Las aventuras de Tom Sawyer

Capítulo 25

Capítulo 25

El tesoro
El tesoro
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N LA vida de cualquier chico normal llega un momento en el que se siente un deseo irresistible de salir a donde sea en busca de un tesoro escondido. Un día, de repente, este deseo le sobrevino a Tom. Salió resueltamente a buscar a Joe Harper, pero no lo encontró. Luego fue a por Ben Rogers, que se había ido a pescar. Al rato se tropezó con Huck Finn, el Manos Rojas. Huck le serviría. Tom se lo llevó a un lugar apartado y le expuso el asunto confidencialmente. Huck accedió. Huck siempre estaba dispuesto a emprender cualquier asunto que ofreciera diversión y no requiriese inversión de capital, pues tenía a manos llenas un capitalazo de aquel tipo de tiempo que no es oro.

—¿Dónde vamos a cavar? —preguntó Huck.

—Pues en cualquier sitio.

—¡Anda!, ¿es que está escondido en todas partes?

—No, claro que no. Está escondido en lugares muy muy especiales, Huck… A veces en islas, a veces en cofres podridos debajo de la rama de un árbol seco exactamente donde cae la sombra a medianoche, pero, en la mayoría de los casos, debajo del piso de las casas encantadas.

—¿Quién lo esconde?

—Hombre, pues los ladrones… ¿Quién iba a ser si no?, ¿los superintendentes de las escuelas dominicales?

—No sé. Si yo tuviera un tesoro, no lo escondería; me lo gastaría y me lo pasaría fenómeno.

—Y yo. Pero los ladrones son distinto. Siempre lo esconden y ahí se queda.

—¿No vuelven a recogerlo nunca?

—No; piensan hacerlo, pero se les olvidan las señales o, si no, se mueren. El caso es que se queda escondido mucho tiempo y se pone todo mohoso, y después de mucho tiempo alguien se encuentra un papelajo amarillento donde pone cómo encontrar las señales… un papel que te lleva casi una semana descifrarlo porque está lleno de signos y jeroglíficos.

—¿Jero… qué?

—Jeroglíficos… dibujos y cosas, sabes, que parece que no dicen nada.

—¿Tú tienes uno de esos papeles, Tom?

—No.

—Pues entonces, ¿cómo vas a encontrar las señales?

—No me hacen falta. Siempre lo entierran debajo de una casa encantada, o en una isla, o debajo de un árbol seco que tiene una rama que sobresale. Bueno, ya hemos explorado un poco la isla de Jackson, y podemos volver a hacerlo otro día; y luego está la casa encantada, allá arriba, donde el riachuelo de la destilería; y hay montones de árboles con ramas secas… cantidades de ellos.

—¿Y en todos hay un tesoro?

—¿Qué dices? ¡No!

—Entonces, ¿cómo vas a saber en cuál tienes que buscar?

—¡Buscaremos en todos!

—Pero, Tom, nos vamos a pasar todo el verano cavando.

—Bueno, ¿y qué? Suponte que encuentras una olla de cobre con cien dólares dentro, todos llenitos de verdín, o un cofre carcomido y hasta arriba de diamantes. ¿Qué te parece?

A Huck le brillaron los ojos.

—Sería estupendo. La verdad que sí. Pero a mí dame los cien dólares, que no quiero diamantes.

—Muy bien. Pero te aseguro que yo no voy a hacer ascos a los diamantes. Los hay que valen a veinte dólares cada uno… y por los peores te dan por lo menos sesenta centavos o un dólar.

—¡No me digas!

—Claro que sí… eso lo sabe cualquiera. ¿Nunca has visto un diamante, Huck?

—Que yo recuerde, no.

—Huy, pues los reyes los tienen a montones.

—Claro, pero como yo no conozco a ningún rey, Tom…

—Ya sé que no. Pero si fueras a Europa, los verías a montones saltando por todas partes.

—¿Es que saltan?

—¿Que si saltan? ¡No seas bobo, claro que no!

—Ah, bueno, ¿entonces por qué lo has dicho?

—Bah, solo quería decir que los verías… no saltando, por supuesto… ¿para qué iban a saltar? Pero quiero decir que los verías… por todas partes, o sea, que hay muchos. Como aquel viejo Ricardo el jorobado.

—¿Ricardo? ¿Cómo se llama de apellido?

—No tenía apellido. Los reyes no tienen más que nombre.

—¿No?

—No, no tienen apellido.

—Bueno, Tom, pues allá ellos; pero yo no quiero ser rey y tener solo nombre de pila, como si fuera un negro. Pero oye… ¿dónde vas a cavar primero?

—Pues no lo sé. ¿Qué te parece si probamos debajo de aquel árbol seco que hay en la colina al otro lado del riachuelo de la destilería?

—De acuerdo.

Así que cogieron un pico roto y una pala y emprendieron una caminata de cinco kilómetros. Llegaron jadeantes y con mucho calor, y se tumbaron a la sombra de un olmo vecino para descansar y fumar.

—Me gusta esto —dijo Tom.

—A mí también.

—Oye, Huck, si encontramos un tesoro aquí, ¿qué vas a hacer con tu parte?

—Bueno me tomaré una tarta y un vaso de gaseosa todos los días, y además iré a todos los circos que vengan. Me lo voy a pasar de lo lindo.

—¿Y no piensas ahorrar nada del dinero?

—¿Ahorrarlo? ¿ qué?

—Pues para tener algo de qué vivir pasado algún tiempo.

—No vale la pena. Igual papá volvía al pueblo el día menos y le echaba el guante en cuanto me descuidara, y ese sí que se sacude los cuartos a toda velocidad. ¿Qué vas a hacer con el tuyo, Tom?

—Me voy a comprar un tambor nuevo y una espada de verdad, y una corbata roja y un cachorro de buldog, y voy a casarme.

—¡A casarte!

—Eso es.

—Tom, tú… chico, tú no estás bien de la cabeza.

—Bueno, ya veremos.

—Pero, hombre, ¿cómo se te ocurre esa tontería? Mira, por ejemplo, a mi papá y a mi madre. ¿Que si se peleaban? Siempre estaban peleándose. Me acuerdo muy bien.

—Y a mí qué. La chica con la que me voy a casar no armará peleas.

—Tom, yo creo que todas son iguales. Lo primero que hacen es dejarle a uno . Mira que te lo pienses bien. ¿Cómo se llama la moza?

—No es una moza… es una chica.

—Digo yo que será igual; unos dicen moza, otros chica… Qué más da, ¿no? De todas formas, Tom, ¿cómo se llama?

—Ya te lo diré algún día… ahora, no.

—Muy bien… de acuerdo. Pero anda que, si te casas, me voy a quedar más solo que la una.

—Ya verás como no. Te vendrás a vivir conmigo. Venga, vamos a dejarlo, que hay que cavar.

Trabajaron y sudaron durante media hora. Sin resultado. Prosiguieron con ahínco durante otra media hora. Y seguían sin resultado. Huck dijo:

—¿Siempre lo entierran tan abajo?

—A veces… no siempre. Por lo general, no. Me parece que no hemos con el sitio.

Así que escogieron otro lugar y volvieron a empezar. Trabajaban con menos energías, pero aún hicieron algunos progresos. Cavaron en silencio un rato. Por fin Huck se apoyó en la pala, se limpió con la manga las gotas de sudor de la frente y dijo: —¿Dónde vas a cavar luego, cuando acabemos con este?

—¿Qué te parece si probamos debajo del árbol viejo que hay en la colina Cardiff, detrás de la casa de la viuda?

—Yo creo que está bien. Pero ¿y si la viuda nos quita el tesoro, Tom? Es su finca.

—¡Que se cree ella eso! Ganas no le faltarán, pero el que encuentra un tesoro escondido se queda con él. No importa de quién sea la finca.

Huck se quedó satisfecho con la explicación. Siguieron trabajando. Al poco rato Huck dijo:

—¡Maldita sea! Otra vez nos hemos de sitio. ¿Qué te parece?

—Mira que es raro, ¿eh, Huck? No lo entiendo. A veces se meten por medio las brujas. Seguro que es eso lo que pasa ahora.

—Bah, las brujas no tienen poder durante el día.

—Eso sí que es verdad. No me daba cuenta. ¡Huy, ya sé lo que pasa! ¡Mira que somos tontos! Hay que averiguar dónde cae la sombra de la rama a medianoche, y allí es donde hay que cavar.

—Entonces, ¡qué diablos! Hemos estado trabajando a lo tonto y a lo bobo. Y encima, maldita sea, tenemos que volver por la noche. Con lo lejos que queda. ¿Podrás escaparte?

—Ya lo creo que sí. Hay que hacerlo esta noche sin falta, porque si alguien ve estos agujeros en seguida se dará cuenta de lo que hay aquí y nos lo birla.

—Bueno, iré a buscarte esta noche y maullaré.

—Muy bien. Vamos a esconder las herramientas entre los matorrales.

Los muchachos regresaron aquella noche a la hora convenida. Se sentaron en la oscuridad a esperar. El lugar era solitario y la hora solemne, según las tradiciones. Los espíritus murmuraban entre las hojas susurrantes, los fantasmas estaban al acecho en oscuros escondrijos, el profundo aullido de un sabueso se elevó en la lejanía, un búho respondió en tono fúnebre. Los muchachos, intimidados por tanta solemnidad, hablaban poco. Al cabo de un rato calcularon que ya eran las doce; hicieron una señal en el suelo, donde caía la sombra, y empezaron a cavar. Cada vez tenían más esperanza y más interés y, por lo tanto, cavaban con mayor ahínco. El agujero era cada vez más grande. En cuanto el pico chocaba contra algo, les pegaba un brinco el corazón. Pero todo en vano. Al final solo resultaba ser una piedra o un duro terrón de tierra. Por fin, Tom dijo: —Es inútil, Huck, nos hemos equivocado otra vez.

—Pero si no puede ser. Marcamos la sombra tal cual.

—Ya lo sé, pero hay algo más.

—¿El qué?

—Hombre, que calculamos la hora aproximadamente. No sería extraño que empezásemos demasiado tarde o demasiado temprano.

Huck dejó caer la pala y dijo:

—Claro, eso es lo malo. Pues así no vamos a ninguna parte. Nunca vamos a saber la hora exacta, y además a mí estas cosas me dan mucho miedo, a estas horas de la noche y todo lleno de brujas y fantasmas. Me parece que tengo a alguien detrás de mí todo el tiempo, y me da miedo volverme, por si hay otros por delante dispuestos a cazarme. Tengo la carne de gallina desde que estamos aquí.

—Bueno, yo estoy casi igual, Huck. Suelen meter a un hombre muerto donde entierran un tesoro, para vigilarlo.

—¡Ay, Señor!

—Sí que lo hacen. Siempre lo he oído decir.

—Tom, a mí no me gusta jugar con los muertos. Siempre acaba uno metido en un lío.

—Hombre, a mí tampoco me gusta molestarles. ¡Mira que si sale por ahí una calavera y nos dice cualquier cosa!

—¡No digas eso, Tom! ¡Ay, qué espanto!

—La verdad que sí, Huck; yo tampoco estoy nada a gusto.

—Oye, Tom, vámonos de aquí y buscamos en otro sitio.

—Sí, más nos vale.

—¿Dónde te parece?

Tom se quedó un rato pensando y luego dijo:

—En la casa encantada. ¡Eso es!

—Maldita sea, no me gustan las casas encantadas, Tom. Yo creo que son peores aún que los muertos. Los muertos a veces hablan, pero por lo menos no andan por ahí envueltos en una mortaja, ni se te aparecen cuando menos te lo esperas, ni se te asoman por encima del hombro de repente, rechinando los dientes, como hacen los fantasmas. Me parece que no puedo aguantar una cosa como esa, Tom…, no hay quien lo aguante.

—Sí, Huck, pero los fantasmas solo andan sueltos por la noche. No nos van a molestar si cavamos durante el día.

—Bueno, es verdad. Pero tú sabes muy bien que la gente no se acerca a esa casa encantada ni de día ni de noche.

—Bueno, eso es porque a nadie le gusta nunca ir a donde han asesinado a un hombre… Pero nadie ha visto nada por los alrededores de la casa más que de noche… y aun entonces solo han visto unas luces azules por las ventanas… Nadie ha visto un fantasma de verdad.

—Bueno, Tom, pero siempre que hay luces azules de esas por ahí, que viene el fantasma detrás. No hay más vueltas. Porque sabes que nadie más que los fantasmas las usan.

—Sí, es verdad. Pero de todas maneras los fantasmas no salen de día, así que no hay de qué tener miedo.

—Bueno, pues muy bien. Vamos a la casa encantada si te parece… pero creo que es bastante arriesgado.

Caminaban cuesta abajo según hablaban. Allí en medio del valle, bajo la luz de la luna, se veía la casa «encantada», completamente aislada: la valla había desaparecido hacía mucho tiempo, la maleza lo invadía todo, ocultando hasta los mismos escalones, la chimenea se había desmoronado, las ventanas carecían de cristales y una esquina del tejado se había hundido. Los muchachos se quedaron un buen rato contemplándola, esperando a medias ver una luz azul cruzar la ventana; luego, hablando en voz baja, como convenía a la hora y las circunstancias, se alejaron mucho hacia la derecha, para dar un buen rodeo a la casa encantada, y se fueron atravesando el bosque que embellecía la ladera opuesta de la colina Cardiff.

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