Capítulo 19
Capítulo 19
El muchacho miró fijamente el terreno que tenía ante sí. Le parecía que el follaje cubría horrores y ocultos poderes. No se dio verdadera cuenta de todo el mecanismo de órdenes que había iniciado la carga, aunque vio, con el rabillo del ojo, que un oficial, que parecía un chiquillo a caballo, se acercaba al galope, mientras iba agitando la gorra. Repentinamente sintió que los hombres jadeaban y ponían el cuerpo en tensión. La línea entera cayó lentamente hacia adelante, como una muralla que se derrumba, y, con un jadeo convulsivo que quería ser un vítor, el regimiento emprendió su jornada. El muchacho se sintió empujado y zarandeado por unos minutos, antes de que llegara a comprender de algún modo el movimiento, pero cuando lo hizo se lanzó hacia adelante y empezó a correr.
Desde el principio clavó los ojos en un grupo de árboles lejano y prominente donde había decidido que iba a enfrentarse con el enemigo, y corrió hacia él como si se tratara de una meta. Seguía creyendo, durante todo el proceso, que era una simple cuestión de llevar a cabo un asunto desagradable lo más rápidamente posible, y corrió desesperadamente, como si le persiguieran por haber cometido un asesinato. Tenía la cara contraída con dureza y tensa por la presión provocada por su esfuerzo. En sus ojos se había fijado de modo permanente una expresión brillante de violencia. Y con su traje sucio y desordenado, sus rasgos enrojecidos e inflamados, coronados por el roto harapo del vendaje y la mancha de sangre, su fusil balanceándose salvajemente y todos los utensilios entrechocando entre sí, parecía la imagen de un soldado enloquecido.
Cuando el regimiento salió de su posición para dirigirse al espacio raso, los bosques y la espesura que se hallaban ante ellos despertaron de repente. De allí surgieron llamas amarillas saltando en todas direcciones. El bosque entero les presentaba una tremenda oposición.
La línea avanzó rectamente durante un instante. Luego se adelantó el ala derecha; ésta fue, a su vez, sobrepasada por la izquierda. Más tarde fue el centro el que corrió hacia el frente, hasta que todo el regimiento fue una masa en forma de cuña, pero pocos minutos más tarde la oposición que presentaban los matorrales, los árboles y los desniveles del terreno dividió las fuerzas y las esparció en distintos grupos.
El muchacho, con los pies dotados de enorme ligereza, iba inconscientemente en avanzada. Sus ojos seguían constantemente fijos en el grupo de árboles, y de todos los lugares que se hallaban alrededor del elegido por él podía oírse surgir el grito al unísono del enemigo; de allí salían también las pequeñas llamas de los fusiles. La canción de las balas estaba en el aire y las granadas rugían entre las cimas de los árboles. Una de ellas cayó directamente en el centro de uno de los grupos que corrían y estalló en roja furia. Por un momento pudo verse a uno de los hombres, casi por completo encima de ella, que levantaba las manos para protegerse los ojos.
Otros hombres, alcanzados por las balas, caían en agonías grotescas. El regimiento iba dejando, a su paso, un coherente reguero de cuerpos.
Habían llegado entonces a una atmósfera más clara. La nueva apariencia del paisaje tenía un efecto parecido a una revelación. Algunos hombres, frenéticamente atareados en una batería, eran completamente visibles ante ellos, y las líneas de la infantería enemiga se hallaban bien definidas por las murallas grises y las franjas onduladas del humo.
Al muchacho le pareció que podía verlo todo. Cada una de las hojas de la verde hierba era nítida y clara. Sintió que podía darse cuenta de cada uno de los cambios que ocurrían en el vapor fijo y transparente que flotaba a su alrededor en perezosas capas. Los troncos pardos o grises de los árboles mostraban claramente cada una de las rugosidades de su superficie. Y los hombres del regimiento, con sus ojos enardecidos y sus caras sudorosas, corriendo locamente o cayendo en forma de cadáveres extraños y amontonados, como si les hubieran arrojado a la tierra de cabeza, todo podía abarcarlo. En su mente todo quedó impreso de manera mecánica, pero firme, de tal modo que más tarde cada una de las cosas volvió a aparecer y podía ser explicada por él, todo, excepto la razón de que él se hallara allí.
Pero su propia y furiosa precipitación fue la causa de un frenético movimiento. Los hombres, adelantándose locamente, habían estallado en vítores, formando una banda bárbara, alcanzando así los extraños tonos capaces de excitar al mismo tiempo al estúpido y al estoico. Había creado él un loco entusiasmo que, según parecía, iba a ser incapaz de detenerse aunque se enfrentara con bronce y granito. Había allí el delirio del que se encuentra cara a cara con la desesperación y la muerte y se ciega y desprecia las dificultades. Es una ausencia de egoísmo, temporal, pero sublime. Y el hecho de que fuera de esta clase, pudo ser, quizá, la razón de que más tarde se preguntara el muchacho por qué tuvo él que estar allí.
Al poco rato la misma velocidad que llevaban acabó con las energías de los hombres. Como por mutuo acuerdo, los que iban en cabeza empezaron a disminuir su rapidez. Las descargas dirigidas contra ellos producían un efecto semejante al del viento; el regimiento gruñía y resoplaba; empezó a vacilar y a desfallecer entre los árboles, que se erguían impasibles. Los hombres, mirando fijamente, empezaron a esperar a que algunas de las lejanas paredes de humo desaparecieran y les permitieran ver la escena. Puesto que su fuerza y su aliento habían disminuido mucho, empezaron a recobrar la cautela. Volvían a ser hombres.
El muchacho tenía el vago convencimiento de que había corrido durante kilómetros y, en cierto modo, le parecía que ahora se hallaba en una tierra nueva y desconocida.
En el mismo momento en que el regimiento cesó en su avance, el chasquido de protesta de los fusiles se convirtió en un constante rugido. Las orlas de humo, largas y precisas, fueron extendiéndose. De la cima de una pequeña colina surgieron eructos nivelados de llama amarilla, que producían, en el aire, un silbido inhumano.
Los hombres, parados en ese momento, pudieron ver cómo algunos de sus camaradas caían con gemidos y gritos. Unos cuantos yacían a sus pies, quietos o exhalando gemidos. Y entonces, por unos minutos, los hombres permanecieron inmóviles, con los fusiles sueltos en sus manos, observando cómo iba disminuyendo el regimiento. Parecían atontados, estúpidos. El espectáculo tenía el poder de paralizarlos, de vencerlos con fatal fascinación. Miraban la escena como tallados en piedra y, bajando los ojos, observaron las caras de los demás. Era una extraña pausa y fue un extraño silencio.
Luego, por encima de todos los sonidos de la conmoción exterior, surgió el rugido del teniente. Avanzó de repente, con sus rasgos juveniles negros de rabia.
—¡Adelante, locos! —gritaba—. ¡Adelante! ¡No podéis quedaros aquí! ¡Tenéis que avanzar!
Dijo más, pero mucho era incomprensible.
Empezó a avanzar rápidamente con la cabeza vuelta hacia los hombres.
—¡Adelante! —gritaba.
Los hombres lo miraban fijamente, con ojos bovinos, desprovistos de expresión. Se vio obligado a pararse y a volver sobre sus pasos. Se quedó entonces dando la espalda al enemigo y lanzó gigantescas maldiciones a las caras de los hombres. Su cuerpo entero vibraba con la fuerza y el peso de las imprecaciones. Y podía enlazar una maldición con otra con la misma facilidad con la que una muchacha puede ensartar las cuentas de un collar.
El amigo del muchacho se irguió. Inclinándose de repente hacia adelante y cayendo de rodillas, lanzó un irritado disparo hacia los persistentes atosigadores del bosque. Esta acción despertó a los hombres. Dejaron de repente de amontonarse como corderos, parecieron recordar súbitamente sus armas y empezaron a disparar al unísono. Azuzados por sus oficiales, empezaron a moverse hacia adelante. El regimiento, con la misma dificultad que experimenta un carro hundido en el barro y el agua, empezó a moverse desigualmente, con muchos impulsos y tirones. Los hombres se paraban a los pocos pasos para disparar y cargar, y de este modo se movían lentamente de árbol a árbol.
La oposición llameante ante ellos creció con su avance hasta que parecía que todos los caminos de avanzada se hallaban cerrados por delgadas lenguas movedizas, y a lo lejos y hacia la derecha podía a veces percibirse una amenazadora demostración. El humo últimamente producido formaba nubes confusas que dificultaban un avance inteligente por parte del regimiento. Al pasar a través de cada una de estas masas rizadas, se preguntaba el muchacho qué iba a encontrarse frente a él, al otro lado.
La unidad avanzó penosamente hasta un lugar abierto que se interponía entre ellos y la violencia de las otras líneas. Aquí, inclinados y protegiéndose detrás de algunos árboles, los hombres se afianzaron con desesperación, como si se hallasen amenazados por una inundación. Tenían los ojos enloquecidos, como si este furioso disturbio que ellos mismos habían provocado les hubiera privado de sentido. Había en aquella tormenta una irónica expresión de su propia importancia. Y también aparecía, en las caras de los hombres, la falta de un cierto sentimiento de responsabilidad por encontrarse allí. Era como si algo les hubiera hecho acudir. Era la dominante imposibilidad animal de recordar, en los momentos supremos, las causas de varias cualidades superficiales. Para muchos, todo aquello era incomprensible.
Mientras estaban allí parados, el teniente empezó a lanzar profusas maldiciones. Sin conceder la menor importancia a las amenazas vengativas de los disparos, iba y venía, animando, condenando, reprochando. Sus labios, que habitualmente poseían una curva suave y juvenil, estaban ahora crispados en imposibles contorsiones. Juraba en nombre de todos los dioses imaginables.
Una vez agarró al muchacho por el brazo:
—¡Ven aquí, zoquete! —rugió—. ¡Vamos! ¡Van a matarnos a todos si nos quedamos aquí! Sólo tenemos que atravesar este espacio, y entonces…
El resto de lo que quería decir desapareció en una niebla azulada de maldiciones.
El muchacho extendió el brazo:
—¿Cruzar esto? —exclamó con la boca fruncida en duda y temerosa admiración.
—Ciertamente. ¡Sólo cruzar esto! ¡No podemos quedarnos aquí! —gritó el teniente, acercando al mismo tiempo su cara hasta casi tocar la del muchacho, y agitando continuamente la mano que llevaba vendada—. ¡Adelante!
Al instante empezó a forcejear con el muchacho como si se tratara de una demostración de lucha libre. Era como si quisiera arrastrarlo hasta el punto mismo del asalto, llevándolo, por así decir, cogido por una de sus orejas.
El soldado sintió una indignación imposible de expresar hacia su oficial. Luchó con fuerza y se libró de él.
—¡Adelántese usted entonces! —gritó. Y había en su voz un amargo desafío.
Los dos marcharon, corriendo, a lo largo del frente del regimiento. El amigo corrió tras ellos. Frente a la bandera, los tres hombres empezaron a gritar:
—¡Adelante! ¡Adelante!
Y saltaban y daban vueltas como salvajes torturados.
La bandera, obediente a estas llamadas, inclinó su figura resplandeciente y avanzó hacia ellos. Los hombres vacilaron, indecisos, por un instante, y luego, con un grito largo y quejumbroso, el regimiento, en harapos, siguió hacia adelante y empezó su nueva jornada.
Toda la masa, apresurada, marchaba sobre el campo. Era un puñado de hombres lanzado a la cara del enemigo. Al instante surgieron hacia ellos las lenguas amarillas y una vasta extensión de humo azul espeso colgaba ante sus ojos. Un poderoso golpeteo les dejaba los oídos sin sensibilidad.
El muchacho corrió como un loco para alcanzar los bosques antes de que una bala pudiera descubrirlo. Encogía la cabeza tan profundamente como podía, a la manera del jugador de rugby. En su precipitación llevaba los ojos casi cerrados, y la escena que tenía ante sí era como una salvaje confusión. Tenía saliva palpitante en las comisuras de los labios.
Mientras se lanzaba con furia hacia adelante, sintió que dentro de él había nacido un amor, un desesperado cariño hacia esta bandera que ahora estaba casi a su lado. Era una creación de belleza e invulnerabilidad. Era una diosa radiante que inclinaba su figura con un gesto imperioso hacia él.
Era una mujer roja y blanca, que odiaba y amaba, que le llamaba con la voz de su esperanza. Y porque nada malo podía caer sobre ella, él la dotó de infinito poder. Se mantuvo cerca, como si ella pudiera salvarle la vida, y de su mente surgía una llamada suplicante.
A pesar de la precipitación enloquecida de su avance, se dio cuenta de que el sargento abanderado se estremecía de repente como si hubiera recibido un mazazo. Lo vio vacilar y luego quedarse inmóvil, a excepción de sus temblorosas rodillas. Dio un salto y cogió el palo de la bandera. Al mismo tiempo su amigo lo cogió por el otro lado. Ambos tiraron de él, fuerte y furiosamente, pero el sargento abanderado había muerto y el cadáver no quería abandonar su posesión. Hubo por un momento una especie de lucha de carácter macabro. El hombre muerto, balanceándose con la espalda curvada, parecía estar luchando obstinadamente, de manera absurda y horrible, por la posesión de la bandera.
Todo pasó en un instante. Arrancaron furiosamente la bandera de manos del hombre muerto y, cuando dieron la vuelta, el cadáver se movió hacia adelante, con la cabeza inclinada. Al balancearse, un brazo se elevó un poco y la mano curvada cayó con pesada protesta sobre el hombro descuidado del amigo.