Capítulo III. Sobre la variación de los instintos y de otros atributos mentales en estado de domesticación y en estado natural; sobre las dificultades planteadas por esta cuestión; y sobre las dificultades análogas con respecto a las estructuras corporales
CAPÍTULO III
SOBRE LA VARIACIÓN DE LOS INSTINTOS Y DE OTROS ATRIBUTOS MENTALES EN ESTADO DE DOMESTICACIÓN Y EN ESTADO NATURAL; SOBRE LAS DIFICULTADES PLANTEADAS POR ESTA CUESTIÓN; Y SOBRE LAS DIFICULTADES ANÁLOGAS CON RESPECTO A LAS ESTRUCTURAS CORPORALES
VARIACIÓN DE LOS ATRIBUTOS MENTALES EN ESTADO DE DOMESTICACIÓN
Hasta ahora sólo he aludido a las cualidades mentales que difieren mucho entre especies. Permítaseme dejar claro desde el principio que, como se verá en la segunda parte, no hay pruebas que apoyen, ni por consiguiente se pretende demostrar, que todos los organismos existentes hayan descendido de un único tronco común, sino sólo aquellos que, en el lenguaje de los naturalistas, están claramente emparentados entre sí. Por tanto, los hechos y razonamientos presentados en este capítulo no se refieren al origen primero de los sentidos, o de los principales atributos mentales, como la memoria, la atención, el raciocinio, etcétera, por los que se caracterizan, si no todos, la mayoría de los grandes grupos emparentados, más de lo que(28) se refieren al origen primero de la vida, o del crecimiento o del poder de la reproducción. Los hechos y observaciones que recojo se aplican solamente a las diferencias en las cualidades mentales primarias y en los instintos de las especies de los diversos grandes grupos. Por lo que respecta a los animales domésticos, todos los observadores señalan en qué gran medida varían, entre los individuos de una misma especie, las disposiciones, es decir, el coraje, la obstinación, la sospecha, el nerviosismo, la confianza, el mal temperamento, la pugnacidad, el afecto, el cuidado de la prole, la sagacidad, etcétera. Haría falta un metafísico muy sagaz para explicar cuántas cualidades primarias de la mente es necesario cambiar para causar toda esta diversidad de complejas disposiciones. Por el hecho de ser heredadas, sobre lo que el testimonio es unánime, surgen familias y razas que varían en estos aspectos. Por poner algunos ejemplos, el buen o mal temperamento de las distintas estirpes de abejas y de caballos, la pugnacidad y el coraje de los gallos de pelea, la pertinacia de ciertos perros, como los bulldog, y la sagacidad de otros; el contraste entre el nerviosismo y la desconfianza de un conejo salvaje criado con el mayor cuidado desde su más tierna edad y la extrema docilidad de una raza doméstica del mismo animal. Los descendientes de los perros domésticos asilvestrados de Cuba, aun capturados de cachorros, son muy difíciles de domar, tanto probablemente como el tronco primitivo del que descienden los perros domésticos. Los «períodos» habituales de las distintas familias de la misma especie difieren, por ejemplo, en la época del año dedicada a la reproducción y el período de la vida en que se adquiere la capacidad, o en la hora de dormir (en las gallinas malayas), etcétera. Estos hábitos periódicos quizá sean en esencia corporales y puedan compararse con hábitos muy semejantes de las plantas que se sabe que varían mucho. Los movimientos consensuales (como los denomina Müller(29)) varían y son heredados; pueden incluirse en esta clase los pasos de ambladura y de medio galope de los caballos, el volteo de las palomas y, quizá, la escritura, que a veces se parece en el padre y el hijo. Las maneras, e incluso las manías, que quizá no sean más que maneras peculiares, de acuerdo con W. Hunter y mi padre, claramente son heredadas en los niños que han perdido a sus padres en su más tierna infancia. La herencia de la expresión, que a menudo revela los más finos matices del carácter, resultará familiar a todos.
También varían los gustos y los placeres de las distintas razas, y así el perro pastor se deleita persiguiendo las ovejas, aunque no sienta deseo alguno de matarlas; al terrier (véase Knight) le gusta matar alimañas y al perro de aguas rastrear las piezas de caza. Pero no es posible separar sus peculiaridades mentales del modo como yo lo he hecho: el volteo de las palomas, que he citado como ejemplo de movimiento consensual, podría denominarse manía o truco y está asociado al gusto por el vuelo en bandada a gran altura. Ciertas razas de gallina gustan de dormir en perchas de árboles. A la misma clase podrían agregarse las acciones propias de los perros indicadores y de los de muestra, al igual que la peculiar manera de cazar del perro de aguas. Incluso dentro de la misma raza de perro, en los perros raposeros, es opinión firme de quienes mejor pueden juzgarlo que los cachorros nacen con diferentes tendencias: algunos son mejores para rastrear al zorro entre la maleza, otros tienen tendencia a correr rezagados, otros son mejores para hacer catas y recuperar el rastro de olor perdido, etcétera; y sin duda transmiten estas peculiaridades a su progenie. También la tendencia a indicar podría presentarse como un hábito característico que ha pasado a ser heredado, de igual modo que podría serlo la tendencia de un verdadero perro pastor (según me han asegurado que pasa) a correr alrededor del rebaño en lugar de directamente contra el ganado, como ocurre con otros perros jóvenes cuando se los intenta enseñar. En España, las ovejas trashumantes[56], a las que durante siglos se ha llevado cada año de una provincia a otra en un viaje de cientos de kilómetros, saben cuándo ha llegado el momento de partir y muestran tal nerviosismo (como las aves migratorias en confinamiento), que cuesta impedirles que comiencen el viaje, lo que a veces hacen y ellas solas encuentran el camino. Hay un caso probado de una oveja que para parir regresaba, cruzando las montañas, a su propio lugar de nacimiento, aunque en otros períodos del año no era dada a vagar. Sus crías heredaron el mismo temperamento e iban a parir a sus crías a la granja de la que provenía su madre; tan molesto era este hábito que hubo que sacrificar toda la familia.
Estos hechos deben llevarnos a la convicción, por sorprendente que sea, de que un individuo puede modificar o adquirir y transmitir a su descendencia un número infinito de disposiciones, de gustos, de movimientos peculiares e incluso de acciones individuales. Nos vemos forzados a admitir que los fenómenos mentales (sin duda por su íntima conexión con el cerebro) pueden heredarse del mismo modo que las innumerables y finas diferencias de la estructura corporal. De igual manera que se transmiten las peculiaridades de la estructura corporal que se hayan adquirido o perdido lentamente durante la vida madura (como se sabe en especial de las enfermedades), e igual que se transmiten las peculiaridades congénitas, así también las de la mente. En los caballos, los pasos heredados fueron adquiridos sin duda a la fuerza durante la vida de los padres, y el temperamento y la docilidad de una raza pueden modificarse según el tratamiento que reciban los individuos. Sabiendo que a un cerdo se le ha enseñado a indicar, cabría suponer que en los perros indicadores esta cualidad es el simple resultado del hábito, pero la ocasional aparición de una cualidad parecida en otros perros hace sospechar que al principio debió aparecer en un grado menos perfecto, «por azar», o sea, por una tendencia congénita en el progenitor de la raza de los perros indicadores. No cabe creer que el volteo y el vuelo alto en bandada compacta que exhibe cierta raza de palomas puedan haber sido enseñados; y en el caso de las leves diferencias en la manera de cazar de los perros raposeros jóvenes, no hay duda de que son congénitas. La herencia de los fenómenos anteriores y otros parecidos quizá provoque menos sorpresa si se considera que en ningún caso parecen transmitirse los actos individuales de razonamiento, o los movimientos u otros fenómenos relacionados con la conciencia. Cuando una acción, por compleja que sea, gracias a una larga práctica se realiza de forma inconsciente y sin esfuerzo (como, de hecho, es el caso de muchas peculiaridades de comportamiento en contra de la voluntad) se dice, según una expresión común, que se realizan «instintivamente». Los casos de las lenguas y las canciones aprendidas durante la infancia y casi olvidadas, pero que se repiten a la perfección en momentos de inconsciencia durante una enfermedad se me antojan poco menos asombrosos que si se hubieran transmitido a una segunda generación.
LOS HÁBITOS HEREDITARIOS COMPARADOS CON LOS INSTINTOS
Las principales características de los verdaderos instintos son su invariabilidad y falta de mejora durante la edad madura del animal; la falta de conocimiento del fin por el que se realiza la acción, asociada a veces, sin embargo, a cierto grado de razón; la sujeción a errores y a ciertos estados del cuerpo o tiempos del año o del día. En la mayoría de estos respectos se encuentra un parecido en los detallados casos expuestos anteriormente de cualidades mentales adquiridas o modificadas durante la domesticación. No cabe duda de que los instintos de los animales salvajes son más uniformes que los hábitos o cualidades modificados o recientemente adquiridos en estado de domesticación, del mismo modo y por las mismas causas por las que la estructura corporal en este estado es menos uniforme que en condiciones naturales. He visto un perro indicador joven indicar tan fijamente el primer día que era sacado al campo como cualquier perro viejo; Magendie dice que algo idéntico había observado en un perro recogedor que él mismo había criado. El volteo de las palomas probablemente no mejore con la edad. Y ya hemos visto el caso de las ovejas jóvenes que heredaban la tendencia a migrar a su lugar de nacimiento la primera vez que criaban; este caso nos proporciona un ejemplo de un instinto doméstico asociado a un estado del cuerpo, como en las ovejas trashumantes respecto a un momento del año. Por lo general los instintos adquiridos de los animales domésticos parecen requerir cierto grado de educación (así ocurre con los perros indicadores y recogedores) para desarrollarse plenamente: quizá también sea esto cierto de los animales salvajes en mayor medida de lo que suele suponerse; por ejemplo, en el canto de los pájaros y en el conocimiento de las hierbas adecuadas en los rumiantes. Parece estar bastante claro que las abejas transmiten su conocimiento de generación en generación. Lord Brougham insiste con fuerza en que la ignorancia del fin propuesto es eminentemente característica de los hábitos hereditarios; por ejemplo, en el caso del joven indicador al que se ha aludido antes y que ya desde el primer día indicaba con tanta firmeza que en varias ocasiones nos vimos obligados a llevárnoslo del lugar. Este cachorro no sólo señalaba ovejas, piedras blancas de gran tamaño o cualquier pájaro pequeño, sino que también «respaldaba» a los otros perros indicadores: debía ser tan inconsciente del fin por el cual actuaba (a saber, facilitar que su amo cobrara piezas para comer), como lo es una mariposa cuando pone sus huevos en una col a fin de que sus orugas se alimenten de sus hojas. De igual modo, al amblar el caballo ignora que realiza este peculiar paso para comodidad del hombre; si el hombre no hubiera existido, nunca se hubiera desarrollado el paso de ambladura. Cuando el joven perro indicador señala unas piedras blancas parece que se produzca un error de su instinto adquirido tanto como cuando las moscas de la carne ponen sus huevos en ciertas flores en lugar de hacerlo sobre carne putrefacta. Por cierta que por lo general parezca la ignorancia del fin, puede apreciarse que los instintos se asocian a cierto grado de razón; por ejemplo, en el caso de la curruca costurera, que fabrica los hilos con los que hacer su nido pero utiliza hilos artificiales cuando puede procurárselos; o como el caso de un viejo perro indicador que en cierta ocasión rompió su pose de señalización para ir detrás de un seto y espantar una ave hacia su maestro(30).
Hay otro medio claramente definido para comparar los instintos o hábitos adquiridos en estado de domesticación con los proporcionados por la naturaleza. Se trata de una prueba fundamental: la comparación de las cualidades mentales de las razas mestizas y de los híbridos. Cuando una raza de animales se cruza con otra, por ejemplo un perro pastor con un perro de caza, los instintos o hábitos, los gustos y las disposiciones, se mezclan y aparecen en la misma y curiosa proporción tanto en la primera generación como en las sucesivas, exactamente del mismo modo como cuando se cruza una especie con otra. Difícilmente ocurriría así si existiera alguna diferencia fundamental entre los instintos domésticos y los naturales[57]; si los primeros fuesen, por usar una expresión metafórica, meramente superficiales.
VARIACIÓN DE LOS ATRIBUTOS MENTALES DE LOS ANIMALES SALVAJES
Con respecto a la variación de las cualidades mentales de los animales en estado salvaje, sabemos que existe una diferencia considerable en el temperamento de distintos individuos de la misma especie, como bien sabrán quienes hayan estado al cuidado de los animales salvajes de un parque. Con respecto al temperamento salvaje de los animales, es decir, a su miedo dirigido en particular hacia el hombre, que parece ser un instinto tan cierto como el pavor que siente una cría de ratón hacia los gatos, disponemos de pruebas excelentes de que se adquiere con lentitud y se hace hereditario. Es de igual modo cierto que, en estado natural, algunos individuos de la misma especie pierden o dejan de practicar sus instintos migratorios, como en el caso de la chocha perdiz en Madeira. En cuanto a la variación de los instintos más complejos, como es obvio resulta más difícil de detectar, más aún que en el caso de la estructura corporal, de la que se admite que la variación es extremadamente pequeña y quizá casi nula en la mayoría de las especies en un período concreto. No obstante, si nos fijamos en un excelente caso de instinto, a saber, los nidos de las aves, quienes más atención han dedicado a este tema sostienen que no sólo ciertos individuos (¿especies?) parecen construirlos de forma muy imperfecta, sino que no es raro detectar diferencias de habilidad entre individuos. Ciertas aves, además, adaptan sus nidos a las circunstancias; el mirlo acuático no techa su nido cuando lo hace bajo una roca, el gorrión lo construye muy distinto cuando anida en un árbol que cuando lo hace en un agujero, y el reyezuelo de moño dorado a veces suspende su nido de las ramas de un árbol y otras veces lo coloca sobre las ramas.
LOS PRINCIPIOS DE LA SELECCIÓN, APLICABLES A LOS INSTINTOS
Puesto que los instintos de una especie son tan importantes para su preservación y multiplicación como su estructura corporal, es evidente que si se produjera la más leve diferencia congénita en los instintos y hábitos, o si ciertos individuos fueran inducidos o compelidos a lo largo de su vida a variar sus hábitos, y si tales diferencias fueren en el más pequeño grado beneficiosas para su preservación bajo unas condiciones externas ligeramente modificadas, esos individuos deberían gozar a largo plazo de una mayor probabilidad de ser preservados y de multiplicarse. Si se admite esto, una serie de pequeños cambios podría, como en el caso de la estructura corporal, producir grandes cambios en las facultades mentales, los hábitos y los instintos de cualquier especie.
DIFICULTADES EN LA ADQUISICIÓN DE INSTINTOS COMPLEJOS POR SELECCIÓN
De entrada, cualquiera se sentirá tentado a razonar (como yo mismo he hecho durante largo tiempo) que muchos de los instintos más complejos y portentosos no pueden haberse adquirido del modo aquí propuesto. La segunda parte de esta obra está dedicada a considerar de manera general hasta qué punto la economía normal de la naturaleza justifica o se opone a la creencia de que las especies y géneros relacionados descienden de troncos comunes; aun así, podemos considerar en este punto si los instintos de los animales ofrecen un caso tan evidente de la imposibilidad de adquisición gradual que por sí mismo justifique el rechazo de la teoría, por muy firmemente que otros hechos la respalden. Debo insistir en que no pretendo considerar aquí la probabilidad sino la posibilidad de que los instintos complejos hayan sido adquiridos por medio de una selección lenta y prolongada de modificaciones muy leves (ya sean congénitas o producidas por el hábito) de unos instintos previamente más sencillos, de tal modo que cada modificación fuera tan útil y necesaria para la especie que lo practica como lo es el instinto más complejo.
Consideremos en primer lugar el caso de los nidos de las aves. Con las especies vivas en la actualidad (una proporción infinitamente pequeña de las que deben haber existido desde el período de las Nuevas Areniscas Rojas de América del Norte, y cuyos hábitos siempre desconoceremos) puede elaborarse una serie tolerablemente perfecta desde las puestas de huevos directamente sobre el suelo a otras con unos pocos palitos dispuestos a su alrededor, a los nidos simples de la paloma torcaz y hasta otros cada vez más complejos. Si, como en efecto se afirma, de vez en cuando se producen pequeñas diferencias en las habilidades de construcción de un individuo, y si, lo que es al menos probable, tales diferencias tienden a ser heredadas, veremos que es al menos posible que los instintos de nidificación se hayan adquirido mediante la selección gradual, a lo largo de miles de generaciones, de los huevos y pollos de aquellos individuos cuyos nidos estuviesen en alguna medida mejor adaptados para la preservación de sus jóvenes en las condiciones entonces imperantes. Uno de los instintos conocidos más extraordinarios es el del talégalo cabecirrojo australiano, cuyos huevos son empollados por el calor desprendido por una enorme masa de materia en fermentación que el adulto acumula en un montículo. En este caso, los hábitos de una especie afín ponen de manifiesto la posibilidad de que este instinto haya sido adquirido. Esta segunda especie habita en una región tropical en la que el calor del sol basta para empollar los huevos, de manera que sólo los entierra, supuestamente con el fin de ocultarlos, bajo una pila más pequeña de materiales, pero secos, para que no fermenten. Supongamos ahora que esta ave desplazara su área de distribución lentamente hacia un clima más frío y en el que las hojas fuesen más abundantes; en este caso, los individuos que por azar tuvieran más desarrollado el instinto de recoger construirían una pila algo más grande, y sus huevos, ayudados en alguna estación especialmente fría de ese clima ligeramente más frío por el calor de una incipiente fermentación, a la larga se empollarían con más éxito y probablemente producirían pollos con una tendencia recolectora igualmente acusada; de éstos, los que tuvieran la facultad más desarrollada tenderían también a producir más pollos. Puede apreciarse así la posibilidad de que este extraño instinto sea adquirido manteniendo la condición, como debe ser, de que cada ave individual sea ignorante de las leyes de la fermentación y de la consiguiente generación de calor.
En segundo lugar, consideremos el caso de los animales que fingen la muerte (como suele decirse) para escapar al peligro. En el caso de los insectos puede establecerse una serie perfecta desde los insectos que se quedan quietos por un momento, a los que durante apenas un segundo contraen las patas, hasta los que pueden permanecer inmóviles durante un cuarto de hora y se los puede despedazar o quemar a fuego lento sin que demuestren la más mínima señal de sensación. Nadie dudará de que el tiempo que cada uno permanece inmóvil es el adecuado para escapar a los peligros que más los acechan, y pocos negarán la posibilidad de un cambio de un grado a otro por los medios y a la velocidad que se han descrito. Tras reflexionar, no obstante, sobre lo asombroso (que no imposible) de que la pose de muerto se haya adquirido por métodos que no incluyan la imitación, comparé varias especies cuando, como se suele decir, fingen la muerte, con otros de la misma especie que realmente estaban muertos, y las poses no eran en ningún caso las mismas.
En tercer lugar, para estudiar muchos instintos resulta útil intentar separar la facultad por medio de la cual se realiza la acción del proceso mental que lleva a realizarla, que es lo que con mayor propiedad podemos llamar instinto. Tenemos un instinto para comer, pero las mandíbulas, etcétera, nos proporcionan la facultad de hacerlo. Estas facultades a menudo nos resultan desconocidas. Así, los murciélagos, que tienen ojos inútiles, son capaces de evitar una cuerda sujeta entre las paredes de una habitación, pero no sabemos qué facultad les permite hacerlo. Lo mismo puede decirse de las aves migratorias, cuyo maravilloso instinto las impele a que en ciertas épocas del año inicien un viaje en una dirección determinada; es una facultad lo que les permite conocer el momento y encontrar el camino. Con respecto al tiempo[58], el hombre puede hasta cierto punto, sin ver el Sol, juzgar la hora, y posiblemente también las vacas que bajan de las montañas a comer las algas que la marea baja deja al descubierto[59]. Cierto aguilucho(31) (d’Orbigny) parece haber adquirido el conocimiento de un período de cada veintiún días. En los casos que ya se han mencionado de las ovejas que viajan a su lugar de nacimiento para parir y de las ovejas de España que conocen el momento de ponerse en marcha, cabe conjeturar que la tendencia a desplazarse está asociada, podemos decir que instintivamente, a algunas sensaciones corporales. Con respecto a la dirección, no es difícil imaginar de qué modo puede adquirirse la tendencia a viajar siguiendo un curso determinado, aunque sigamos ignorando de qué manera consiguen las aves mantener una dirección por la noche en medio del océano. Cabe observar que la capacidad de ciertas razas salvajes de humanos para encontrar el rumbo, aunque quizá enteramente distinta de la facultad de las aves, nos resulta casi tan ininteligible. Bellinghausen, un hábil navegante, describe con el mayor de los asombros el modo como unos esquimales lo guiaron hasta cierto punto, siguiendo un curso nunca recto, a través de montículos de hielo recién formados y en un día de densa niebla, cuando a él mismo, pese a disponer de una brújula, le resultaba imposible mantener un rumbo uniforme a causa de la falta de puntos de referencia y a lo extremadamente sinuoso del curso seguido; lo mismo puede decirse de los salvajes de las selvas australianas. En América del Norte y del Sur muchas aves viajan lentamente hacia el norte o el sur urgidas por el alimento que encuentran a medida que cambian las estaciones; supongamos que continúan haciéndolo así hasta que, como en el caso de las ovejas de España, se haya convertido en un deseo instintivo y apremiante, y de manera gradual irán acelerando su viaje. Cruzarán ríos estrechos, y si éstos, a causa de un proceso de hundimiento, se convirtieran en estrechos estuarios y, gradualmente, con el paso de los siglos, en brazos de mar, podemos todavía suponer que su inquieto deseo de proseguir su viaje las impulsaría a cruzar ese brazo aunque se hubiera vuelto tan ancho que no alcanzaran a ver la otra orilla. De qué modo consiguen mantener el curso en un dirección determinada es, como ya he dicho, una facultad desconocida para nosotros. Ofreceré una ilustración más de los medios por los que concibo posible que se llegue a determinar la dirección de las migraciones. Los alces y los caribús de América del Norte cruzan cada año, como dotados de la asombrosa facultad de ver u oler a distancias de cientos de millas, una gran extensión de desierto absoluto hasta llegar a ciertas islas que les ofrecen una escasa cantidad de alimento. Los cambios de temperatura, que la geología corrobora, hacen probable que en otro tiempo este desierto sustentara algo de vegetación, de modo que estos cuadrúpedos podrían haber hecho el camino cada año en busca de los lugares más fértiles, adquiriendo así, como las ovejas de España, su capacidad migratoria.
En cuarto lugar, con respecto a los panales de las colmenas de abejas, debemos buscar aquí nuevamente alguna facultad o medio que les permita hacer las celdas hexagonales, salvo que veamos estos instintos como simples máquinas. Hoy por hoy se sabe muy poco de esta facultad; Mr. Waterhouse supone que varias abejas son llevadas por su instinto a excavar una masa de cera hasta una determinada delgadez y que el resultado de esto es que necesariamente se forman hexágonos. Sea cierta o no esta u otras teorías, está claro que deben disponer de algún medio. Abundan en ellas, no obstante, los instintos verdaderos, de los más maravillosos que se conocen. Examinando lo poco que se sabe de los hábitos de otras especies de abejas, encontramos instintos mucho más simples; así, el abejorro se limita a rellenar de miel unas bastas bolas de cera que apila con poco orden en un simple nido de hierba. Si conociéramos los instintos de todas las abejas, incluidas todas las que han existido, no es improbable que encontrásemos instintos de cada grado de complejidad, desde acciones tan simples como la de un pájaro haciendo su nido y criando a sus pollos, hasta la maravillosa arquitectura y gobierno de una colmena; por lo menos es posible, que es todo lo que aquí discuto.
Por último, consideraré desde el mismo punto de vista otra clase de instintos que con frecuencia se han presentado como verdaderamente asombrosos; me refiero a los padres que traen a sus crías alimentos que a ellos no gustan y que no consumen, como por ejemplo el gorrión común, un pájaro granívoro que alimenta a sus pollos con orugas. Naturalmente, podemos indagar en el caso yendo atrás y preguntándonos de qué modo se pudo desarrollar en los padres el instinto de alimentar a sus crías; pero es inútil malgastar el tiempo en conjeturas sobre una serie de gradaciones desde unas crías que se alimentan a sí mismas y que de forma ocasional reciben un poco de ayuda en su búsqueda, hasta el caso en que reciben todo el alimento. Por lo que se refiere al caso de los padres que llevan una comida diferente de la que ellos consumen, podemos suponer que o bien el remoto tronco primitivo del que descienden el gorrión y otros pájaros congéneres, era de pájaros insectívoros, y que fueron sus propios hábitos y estructura los que cambiaron mientras permanecían inalterados sus antiguos instintos respecto a sus crías; o podemos suponer que los padres se han visto inducidos a variar levemente el alimento de sus crías por una ligera escasez del tipo apropiado (o porque los instintos de algunos individuos no estuvieran plenamente desarrollados), y en ese caso los pollos que fueran más capaces de sobrevivir serían por necesidad los que más a menudo se preservaran, y a su vez serían padres y se verían de igual modo impulsados a alterar el alimento para sus crías. En el caso de los animales cuyas crías se alimentan a sí mismas, podrían seleccionarse a partir de ligeras variaciones cambios en sus instintos hacia la comida y en su estructura, lo mismo que en animales adultos. Asimismo, en los casos en los que el alimento de las crías depende de dónde haya colocado la madre los huevos, como ocurre con las orugas de la mariposa de la col, podemos suponer que el tronco progenitor de la especie depositaba los huevos a veces en un tipo u otro de plantas congéneres (como aún hoy hacen algunas especies), y si la col fuera más apropiada para las orugas que otra planta, las orugas de las mariposas que hubieran escogido la col se criarían mejor alimentadas y producirían mariposas con una mayor tendencia a depositar sus huevos en la col que en otras plantas congéneres.
Por vagas y poco filosóficas que parezcan estas conjeturas, sirven, a mi entender, para demostrar que aquel primer impulso a rechazar de plano cualquier teoría que implique una adquisición gradual de estos instintos que desde siempre han despertado la admiración del hombre puede al menos por el momento posponerse. Una vez se ha aceptado que el temperamento, los gustos, las acciones y los hábitos pueden modificarse levemente, bien por ligeras diferencias congénitas (hay que suponer que en el cerebro), bien por la fuerza de las circunstancias externas, y que esas leves modificaciones pueden tornarse heredables (una proposición que nadie puede rechazar), será difícil poner límites a la complejidad y maravilla de los gustos y hábitos que es posible adquirir de este modo.
DIFICULTADES EN LA ADQUISICIÓN POR SELECCIÓN DE ESTRUCTURAS CORPORALES COMPLEJAS
Tras la discusión anterior quizá sea oportuno considerar si algún órgano corporal, o la estructura entera de algún animal, es tan asombroso como para justificar el rechazo prima facie de nuestra teoría. En el caso del ojo, como en el de los instintos más complejos, sin duda nuestro primer impulso sea rechazar de plano cualquier teoría de este tipo. Pero si se puede demostrar que el ojo en su forma más compleja constituye una gradación desde un estado muy simple, si la selección puede producir el menor cambio y esta serie existe, entonces resulta claro (ya que en este ensayo no nos ocupamos en absoluto del origen primero de los órganos en sus formas más sencillas) que es posible que se haya sido adquirido mediante la selección gradual de desviaciones ligeras, pero en todo caso útiles, y que todos los ojos del reino animal no sólo son útiles, sino también perfectos para quien los posee. Todo naturalista, al dar con un órgano nuevo y singular, espera siempre encontrar, y así lo busca, modificaciones diferentes y más sencillas en otros seres. En el caso del ojo, disponemos de una gran cantidad de formas diferentes, más o menos simples, que no constituyen una serie gradual sino que están separadas por intervalos o discontinuidades bruscas; pero debemos recordar lo incomparablemente mayor que sería la multitud de estructuras visuales si dispusiéramos de los ojos de todos los fósiles que han existido. Discutiremos en la siguiente parte de esta obra la desproporción, probablemente enorme, entre lo extinto y lo reciente. A pesar de la larga serie de formas existentes, es extremadamente difícil conjeturar siquiera a través de qué pasos intermedios se podría establecer una gradación desde muchos órganos simples a unos pocos complejos, pero conviene tener presente en este punto que una parte que en un principio tuviera una función totalmente distinta puede, de acuerdo con la teoría de la selección gradual, convertirse poco a poco a otro uso; las gradaciones de formas que han llevado a los naturalistas a creer en la hipotética metamorfosis de una parte del oído en la vejiga natatoria de los peces, y, en los insectos, de las patas en mandíbulas, demuestran de qué manera es esto posible. Así como en estado de domesticación se producen, sin una selección continua, modificaciones de la estructura que el hombre encuentra de gran utilidad o de valor por ser curiosas (como el cáliz ganchudo de la cardencha o el collar de algunas palomas), de igual modo en estado natural algunas pequeñas modificaciones, en apariencia bellamente adaptadas a ciertos fines, podrían quizá tener su origen en accidentes del sistema reproductor y propagarse enseguida sin necesidad de una selección larga y constante de pequeñas desviaciones hacia aquella estructura. A la hora de conjeturar por medio de qué pasos puede haber llegado a su estado actual un órgano complicado de una especie podemos fijarnos en los órganos análogos de otras especies existentes, pero sólo para ayudar y guiar a nuestra imaginación, puesto que para conocer los verdaderos pasos debemos fijarnos únicamente en una línea de especies hasta un tronco antiguo del que la especie en cuestión haya descendido. Al considerar el ojo de un cuadrúpedo, por ejemplo, podemos fijarnos en el ojo de un molusco o de un insecto como prueba de lo simple que puede ser un órgano que cumple con algún fin de visión, o en el ojo de un pez como guía más cercana del modo de simplificación, pero debemos recordar que es sólo casualidad (si suponemos por un momento la verdad de nuestra teoría) que algún organismo haya preservado un órgano exactamente en la misma condición en que existía en la antigua especie en períodos geológicos remotos.
Algunos naturalistas consideran que la naturaleza o condición de ciertas estructuras no es de ninguna utilidad para quien las posee, sino que ha sido formada enteramente en beneficio de otra especie; así, creen que ciertos frutos y semillas son nutritivos para ciertos animales, o que muchos insectos, especialmente en su estado larvario, existen para el mismo fin, o que ciertos peces poseen colores llamativos para ayudar a ciertas aves rapaces a capturarlos, etcétera. Si esto pudiera demostrarse (lo que estoy muy lejos de admitir), echaría por tierra la teoría de la selección natural, puesto que es evidente que una selección que depende de la ventaja sobre otros de un individuo que posea alguna pequeña desviación no podrá nunca producir una estructura o cualidad provechosa únicamente para otra especie. No cabe duda de que un ser se aprovecha de cualidades de otro y puede llegar incluso a causar su exterminio; pero eso es muy distinto de demostrar que esa cualidad haya sido producida para ese fin. Para un planta puede resultar ventajoso que sus semillas sean atractivas para animales sólo con que una de cada cien o mil no sea digerida y ayude de este modo a su diseminación; los colores llamativos de un pez pueden reportarle algunas ventajas, o más probablemente sean el resultado de la exposición a ciertas condiciones en lugares ventajosos para la obtención de alimento, aunque lo haga más susceptible de ser apresado por ciertas aves.
Si en lugar de fijarnos, como hasta aquí, en ciertos órganos individuales con el fin de especular sobre los pasos por los que ciertas partes han madurado y se han seleccionado, consideramos un individuo concreto, nos encontramos con una dificultad igual o mayor pero que, a mi modo de ver, se debe por completo a nuestra ignorancia, como en el caso de los órganos. Podemos preguntarnos a través de qué formas intermedias podría haber pasado, por ejemplo, un murciélago; pero la misma pregunta podría plantearse sobre la foca si no tuviéramos conocimiento de la nutria y de otros cuadrúpedos carnívoros semiacuáticos. En el caso del murciélago, ¿quién puede decir cuáles pueden haber sido los hábitos de alguna forma progenitora de alas menos desarrolladas, cuando en la actualidad sólo tenemos zarigüeyas insectívoras y ardillas herbívoras que se limitan a planear?[60] Hay en la actualidad una especie de murciélago de hábitos parcialmente acuáticos[61]. Como su nombre indica, los pájaros carpinteros y las ranas arborícolas están especialmente adaptados a trepar por los árboles; sin embargo, sabemos de especies de ambos que habitan en las llanuras abiertas de La Plata, donde no hay ni un solo árbol. Podría argumentar a partir de esta circunstancia que una estructura sumamente apropiada para trepar por los árboles podría descender de formas que habitaban en una región sin árboles. Pese a éstos y muchos otros hechos bien conocidos, varios autores sostienen que una especie, por ejemplo del orden de los carnívoros, no puede transformarse en otra, por ejemplo en una nutria, porque en los estados de transición sus hábitos no estarían adaptados a ningunas condiciones de vida adecuadas; sin embargo, aunque el jaguar es un cuadrúpedo plenamente terrestre en su estructura, entra tranquilamente en el agua y captura muchos peces. ¿Quién diría que es imposible que las condiciones de su territorio cambien de tal modo que el jaguar se vea obligado a alimentarse de peces con mayor frecuencia que en la actualidad? Y, de darse caso, ¿no sería probable que aun la más ligera desviación de sus instintos, de la forma de su cuerpo, de la anchura de sus zarpas o la extensión de la piel (que ya une la base de sus dedos) otorgara a esos individuos mayor probabilidad de sobrevivir y de propagar una descendencia dotada de parecidas desviaciones, perceptibles apenas pero plenamente ejercitadas?[62] ¿Quién puede decir lo que podría alcanzarse de este modo al cabo de diez mil generaciones? ¿Quién puede dar respuesta a la misma pregunta con respecto a los instintos? Si nadie puede, no debe rechazarse de plano la posibilidad (pues en este capítulo no nos ocupamos de la probabilidad) de que la selección natural y los efectos de agentes externos puedan modificar órganos o seres orgánicos simples para producir otros más complejos.