Capítulo 5
Capítulo 5
Hubo momentos de espera. El muchacho pensó en la calle de su pueblo antes de la llegada de la compañía de un circo un día de primavera. Recordó cómo, siendo aún un chiquillo, se había quedado emocionado, esperando a la desaliñada amazona sobre su caballo blanco, dispuesto a seguirla, o a la banda en su carro desvencijado. Vio el camino amarillento, las hileras de gente esperando y las casas de sobria apariencia. Recordaba particularmente a un viejo, que solía sentarse sobre una caja de embalaje vacía frente a la tienda y fingir que despreciaba tales exhibiciones. Mil detalles de colores y formas surgían en su mente. El viejo, en su caja de embalaje, aparecía en el centro de todo.
Alguien gritó:
—¡Ahí vienen!
Entre los hombres se oyeron susurros y murmullos. Desplegaban un deseo febril de tener todos los cartuchos disponibles al alcance de la mano. Probaban de colocar las cajas en varias posiciones y eran luego ajustadas con gran cuidado. Era parecido a la impresión que produciría la prueba de setecientos sombreros nuevos.
El soldado alto, después de preparar su rifle, sacó una especie de pañuelo rojo. Estaba ocupado en anudárselo alrededor del cuello, prestando exquisita atención a su colocación, cuando el grito se repitió arriba y abajo de la línea en ahogado rugido:
—¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!
Sonó el chasquido metálico de los cerrojos de las armas.
A través de los campos impregnados de humo llegaba como un pardo hormigueo de hombres que corrían lanzando estridentes gritos. Se acercaban inclinados y blandiendo sus fusiles en todas las posiciones. Una bandera, inclinada hacia adelante, se precipitó cerca del frente.
Tan pronto les vio, el muchacho se sintió momentáneamente paralizado por la idea de que quizá su arma no estaba cargada. Trató de aguzar su mente desfalleciente para ver si recordaba el momento en que la había cargado, pero no pudo.
Descubierta la cabeza, un general paró su caballo sudoroso cerca del coronel del 304. Agitó su puño ante la cara del otro y gritó salvajemente:
—¡Tienen que detenerlos! ¡Tienen que detenerlos!
En su nerviosismo el coronel empezó a tartamudear:
—E-stá b-bien, general; está bien, ¡por Dios! Ha-haremos t-todo…; ha-haremos t-todo lo que podamos, general.
El general hizo un gesto enfurecido y se alejó al galope. El coronel, quizá para dar un escape a sus propios sentimientos, empezó a gritarles a unos y a otros como un loro mojado. El muchacho, volviéndose rápidamente para asegurarse de que en la retaguardia no había peligro, vio al comandante contemplando a sus hombres con gran resentimiento, como si lo que más le doliera en el mundo fuera su asociación con ellos.
El hombre que estaba al lado mismo del muchacho iba murmurando como para sí mismo:
—¡Oh, ahora sí que nos va a tocar! ¡Ahora sí!
El capitán de la compañía había estado andando nerviosamente de aquí para allá en las últimas filas. Los animaba a la manera de un maestro de escuela, como si fueran un grupo de chiquillos con su primer libro de lectura. Sus palabras eran una incansable repetición:
—Reservad el fuego, muchachos… No disparéis hasta que yo os lo diga… Reservad los disparos…, esperad hasta que estén cerca… No os portéis como condenados idiotas…
El sudor corría por la cara del muchacho, tiznada como la de un chiquillo travieso y lloroso. Repetidamente, con nervioso movimiento, se secaba los ojos con la manga de la chaqueta. Aún tenía la boca algo entreabierta.
Después de lanzar una sola mirada al campo hirviente de enemigos que se extendía ante él, dejó de inquietarse por la duda de si su arma estaba cargada. Antes de estar dispuesto a empezar, antes de haberse dicho a sí mismo que estaba a punto de luchar, colocó el obediente y equilibrado fusil en posición y disparó su primer y enloquecido tiro. Luego siguió manejando su arma como si realizara movimientos automáticos.
Dejó súbitamente de preocuparse por sí mismo y se olvidó de pensar en un destino amenazador. Se convirtió no en un hombre, sino en un miembro. Sintió que algo de lo que él era una parte —un regimiento, un ejército, una causa, un país— estaba en crisis. Se hallaba fundido en una personalidad común dominada por un solo deseo. Por unos momentos no podía escapar, del mismo modo que el meñique no puede rebelarse contra la mano.
Si hubiera pensado que el regimiento estaba a punto de ser aniquilado, quizá se hubiera podido amputar a sí mismo y apartarse de él. Pero su estruendo le daba seguridad. El regimiento era como un cohete que, una vez encendido, surge por encima de todas las circunstancias hasta que se apaga su llameante vitalidad. Jadeaba y disparaba con inmensa fuerza. Se representaba el terreno que tenía ante sí como un lugar donde los derrotados yacían esparcidos.
Tenía siempre la clara percepción de la presencia de sus camaradas a su alrededor. Sintió que la sutil hermandad de la batalla era incluso más potente que la causa por la que él estaba luchando. Era una fraternidad misteriosa, nacida del humo y del peligro de muerte.
Tenía un trabajo que hacer. Era como un carpintero que ha hecho ya muchos cajones y está haciendo otro más, sólo que en sus movimientos había una prisa furiosa. El pensamiento se hallaba por completo en otro lugar, también como el carpintero, que mientras trabaja silba y piensa en su amigo o en su enemigo, en su casa o en la taberna. Todos estos sueños deshilvanados nunca fueron para él perfectamente claros más tarde, permaneciendo en su mente como una masa de borrosas figuras.
Al poco rato empezó a sentir los efectos de la atmósfera de guerra, un sudor ardiente, una sensación de que los ojos iban a agrietársele, como si fueran piedras extremadamente calientes. Un rugido quemante le llenaba los oídos.
Luego experimentó una furia llameante. Sintió la aguda exasperación de un animal irritado, de una vaca pacífica atacada por los perros. Se sintió enfurecido contra su fusil, que sólo podía ser usado contra una vida cada vez. Deseaba correr hacia adelante y estrangular con sus propias manos. Ansiaba un poder que le permitiera hacer un gesto que abarcara el mundo y pudiera barrerlo todo hacia atrás. Su impotencia se le hizo evidente y su furia se convirtió en la de una bestia acosada.
Enterrada en el humo de muchos fusiles, su ira se dirigía, más que contra los hombres que sabía que se estaban precipitando hacia él, contra los torbellinos de fantasmas de la batalla que le estaban ahogando, hundiendo sus vestiduras de humo en su seca garganta. Luchó frenéticamente para dar un descanso a sus sentidos, luchó por conseguir aire, como un recién nacido que se ahoga ataca las mantas que lo matan.
Había una llamarada de rabia ardiente mezclada con cierta expresión de dedicación en todas las caras. La mayor parte de los hombres movía los labios produciendo sonidos en voz baja, y estas exclamaciones a media voz, estas burlas, imprecaciones, rezos componían una música salvaje y bárbara, que se esparcía como una corriente subterránea de sonido, extraña y salmódica, con los acordes resonantes de una marcha guerrera. El hombre que se hallaba junto al muchacho estaba balbuceando. Había en sus palabras algo suave y tierno como el monólogo de un bebé. El soldado alto estaba renegando a voces. De sus labios salía una oscura procesión tenebrosa de maldiciones. De repente otro empezó a hablar con un tono quejoso, como el del hombre que ha perdido su sombrero.
—Bueno, pero ¿por qué no nos apoyan? ¿Por qué no nos mandan refuerzos? Es que piensan…
El muchacho, hundido en su somnolencia bélica, oía esto como lo oye el que está medio dormido.
Había una singular ausencia de actos heroicos. Los hombres, inclinándose y elevándose en su prisa y su rabia, se hallaban todos en actitudes imposibles. Las baquetas de acero rechinaban y chirriaban con ruido incesante, cuando los hombres las empujaban dentro de los calientes cañones del fusil. Las tapas de las cajas de cartuchos estaban todas abiertas y cabeceaban estúpidamente a cada movimiento. Los rifles, una vez cargados, eran apoyados en los hombros y disparados sin puntería aparente hacia el humo o hacia una de las formas desdibujadas y movedizas, que habían ido haciéndose más y más grandes en el campo que se extendía ante el regimiento, como marionetas que se mueven bajo la mano de un prestidigitador.
Los oficiales, en sus puestos, hacia atrás, desdeñaban adoptar actitudes pintorescas. Saltaban de aquí para allá rugiendo órdenes y dando ánimos. Las dimensiones de sus gritos eran extraordinarias y ampliaban sus pulmones con pródiga voluntad. Y a menudo estaban casi cabeza abajo en su ansiedad de observar al enemigo al otro lado del humo que descendía.
El teniente de la compañía del muchacho había encontrado a un soldado que había escapado gritando a la primera racha de tiros de sus camaradas. Detrás de las líneas esos dos actuaban como en una escena aislada. El hombre tartamudeaba y miraba absorto con ojos de cordero al teniente, que lo había cogido por el cuello de la chaqueta y lo golpeaba. Lo devolvió a las filas con muchos empujones. El soldado avanzó mecánica, obedientemente, con los ojos sin expresión fijos en el oficial. Quizá había para él una semblanza de divinidad en la voz del otro, rígida, dura, sin traza de miedo. Trató de volver a cargar su arma, pero se lo impidieron las manos temblorosas. El teniente se vio obligado a prestarle ayuda.
Los hombres caían aquí y allá como fardos. Al capitán de la compañía del muchacho le habían matado al principio de la acción. Su cuerpo yacía extendido en la posición de un hombre exhausto que descansa; pero en su cara había una expresión atónita y dolorosa, como si un amigo le hubiera jugado una mala pasada. Al hombre que balbuceaba le rozó un disparo, que hizo que un chorro de sangre corriera abundante por su cara. Se llevó las manos a la cabeza.
—¡Oh! —exclamó, y echó a correr.
Otro gruñó súbitamente como si hubiera recibido un mazazo en el estómago. Se sentó y miró a su alrededor lastimeramente. Había en sus ojos un reproche mudo, indefinido. Algo más allá, en la misma línea, un hombre estaba de pie detrás de un árbol, cuando una bala le destrozó la rodilla. Inmediatamente había dejado caer el fusil y había rodeado el árbol con ambos brazos. Y allí se quedó, sosteniéndose desesperadamente y pidiendo a gritos ayuda para poder abandonar el tronco del árbol en el que estaba apoyándose.
Por fin un grito exultante recorrió la línea temblorosa. El fuego disminuyó desde un rugido a un final estallido vengador. Cuando el humo empezó a retroceder lentamente, el muchacho vio que la carga había sido rechazada. El enemigo se hallaba disperso en grupos desalentados. Vio a un hombre subirse a una valla, sentarse sobre la baranda y disparar un último disparo. Las olas habían retrocedido, dejando fragmentos de oscuros despojos sobre el terreno.
Parte del regimiento empezó a vitorear frenéticamente. Muchos estaban silenciosos; aparentemente trataban de examinarse a sí mismos.
Cuando la fiebre se alejó de sus venas, el muchacho pensó que al fin iba a ahogarse. Se dio cuenta de la atmósfera enrarecida en la que había estado debatiéndose. Estaba mugriento y sudoroso como un herrero; cogió ansiosamente la cantimplora y bebió un largo trago de agua tibia.
Arriba y abajo de la línea se oía la misma frase, con simples variaciones:
—Bueno, ¡los detuvimos! ¡Vaya si los hemos detenido! ¡Que me aspen si no lo hicimos!
Los hombres lo decían gozosamente, mirándose de soslayo, unos a otros, con mugrientas sonrisas.
El muchacho se volvió para mirar tras de sí y hacia la izquierda y hacia la derecha. Sentía la alegría del hombre que por fin encuentra tiempo para mirar a su alrededor.
Ante ellos había unas cuantas figuras espantosas e inmóviles. Tenían los brazos doblados y las cabezas torcidas de modo increíble. Parecía que los hombres muertos habían tenido que ser lanzados de grandes alturas para alcanzar tales posiciones, como si desde el cielo los hubieran dejado caer sobre la tierra.
Situada detrás de la enramada, una batería en posición lanzaba granadas por encima de aquélla. Al principio la llamarada de los cañones sobresaltó al muchacho. Creyó que le apuntaban directamente a él. A través de los árboles observó las negras figuras de los tiradores mientras trabajaban rápida y seriamente. Su trabajo parecía algo muy complicado. Se asombró de que pudieran recordar todo el procedimiento en medio de la confusión.
Los cañones estaban en fila, en cuclillas como jefes salvajes. Era una conferencia de tribus de abrupta violencia, una horrenda discusión. Sus atareados servidores corrían de acá para allá.
Una pequeña procesión de heridos se arrastraba penosamente hacia la parte posterior del regimiento. Era un chorro de sangre que surgía del cuerpo destrozado de la brigada.
A derecha e izquierda podían verse las oscuras líneas de otras tropas. A lo lejos, al frente, creyó divisar masas más claras que surgían en puntos del bosque. Parecían millares.
Una vez vio una batería minúscula pasar precipitadamente a lo largo de la línea del horizonte. Los minúsculos jinetes aguijoneaban a los minúsculos caballos.
De una colina inclinada llegó el sonido de vítores y choques. El humo se elevaba lentamente entre las hojas.
Las baterías seguían hablando con resonantes esfuerzos retóricos. Aquí y allí había banderas, dominando el rojo de las barras. Eran fragmentos de pinceladas de ardiente color entre las oscuras líneas de las tropas.
El muchacho sintió una vieja emoción al contemplar el emblema. Eran como pájaros hermosísimos extrañamente impávidos ante una tormenta.
Al escuchar el estruendo de la ladera, el hondo latido que con rumor de trueno llegaba de lo lejos, hacia la izquierda, y los clamores menos ruidosos que llegaban de muchas direcciones, se le ocurrió que allí, y más allá, y aún más allá, también estaban luchando. Hasta aquel instante había supuesto que toda la batalla estaba desarrollándose ante sus ojos.
Al pasear la mirada por su alrededor, el muchacho sintió una llamarada de asombro al ver el cielo azul y puro y el sol que brillaba entre los árboles y los campos. Era sorprendente que la naturaleza hubiera continuado avanzando tranquilamente en su dorado proceso en medio de tanta destrucción.