
atrevemos a clasificarla. No se sabe bien qué es lo que en ella se ha
propuesto el autor y tal es la raíz de los más de sus defectos. Diríase
que perturbado tal vez por malas lecturas y obsesionado por ciertos
deseos poco meditados, se ha propuesto ser extravagante a toda costa,
decir cosas raras, y lo que es aún peor, desahogar bilis y malos
humores. Late en el fondo de esta obra, en efecto, cierto espíritu
agresivo y descontentadizo.
Es la presente novela una mezcla absurda de bufonadas, chocarrerías
y disparates, con alguna que otra delicadeza anegada en un flujo de
conceptismo. Diríase que el autor, no atreviéndose a expresar por propia cuenta ciertos desatinos, adopta el cómodo artificio de ponerlos en
boca de personajes grotescos y absurdos, soltando así en broma lo que
acaso piensa en serio. Es, de todos modos, un procedimiento nada
recomendable, aunque muy socorrido.
A muchos parecerá esta novela un ataque, no a las ridiculeces a que
lleva la ciencia mal entendida y la manía pedagógica sacada de su justo punto, sino un ataque a la ciencia y a la pedagogía mismas, y preciso
es confesar que si no ha sido tal la intención del autor —pues nos
resistimos a creerlo en un hombre de ciencia y pedagogo— nada ha hecho
por lo menos para mostrárnoslo.
Parece fatalmente arrastrado por el funesto prurito de perturbar al
lector más que de divertirle y sobre todo de burlarse de los que no
comprenden la burla. No sabemos bien por qué un hombre serio en su
conducta, que ocupa una posición y que ni hace ni dice nada que se salga de los términos corrientes y ordinarios, padece de una morbosa manía
contra las personas graves y aborrece tanto a los que no se salen nunca
de su papel y adoptan siempre un continente severo.
Acostumbra decir que todo hombre grave es por debajo tonto de
capirote, y no tiene razón en esto. Esta su manía de atribuir más a
tontería que a maldad las mezquindades humanas acusa una cualidad de que debe curarse. Parece imposible que un hombre que lee, según nuestros
informes, con alguna asiduidad los Evangelios no haya meditado más en el versículo 22 del capítulo V del Evangelio de San Mateo.
Mas repetimos que el defecto más grave que a esta obra puede
señalársele es que no se sabe a punto fijo qué es lo que en ella se
propone su autor, pues nos resistimos a creer que no se proponga más de
hacer reír a unos y escandalizar a otros.
Perjudícale en gran manera la aversión que al dictado de sabio
tiene y el empeño ridículo que pone en que no se lo apliquen. No
acertamos a explicarnos por qué le molesta tanto ese tan honroso nombre, como no acertamos a explicarnos el que escribiendo con tanta frecuencia y siendo profesor de literatura griega ponga tanto cuidado en no
escribir nunca de semejante literatura. ¿Será que la conoce mal y teme
mostrar su flaqueza en aquello de que oficialmente es maestro? No
sabremos decirlo.
Otra manía tiene que le daña también mucho, y es la manía contra la
literatura española. Tan mal la conoce o con tal suma de prejuicios la
estudia —si es que la estudia— que suele decir que es la literatura
española el más claro espejo de la vulgaridad y la ramplonería y que el
espíritu que en ella se refleja es un espíritu ahíto del más
embrutecedor sentido común. Y a la vez que siente aversión hacia la
literatura española siéntela, y no menor, hacia la francesa, y cuando el espíritu de una y otra se fusionan, surge algo que para él se simboliza en Moratín. Cuando de Moratín habla —le hemos oído hablar de él varias
veces— pierde los estribos y no reconoce mesura alguna.
«Moratín es un abismo de vulgaridad y de insignificancia —le hemos
oído decir— sus obras son el más insípido manjar que puede darse; ni
tiene sentimiento, ni imaginación, ni inteligencia; es frío, no ha
ideado ni una sola metáfora nueva, no piensa más que con el pensamiento
de todo el mundo; es sencillamente un caso de imbecilidad por sentido
común.» No sabemos que haya escritor a quien aborrezca más que a este no siendo a Jenofonte. ¿Qué le habrá hecho Jenofonte?
Sí, esta es la cuestión: ¿qué le habrá hecho Jenofonte? Y puede
ampliarse preguntando qué le habrán hecho Moratín y qué la literatura
española y la francesa, y hasta el mismo espíritu español qué es lo que
le habrá hecho. Porque lo primero que de un escritor debe exigirse es
que tenga respeto a su público y le trate lealmente, y la verdad, a las
veces se exterioriza de tal modo en sus escritos el autor de esta
novela, que nos parece no llega su respeto al público que le lee al
punto que debiera llegar, y esto es imperdonable. El público tiene ante
todos los demás y sobre todos los demás el indisputable derecho de saber cuándo se le habla en broma y cuándo en serio, si bien es cierto que le divierte el que se le hable con cierta seriedad fingida o con cierta
fingida broma, según los casos. Ocasiones hay en que un lector suspicaz
pudiera creer que no se propone nuestro autor otra cosa sino que sus
lectores digan: «Esto ya pasa de la raya… este hombre quiere tomarnos el pelo.» Y tal propósito, si le hubiere, es en verdad intolerable.
Todas estas y otras aberraciones de su espíritu, que por no
recargar este juicio pasamos en silencio, le han llevado al señor
Unamuno a producir una obra como esta, que es, lo repetimos, una
lamentable, lamentabilísima equivocación.
Obsérvese en primer lugar que los caracteres están desdibujados,
que son muñecos que el autor pasea por el escenario mientras él habla.
El don Avito nos hace sufrir una decepción, pues cuando todo hace
suponer que impondrá un severo régimen pedagógico a su hijo, nos
encontramos con que es un pobre imbécil que le tupe de cosas de libros,
pero dejándole hacer, y que se entrega al don Fulgencio, sin advertir
las mixtificaciones de este. De Marina más vale no hablar; el autor no
sabe hacer mujeres, no lo ha sabido nunca.
De buena gana nos detendríamos en analizar al don Fulgencio, que es
acaso la clave de la novela, pero el autor mismo nos lo ha descubierto, descubriendo a la par otras cosas que mejor estarían ocultas, cuando en la última entrevista que el grotesco filósofo tiene con Apolodoro le
habla del erostratismo.
Poco hemos de decir del estilo. No más sino que peca de seco y a
las veces de descuidado, y que eso de escribir el relato en presente
siempre no pasa de ser un artificio que afortunadamente no tendrá éxito.
Lo que sí hemos de hacer notar es que después de las prédicas del autor por esas revistas y periódicos en pro de la reforma o revolución de la
lengua castellana, escribe esta lo más llana y lisamente posible, y si
no la hace más castiza es porque no puede. En el fondo hay que reconocer que no tiene el sentido de la lengua, efecto sin duda de lo escaso y
turbio que es su sentido estético. Diríase que considera a la lengua
como un mero instrumento, sin otro valor propio que el de su utilidad, y que como el personaje de esta su novela, echa de menos la expresión
algébrica. Vése su preocupación por dar a cada vocablo un sentido bien
determinado y concreto, huyendo de toda sinonimia, de hacer una lengua
precisa, suene como sonare. Realmente hay que hacerle la justicia de
reconocer que cuando resulta oscuro no es por defecto de expresión ni de lenguaje, sino por cierto retorcimiento conceptista y por un
vituperable empeño de decir cosas que se salgan de lo vulgar.
A pesar de todo lo que acabamos de decir, parécenos que es esta una
obra digna de detenida atención y que hay en ella elementos y partes
que la hacen recomendable. Y no precisamente por lo que el autor ha
querido poner en ella, sino por lo que a pesar suyo no ha podido dejar
de poner. Es casi seguro que lo valioso de esta novela es lo que en ella tiene por poco menos que desdeñable su autor, siendo en cambio de
lamentar la inclusión de todo aquello otro en que parece haberse
esmerado más este.
Antójasenos que por debajo de todas las bufonadas y chocarrerías,
no siempre del mejor gusto, se delata el culto que, mal que le pese,
rinde a la ciencia y a la pedagogía el autor de esta obra. Si de tal
modo se revuelve contra el intelectualismo es porque le padece como
pocos españoles puedan padecerlo. Llegamos a sospechar que empeñado en
corregirse se burla de sí mismo.
Mas es este un terreno delicadísimo y en él no queremos entrar.
Antes de terminar este prólogo, cúmplenos hacer una manifestación,
para satisfacer con ella un deseo del autor. Cuando este se dispuso a
dar al público su obra, a pesar de los consejos que de ello pretendían
disuadirle, preocupóse ante todo del tamaño y forma que había de dar al
libro, pues nos manifiesta que da gran importancia a este punto.
Dice, en efecto, que hallándose el verano pasado en Bilbao, su
pueblo nativo, y en una librería donde tiene consignados ejemplares de
su novela Paz en la Guerra y de sus Tres Ensayos, le
manifestó el librero que cuando volviese a publicar otro libro se
cuidara mucho de su volumen y condiciones materiales, procurando que, a
poder ser, tengan sus obras todas un mismo tamaño. A cuyo respecto le
contó el librero lo que con uno de sus clientes le había ocurrido.
Fue el caso que un sujeto le había pedido en varias ocasiones las
obras completas de Galdós, Pereda, Valera, Palacio Valdés y otros
escritores de fama y éxito, y se las había servido. Pidióle luego las de Picón, y cuando llegaron estas torció el cliente el gesto y les puso
mala cara porque no eran todas de un mismo volumen, sino unas más largas y otras más anchas.
—¿Y cómo voy a encuadernar como «Obras completas de D. Jacinto Octavio Picón» si presentan tanta diversidad de tamaños?
El librero, como se trataba de un buen cliente, se ofreció en su
obsequio a quedarse con ellas, y así se acordó, no llevándose el cliente más que dos o tres, las que más le interesaban, o sean las iguales en
tamaño y forma. Y comentando luego el sucedido, decía el librero al
señor Unamuno que procurara que sus libros todos fueran uniformes, pues
así los vendería mejor.
Porque es indudable que hay quienes compran los libros para
leerlos, y son los menos, y hay quienes los compran para formar con
ellos biblioteca, y son los más. Y en una biblioteca está feo que los
libros de un autor, que han de aparecer juntos, no puedan alinearse en
perfecta formación y sin ningún saliente, ni hacia arriba ni hacia
adelante.
Mas como por ahora no publica el señor Unamuno más que para
lectores y no para bibliófilos, parécenos de poca importancia sus
escrúpulos, y que debe dejar esas importantes consideraciones para
cuando dé a la estampa su colección de «Obras completas», que nos
complacemos en creer no ha de tardar mucho en hacerlo. Entonces
publicará para las bibliotecas: por ahora debe contentarse con publicar
para los lectores.
El mismo autor está conforme con estas consideraciones y le es
indiferente, por ahora, el tamaño y demás condiciones materiales en que
ha de aparecer su libro. Tal vez influya en esto, como en su estilo,
cierto desdén, no bien justificado sin duda, hacia las formas
exteriores.
Hechas tales manifestaciones, invitamos al lector a que entre en la
lectura de una obra de la que ha de sacar algún deleite y creemos que
también algún provecho.