Capítulo 9
Capítulo 9
El muchacho fue retrocediendo en la procesión hasta que el soldado andrajoso se halló fuera de su vista. Entonces empezó a marchar de nuevo con los demás.
Pero se hallaba entre heridos. El tropel de hombres avanzaba sangrando. A causa de la pregunta del soldado andrajoso, le parecía ahora que su vergüenza era algo que podía percibirse. Iba continuamente mirando por el rabillo del ojo, para ver si los hombres estaban contemplando las letras de culpabilidad que sentía grabadas ardientemente en su frente.
A veces miraba a los soldados heridos con envidia. Le parecía que las personas con cuerpos lacerados debían ser peculiarmente felices. Deseaba que él también hubiera podido ostentar una herida, un rojo emblema del valor.
El soldado espectral estaba a su lado, como un reproche majestuoso. Los ojos del hombre estaban clavados, con una mirada fija, en lo desconocido. Su cara gris, trágica, había atraído la atención de la muchedumbre, y los hombres, adaptándose a la lentitud de su terrible paso, andaban con él. Iban discutiendo su situación, preguntándole y dándole consejos. Él los rechazaba de manera obstinada, indicándoles que siguieran adelante y lo dejaran solo. Las sombras se hacían más profundas en su cara y los labios apretados parecían contener el gemido de intensa desesperación. Podía verse una cierta rigidez en los movimientos de su cuerpo, como si tuviera un infinito cuidado en no despertar la pasión de sus heridas. Al continuar hacia adelante parecía siempre ir buscando un lugar determinado, como el que va a escoger un sepulcro.
Algo en el gesto del hombre al pedir que se alejaran los soldados sangrantes y compasivos hizo que el muchacho se irguiera como si le hubieran mordido. Gritó con horror. Tropezando en su carrera hacia adelante, puso una mano temblorosa sobre el brazo del hombre. Cuando éste volvió lentamente sus rasgos cerúleos hacia él, el muchacho gritó:
—¡Dios! ¡Jim Conklin!
El soldado alto le dirigió una pequeña y trivial sonrisa.
—Hola, Henry —le dijo.
El muchacho vaciló sobre sus piernas y sus ojos brillaron extrañamente. Balbuceó y tartamudeó:
—¡Oh, Jim!… ¡Oh, Jim!… ¡Oh, Jim!…
El soldado alto extendió su mano ensangrentada. Había en ella una curiosa combinación roja y negra de sangre nueva y sangre seca.
—¿Dónde estuviste, Henry? —preguntó—. Creí que tal vez te habrían matado. Hubo un fregado de mil demonios hoy. Me tuvo preocupado.
El muchacho seguía lamentándose:
—¡Oh, Jim!… ¡Oh, Jim!… ¡Oh, Jim!…
—Sabes —dijo el soldado alto—, yo estuve allí —hizo un gesto cuidadoso—, y Señor, ¡qué baile! Y, ¡centellas!, me hirieron. Me hirieron… Sí, ¡centellas!, me hirieron —repitió de un modo asombrado, como si no pudiera entender cómo había sucedido.
El muchacho tendió sus brazos ansiosamente para ayudarle, pero el soldado alto siguió firmemente adelante, como si le empujaran. Desde la llegada del muchacho como guardián de su amigo, los otros hombres heridos habían dejado de mostrar mucho interés. Estaban ocupados de nuevo en arrastrar sus propias tragedias hacia la retaguardia.
De repente, mientras los dos amigos marchaban hacia adelante, el soldado alto pareció ser vencido por el terror. Su cara diríase que se tornaba como de engrudo gris. Agarró el brazo del muchacho y miró a su alrededor, como si temiera que le oyeran. Luego empezó a hablar en un susurro tembloroso.
—Voy a decirte lo que me horroriza, Henry…, voy a decirte lo que me horroriza. Me da miedo caerme… y, entonces, sabes…, estos condenados vagones de artillería… son capaces de pasarme por encima. Esto es lo que me horroriza…
El muchacho le gritó histéricamente:
—¡Yo me cuidaré de ti, Jim! ¡Yo me cuidaré de ti! ¡Te juro por Dios que lo haré!
—Seguro…, ¿lo harás, Henry? —rogó el soldado alto.
—Sí…, sí…; te lo digo…, ¡me cuidaré de ti, Jim! —reiteró el muchacho. No podía hablar bien a causa de los sollozos que tenía en la garganta.
Pero el soldado alto siguió rogando en voz baja. Ahora colgaba infantilmente del brazo del muchacho. Sus ojos rodaban en la locura de su terror.
—Siempre fui un buen amigo para ti, ¿no es verdad, Henry? Siempre fui bastante buen rapaz, ¿verdad? Y no es mucho pedir, ¿verdad? ¡Sólo echarme hacia fuera de la carretera! Yo lo haría por ti, ¿no es verdad, Henry?
Se paró con lastimera ansiedad, esperando la respuesta de su amigo.
La angustia del muchacho había alcanzado un punto en que los sollozos contenidos quemaban su garganta. Trató de expresar su lealtad, pero no logró más que hacer gestos fantásticos. Sin embargo, el soldado alto pareció repentinamente olvidar todos aquellos miedos. Volvió a ser una vez más el espectro severo y majestuoso de un soldado. Siguió adelante con pétrea rigidez. El muchacho deseaba que su amigo se apoyara en él, pero el otro siempre sacudía la cabeza y protestaba de modo extraño:
—No…, no…, no… Déjame…, déjame…
Tenía la mirada fija de nuevo en lo desconocido. Se movía con propósito misterioso y apartó a un lado todos los ofrecimientos del muchacho:
—No…, no… Déjame…, déjame…
El muchacho tuvo que seguirle.
Al poco rato oyó éste una voz que le hablaba suavemente cerca del hombro. Volvióse y vio que pertenecía al soldado andrajoso.
—Sería mejor que lo apartaras de la carretera, compañero. Hay una batería que viene levantando chispas, y lo van a aplastar. Va a morirse, de todos modos, en unos cinco minutos…, es fácil verlo. Es mejor que lo apartes de la carretera. ¿De dónde demonios saca las fuerzas?
—¡Dios lo sabe! —gritó el muchacho, sacudiendo las manos con desesperación.
Al cabo de un momento corrió hacia adelante y cogió al soldado por el brazo.
—¡Jim! ¡Jim! —le rogó—. ¡Ven conmigo!
El soldado alto trató débilmente de librarse de él.
—Eh… —dijo en tono vacío de expresión.
Miró al muchacho fijamente un momento. Al fin dijo, como si apenas lo comprendiera:
—¡Oh! ¿Al campo? ¡Oh!
Se encaminó a ciegas hacia la hierba.
El muchacho se volvió una vez a mirar a los jinetes, que chasqueaban los látigos, y a los traqueteantes cañones de la batería. Lo sacó de esta contemplación, con un sobresalto, una exclamación estridente del hombre andrajoso:
—¡Dios! ¡Ha echado a correr!
Volviendo la cabeza rápidamente, el muchacho vio a su amigo corriendo de modo tambaleante y tropezando hacia un pequeño matorral. Le pareció que le arrancaban el corazón al verle. Gimió con pena. Él y el hombre andrajoso corrieron hacia aquél. Era una extraña carrera.
Cuando alcanzó al soldado alto, empezó a rogarle con todas las palabras que pudo hallar:
—Jim…, Jim…, ¿qué estás haciendo?… ¿Por qué haces esto?… Vas a hacerte mucho daño…
En la cara del soldado alto había la misma intensidad de propósito. Protestó de modo maquinal, manteniendo los ojos fijos en el lugar místico de sus designios.
—No…, no…, no me toques… Déjame…, déjame…
El muchacho, paralizado y lleno de asombro, parado ante el soldado alto, empezó a preguntarle temblorosamente:
—Pero ¿dónde vas, Jim? ¿En qué estás pensando?
¿Dónde vas? Dímelo, ¿quieres, Jim?
El soldado alto se volvió, como para encararse a incansables perseguidores. Había en sus ojos una inmensa súplica.
—Déjame, ¿no puedes dejarme? Déjame en paz un minuto.
El muchacho retrocedió.
—¡Cómo, Jim! —dijo, de modo absorto—. ¿Qué te pasa?
El soldado alto dio la vuelta y, tambaleándose peligrosamente, continuó adelante. El muchacho y el soldado andrajoso le siguieron, cabizbajos, como si les hubieran apaleado, sintiéndose incapaces de encararse con el herido, si éste volvía a enfrentarse con ellos.
Empezaron a pensar que se hallaban ante una solemne ceremonia. Había algo ritual en esos movimientos del soldado sentenciado. Y había en él algo que le hacía parecer una persona consagrada a una enajenada religión que chupa la sangre, desgarra los músculos, aplasta los huesos. Estaban aterrados, temerosos. Se mantenían atrás, como por miedo a que él pudiera tener, con sólo pedirlo, un terrible instrumento de castigo.
Al fin lo vieron detenerse y permanecer inmóvil. Apresurándose, se dieron cuenta de que tenía en la cara una expresión que les decía que, por fin, había hallado el lugar por el cual se había esforzado. Su figura delgada estaba erguida; sus manos ensangrentadas permanecían inmóviles en su costado. Esperaba con paciencia algo con lo cual había venido a encontrarse. Se hallaba en el lugar de la cita. Ellos se pararon también y se quedaron quietos, expectantes.
Hubo un silencio.
Finalmente, el pecho del soldado sentenciado empezó a jadear con forzados movimientos. Éstos fueron aumentando en violencia hasta que era como si un animal se hallara dentro de él y estuviera golpeando furiosamente para liberarse.
Este espectáculo de estrangulación gradual hizo estremecerse al muchacho, y una vez, cuando su amigo levantó los ojos, vio algo en ellos que le hizo caer gimiendo en el suelo. Elevó la voz en una última llamada suprema:
—Jim…, Jim…, Jim…
El soldado alto abrió los ojos y habló, haciendo un gesto:
—Déjame…, no me toques…, déjame… Hubo otro silencio mientras esperaba.
De repente su cuerpo se puso rígido y se irguió. Luego fue sacudido por un prolongado temblor. Miró fijamente al espacio. Para los dos observadores, había una dignidad profunda y curiosa en las líneas firmes de su cara terrible.
Iba invadiéndole una especie de serpenteante enajenamiento que lo envolvía. Por un instante el temblor de sus piernas le hizo bailar como al son de un odioso caramillo. Sus brazos se agitaron locamente sobre su cabeza con expresión de inefable entusiasmo. Su alta figura se irguió en toda su magnitud. Hubo un leve sonido de algo que se desgarraba. Luego, empezó a deslizarse hacia adelante, lento y erguido, como se desploma un árbol. Una rápida contracción muscular hizo que el hombro izquierdo tocara primero el suelo.
El cuerpo pareció rebotar levemente en la tierra.
—¡Dios! —exclamó el soldado andrajoso.
El muchacho había observado, hechizado, esta ceremonia en el lugar de la cita. Su cara se había contraído con la expresión de cada una de las agonías que había imaginado para su amigo.
Se irguió ahora sobre sus pies y, acercándose, miró la cara que parecía de engrudo. Tenía la boca abierta y asomaban los dientes en una sonrisa.
Al separarse del cuerpo, la chaqueta azul dejó ver su costado y pudo verse que éste parecía haber sido furiosamente mordido por lobos.
El muchacho se volvió con súbita y lívida furia hacia el campo de batalla. Agitó el puño. Parecía estar a punto de lanzar una filípica.
—Maldito…
El rojo sol estaba pegado en el cielo como una oblea.