Capítulo 3
Capítulo 3
Cuando llegó otra vez la noche, las columnas, convertidas en dos líneas purpúreas, se deslizaron a través de dos pontones. Una hoguera llameante daba a las aguas del río el tono rojizo del vino. Sus rayos, al caer sobre las masas móviles de la tropa, producían aquí y allí súbitos destellos de plata y oro. Sobre la otra orilla una oscura y misteriosa cadena de colinas se curvaba contra el cielo. Las voces de los insectos nocturnos cantaban con solemnidad.
El muchacho se repetía con seguridad que, una vez hubieran cruzado, podían ser atacados en cualquier momento, súbita y terriblemente, desde las cuevas de los bosques sombríos. Mantenía sus ojos alerta en la oscuridad.
Pero su regimiento avanzó sin dificultad hasta el lugar designado para acampar y los soldados durmieron el valiente sueño de hombres agotados. Por la mañana los despertaron con temprana energía y les hicieron correr a lo largo de un estrecho camino que les llevaba al interior del bosque.
Durante esta rápida marcha el regimiento perdió muchos de los signos que indicaban órdenes nuevas.
Los hombres habían empezado a contar las millas con los dedos e iban sintiéndose cansados.
—Pies doloridos y raciones condenadamente escasas, y nada más —dijo el soldado jactancioso. Sudaban y se quejaban. Al poco tiempo empezaron a desprenderse de las mochilas. Algunos las arrojaban despreocupadamente; otros las escondían con cuidado, demostrando que pensaban volver a por ellas en cuanto les pareciera conveniente. Algunos empezaron a despojarse de las gruesas camisas, y al poco rato había pocos que llevaran algo más que la ropa más indispensable, las mantas, el macuto, la cantimplora, armas y municiones.
—Uno puede comer y disparar —dijo el soldado alto al muchacho—, y esto es todo lo que importa.
Hubo un cambio súbito al pasar de la infantería pesada de la teoría a la infantería ligera de la práctica. El regimiento, liberado de la carga, recibió un nuevo ímpetu, pero se habían perdido muchas y valiosas mochilas y, en conjunto, camisas en muy buen estado.
Pero el regimiento no tenía aún apariencia de veteranía. Los regimientos veteranos en el ejército tendían a ser grupos muy reducidos. Una vez, recién llegados al campo, algunos veteranos que pasaban les habían dicho, viendo la longitud de la columna:
—¡Hola, rapaces! ¿Qué brigada es ésta?
Y cuando los hombres les habían contestado que ellos formaban un regimiento y no una brigada, los soldados más antiguos se habían reído, exclamando:
—¡Oh, Dios!
También había una excesiva semejanza en las gorras. Las gorras de un regimiento propiamente debían representar la historia de sí mismas durante un número de años. Y no había, además, en su bandera letras en las que el brillo del oro hubiera palidecido. Eran nuevas y hermosas, y el abanderado, habitualmente, engrasaba el palo de la bandera.
Al poco rato el ejército se sentó de nuevo a reflexionar. El aroma de los pacíficos pinos llenaba el olfato de los hombres. El sonido de monótonos hachazos se extendía a través del bosque y los insectos, cabeceando en sus ramas, canturreaban como mujeres viejas. El muchacho volvió a su teoría de una demostración azul.
Una madrugada gris, sin embargo, el soldado alto lo despertó de una patada, y luego, antes de estar por completo despierto, se encontró a sí mismo corriendo por un camino del bosque, entre hombres que jadeaban por el primer esfuerzo de velocidad. Su cantimplora le golpeaba en el muslo rítmicamente y su macuto se balanceaba suavemente. El fusil le rebotaba levemente en el hombro a cada paso y hacía que la gorra se sintiera poco segura sobre su cabeza.
Podía oír a los hombres susurrar frases entrecortadas:
—Oye…, pero…, ¿de qué se trata?
—¿Por qué demonios… estamos… escapando así?
—Billy…, apártate de mi camino…; corres… como una vaca.
Y podía oírse la voz estridente del soldado jactancioso:
—¿Por qué demonios tienen tanta prisa?
Al muchacho le pareció que la niebla húmeda del naciente día se alejaba de la precipitación de un gran contingente de tropas. De un punto lejano llegó una súbita descarga de disparos.
Se sintió desconcertado. Mientras corría con sus camaradas, trató de pensar con todas sus fuerzas, pero todo lo que sabía era que, si caía, los que venían detrás de él pasarían por encima de su cuerpo. Parecía necesitar todas sus facultades para guiarle a través de los obstáculos y pasarlos. Se sintió arrastrado por la multitud.
El sol esparció sus rayos reveladores y uno a uno surgieron a la vista los regimientos, como hombres armados acabados de nacer de la tierra. El muchacho se dio cuenta de que había llegado el momento. Estaba a punto de ser puesto a prueba. Por un instante se sintió como un chiquillo ante esta gran prueba y le pareció que los músculos que envolvían su corazón tenían la delgadez del papel. Tomó tiempo para mirar especulativamente a su alrededor.
Instantáneamente vio que le sería imposible escapar del regimiento. Le encerraba. Y había, por los cuatro costados, las férreas normas de ley y tradición. Se hallaba en una caja móvil.
Al darse cuenta de esto, se le ocurrió que él nunca había deseado ir a la guerra. No se había alistado por libre voluntad. Había sido arrastrado allí por un gobierno despiadado. Y ahora le iban a llevar al lugar donde iba a ser sacrificado.
El regimiento se deslizó por una ladera y vadeó, encenagándose, un pequeño arroyo. La oscura corriente se movía lentamente y, desde el agua, cubierta por una sombra negra, los ojos de las burbujas blancas miraban a los hombres.
Mientras escalaban la colina por el lado opuesto empezó a resonar la artillería. Aquí el muchacho olvidó muchas cosas al sentir un impulso súbito de curiosidad. Trepó por la ladera con una velocidad que no hubiera sido sobrepasada por un hombre sediento de sangre.
Esperaba encontrarse con una escena guerrera.
Vio varios campos pequeños rodeados y oprimidos por un bosque. Esparcidos sobre la hierba y entre los troncos de los árboles pudo ver grupos y líneas ondulantes de escaramuzadores que corrían de acá para allá disparando al paisaje. Una oscura línea de batalla yacía sobre un claro lleno de sol que llameaba en color naranja. Una bandera flotaba al viento.
Otros regimientos subieron, tropezando, colina arriba. La brigada se formó en línea de batalla y, después de una pausa, empezó a moverse lentamente a través de los bosques, detrás de los escaramuzadores, que retrocedían y que continuamente parecían fundirse en el paisaje para aparecer de nuevo un poco más allá. Se hallaban siempre ocupados como un enjambre de abejas, hondamente absortos en sus pequeños combates.
El muchacho trató de observarlo todo. No se preocupaba de evitar árboles y ramas, y sus pies, olvidados, daban constantemente contra las piedras o se enzarzaban en los matorrales. Se daba cuenta de que estos batallones, con sus conmociones, se hallaban tejidos en rojo y destacaban en la trama suave de apagados verdes y castaños. Parecía ser un lugar muy poco adecuado para un campo de batalla.
Los escaramuzadores en avance le fascinaban. Sus disparos a los matorrales y a los más altos árboles le hablaban de tragedias escondidas, misteriosas, solemnes.
Una vez la línea se encontró con el cuerpo de un soldado muerto. Yacía de espaldas, con los ojos fijos en el cielo. Iba vestido con un extraño traje de un marrón amarillento. El muchacho pudo ver que las suelas de sus zapatos estaban gastadas hasta ser delgadas como el papel, y por un enorme desgarrón en una de ellas surgía el pie muerto desoladamente. Y era como si el destino hubiera traicionado al soldado. Una vez muerto, descubría a sus enemigos la pobreza que durante su vida él había, quizá, ocultado a sus amigos.
Las filas se separaron disimuladamente para evitar el cadáver. El hombre muerto, invulnerable, se abría paso a la fuerza. El muchacho miró atentamente la cara cenicienta. El viento movía la barba dorada. La movía como si una mano la acariciara. Deseó vagamente dar vueltas y vueltas alrededor del cuerpo y observarlo; el impulso de los vivos de leer en los ojos muertos la respuesta a la pregunta.
Durante la marcha, el ardor que el muchacho había adquirido mientras se hallaba fuera de la visión del campo se disolvió rápidamente. Su curiosidad se había satisfecho con facilidad. Si una escena intensa le hubiera arrebatado con fuerza salvaje al llegar a la cima de la ladera, quizá hubiera avanzado con rugiente ardor; pero este avance sobre la naturaleza era demasiado tranquilo. Tenía ocasión de reflexionar. Tenía tiempo para dudar de sí mismo y tratar de examinar sus sensaciones.
Su mente se llenó de ideas absurdas. Pensó que no le atraía el paisaje. Le amenazaba. Sintió extenderse por su espalda una sensación de frío y le pareció que los pantalones no eran en absoluto adecuados para sus piernas.
Una casa que se erguía pacíficamente en los campos lejanos le pareció que tenía un aspecto amenazante. Las sombras de los bosques eran formidables. Estaba seguro de que en este panorama se hallaban al acecho enemigos de acerados ojos. Se le ocurrió de repente que los generales no sabían nada de lo que estaban haciendo. Todo era una trampa. Estos bosques cerrados iban a erizarse súbitamente con cañones de rifles. Férreas brigadas aparecerían en la retaguardia. Todos iban a ser sacrificados. Los generales eran estúpidos. El enemigo devoraría dentro de poco toda su unidad. Miró enfurecido a su alrededor, esperando ver la llegada agazapada de su propia muerte.
Pensó que tenía que separarse de las filas y hablar a sus camaradas. No debía suceder que a todos los mataran como cerdos, y estaba seguro de que esto era lo que pasaría a menos de que se les informara de estos peligros. Los generales eran idiotas al mandarles marchar hacia una pocilga atrincherada. No había más que un solo par de ojos en todo el conjunto. Iba a adelantarse y hacer un discurso. Palabras estridentes y apasionadas llegaron a sus labios.
La línea, rota por el terreno en fragmentos móviles, avanzaba con calma a través de campos y bosques. El muchacho miró a los hombres más cercanos a él y vio, en la mayoría, expresiones de hondo interés, como si estuvieran investigando algo que les hubiera fascinado. Uno o dos pisaban con aire supervaliente, como si ya se hubieran metido de lleno en la guerra. Otros andaban como si estuvieran pisando hielo quebradizo. La mayor parte de los hombres aún no iniciados aparecían silenciosos y absortos. Todos iban a observar la guerra, la bestia roja; la guerra, el dios henchido de sangre. Y todos se hallaban hondamente absortos en la marcha.
Al mirarlos, el muchacho agarrotó las palabras que surgían en su garganta. Comprendió que, incluso si los hombres estuvieran temblando de miedo, se reirían de sus advertencias; se burlarían de él y, si podían, le apedrearían. Aun admitiendo que estuvieran equivocados, un enloquecido discurso de esta clase iba a convertirle en un gusano.
Asumió entonces la actitud del que sabe que él solo está cargado con tácitas responsabilidades. Se retrasó, lanzando trágicas miradas al cielo.
Al poco rato fue sorprendido por el joven teniente de su compañía, que empezó a empujarle vivamente con el puño de la espada, gritando con voz alta e insolente:
—Vamos, muchacho, ponte en las filas. Aquí no vamos a tener rezagados.
Modificó el paso con adecuada rapidez y odió al teniente, que no sabía apreciar mentes perceptivas. No era más que un bruto.
Después de un trecho, la brigada se detuvo a la luz catedralicia de un bosque. Los infatigables escaramuzadores se hallaban aún disparando. A través de los senderos del bosque podía verse el humo que flotaba saliendo de sus rifles. A veces se elevaba formando pequeñas bolas, blancas y compactas.
Durante esta parada, muchos de los hombres del regimiento empezaron a construir pequeñas colinas enfrente de ellos. Usaban piedras, palos, tierra y todo lo que les parecía que podía detener una bala. Algunos las hicieron relativamente grandes, mientras a otros parecía bastarles con algo más pequeño.
Este procedimiento ocasionó una discusión entre los hombres. Algunos deseaban luchar como en un duelo, creyendo que lo único aceptable era permanecer erguidos y ser una especie de diana de pies a cabeza. Dijeron que despreciaban los artificios de los cautelosos. Pero los otros se burlaron al responderles y les mostraron a los veteranos situados a los lados que estaban excavando el terreno como perros zorreros. En poco tiempo había ya una considerable barricada a lo largo del frente del regimiento. Sin embargo, en seguida se les ordenó retirarse de aquel lugar.
Esto dejó al muchacho atónito. Se olvidó de su resentimiento hacia el movimiento de avance.
—Bueno, pero entonces, ¿por qué nos hicieron venir hasta aquí? —le preguntó al soldado alto.
Éste, con tranquila confianza, empezó a darle una complicada explicación, aunque él había tenido que abandonar una pequeña protección de piedras y barro a la que había dedicado gran cuidado y habilidad.
Cuando el regimiento se había alineado en otra posición, la preocupación de cada uno de los hombres hacia su propia seguridad provocó otra línea de pequeñas trincheras. Comieron su almuerzo detrás de una tercera línea y también les hicieron retirarse de ésta. Les llevaban de un lugar a otro, aparentemente sin dirección alguna.
Al muchacho le habían dicho que el hombre se convertía en algo completamente diferente en una batalla. En este cambio veía él su salvación. Por lo tanto, esta espera era insoportable. Se hallaba en un frenesí de impaciencia. Estaba seguro de que esto indicaba una falta de propósito por parte de los generales. Empezó a quejarse al soldado alto:
—No puedo soportar esto por mucho más tiempo —exclamó—. No sé de qué sirve que tengamos las piernas agotadas sin lograr nada.
Deseaba volver al campamento, sabiendo que todo este asunto no era más que una demostración azul; esto, o bien entrar en lucha y descubrir que había sido un estúpido al dudar y que era, en verdad, un hombre lleno del valor tradicional. Sintió que la tensión de las circunstancias presentes era intolerable.
El soldado alto, filosóficamente, se preparó un bocadillo de galletas saladas y tocino y lo consumió con ademán negligente.
—Bueno, supongo que tenemos que ir explorando todos estos sitios de alrededor sólo para impedirles que se acerquen demasiado o para hacerles desplegar sus fuerzas o algo así.
—¡Ja! —dijo el soldado jactancioso.
—Bueno —exclamó el muchacho, aún nervioso—, yo preferiría hacer cualquier otra cosa y no ir pisoteando el campo todo el día, sin hacer nada útil para nadie y sólo agotándonos por completo.
—Yo también —gritó el soldado jactancioso—. No es justo. Te digo que si este ejército fuera dirigido por alguien con un poco de sentido común…
—¡Cállate ya! —rugió el soldado alto—. ¡Pequeño imbécil! ¡Condenado idiota! No hace ni seis meses que tienes esta chaqueta y estos pantalones, y ya hablas como si…
—Bueno, de todos modos, quiero entrar en lucha —interrumpió el otro—. No vine aquí para hacer caminatas. Hubiera podido andar en mi casa, dar cien vueltas alrededor del establo, si hubiera querido solamente caminar.
El soldado alto, con la cara enrojecida, consumió otro bocadillo como si tomara veneno en su desesperación.
Pero gradualmente, mientras masticaba, su rostro volvió de nuevo a expresar tranquilidad y confianza. Le era imposible enzarzarse en una discusión rabiosa ante esos bocadillos. Durante las comidas siempre tenía una expresión de contemplación extática de lo que consumía. Su espíritu parecía estar entonces comulgando con las viandas.
Aceptaba el cambio de posición y circunstancias con gran serenidad, comiendo de lo que llevaba en su macuto cada vez que la oportunidad se presentaba. Cuando marchaba, avanzaba con el paso del cazador, sin protestar ni por la marcha ni por la distancia. Y no había dicho ni una palabra cuando se le había ordenado alejarse de tres protectores montones de tierra y piedras, cada uno de los cuales había sido un prodigio de construcción digno de haberse consagrado dedicándolo al nombre de su abuela.
Por la tarde el regimiento salió al mismo terreno por el que habían pasado por la mañana. El paisaje dejó entonces de amenazar al muchacho. Había estado cerca de él y lo conocía bien.
Sin embargo, cuando empezaron a pasar a una nueva región, sus antiguos miedos de estupidez e incompetencia volvieron a asaltarlo, pero esta vez les dejó charlotear obstinadamente. Se hallaba completamente absorto en su problema y, en su desesperación, decidió que la estupidez no importaba gran cosa.
Una vez creyó que había decidido que lo mejor sería que lo mataran en seguida y acabar así con sus angustias. Mirando a la muerte así, con el rabillo del ojo, pensó que no era nada más que un descanso, y se sintió lleno de un momentáneo asombro por haber armado tan extraordinaria conmoción sobre un asunto tan trivial como ser muerto. Moriría; iría entonces a un lugar donde lo comprenderían. Era inútil esperar recibir apreciación de sus profundas y agudas sensaciones por parte de hombres como el teniente. Tenía que esperar hasta el sepulcro para hallar comprensión.
El fuego de escaramuzas había aumentado hasta ser un amplio sonido retumbante. Con él se mezclaba una especie de lejanos vítores. Sonó la voz de una batería.
Al momento el muchacho pudo ver a los escaramuzadores corriendo, perseguidos por el sonido de la fusilería. A los pocos minutos podían verse las ardientes y peligrosas llamaradas de los rifles. Las nubes de humo se elevaban lenta e insolentemente a través de los campos, como fantasmas en observación. El clamor crecía continuamente, como el rugido de un tren que va aproximándose.
Una brigada que se hallaba más avanzada, hacia su derecha, entró en acción con un rugido desgarrador. Era como si hubiera explotado. Y desde aquel momento permaneció extendida en la distancia detrás de una larga pared gris, a la que uno tenía que mirar dos veces para estar seguro de que era sólo humo.
El muchacho, olvidando su cuidadoso plan de morir, lo observaba todo hechizado. Tenía los ojos abiertos y repletos de la acción de la escena. Su boca estaba también entreabierta.
De repente sintió una mano pesada y triste que se posaba en su hombro. Despertando de su trance de observación, se volvió y vio al soldado jactancioso.
—Va a ser mi primera y última batalla, viejo —dijo éste con intensa melancolía. Estaba muy pálido, y sus labios, algo femeninos, temblaban.
—¿Qué? —murmuró el muchacho con intenso asombro.
—Va a ser mi primera y última batalla, viejo —repitió el soldado jactancioso—; algo me dice que…
—¿Qué?
—Que voy a caer como un mosquito esta primera vez… y qui… quiero que lleves estas cosas… a… mi… gente —acabó con un sollozo vacilante de piedad hacia sí mismo.
Le entregó al muchacho un pequeño paquete, envuelto en un sobre amarillo.
—Pero ¿qué demonios…? —empezó el muchacho.
Pero el otro lo miró como si se hallara en las profundidades de una tumba; levantó una mano sin fuerzas, de modo profético, y se volvió alejándose.