Capítulo 22
Capítulo 22
Cuando los bosques empezaron de nuevo a arrojar hacia el exterior masas oscuras de enemigos, el muchacho sintió una serena confianza en sí mismo. Sonrió brevemente ante el espectáculo de los hombres que se encogían y trataban instintivamente de esquivar el peligro ante los aullidos prolongados que producían las granadas lanzadas sobre ellos como por manos gigantescas, a puñados. Observando el ataque, que se iniciaba sobre una de las partes de aquella línea azul que se extendía en forma curva, a lo largo de la ladera de una colina adyacente, permaneció erguido y tranquilo. Y como el humo de los fusiles de sus compañeros no le impedía ver ahora, pudo contemplar una parte de la dura lucha. Era verdaderamente un alivio poder percibir, al fin, de dónde procedían algunos de los ruidos que antes habían llegado, rugientes, hasta sus oídos.
A poca distancia podía ver a dos de sus regimientos que se habían enzarzado en una pequeña batalla particular, separadamente, con otros dos regimientos enemigos. Se hallaban en un espacio raso, y esto les daba un aspecto de algo que estaba colocado aparte. Estaban disparando como si lo hicieran por cumplir una apuesta, dando y recibiendo tremendos golpes. Los disparos eran increíblemente fieros y rápidos. Estos regimientos, completamente absortos, parecían ignorar los más amplios propósitos de la guerra y se disparaban el uno al otro como si se tratara en verdad de un partido nivelado.
En otra dirección pudo ver a una magnífica brigada que avanzaba con la intención evidente de obligar a salir del bosque al enemigo. Desaparecieron de su vista y pocos instantes después oyó dentro de aquel bosque un terrible estruendo. El ruido era inexpresable. Después de producir este prodigioso estruendo, y hallándolo aparentemente demasiado prodigioso, la brigada volvió a aparecer, a los pocos instantes, marchando airosamente una vez más, con su perfecta formación anterior completamente inalterada. No podía advertirse en sus movimientos traza alguna de un aumento de velocidad en su paso. La brigada parecía rezumar satisfacción y confianza en sí misma y señalar con un pulgar orgulloso el bosque lleno de gritos.
En el ala izquierda, y colocados en una pendiente, había una larga hilera de cañones, irritados y enloquecidos, denunciando al enemigo que en la parte más profunda, al otro lado del bosque, se estaba formando para emprender otro ataque en la monotonía sin piedad de los combates. Las descargas de los cañones, rojas y redondas, producían una llama carmesí y un humo espeso y elevado. De cuando en cuando podían verse escenas en las que aparecían grupos de artilleros conjuntamente ocupados. Detrás de la fila de cañones se erguía una casa, blanca e impasiblemente serena en medio de las estallantes granadas. Un grupo de caballos, atados a una larga baranda frontal, tiraban frenéticamente de sus bridas. Los hombres corrían continuamente de acá para allá.
La batalla en la que aquellos cuatro regimientos se habían enzarzado, al parecer, separadamente, duró algún tiempo. No se produjeron interferencias ajenas y solucionaron por sí mismos su disputa. Durante varios minutos siguieron golpeándose salvajemente unos a otros, de modo realmente poderoso, y luego los regimientos de uniforme más claro vacilaron y se retiraron, y quedaron las líneas de azul oscuro llenando el aire con sus gritos. El muchacho pudo ver que las dos banderas parecían estremecidas por la risa entre los restos humanos.
Al poco rato se esparció por el campo una quietud llena de significado. Las líneas azules se movieron, cambiaron un poco de lugar y miraron ansiosamente los bosques y los campos que se extendían silenciosos ante ellos. El silencio era solemne y propio de una iglesia, si se exceptúa a una lejana batería que, siéndole evidentemente imposible permanecer en silencio, mandó un débil trueno rodante sobre el terreno. Era irritante y se parecía a los ruidos producidos por chiquillos que no dejan de impresionar. Los hombres temían que esto iba a impedir a sus oídos embotados percibir las primeras palabras de la nueva batalla.
Los cañones de la ladera, de repente, lanzaron un mensaje de alerta. Casi en el mismo momento había empezado en los bosques un sonido chisporroteante, que fue aumentando con asombrosa rapidez hasta convertirse en un profundo clamor que envolvía a la tierra entera en sonido. Los estallidos desgarrantes avanzaron barriendo a lo largo de las líneas, hasta que se convirtieron en un rugido interminable. Para todos los que se hallaban en el mismo centro de esto, el ruido era capaz de llenar el universo. Era como el zumbido y el golpeteo de una máquina gigantesca, como el resultado de conflictos estelares entre astros de segunda magnitud. Los oídos del muchacho se llenaron por completo. Le era imposible oír más.
En una ladera, sobre la cual se extendía una carretera como enroscándose, vio carreras salvajes y desesperadas de hombres que incansablemente iban hacia adelante y hacia atrás en revueltos ataques. Esta parte de los dos ejércitos que se enfrentaban era como dos amplias olas que, en puntos determinados, se echaban locamente una sobre otra. Aumentaban de volumen echándose hacia adelante y hacia atrás. A veces, uno de los lados anunciaba golpes decisivos por los gritos y vítores que lanzaba; pero un minuto más tarde los mismos gritos y vítores surgían del lado opuesto. Una de las veces el muchacho pudo ver cómo una multitud de figuras vestidas de claro avanzaba, dando saltos parecidos a los de un galgo, hacia las líneas azules y ondulantes. Hubo entonces muchos gritos, y al poco rato se retiraron llevándose un amplio bocado de prisioneros. Otra vez vio una oleada azul precipitarse contra una obstrucción gris con una fuerza tan tormentosa y terrible, que pareció arrancarla de la faz de la tierra y no dejar más que barro pisoteado. Y siempre, en sus rápidas y mortales incursiones hacia adelante y hacia atrás, los hombres gritaban y lanzaban alaridos como si se hallaran dementes.
Se luchaba por la posesión de determinados fragmentos de una valla o por apoderarse de lugares seguros detrás de grupos de árboles, como si se tratara de tronos de oro o de lechos de perlas. Parecía que a cada instante se hacían ataques desesperados hacia estos sitios escogidos y que la mayoría de ellos eran trocados casi al mismo momento entre las fuerzas contendientes como juguetes sin valor. El muchacho no podía ni siquiera tener la seguridad de cuál de los dos lados ganaba, porque las banderas flotaban como espuma carmesí en ambas direcciones.
Cuando les llegó su momento, su propio regimiento se adelantó, a pesar de hallarse debilitado, con el mismo ardor que antes. Cuando las balas cayeron sobre ellos, los hombres estallaron en un grito bárbaro de rabia y dolor. Inclinaron la cabeza, apuntando con odio concentrado hacia un punto situado detrás de los sobresalientes martillos de sus armas. Sus baquetas resonaban con fuerza y con furia cuando los brazos ansiosos las empujaban llevando los cartuchos hasta el fondo del cañón del fusil. El frente del regimiento era ahora una muralla de humo, penetrada a cada momento por los puntos centelleantes de brillantes rojos y amarillos.
Encenagándose mientras luchaban, se encontraron que en un espacio de tiempo sorprendentemente corto estaban más sucios que nunca. Sobrepasaban a todas sus apariencias anteriores en manchas y barro. Moviéndose de un lado a otro, tensos por el esfuerzo, farfullando constantemente, con los cuerpos oscilantes, las caras ennegrecidas y los ojos brillantes, daban la impresión de ser un conjunto de amigos extraños y repelentes ejecutando pesadamente algún curioso baile en medio del humo.
El teniente, al volver de una incursión en busca de una venda, sacó de un escondido receptáculo de su mente nuevos y portentosos juramentos, adecuados a la urgencia del momento. Lanzaba hileras de juramentos ondeando, a manera de látigo, sobre la espalda de sus hombres y era evidente que todos sus esfuerzos previos no habían en modo alguno empobrecido o debilitado sus secretos recursos.
El muchacho, portador de la bandera, no se sentía inactivo. Como espectador, se hallaba hondamente absorto. El estallido y la velocidad con los que se desarrollaba el gran drama le hacían inclinarse hacia adelante, con los ojos fijos y la cara crispada en pequeñas contorsiones inconscientes. A veces hablaba y sus propias palabras llegaban hasta él automáticamente, como si fueran grotescas exclamaciones. No se daba cuenta ni de que respiraba siquiera, ni de que la bandera que sostenía colgaba silenciosamente sobre él; tan absorto se hallaba.
Una línea formidable del enemigo llegó a colocarse a una peligrosa distancia. Podía verlos claramente ahora, hombres altos y delgados, con caras excitadas y expresivas, corriendo con largos pasos hacia un vallado desclavado.
Al darse cuenta de este peligro, los hombres cesaron de repente de lanzar sus monótonos juramentos. Hubo un instante de forzado silencio, durante el cual levantaron los rifles y lanzaron una robusta descarga a sus enemigos. No se les había dado orden alguna para ello; los hombres, al reconocer la amenaza, habían reaccionado al instante soltando inmediatamente su manada de disparos sin esperar a la voz de mando.
Pero a pesar de ello el enemigo alcanzó rápidamente la protección de la línea movediza de la cerca. Se deslizaron tras ella con admirable rapidez y, desde esta posición, emprendieron enérgicamente la operación que tenía por objeto destrozar a los hombres azules.
Éstos reunieron una vez más sus energías, preparándose para una gran lucha. Brillaban a menudo en las caras oscuras los dientes apretados. Aquí y allá surgían multitud de cabezas que parecían flotar sobre un pálido mar de humo. Los que se hallaban detrás de la valla, más protegidos, gritaban y chillaban frecuentemente, lanzando alaridos insultantes y burlones, pero el regimiento se mantenía en tenso silencio. Quizá, en este nuevo asalto, recordaban los hombres que poco antes se les había llamado cretinos, y esto hacía su situación tres veces más amarga. Se hallaban absolutamente dedicados al esfuerzo de mantenerse firmes en su terreno y de procurar alejar al alegre grupo de enemigos. Luchaban con rapidez, con una desesperación salvaje, que podía verse claramente en la expresión de sus caras.
El muchacho había decidido que, pasara lo que pasara, no iba a retroceder un paso. Algunas de las flechas de desprecio anteriores que se habían clavado en su corazón habían creado en él un odio extraño e imposible de expresar. Era evidente para él que, para que su venganza fuera final y absoluta, tenía que llevarla a cabo con su cuerpo muerto, desgarrado y destrozado, yaciendo sobre el campo. Esto creía que iba a ser un desquite, certero como una cuchillada, contra el oficial que les había llamado primero «conductores de mulas» y más tarde «cretinos», porque su mente, en todas las búsquedas enloquecidas que había emprendido tratando de hallar una sola cosa que fuera responsable de sus sufrimientos y conmociones, siempre llegaba al hombre que tan equivocadamente le había calificado. Y su idea, vagamente formulada, era lograr que su cadáver fuera un enorme y amargo reproche que ofrecer ante los ojos de aquél.
El regimiento sangraba extravagantemente. Empezaron a caer manojos que gemían, vestidos de azul oscuro. El sargento que solía actuar de mensajero en la compañía del muchacho recibió un disparo que le atravesó las mejillas. Destrozados los soportes que la sostenían, su mandíbula colgaba hacia abajo, descubriendo en la amplia caverna de su boca una masa palpitante de dientes y sangre. Y, sin embargo, seguía tratando de gritar. Y había en sus esfuerzos una terrible ansiedad, como si pensara que un solo grito poderoso podía ponerle bien.
El muchacho lo vio dirigirse hacia atrás al poco rato. No parecían fallarle las fuerzas en ningún sentido. Corría con rapidez y lanzaba a su alrededor miradas enloquecidas buscando alguien que pudiera prestarle ayuda.
Otros caían entre los pies de sus compañeros. Algunos, heridos solamente, se arrastraban fuera de allí, pero muchos permanecían quietos en el mismo lugar en el que habían caído, con el cuerpo retorcido en formas imposibles.
El muchacho miró una vez a su alrededor en busca de su amigo. Vio a un joven vehemente, manchado por la pólvora y desaliñado, que sabía instintivamente que era él. El teniente también se hallaba sano y salvo, en su puesto, en las últimas filas. Había continuado maldiciendo; pero ahora lo hacía ya con el aire del hombre que está usando y agotando sus últimas reservas.
Y era porque el fuego del regimiento había empezado a fallar y a desvanecerse; aquella robusta voz, que tan extraña e inexplicablemente había surgido al principio de las delgadas filas, se estaba ahora debilitando con rapidez.