Las aventuras de Tom Sawyer

Capítulo 20

Capítulo 20

Lecciones de Anatomía
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UBO algo en el modo de besar tía Polly a Tom que le borró al chico el mal humor y le dejó contento y feliz. De camino hacia la escuela tuvo la suerte de encontrar a Becky Thatcher en la esquina de la calle Meadow. Su humor siempre determinaba su comportamiento. Sin vacilar un momento, se acercó corriendo a la niña y le dijo:

—Me porté muy mal, Becky, y lo siento mucho. Nunca jamás volveré a hacerlo mientras viva… Anda, ¿quieres que hagamos las paces?

La muchacha se detuvo y le miró a la cara con desdén:

—Te agradeceré, señor Thomas Sawyer, que me dejes en paz. No quiero volverte a hablar nunca.

Levantó la cabeza con orgullo y siguió su camino. Tom se quedó tan pasmado que no se le ocurrió contestarle: «¿Y a mí qué me importa, señorita Listilla?» hasta que ya había pasado el momento oportuno. Así que no dijo nada. Sin embargo, estaba rabioso. Entró en el jardín de la escuela malhumorado, deseando que ella hubiera sido un chico e imaginando cómo le pegaría si lo fuera. Al rato la encontró y al pasar le lanzó un comentario mordaz. Ella le devolvió otro y la airada ruptura se hizo definitiva. A Becky le parecía en su acalorado resentimiento que no llegaba el momento de entrar en clase, de las ganas que tenía de ver la paliza que le iban a dar a Tom por el estropicio del cuaderno. Si se le había pasado por la cabeza delatar a Alfred Temple, desechó por completo la idea tras la última ofensiva de Tom.

Pobre chica, qué poco sabía ella lo pronto que se iba a encontrar en dificultades. El maestro, el señor Dobbins, había alcanzado la edad madura con una ambición insatisfecha. El más caro de sus deseos era llegar a ser médico, pero la falta de medios le había condenado a quedarse de maestro de escuela en una aldea. Todos los días sacaba un libro misterioso de su escritorio y se enfrascaba en su lectura en cuanto los chicos se ponían a escribir. Tenía el libro bien guardado bajo llave. No había un chaval en la escuela que no estuviera muriéndose de ganas por echar un vistazo al libro, pero nunca se presentó la ocasión. Chicos y chicas tenían diversas teorías sobre la naturaleza de aquel libro, pero todas ellas eran diferentes y no había manera de enterarse de la realidad de los hechos. Cuando Becky pasó por delante del escritorio, que se encontraba junto a la puerta, vio la llave puesta en la cerradura. Era una ocasión incomparable. Echó una mirada a su alrededor; estaba sola, así que inmediatamente cogió el libro. El título —, por el profesor Fulano de Tal— no le decía nada, de modo que se puso a hojear el libro. En la primera página había un magnífico grabado a todo color: era una figura humana completamente desnuda. En aquel momento una sombra cayó sobre la página y Tom Sawyer entró por la puerta y vislumbró el grabado. Becky intentó cerrar a toda prisa el libro y tuvo la mala suerte de rasgar por la mitad la página ilustrada. Guardó el volumen en el escritorio, dio una vuelta a la llave y se echó a llorar de vergüenza y humillación.

—Tom Sawyer, eres un cerdo. Siempre andas espiando a la gente para ver lo que está mirando una.

—¿Cómo iba yo a saber que mirabas algo?

—Vergüenza te debería dar, Tom Sawyer; ahora seguro que me acusarás. ¡Ay!, ¿qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? Me darán azotes y a mí nunca me ha pasado eso en la escuela.

Luego dio una patadita en el suelo y dijo:

—Si quieres me acusas, ¡a mí qué! Yo sé algo que te va a pasar. ¡Ya verás! ¡Eres odioso, más que odioso! —y salió disparada de la escuela con otra explosión de llanto.

Tom se quedó quieto, bastante aturdido por aquel arrebato. Al rato se dijo para sus adentros: «Mira que son tontas las chicas. ¡Nunca la han azotado en la escuela! ¡Vaya cosa, unos azotes! Todas las chicas son iguales: unas cobardicas y unas gallinas. Como si yo me fuera a chivar de esa tontorrona al viejo Dobbins; porque hay maneras mejores de arreglar cuentas con ella. Bueno, ¿y a mí qué? El viejo Dobbins preguntará quién rompió su libro. Nadie le contestará. Entonces hará lo que hace siempre… preguntará primero a uno y luego a otro y cuando llegue a la chica culpable, lo adivinará sin que nadie se lo cuente. A las chicas siempre se les nota en la cara. No tienen agallas. Le dará azotes. Bueno, en menudo lío se ha metido Becky Thatcher, porque no tiene otra salida». Tom siguió cavilando otro poco y luego añadió: «Bueno, le está muy bien empleado; después de todo, a ella le encantaría verme a mí en semejante apuro… ¡Que se fastidie!».

Tom salió a unirse con los bulliciosos escolares que jugaban fuera. Al cabo de un poco llegó el maestro y entraron en clase. Tom no acababa de centrarse en el estudio. Cada vez que echaba una ojeada hacia el lado de la sala donde se sentaban las chicas, la cara de Becky le preocupaba.

Se acordaba de todo lo sucedido y no quería compadecerse de ella, pero no conseguía evitarlo. A pesar de todo no se alegraba de la situación en que se encontraba la chica. Al rato fue descubierto lo del cuaderno de ortografía y la mente de Tom estuvo ocupada con sus propios asuntos durante algún tiempo. Becky pareció salir de su apatía y su preocupación y mostró un vivo interés en el proceso. Bien sabía ella que Tom no lograría evitar el castigo negando que había derramado la tinta en el cuaderno, y tenía razón. Al negarlo, Tom solo consiguió empeorar las cosas. Becky había dado por supuesto que se alegraría del castigo e intentó convencerse de que así era, pero resulta que no estaba tan segura. Cuando la cosa se puso muy negra estuvo a punto de levantarse y delatar a Alfred Temple, pero hizo un esfuerzo y se quedó callada… porque, se decía para sus adentros, «él se chivará de que he roto la lámina, seguro. No diré ni una palabra, ¡ni aunque le fuera en ello la vida!».

Tom recibió los azotes y regresó a su asiento tan tranquilo, convencido de que a lo mejor él mismo había derramado la tinta sin darse cuenta, enredando o jugando… Al principio lo negó por pura fórmula y porque era costumbre, luego había insistido en negarlo por cuestión de principio.

Transcurrió lentamente una hora entera; el maestro daba cabezadas sentado en su trono; el aire estaba aletargado con el zumbido de las voces que repasaban la lección. Al rato el señor Dobbins se enderezó, bostezó, abrió el escritorio y extendió la mano hacia el libro; pero parecía indeciso, sin saber si tomarlo o dejarlo. La mayoría de los alumnos le miró sin gran interés, pero había dos entre ellos que observaban sus movimientos con ojos muy despiertos. El señor Dobbins acarició un rato el libro con los dedos, distraído, y luego lo sacó ¡y se acomodó en la silla para leer! Tom lanzó una mirada hacia Becky. El chico había visto un conejo perseguido e indefenso, con una escopeta apuntándole a la cabeza, un conejo que tenía el mismo aspecto que ella. Inmediatamente se olvidó del enfado. Rápido… ¡había que hacer algo! ¡Y además a toda velocidad! Pero la inminencia del peligro paralizó su imaginación. ¡Bueno! ¡Se le ocurrió una cosa! Echaría a correr, agarraría el libro y saldría disparado por la puerta. Pero vaciló un pequeño instante y perdió la oportunidad… el maestro estaba abriendo el volumen. ¡Ay, cuánto daría Tom por poder dar marcha atrás! Demasiado tarde. Lo de Becky yo no tenía remedio. De pronto, el maestro se encaró con la escuela. Todo el mundo bajó los ojos ante su mirada. Había algo en esta que asustaba incluso a los inocentes. Se hizo un silencio en el que todos contaron hasta diez; el maestro hacía acopio de su ira. Entonces habló:

—¿Quién ha roto este libro?

No se oyó ni un sonido. Se podía haber oído caer un alfiler. Nada interrumpía el silencio; el maestro escrutaba cara tras cara buscando señales de culpabilidad.

—Benjamin Rogers, ¿has roto este libro?

Una negación. Otra pausa.

—Joseph Harper, ¿lo hiciste tú?

Otra negación. La inquietud de Tom iba en aumento bajo la lenta tortura de estos procedimientos. La mirada del maestro recorrió las filas de los muchachos, se quedó un rato pensativo y luego se volvió hacia las chicas:

—¿Amy Lawrence?

Un movimiento negativo de la cabeza.

—¿Gracie Miller?

La misma respuesta.

—Susan Harper, ¿lo hiciste tú?

Otra negativa. La siguiente era Becky Thatcher. Tom temblaba de pies a cabeza de emoción y por lo inevitable de la situación.

—Rebecca Thatcher —Tom echó una ojeada a su cara, que estaba blanca de pánico—, ¿has roto…? No, mírame a la cara —ella alzó las manos, rogando—, ¿has roto tú este libro?

Como un rayo cruzó por la mente de Tom un pensamiento. Se puso de pie y gritó:

—¡He sido yo!

La escuela se quedó estupefacta al escucharlo. Tom se detuvo un momento como para recobrar sus maltrechas facultades y, cuando se adelantó para recibir el castigo, la sorpresa, la gratitud y la adoración que pudo leer en los ojos de la pobre Becky le hubieran recompensado por cien azotes. Enardecido por la grandeza de su propio acto, recibió sin chistar el vapuleo más despiadado que el señor Dobbins jamás había administrado y recibió también con indiferencia la cruel orden adicional de quedarse retenido dos horas después de que terminaran las clases… porque sabía quién le estaría esperando hasta que acabara su cautiverio, sin importarle tampoco la larga y aburrida espera.

Tom se acostó aquella noche planeando vengarse de Alfred Temple, porque Becky, arrepentida y avergonzada, se lo había contado todo, sin omitir su propia traición; pero incluso las ansias de vengarse esfumaron en seguida cediendo ante meditaciones más agradables, y por fin se durmió con las últimas palabras de Becky resonándole vagamente en el oído:

—¡Tom, cómo has podido ser tan generoso!

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