La roja insignia del valor

Capítulo 23

Capítulo 23

Por detrás de la línea llegó, a galope, el coronel. Le seguían otros oficiales.

—¡Hay que ir a la carga! ¡Hay que ir a la carga! —gritaban, con voces resentidas, como esperando que los hombres se rebelaran ante esta orden.

El muchacho, al oír estos gritos, empezó a estudiar la distancia que había entre él y el enemigo. Hizo unos vagos cálculos; comprendía que para ser verdaderamente firmes soldados tenían que ir adelante. Quedarse donde estaban equivalía a morir, y, dadas las circunstancias, emprender una retirada llenaría de gozo a un excesivo número de los que se hallaban ajenos a esta acción. Su única esperanza era obligar a los irritantes enemigos a salir de su refugio de la valla.

Estaba seguro de que sus compañeros, cansados y entumecidos, tendrían que ser empujados por la fuerza a este asalto, pero al volverse hacia ellos percibió, con sorpresa, que estaban expresando su asentimiento clara y rápidamente. Hubo una rechinante y ominosa obertura a la carga cuando los mangos de las bayonetas chocaron con los cañones de los fusiles. Al grito de la voz de mando los soldados avanzaron hacia adelante en un ansioso salto. En el movimiento del regimiento entero había una nueva e inesperada fuerza. El propio conocimiento de su estado agotado y exhausto hacía que la carga pareciera un paroxismo, un despliegue de la fuerza que llega antes de la debilidad final. Los hombres se apresuraban con una extraña y morbosa fiebre de rapidez, corriendo como si quisieran alcanzar un triunfo repentino antes de que aquel fluido embriagador les abandonara. Era una carrera ciega y desesperada, llevada a cabo por un grupo de hombres en polvoriento y andrajoso azul, sobre un césped verde y bajo un cielo de zafiro, hacia un vallado que apenas se delineaba a través del humo y detrás del cual chisporroteaban incansables los fieros fusiles del enemigo.

El muchacho mantenía la brillante bandera al frente de la línea. Avanzaba agitando el brazo que le quedaba libre en furiosos círculos, lanzando al mismo tiempo locos gritos y apasionados llamamientos, urgiendo a los que no necesitaban ser animados, porque parecía que la horda de hombres de azul, lanzándose a sí mismos sobre el peligroso grupo de fusiles, había de nuevo enloquecido de repente con el entusiasmo de la abnegación. Al enfrentarse con los constantes disparos que lanzaban contra ellos, parecía que lo único que podían lograr era crear un abundante derramamiento de cadáveres sobre la hierba, entre su antigua posición y la valla. Pero se hallaban poseídos por un extraño frenesí, quizá a causa de olvidadas vanidades, y esto constituía una exhibición de sublime inconsciencia. No había dudas o preguntas evidentes, ni preparación alguna, ni diagramas. Aparentemente no había tampoco excusas que fueran dignas de consideración. Parecía que las rápidas alas de sus deseos se habrían destrozado contra las puertas de hierro de lo imposible.

Él mismo se sintió con el espíritu audaz de un ser salvaje al que enloquecen sus creencias religiosas. Se veía capaz de profundos sacrificios, de una tremenda muerte. No tenía tiempo para disecciones, pero sabía intuitivamente que para él las balas no eran en aquel momento más que objetos que podían impedirle alcanzar el lugar al cual aspiraba. Y en su interior se alzaban sutiles llamaradas de alegría por el hecho de pensar así.

Puso en tensión toda su energía. Su visión era débil y le deslumbraba la presión combinada del pensamiento y el humo. No veía nada aparte de la niebla rasgada por pequeños cuchillos de fuego, pero sabía que allí, al frente, se encontraba la vieja cerca, erigida por un campesino desaparecido de aquel lugar, protegiendo los cuerpos de los hombres de gris, apretados unos contra otros.

Mientras corría, la idea del momento de entrar en contacto brilló en su mente. Esperaba que habría una gran conmoción cuando los dos cuerpos de ejército chocaran. Y esto se convirtió en parte de su salvaje locura de batalla. Podía sentir a su alrededor la oleada del regimiento en avance e imaginaba un golpe terrible, aplastante, que destrozaría la resistencia y esparciría consternación y asombro a lo largo de varias millas. El regimiento volante iba a tener el efecto de una verdadera catapulta. Y esta visión le hizo correr aún más deprisa entre sus camaradas, que avanzaban lanzando roncos y frenéticos vítores.

Sin embargo, pronto pudo ver que muchos de los hombres de gris no pensaban aguantar el golpe. El humo, al alejarse rodando, descubrió hombres que corrían con las caras aún vueltas hacia ellos. Éstos se convirtieron luego en multitud, una multitud que se retiraba obstinadamente. Con frecuencia alguno de ellos daba la vuelta un momento para lanzar un disparo a la oleada azul.

Pero en un solo punto de la línea había un grupo obstinado y firme que no hizo movimiento alguno. Se habían colocado firmemente detrás de postes y barandillas. Una bandera, izada y orgullosa, ondeaba sobre ellos, y sus fusiles resonaban ferozmente.

El torbellino azul de hombres llegó muy cerca, tanto que pareció que verdaderamente iba a desarrollarse una lucha cuerpo a cuerpo y terrible. Había un claro desdén en la oposición del pequeño grupo que cambió el significado de los vítores de los hombres de azul. Se convirtieron en gritos de ira, directos, personales. Los gritos de los dos grupos eran, por su sonido, un intercambio de hirientes insultos.

Los azules mostraron los dientes y brilló reluciente el blanco de sus ojos. Se lanzaron a la garganta de los que permanecían resistiendo. El espacio entre ellos disminuyó hasta convertirse en una distancia insignificante.

El muchacho había fijado los ojos de su alma en aquella otra bandera. Su posesión sería digna de enorgullecerlos. Significaría una lucha cuerpo a cuerpo, con golpes muy cercanos. Sintió un odio gigantesco hacia todos aquellos que creaban grandes dificultades y complicaciones y hacían, con ellas, que esta posesión fuera como la de un ansiado tesoro mitológico, colocado de manera que fueran necesarios trabajos hercúleos y hazañas peligrosas.

Se lanzó hacia ella como un caballo desbocado. Había decidido que no iba a escapárseles, si lo que era necesario para arrebatarla eran golpes salvajes y audacia. Su propia bandera, temblorosa y desplegada al viento, iba volando en línea recta hacia la otra. Parecía que al poco rato iba a ocurrir un encuentro fantástico, de extraños picos y garras, como entre dos águilas.

El torbellino de hombres de azul llegó a un súbito alto a una distancia cercana y peligrosa y lanzó una rugiente, rápida y poderosa descarga. El grupo de gris fue separado y roto por este fuego, pero el cuerpo lastimado y lacerado siguió luchando. Los hombres de azul, gritando de nuevo, se precipitaron sobre ellos.

El muchacho, mientras iba avanzando a saltos, vio, como a través de una niebla, el cuadro de cuatro o cinco hombres que habían quedado tendidos en el suelo, y otros retorciéndose sobre las rodillas, con la cabeza inclinada, como si hubieran sido fulminados por los rayos de fuego lanzados desde el cielo. Entre ellos, tambaleándose, se encontraba el portador de la bandera rival, y el muchacho vio que éste había sido mortalmente herido por las balas de la última y formidable descarga. Se dio cuenta de que era evidente que este hombre se estaba debatiendo en la última y trágica lucha, la lucha del que siente que sus piernas están agarrotadas por demonios. Era una batalla personal y espantosa. Sobre su cara se extendía la palidez de la muerte, pero aun sobre ésta podían verse las líneas oscuras y cinceladas por la dureza de un propósito desesperado. Con una terrible sonrisa de resolución atrajo hacia sí su preciosa bandera y se tambaleó y vaciló en su deseo anhelante de alejarse hacia donde pudiera hallar seguridad para ella.

Pero sus heridas parecían obstinarse en retrasar sus pies, en retenerlos, y él se debatía en una lucha macabra y sin piedad, como si vampiros invisibles se hubieran clavado ávidamente en sus piernas. Los que seguían encontrándose en la avanzada de las veloces líneas azules, aullando vítores, saltaron la valla. Y él, al verlos, cuando volvió la cara hacia ellos, tenía en los ojos la amarga desesperación de una derrota inexorable.

El amigo del muchacho saltó sobre la obstrucción presentada por la valla con un salto poderoso y violento y se lanzó hacia la bandera como una pantera se lanza sobre su presa. Tiró de ella y, arrebatándola, elevó su rojo brillo lanzando un ronco grito de triunfo; al mismo tiempo el que hasta entonces había sido portador de ella se lanzaba hacia adelante en una angustia atormentada y final y, envarándose convulsivamente, volvía su cara ya muerta hacia el suelo. Y había mucha sangre sobre la verde hierba.

En el lugar donde se había obtenido el triunfo empezaron a oírse locos gritos de victoria. Los hombres gesticulaban y rugían en pleno éxtasis. Cuando hablaban, parecían creer que sus oyentes e interlocutores se hallaban por lo menos a una milla de distancia. Todas las gorras y todos los casquetes que les quedaban eran una y otra vez lanzados al aire alegremente.

En uno de los puntos de la línea cuatro hombres del enemigo habían sido rodeados y ahora estaban allí, sentados y guardados, como prisioneros. Algunos de los hombres de azul se habían quedado junto a ellos, formando un círculo ansioso y lleno de curiosidad. Era como si los soldados hubieran atrapado unos pájaros extraños y curiosos y estuvieran ahora haciendo el examen de ellos. Había en el aire un aleteo de rápidas preguntas.

Uno de los cuatro prisioneros se estaba vendando una herida superficial que tenía en el pie. La acariciaba como si se tratara de un niño, pero levantaba la vista con frecuencia para maldecir, con asombroso y completo abandono, a sus capturadores en sus propias caras. Los mandaba constantemente a rojas y ardientes regiones; invocaba sobre sus cabezas la cólera pestilente de extraños dioses y, con todo esto, demostraba que se hallaba singularmente privado del más mínimo conocimiento de los puntos más adecuados de conducta de los prisioneros de guerra. Era como si hubiera recibido un pisotón de un pobre rústico, zafio e ignorante, y se creyera no sólo con el derecho, sino incluso con el deber de usar profundas y resentidas maldiciones.

Otro prisionero, que por sus años no era más que un chiquillo, parecía tomar su infortunio con gran serenidad y buen temperamento, aparentemente. Conversaba con los hombres de azul, estudiando sus caras con ojos brillantes y agudos. Hablaron de batallas, de condiciones. Y en todas las caras se mostraba un gran interés durante este intercambio de puntos de vista. Parecía que les producía una gran satisfacción poder escuchar voces donde antes sólo había existido oscuridad y vanas especulaciones.

El tercer prisionero permanecía sentado con una sombría expresión en su cara. Seguía manteniendo una actitud estoica y helada. A todos los avances que se producían a su alrededor oponía una sola respuesta, sin variaciones: ¡Vete al infierno!

El último de los cuatro hombres estuvo siempre silencioso y durante la mayor parte del tiempo procuró mantener la cara vuelta hacia alguna dirección donde no hubiera nadie. Por lo que el muchacho pudo ver, parecía hallarse sumido en un estado de absoluta y abrumadora tristeza. Había vergüenza en él y, junto con ésta, el profundo dolor del que siente que quizá ya no volverá a encontrarse más en las filas de sus compañeros. El muchacho no pudo descubrir en él expresión alguna que le permitiera creer que el otro pensaba en un futuro difícil, quizá en calabozos imaginarios o en hambre y brutalidades posibles para la imaginación. Todo lo que podía ver en él era la vergüenza producida por la captura y la pena por haber perdido definitivamente el derecho a luchar.

Cuando los hombres se hubieron regocijado ya suficientemente, se colocaron, para descansar, detrás de la vieja barandilla de la valla, en el lado opuesto a aquél del cual habían desalojado a sus enemigos. Unos cuantos lanzaron algunos disparos, sin atención y como al descuido, hacia figuras lejanas.

Había cerca de allí un poco de hierba alta. El muchacho se acurrucó allí y descansó, haciendo en la barandilla un soporte conveniente para la bandera. Su amigo, exaltado y rebosante de júbilo, sosteniendo su tesoro con alegre vanidad, llegó hasta él. Se sentaron uno al lado del otro y se felicitaron mutuamente.

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