Capítulo 2
Capítulo 2
A la mañana siguiente el muchacho descubrió que su alto camarada había sido el veloz mensajero de un error. Los que ayer le creyeron firmemente se burlaban ahora repetidas veces de él, y hubo incluso algo de sarcasmo por parte de los hombres que nunca habían creído el rumor. El soldado alto se peleó con un hombre de Chatfield Corners y le dio una paliza.
El muchacho, sin embargo, se dio cuenta de que su problema no le había abandonado en absoluto. En vez de esto, se había producido una irritante prolongación. La noticia le había creado una gran preocupación sobre sí mismo, y ahora, con la pregunta recién nacida en su mente, se veía obligado a hundirse de nuevo en su antigua casilla como parte de una masa azul.
Durante días y días hizo infinitos cálculos y todos eran maravillosamente insatisfactorios. Descubrió que no podía llegar a ninguna conclusión. Finalmente decidió que la única manera de probarse a sí mismo era entrar en conflicto, y entonces, figurativamente, observar sus piernas para descubrir sus méritos y sus fallos. Admitió a desgana que no podía quedarse sentado y deducir una respuesta con pizarra y tiza mentales; para obtenerla, necesitaba llamas, sangre y peligro, de la misma manera que un químico requiere esto, aquello y lo de más allá. Por lo tanto, ansiaba nerviosamente una oportunidad.
Mientras tanto, trataba continuamente de juzgarse a sí mismo comparándose con sus compañeros. El soldado alto, por ejemplo, le daba una cierta seguridad. La serena despreocupación de aquel hombre le infundía algo de confianza, porque lo había conocido desde la niñez, y, a causa de este íntimo conocimiento, el muchacho no veía cómo podía aquél ser capaz de algo que estuviera más allá de su propio alcance. Sin embargo, creía que su camarada podía estar equivocado sobre sí mismo. Por otra parte, también podía ser un hombre que hasta ahora hubiera estado condenado a la paz y a la austeridad, pero que en realidad hubiera sido destinado a brillar en la guerra.
Al muchacho le hubiera gustado descubrir a otro que desconfiara de sí mismo. Una comparación de notas mentales con alguien que estuviera de acuerdo con él le hubiera causado una gran alegría.
A veces trataba de sondear a un camarada con frases insinuantes. Miraba a su alrededor para encontrar a algún hombre en el estado de ánimo apropiado. Fracasaron todos los intentos de provocar una declaración que, de algún modo, se pareciera a una confesión de las dudas que en su interior reconocía en sí mismo. Temía hacer una declaración franca de su preocupación, porque le horrorizaba colocar a un confidente poco escrupuloso en el elevado plano de lo inconfesado, a una altura desde la cual pudiera ridiculizarle.
Con relación a sus compañeros, su mente vacilaba entre dos opiniones, según su estado de ánimo. A veces tendía a creer que todos eran héroes. En realidad, admitía generalmente, en secreto, un superior desarrollo de las más elevadas cualidades en los demás. Podía imaginar que hombres que andaban por el mundo de modo completamente insignificante posiblemente poseían una enorme cantidad de valor desconocida por todos, y, aunque a muchos de sus camaradas los había tratado desde la niñez, empezó a temer que al juzgarlos lo había hecho a ciegas. En otros momentos se burlaba de estas teorías y se repetía que sus compañeros, interiormente, dudaban y temblaban.
Sus propias emociones le hacían sentirse a disgusto en presencia de hombres que hablaban excitados de una futura batalla como si fuera un drama que iban a contemplar, sin que apareciera en sus caras otra cosa más que una aparente curiosidad y avidez. A menudo sospechaba que eran embusteros.
Desde luego no admitía estos pensamientos sin condenarse a sí mismo severamente. A veces se alimentaba de reproches. Se había juzgado a sí mismo culpable de muchos crímenes vergonzosos contra los dioses de la tradición.
En su enorme ansiedad su corazón clamaba continuamente contra lo que consideraba la intolerable lentitud de los generales. Parecía que les bastaba con permanecer posados tranquilamente en la orilla del río, mientras lo dejaban a él aplastado por el peso de un gran problema. Quería decidirlo al momento. No podía soportar semejante carga, se decía. A veces la ira que sentía hacia sus superiores alcanzaba un punto culminante, y entonces andaba refunfuñando por el campamento como un veterano.
Una mañana, sin embargo, se encontró colocado en las filas de su regimiento, ya preparado. Los hombres se murmuraban suposiciones uno a otro y volvían a contarse antiguos rumores. En la penumbra que precede al nacimiento del nuevo día sus uniformes parecían brillar con oscuro tono purpúreo. Las pupilas rojas del otro lado del río estaban mirándolos. Hacia el este, en el cielo, había una mancha amarillenta, como una alfombra preparada para los pies del sol naciente, y contra ésta se destacaba, negra y monumental, la enorme figura del coronel, montado en un gigantesco caballo.
De más allá de la oscuridad llegaba el ruido de pies en marcha. El muchacho, de vez en cuando, podía ver sombras oscuras que se movían como si fueran monstruos. El regimiento permaneció en posición de descanso, por lo que a él le pareció muy largo rato. El muchacho se iba impacientando. El modo de dirigir todo aquel asunto era inadmisible. Se preguntaba por cuánto tiempo les iban a tener esperando.
Lanzando ojeadas a su alrededor y reflexionando en la mística penumbra, empezó a creer que de un momento a otro la amenazadora distancia podía estallar en llamas y los estampidos arrolladores de un ataque llegar a sus oídos. Una vez, al mirar las rojas pupilas que estaban al otro lado del río, le pareció que iban aumentando de tamaño, como las órbitas de una hilera de dragones en marcha. Se volvió a mirar al coronel y le vio levantar un gigantesco brazo y acariciarse calmosamente el bigote.
Por fin oyó el ruido de los cascos de un caballo al galope al pie de la colina, acercándose por la carretera. Debía de ser la llegada de las órdenes. Se inclinó hacia adelante, sin respirar apenas. El emocionante golpeteo de los cascos al ser constantemente más y más audible, más y más ruidoso, parecía golpear en su misma alma. A los pocos minutos un jinete, con todos los objetos que formaban su equipo chocando entre sí con discordancia, tiró de las riendas ante el coronel del regimiento. Ambos sostuvieron entonces una breve conversación de rápidas palabras. Los hombres que se hallaban en las primeras filas adelantaban la cabeza hacia ellos.
Cuando el jinete hizo dar la vuelta al animal, se alejó al galope, se volvió y gritó por encima del hombro:
—¡No se olvide de la caja de puros!
El coronel murmuró una respuesta y el muchacho se preguntó qué tendría que ver una caja de puros con la guerra.
Un momento después el regimiento se internó, oscilante, en la oscuridad. Parecía ahora uno de esos monstruos móviles, desanillándose con numerosos pies. El aire era pesado y frío por el rocío. Una masa de hierba húmeda crujía como seda cuando la pisaban.
De vez en cuando podía verse el brillo y relampagueo del acero surgiendo de las espaldas de todos aquellos reptiles serpenteantes. De la carretera llegaban crujidos y quejas cuando algunos cañones de mal talante eran sacados a rastras.
Los hombres iban dando traspiés mientras seguían murmurando posibilidades. El debate seguía, aunque a media voz. Una vez uno de los hombres se cayó y, al intentar coger su rifle, uno de sus camaradas, sin verlo, le pisó la mano. El de los dedos lastimados lanzó una imprecación en voz alta con amargas palabras. Se oyó reír nerviosa y sofocadamente a sus compañeros.
Poco después llegaron a una carretera y avanzaron con mayor facilidad. Ante ellos se movía un oscuro regimiento y de su espalda llegaba también el tintineo de los equipos llevados por los hombres en marcha.
El amarillo impetuoso del naciente día estaba tras ellos. Cuando los rayos del sol cayeron al fin completa y suavemente sobre la tierra, el muchacho vio que en el paisaje se hallaban las líneas de dos largas columnas, negras y delgadas, que desaparecían al frente sobre la cima de una colina y se internaban en un bosque en su parte final. Eran como dos serpientes que salían arrastrándose de la caverna de la noche.
No podía verse el río. El soldado alto empezó a alabar lo que él creía que eran sus poderes de percepción.
Algunos de los compañeros del soldado alto gritaron enfáticamente que ellos también habían adquirido semejantes poderes y se felicitaron por ello. Pero había otros que decían que el plan propuesto por el soldado alto no era el verdadero, de ningún modo. Persistían en afirmar otras teorías. Hubo una cálida discusión.
El muchacho no tomó parte en nada de esto. Mientras andaba, avanzando descuidadamente en fila, se hallaba sumergido en su eterna duda. No podía dejar de hacerlo. Se sentía desconfiado y pesimista y lanzaba miradas furtivas a su alrededor. Miraba hacia adelante, esperando que de un momento a otro le llegara de la avanzada el ruido de disparos.
Pero las largas serpientes se arrastraban lentamente de colina en colina, sin tumulto de humo. Una nube de polvo de color apagado se alejaba flotando hacia la derecha. Encima de ellos, el cielo era de un azul mágico.
El muchacho estudió las caras de sus compañeros, siempre intentando descubrir emociones parecidas a las suyas. Sintió una gran desilusión. Un cierto ardor en el aire, que hacía que los mandos veteranos se movieran con júbilo, casi con música, se había esparcido por todo el regimiento. Los hombres empezaron a hablar de victoria como de algo conocido. Al mismo tiempo, el soldado alto recibió su justificación: iban ciertamente a dar la vuelta y aparecer por detrás del enemigo. Y todos expresaron conmiseración hacia aquella parte del ejército que habían dejado a la orilla del río y se felicitaron unos a otros por formar parte de una hueste destructora.
El muchacho, considerándose a sí mismo separado de los demás, se sentía entristecido por las alegres y felices palabras que pasaban de fila en fila. Todos los que en la compañía eran famosos por sus chistes se esforzaban por superarse a sí mismos. El regimiento avanzaba al compás de carcajadas.
El soldado jactancioso los tenía a todos convulsos frecuentemente por sus agudos y sarcásticos comentarios dirigidos al soldado alto.
Y muy poco después todos los hombres parecían haber olvidado su objetivo. Brigadas enteras sonreían al unísono y reían los regimientos.
Un soldado bastante gordo intentó robar un caballo que estaba a la puerta de un corral. Quería cargar en él su mochila. Escapaba ya con su presa, cuando una jovencita salió corriendo de la casa y cogió al caballo por la crin. Siguió una disputa. La muchacha, con las mejillas rojas y los ojos brillantes, permaneció firme como una estatua, sin miedo.
El regimiento, en posición de descanso en la carretera, los observaba, y después de lanzar una exclamación inicial, se puso por completo de parte de la doncella. Los hombres se sumergieron de tal modo en la situación, que dejaron de pensar en absoluto en su propia y larga guerra. Se burlaron del soldado pirata y empezaron a llamar la atención sobre varios defectos de su apariencia personal, y eran extravagantemente entusiastas en su defensa de la joven.
Desde lejos llegó hasta ella un atrevido consejo:
—¡Atízale! ¡Dale con un palo!
Sobre el soldado cayó una lluvia de burlas y silbidos, cuando tuvo que retirarse sin el caballo. El regimiento se alegró de su fracaso. Felicitaciones ruidosas y vociferantes cayeron sobre la doncella, que se quedó jadeante, mirando a las tropas con aire de desafío.
Al caer la noche, la columna se disgregó en diferentes partes regimentales, y estos fragmentos entraron en los campos. Las tiendas surgieron como plantas exóticas. Las hogueras del campamento, como flores rojas y peculiares, salpicaban la noche.
El muchacho se abstuvo de hablar con sus compañeros tanto como se lo permitieron las circunstancias. Al atardecer se alejó unos pasos en la penumbra. A corta distancia, los numerosos fuegos, con las negras figuras de los hombres pasando de un lado a otro ante la luz rojiza, producían la impresión de algo extraño y satánico.
Se tendió en la hierba. Las briznas se oprimían tiernamente contra su mejilla. Se había encendido la luna, que colgaba de la cima de un árbol. El silencio líquido de la noche que le envolvía le hizo sentir una inmensa piedad hacia sí mismo. Había una cierta caricia en la suave brisa y todo el sentimiento de la oscuridad sintió que era de conmiseración hacia sí mismo por su angustia.
Deseó, sin reserva alguna, poder hallarse de nuevo en su casa, siguiendo la rutina inacabable de sus quehaceres, de la casa al establo, del establo a los campos, de los campos al establo, del establo a la casa. Recordó cuántas veces había lanzado imprecaciones sobre la vaca pinta y sus compañeras, hasta llegar a veces a dar un puntapié al taburete que usaba para ordeñar. En este momento había para él un halo de felicidad alrededor de cada una de sus cabezas, y habría sacrificado con gusto todas las condecoraciones del continente para volver a ellas. Se dijo que él no estaba hecho de la madera de un soldado. Y reflexionó seriamente sobre las diferencias radicales que existían entre él y los hombres que se movían alrededor de las hogueras como duendes.
Mientras se hallaba hundido en estas reflexiones, oyó crujir la hierba y, volviendo la cabeza, descubrió que era el soldado jactancioso. Lo llamó:
—¡Hola, Wilson!
Éste se acercó y lo miró.
—¡Oh! ¡Hola, Henry! ¿Eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí?
—Pensando —dijo el muchacho.
El otro se sentó y encendió su pipa con cuidado.
—Estás poniéndote melancólico, chaval. Pareces condenadamente deprimido. ¿Qué diablos te pasa?
—Nada —dijo el muchacho.
El soldado jactancioso se lanzó entonces de lleno sobre el tema de la próxima batalla.
—¡Esta vez los tenemos bien cogidos! —y al hablar, su cara juvenil se iluminaba con una sonrisa jubilosa y su voz tenía un tono exultante—. ¡Los tenemos bien cogidos! ¡Al fin, por todos los diablos, vamos a aplastarlos de una vez!
Al cabo de un momento, añadió con más sobriedad:
—Si se conociera la verdad, ellos nos han aplastado a nosotros prácticamente cada vez hasta ahora; pero esta vez…, esta vez… ¡vamos a aplastarlos por completo!
—Creí que esta marcha no te parecía oportuna hace poco tiempo —dijo el muchacho fríamente.
—No era esto —explicó el otro—. No me importa marchar si al fin de la marcha va a haber lucha. Lo que no puedo soportar es este continuo cambiar de un lugar a otro, este ir de aquí para allá sin otro resultado, en mi opinión, que tener los pies lastimados y que las raciones se hagan condenadamente escasas.
—Bueno, según Jim Conklin, vamos a tener suficiente lucha esta vez.
—Me parece que por esta vez tiene razón, aunque no puedo comprender cómo ha sucedido. Esta vez vamos a librar una gran batalla, y es completamente cierto que vamos a llevar la mejor parte. ¡Demonios, y cómo vamos a aplastarlos!
Se levantó y empezó a pasear de arriba abajo nerviosamente. La fuerza de su entusiasmo le hacía andar con paso elástico. Era ágil, vigoroso, fiero en su convencimiento del triunfo. Miraba hacia el futuro con ojos claros y orgullosos y juraba con el aire de un soldado veterano.
El muchacho lo observó en silencio unos minutos. Cuando finalmente habló, su voz era amarga como la hiel:
—¡Tú vas a realizar grandes hazañas, supongo!
El soldado jactancioso lanzó una pensativa nube de humo de su pipa.
—¡Oh! No lo sé —dijo con dignidad—, no lo sé. Supongo que lo haré tan bien como los demás. Voy a intentarlo, desde luego, como un diablo.
Era evidente que se sentía complacido consigo mismo por la modestia de su declaración.
—¿Cómo sabes que no vas a salir huyendo cuando llegue el momento? —preguntó el muchacho.
—¿Salir huyendo? —dijo el jactancioso—. ¿Salir huyendo? ¡Claro que no! —se echó a reír.
—Bueno —continuó el muchacho—, muchos hombres han pensado que iban a hacer grandes cosas antes de una batalla, pero cuando llegó la ocasión desertaron.
—Esto es cierto, supongo —replicó el otro—, pero yo no voy a desertar. El que apueste a favor de mi huida va a perder su dinero, y no hay más que decir —y asintió confiadamente con la cabeza.
—¡Tonterías! —dijo el muchacho—. No creerás ser el hombre más valiente del mundo, ¿verdad?
—No, no lo soy —exclamó el soldado jactancioso con indignación—. Y no he dicho tampoco que lo fuera. He dicho que iba a hacer lo que pudiera en la batalla, eso es lo que he dicho. Y voy a hacerlo, además. Al fin y al cabo, ¿quién eres tú? ¡Hablas como si creyeras que eres Napoleón Bonaparte!
Miró al muchacho con indignación un momento, y se alejó.
El muchacho gritó, con voz salvaje, a la espalda de su camarada:
—¡Bueno, no necesitas enfurecerte por esto!
Pero el otro continuó su camino y no respondió nada.
Cuando su ofendido camarada hubo desaparecido, él se sintió aislado en el espacio. Su fracaso al intentar descubrir la más mínima semejanza en sus puntos de vista le hizo sentirse más angustiado que antes. Nadie parecía tener que debatirse con un problema personal tan terrible como el suyo. Era un proscrito.
Se dirigió hacia su tienda lentamente y se tendió en una manta, al lado del soldado alto, que estaba roncando. En la oscuridad contempló visiones de un terror que poseía mil lenguas que iban a hablarle a su espalda y le iban a obligar a escapar, mientras los demás se cuidaban, serenamente, de las necesidades de su país. Admitió que no le iba a ser posible habérselas con este monstruo. Sintió que cada uno de los nervios de su cuerpo iba a convertirse en un oído especial para estas voces, mientras el resto de los hombres permanecería impasible y sordo.
Y mientras se sentía empapado del sudor producido por el dolor de estos pensamientos, podía oír frases tranquilizadoras en voz baja:
—Apuesto cinco.
—Que sean seis.
—Siete.
—Van siete.
Permaneció con la mirada fija en el reflejo rojo y tembloroso de una hoguera sobre la blanca pared de su tienda hasta que, exhausto y enfermo por la monotonía de su sufrimiento, se quedó dormido.