Capítulo 20
Capítulo 20
Cuando los dos muchachos se volvieron con la bandera, vieron que una gran parte del regimiento se había desplomado y que el resto, rechazado, estaba retrocediendo. Los hombres, después de haberse lanzado como proyectiles, habían agotado sus fuerzas. Retrocedían lentamente, con las caras aún dirigidas hacia el bosque chisporroteante y con los rifles calientes aún respondiendo al estruendo. Varios oficiales estaban dando órdenes con la voz elevada hasta ser un grito.
—¿Dónde demonios vais? —preguntaba el teniente con sarcástico aullido.
Y un oficial de barba roja, cuya voz de triple bronce podía claramente oírse, estaba ordenando:
—¡Disparad hacia ellos! ¡Disparad hacia ellos, malditos sean!
Había una terrible confusión de chillidos, en la cual los hombres recibían órdenes de hacer cosas contrarias e imposibles.
El muchacho y su amigo tuvieron una pequeña discusión sobre la bandera.
—¡Dámela!
—¡No, déjamela a mí!
Cada uno de ellos se sentía conforme con que el otro la tuviera, pero también cada uno se sentía obligado a declarar, con la oferta de llevar el emblema, su decisión de seguir arriesgando su vida. El muchacho, finalmente, apartó a su amigo a un lado.
El regimiento volvió a colocarse junto a los impasibles árboles. Allí se detuvo un momento para disparar a algunas oscuras figuras que habían empezado a perseguirlos. Poco después reanudó su marcha, curvándose entre los troncos de árboles. Cuando el regimiento, enormemente disminuido, volvió a llegar al primer espacio abierto, estaba aguantando un fuego rápido y despiadado. Parecía que estaban rodeados de hordas furiosas por todas partes.
La inmensa mayoría de los hombres, descorazonados, con el espíritu agotado por el torbellino anterior, actuaban como si estuvieran atontados. Aceptaban la llegada de los disparos con la cabeza baja y ademán agotado. No se lograba nada esforzándose contra una muralla. No servía de nada darse de golpes ellos mismos contra el granito. Y de este convencimiento de que habían tratado de conquistar algo inconquistable parecía surgir el sentimiento de que habían sido traicionados. Miraban airadamente, con la frente hundida, pero con ojos amenazadores, a algunos oficiales, particularmente al de la barba roja y la voz esplendorosa.
Sin embargo, la retaguardia del regimiento estaba bordeada por hombres que continuaban disparando con furia hacia el enemigo en avance. Parecían resueltos a causar todo el daño que pudieran. El joven teniente era, quizá, el último de los hombres en la desordenada masa. Su espalda, descuidada, estaba frente al enemigo. Lo habían herido en el brazo, que colgaba recto y rígido. De vez en cuando dejaba de recordarlo y se preparaba para acentuar un juramento con un amplio gesto. El aumento de dolor que esto le producía le hacía renegar con increíble fuerza.
El muchacho seguía a sus compañeros con pasos vacilantes, inciertos, manteniendo los ojos vigilantes hacia atrás. Tenía en el rostro un rictus de rabia y petrificación; había pensado en una estupenda venganza contra el oficial que se había referido a ellos llamándolos «conductores de mulas», pero vio que no podría llevarla a cabo. Sus sueños se habían venido aparatosamente abajo en el momento en que los «conductores de mulas», disminuyendo en número rápidamente, habían dudado y vacilado en el pequeño claro y luego habían retrocedido. Y ahora la retirada de los conductores de mulas era para él una marcha de vergüenza.
La mirada, aguda como un puñal, que salía de su cara ennegrecida estaba constantemente sobre el enemigo, pero su odio más poderoso estaba clavado en el hombre que, sin conocerlo, le había llamado conductor de mulas.
Cuando se dio cuenta de que tanto él como sus camaradas habían fracasado al tratar de hacer algo de modo tan perfecto que pudiera causar pequeñas punzadas de remordimiento al oficial, el muchacho dejó que la rabia del que se siente burlado le poseyera. Este frío oficial, colocado sobre un pedestal, que dejaba caer epítetos despreocupadamente, sería una figura mucho mejor si estuviera muerto, pensó. Tan ultrajante le parecía no llegar nunca a poseer el secreto derecho de responderle, escarneciéndole cara a cara.
Había imaginado rojas palabras encendidas de curiosa venganza. «Somos conductores de mulas, ¿verdad?». Y ahora se veía obligado a olvidarse de ellas.
Al momento envolvió su corazón en la capa de su orgullo y mantuvo la bandera erguida. Hablaba a sus compañeros, empujando sus pechos con la mano que le quedaba libre. A los que conocía les lanzaba frenéticos llamamientos incitándoles, dirigiéndose a ellos por su nombre. Entre él y el teniente, increpándolos y casi locos de rabia, podía sentirse un sutil compañerismo y equilibrio. Se ayudaban uno a otro con toda clase de protestas, dichas en voz ronca, aullando casi.
Pero el regimiento era una máquina agotada. Los dos hombres gritaban a algo que no poseía fuerza alguna. Los soldados que tenían aún valor para avanzar lentamente se sentían constantemente debilitados en su decisión por el convencimiento de que sus camaradas iban deslizándose con rapidez hacia atrás, de vuelta a las líneas. Era difícil dar importancia a la propia reputación cuando los demás estaban pensando sólo en salvar su piel. Los heridos eran abandonados, llorando, en esta negra jornada.
Las llamas y las orlas de humo ondulante soplaban constantemente con furia. El muchacho, mirando una vez a través del súbito desgarrón de una nube, vio una masa parda de tropas, entrelazadas y aumentadas hasta que parecía que había miles de hombres. Una bandera de vivos colores llameó ante su vista.
Inmediatamente, como si este momentáneo levantamiento del humo hubiera sido preparado de antemano, las tropas descubiertas estallaron en un ronco alarido y cien llamaradas cayeron sobre el grupo que se retiraba. Una nube rodante de color gris se interpuso de nuevo mientras el regimiento replicaba obstinadamente. El muchacho tuvo que confiar de nuevo en sus maltratados oídos, que temblaban y zumbaban por la continuada mezcla de fusilería y ruidos.
El camino parecía eterno. En medio de la niebla que los envolvía, los hombres se sintieron atacados por el pánico al pensar que el regimiento había perdido el camino y estaba ahora avanzando en una dirección llena de peligros. Una vez los hombres que encabezaban la enloquecida procesión dieron la vuelta y empezaron a empujar a sus camaradas hacia atrás, gritándoles que les estaban disparando desde puntos que ellos habían creído que se encontraban en la dirección de sus propias líneas. Ante estos gritos, las tropas se sintieron sumergidas en un miedo histérico y lleno de descorazonamiento. Un soldado, que hasta aquel momento había tenido la ambición de convertir al regimiento en una pequeña y prudente unidad que navegara serenamente entre todas aquellas dificultades de apariencia inmensa, se dejó caer de repente y enterró la cara entre las manos con el aire del que se somete ante una catástrofe. Otro lanzó un lamento estridente, lleno de insultos, dirigido a uno de los generales. Los hombres no cesaban de correr de aquí para allá, buscando incesantemente con los ojos la mejor manera de escapar. Con serena regularidad, como si estuvieran controladas por un aparato mecánico de precisión, las balas caían en dirección a los hombres.
El muchacho anduvo con aire completamente impasible hasta llegar al centro mismo de la desbandada, y allí, con su bandera en las manos, se quedó clavado, como si esperara que los demás iban a tratar de empujarlo y derribarlo en tierra. Inconscientemente asumió la actitud que había adoptado el abanderado en la lucha del día anterior. Se pasó por la frente una mano temblorosa. No podía respirar con facilidad. Se sentía ahogar durante esta breve espera que precedía a la crisis.
Su amigo se le acercó.
—Bueno, Henry, me parece que esto es el adiós…
—¡Oh, cállate, estúpido! —replicó el muchacho, y no quiso mirar a su compañero.
Los oficiales se esforzaban, a la manera de los políticos, para llevar a la masa por la fuerza a formar un círculo de manera adecuada y enfrentarse con la amenaza. El terreno era desigual, con muchas partes destrozadas. Los hombres se encogían en las depresiones y se incrustaban detrás de todo aquello que les parecía que era capaz de detener una bala en su camino. El muchacho notó, con cierta sorpresa vaga, que el teniente permanecía en silencio, con las piernas separadas y la espada cogida en una mano como si fuera un bastón. El muchacho se preguntó qué habría ocurrido en sus órganos vocales para que dejara así de maldecir.
Había además algo curioso en esta pequeña y concentrada pausa del teniente. Era como si un chiquillo, después de haber llorado tanto como sus fuerzas se lo permitían, hubiera elevado los ojos y los hubiera clavado en un juguete colocado a distancia. Se hallaba absorto en esta contemplación y su labio inferior, de apariencia suave, temblaba con palabras que se susurraba a sí mismo.
Una suave pluma de humo perezoso e ignorante se rizaba lentamente. Los hombres, escondiéndose de las balas, esperaban ansiosamente a que éste se levantara y pudiera descubrir el peligro que amenazaba al regimiento.
De repente, las filas se sintieron sacudidas bruscamente por la voz ardiente del juvenil teniente, que gritaba:
—¡Aquí vienen! ¡Directo a nosotros, vive Dios!
Y el resto de sus palabras se perdió en el rugido de trueno demoníaco que salía de los fusiles de los hombres.
Los ojos del muchacho se habían vuelto instantáneamente hacia la dirección indicada por el ágil y nervioso teniente y había visto que la niebla traidora dejaba al descubierto una unidad de soldados del enemigo. Estaban tan cerca, que podía ver perfectamente los rasgos de sus caras. Hubo en él una sensación de reconocimiento cuando observó sus distintos rostros. Percibió también, con oscuro asombro, que sus uniformes eran, en efecto, bastante alegres, con su tono gris claro acentuado por los ribetes de colores brillantes. Las ropas que llevaban, además, parecían nuevas.
Aparentemente, las tropas habían ido avanzando con extremada cautela, con sus fusiles preparados, cuando habían sido descubiertas por el joven teniente y sus movimientos habían sido interrumpidos de repente por la descarga que lanzó el regimiento. En esta breve ojeada pudo deducirse que o bien no se habían dado cuenta de la proximidad de sus enemigos de oscuros uniformes o bien se habían equivocado de dirección. Casi instantáneamente fueron completamente borrados de la vista del muchacho por el humo que surgía de los enérgicos fusiles de sus compañeros. Esforzó la vista para intentar ver el resultado alcanzado por la descarga, pero el humo espeso continuó extendiéndose ante él.
Los dos cuerpos de ejército iban alternando sus golpes como un par de boxeadores. Los disparos rápidos y coléricos iban de una parte a otra. Los hombres vestidos de azul se hallaban poseídos por la idea de su situación desesperada y ansiaban aquella venganza que podían obtener a corta distancia. El trueno que producían iba en aumento, elevándose valientemente. Su frente curvo estaba erizado de llamaradas y todo el espacio resonaba con el sonido metálico de sus baquetas. El muchacho, bajando la cabeza y tratando de esquivar los disparos, miró de un lado a otro durante un breve tiempo y pudo obtener algunas vistas poco satisfactorias del enemigo. Parecía que había un gran número de ellos y estaban replicando rápidamente. Parecían acercarse al regimiento azul, paso a paso. Se sentó, abatido, en el suelo, con la bandera entre sus rodillas.
Al darse cuenta del humor rabioso y destructor de sus camaradas, se le ocurrió el dulce pensamiento de que, si el enemigo estaba a punto de atrapar la escoba regimental en forma de un gran prisionero, podía éste tener al menos el consuelo de que iba a caer con todas sus púas erizadas.
Pero los golpes del enemigo empezaron a debilitarse. Había cada vez menos balas que desgarraban el aire, y finalmente, cuando los hombres fueron retardando sus propias acciones para poder enterarse de cómo iba la lucha, lo único que podía verse era el humo oscuro y flotante. El regimiento permaneció unos momentos quieto y observando. Al poco rato, la bruma acosadora pareció sentir un súbito capricho y empezó a replegarse lenta y pesadamente. Y ante ellos los hombres vieron un terreno vacío de luchadores. Hubiera sido un escenario completamente vacío a no ser por unos cuantos cadáveres que yacían sobre el herbaje, arrojados y contorsionados en fantásticas formas.
A la vista de esta escena, muchos de los hombres vestidos de azul surgieron de sus refugios y empezaron a ejecutar un frenético y desgarbado baile de regocijo. Sus ojos ardían y roncos gritos de alegría salieron de sus labios resecos.
En aquel momento empezaba a parecer que los acontecimientos trataban de demostrarles que eran importantes. Con pequeñas batallas, evidentemente, se les había intentado probar que los hombres no podían luchar bien, y cuando se hallaban a punto de someterse a esta opinión, este pequeño duelo les había mostrado que las proporciones no eran imposibles, y con esto se habían vengado a la vez de sus propias desconfianzas y de su enemigo.
Volvían ahora a poseer el ímpetu del entusiasmo. Miraron a su alrededor con enaltecido orgullo, sintiendo nueva confianza en las armas severas y siempre ajustadas que tenían en las manos. Y, además, eran hombres.