La roja insignia del valor

Capítulo 4

Capítulo 4

La brigada recibió órdenes de detenerse al borde de un bosque. Los hombres se agazaparon entre los árboles y apuntaron sus inquietas armas hacia los campos. Trataban de ver más allá del humo.

Fuera de esta bruma podían ver a hombres que corrían. Algunos iban dándoles información a gritos y gesticulaban mientras pasaban con rapidez.

Los hombres del nuevo regimiento observaban y escuchaban ansiosamente, mientras las lenguas se movían afanosas con noticias de la batalla. Se transmitían rumores que habían llegado volando como pájaros procedentes de lo desconocido.

—Dicen que Perry ha sido rechazado con grandes pérdidas.

—Sí, Carrott se fue al hospital. Dijo que estaba enfermo. El que manda ahora la compañía G es aquel teniente tan listo. Los muchachos dicen que no van a servir más con Carrott, aunque tengan que desertar.

—Han tomado la batería de Hannises.

—No es verdad. Yo vi la batería de Hannises en el extremo del ala izquierda aún no hará quince minutos.

—Bueno…

—El general dice que va a tomar el mando del 304 él solo, cuando entremos en acción, y dice que entonces lucharemos como ningún otro regimiento lo hizo antes.

—Dicen que estamos perdiendo por la izquierda. Dicen que el enemigo ha forzado a nuestras líneas dentro de un pantano del demonio y que ha tomado la batería de Hannises.

—No es cierto. La batería de Hannises estaba por aquí hace un minuto.

—Ese joven Hasbrouck, ése es un buen oficial.

No le tiene miedo a nada.

Me encontré con uno de los muchachos de Maine, del 148, y dice que su brigada luchó con el pleno del ejército rebelde durante cuatro horas en la carretera y que mataron a unos cinco mil enemigos. Dice que con otra batalla como ésta la guerra habrá terminado.

—Bill no tenía miedo tampoco. ¡No, señor! No era eso. Bill no se asusta tan fácilmente. Estaba rabioso, eso es todo. Cuando aquel individuo le pisó la mano fue y le dijo que él estaba dispuesto a dar la mano por su tierra, pero que maldito si iba a permitir que cada rústico idiota del país fuera paseándose por ella. Así que se fue al hospital sin preocuparse de la batalla. Tenía tres dedos aplastados. El condenado doctor quería amputárselos y Bill armó un escándalo de todos los diablos, según me han dicho. Es un individuo muy peculiar.

El terrible estrépito que tenían al frente se había hinchado hasta transformarse en un coro tremendo. El muchacho y sus compañeros quedaron como bloques de hielo, reducidos al silencio. Podían ver una bandera que se agitaba coléricamente en medio del humo. Cerca de ella había, desdibujados y agitados, bultos de tropas. Una turbulenta corriente de hombres llegó a través de los campos. Una batería cambiando de posición en frenético galope esparció a los rezagados a derecha e izquierda.

Una granada, gritando como un alma en pena atormentada, pasó por encima de las cabezas encogidas de los reservas. Cayó en la enramada y levantó la tierra parda con explosión rojiza. Hubo una pequeña lluvia de agujas de pino.

Empezaron a silbar las balas entre las ramas y a morder los árboles. Hojas y tallos descendían flotando. Era como si se empuñaran miles de hachas, menudas e invisibles. Muchos de los hombres estaban constantemente esquivando y apartando la cabeza.

El teniente de la compañía del muchacho fue herido en la mano. Y empezó a renegar de modo tan fantástico, que a lo largo de la línea del regimiento se oyó una risa nerviosa. La profanidad del oficial sonaba convencional. Sirvió para relajar los tensos sentidos de los reclutas. Era como si se hubiera cogido los dedos con el martillo en su propia casa.

Mantenía el miembro apartado de su lado para que la sangre no cayera encima de sus pantalones.

El capitán de la compañía se puso la espada bajo el brazo y sacó un pañuelo, con el que empezó a vendar la herida del teniente. Y discutían sobre cómo debía hacerse el vendaje.

La bandera de la batalla, a lo lejos, se movía furiosamente de un lado a otro. Parecía estar luchando para liberarse de una agonía. El humo en espirales se hallaba lleno de llamaradas horizontales.

De él surgieron hombres que corrían con gran rapidez; aumentaron en número hasta que se pudo ver que toda la compañía se había dado a la fuga. La bandera, súbitamente, se hundió, como si muriera. Su movimiento, al caer, era un gesto de desesperanza.

De más allá de las murallas de humo llegaron gritos salvajes. Un esbozo en gris y rojo se disolvió en un cuerpo de hombres que, formando una horda, galopaban como caballos salvajes. Los regimientos veteranos a derecha e izquierda del 304 empezaron inmediatamente a escarnecerlos. Con el canto enardecido de las balas y los gritos atormentados de las granadas se mezclaban ruidosos abucheos y fragmentos de cómicos consejos sobre lugares donde refugiarse.

Pero el nuevo regimiento se hallaba sin aliento a causa del horror.

—¡Dios! ¡Han aplastado a Saunders! —murmuró el hombre que estaba junto al muchacho. Ambos se encogieron y se agazaparon, como el que se ve obligado a esperar la llegada de una inminente inundación.

El muchacho recorrió con rápida mirada las filas azules del regimiento. Eran perfiles inmóviles, como tallados en piedra; más tarde recordó que el sargento que llevaba su bandera estaba erguido y con las piernas separadas, como si creyera que iban a empujarle al suelo.

La siguiente oleada llegó en remolino alrededor del flanco. Aquí y allá había oficiales arrastrados por la corriente como partículas exasperadas; iban lanzando golpes con la espada y con los puños, pegando en cada cabeza que podían alcanzar. Renegaban como carreteros.

Un oficial de caballería desplegaba la cólera furiosa de un niño mimado. Rabiaba con cabeza, brazos y piernas.

Otro, capitán de una brigada, galopaba al mismo tiempo que hablaba sin cesar. Su sombrero había desaparecido y su ropa estaba en completo desorden. Parecía un hombre que hubiera saltado de la cama para apagar un fuego. Los cascos de su caballo amenazaban continuamente la cabeza de los hombres que corrían, pero éstos los esquivaban con singular acierto. Todos parecían ser sordos y ciegos en esta huida precipitada. Ni siquiera oían las más largas y comprensivas de las maldiciones que les lanzaban de todas direcciones.

Sobre este tumulto podían oírse frecuentemente las bromas macabras de los críticos veteranos; pero los hombres en desbandada aparentemente ni siquiera se daban cuenta de que había un público presente.

El reflejo de la batalla que brilló por un momento en las caras que formaban la enloquecida corriente hizo que el muchacho sintiera que ni siquiera unas manos poderosas procedentes del cielo hubieran podido retenerle a él en su lugar, si en aquel momento hubiera podido tener control inteligente de sus piernas.

Sobre estas caras se había fijado una huella aterradora. La lucha llevada a cabo en el humo había grabado una exageración de sí misma en las mejillas sin color y en los ojos enloquecidos por un único deseo.

La visión de esta estampida ejercía la fuerza de una marea que parecía poder arrastrar maderos, piedras y hombres del suelo. A los reservas, pues, les tocaba resistir. Se pusieron pálidos y rígidos, rojos y temblorosos.

Al muchacho se le ocurrió una pequeña idea en medio de este caos. El complicado monstruo que había causado la huida de las otras tropas aún no había aparecido entonces. Decidió echarle una ojeada y pensó que luego era muy posible que él corriera mejor y más rápidamente que todos los demás.

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