II
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Muchos movimientos del cuerpo y del rostro son sólo medios para
lograr el cumplimiento de los deseos que acompañan á los sentimientos.
En su orígen eran sin duda actos voluntarios, y aun hoy lo son en buen
número de circunstancias, pero, con todo, como han llegado á convertirse
en habituales, se producen sin intervencion ninguna de la voluntad,
adquiriendo todos los caractéres de los actos reflexos. Tal es, por
ejemplo, la fijeza de la mirada sobre los objetos que deseamos examinar;
el pestañear cuando tenemos delante alguna cosa que amenaza herir la
vista; los ademanes con que rechazamos los objetos que nos desagradan, y
la fuga que emprendemos cuando los queremos evitar. Todos estos actos
se realizan, sin que el yo necesite tener conciencia de ellos,
desde el instante en que experimenta el deseo respectivo. Muchos
animales han contraido la costumbre de hinchar su cuerpo para presentar
un aspecto más terrible; así lo hacen involuntariamente al encontrarse
delante de un enemigo. Cuando estos hábitos se han transmitido
hereditariamente engendran acciones instintivas; sabido es que el
instinto, segun la teoria Darwiniana, no no es sino un hábito
originariamente adquirido, y que ha llegado á ser hereditario.
Cuando las acciones se han convertido en hábito ó instinto, continúan
acompañando, y por consiguente, expresando los sentimientos que las han
hecho nacer, aun en aquellos casos en que, por causas diversas, han
cesado ya de coadyuvar á la realizacion de los deseos y son
completamente inútiles. Cuando los perros quieren dormir sobre una
alfombra cualquiera, dan tres ó cuatro vueltas y escarban el suelo con
las patas delanteras como si intentasen hollar el césped ó ahondarse un
lecho; esto es sin duda lo que harian sus antepasados cuando habitaban,
en estado salvaje, los bosques y las praderas. Los martines-pescadores'
tienen la costumbre de golpear contra algun objeto para matarlos, los
peces que cogen revoloteando sobre el agua; en las jaulas de los
jardines zoológicos se les vé asimismo golpear los pedazos de carne con
que los alimentan. Un ejemplo muy curioso de costumbres que han
sobrevivido á sus causas lo vemos en la manera que tiene el hombre de
suplicar extendiendo sus manos unidas; un autor inglés, M. H. Werdgwood,
cree que este ademan proviene de que antiguamente los cautivos daban
pruebas de su completa sumision tendiendo las manos á su vencedor (dare manus)
para ser encadenados; al propio tiempo se hincaban de rodillas para
facilitar esta operacion. A ser así, la actitud que hoy caracteriza la
adoracion seria sólo un vestigio de las costumbres salvajes de la
humanidad primitiva. Cuando estamos irritados ó encolerizados con
alguien, cerramos convulsiva é involuntariamente los puños como para
pegar ó amenazar, aun en el caso de que no tengamos intencion de atacar á
la persona odiada, ó en el de que esta se halle ausente; este es
tambien otro vestigio de las luchas de nuestros antecesores. A impulsos
del mismo sentimiento comtraemos los labios dejando en descubierto los
dientes, como si nos dispusiéramos á morder; movimiento que explica
Darwin diciendo que descendemos de una especie animal que combatia con
la cabeza. La misma explicacion debe darse de la costumbre que tienen
muchas personas que expresan la desconfianza descubriendo uno de los
caninos superiores, accion que hace tambien el perro cuando se mantiene á
la defensiva.
Cuando el hábito ha asociado una expresion á un sentimiento
determinado, este continúa acompañando á aquella, aun cuando el
sentimiento actual sea causado por motivos distintos de los que
originariamente determinaron la expresion. Los perros han adquirido la
costumbre de lamer á sus cachorros con objeto de tenerlos limpios; este
movimiento se ha asociado gradualmente á los sentimientos de afecto, y
se ha convertido en una manifestacion de cariño que hacen extensiva á
sus dueños y á cuantos les acarician. Cada vez que sentimos turbada
nuestra vista nos frotamos los ojos; un acto igual realizamos muchas
veces cuando nos es difícil comprender el alcance ó la significacion de
una idea oscura. Cuando un obstáculo cualquiera impide la respiracion,
tosemos para separarlo; de la misma manera tosemos inconscientemente
cuando nos causa embarazo una dificultad cualquiera. Para no ver un
objeto desagradable cerramos los ojos ó volvemos la cara; lo propio
hacemos frecuentemente cuando desaprobamos ó rechazamos una opinion. Por
el contrario, cuando asentimos profundamente á las ideas emitidas por
un interlocutor, á menudo inclinamos la cabeza hacia adelante, y abrimos
desmesuradamente los ojos, como cuando contemplamos asiduamente un
objeto que nos gusta.
Tambien se pueden atribuir á una extension de ciertas gesticulaciones
fundadas sobre la semejanza de sentimientos, los ademanes ordinarios de
que nos servimos para expresar la afirmacion y la negacion. Para
afirmar inclinamos la cabeza; señal de aceptar procedente sin duda de
que los antecesores del hombre cogian con la boca los objetos que les
gustaban. Para negar, movemos la cabeza de un lado á otro; lo mismo
exactamente hacen los animales y los niños cuando se les coloca ante la
boca un objeto qué rehúsan tomar.
Análogo orígen podemos asignar al uso de silbar y aplaudir para
expresar respestivamente nuestra desaprobacion ó nuestro agrado. Él acto
de silbar no es sino una transformacion de los movimientos que hacemos
para expresar el desprecio, el disgusto y el desden, y que se parecen
extraordinariamente á la accion de escupir algun objeto ó manjar
desagradable introducido en nuestra boca. De las interjecciones ¡uf!
¡pche! ¡pst! al silbido hay muy poca diferencia. En cuanto al acto de
aplaudir, puede proceder de la costumbre de extender los brazos hácia
las personas ú objetos agradables que vemos y que constituye un esfuerzo
natural para abrazarlos, pero cuando el objeto está á demasiada
distancia para ser cogido, se encuentran y chocan necesariamente las
palmas de las manos; este mismo movimiento, repetido muchas veces
consecutivas, produce los aplausos.
Darwin hace observar que ciertos movimientos asociados por el hábito á
determinados estados del ánimo pueden reprimirse por la voluntad;
cuando así se hace, los músculos sobre los que la voluntad ejerce poca ó
ninguna influencia, son los únicos que continúan obrando, siendo
entonces sus movimientos expresivos en alto grado. Al sentir una emocion
dolorosa se oblicuan las cejas. Hé aquí por qué: cuando el hambre ó el
dolor arranca agudos gritos á los niños, el esfuerzo producido por la
accion de gritar modifica profundamente la circulación; la sangre se
agolpa á la cabeza y á los ojos, y los músculos que rodean á estos se
contraen para protegerlos. Esta accion, por efecto de la seleccion
natural y de la herencia, ha llegado á ser un hábito instintivo. Llegado
á una edad más avanzada, el hombre trata de reprimir en gran parte su
disposicion para gritar, se esfuerza en impedir que se contraigan los
músculos de corrugacion, pero sólo lo logra respecto á ciertos músculos
de la nariz por la contraccion de las fibras centrales del músculo
frontal. Precisamente la contraccion del centro de este músculo eleva
las extremidades interiores de las cejas, y dá á la fisonomía la
expresion característica de la tristeza.
Con frecuencia sucede que un hábito de expresion está enlazado más
íntimamente con la idea que nos formamos de un sentimiento, que con este
sentimiento mismo; y hasta se manifiesta en casos en que no están
presentes los fenómenos ordinarios causados por los objetos de esta
idea. Este acto se realiza en nosotros por ejemplo, cuando en el teatro
se pone ronco un cantante, instintivamente tosemos como si tratásemos de
hacer más clara nuestra propia voz. Cuando esperamos ansiosamente á
álguien que tarda en llegar, expresamos nuestra impaciencia pateando
rápidamente, como si quisiéramos apresurar el paso del otro.