Las aventuras de Tom Sawyer

Capítulo 18

Capítulo 18

Amy Lawrence
Amy Lawrence
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QUEL había sido el gran secreto de Tom: regresar a casa con sus hermanos piratas y asistir a sus propios funerales. Habían cruzado a la orilla de Missouri montados en un tronco, el sábado a la hora del crepúsculo, desembarcando a unos ocho kilómetros aguas abajo de la aldea; durmieron en el bosque, en las afueras del pueblo, hasta casi el amanecer, y luego se deslizaron por calles solitarias y callejuelas y siguieron durmiendo en la tribuna de la iglesia entre un caos de bancos cojos.

El lunes por la mañana, durante el desayuno, la tía Polly y Mary se mostraron muy cariñosas con Tom y muy pendientes de sus deseos. Todos hablaban más de lo acostumbrado. En el curso de la conversación, la tía Polly dijo:

—Bueno, Tom, no digo que no fuera una broma estupenda hacer a todo el mundo sufrir casi una semana para que lo pasarais bien los chicos, pero cuánto siento que hayas podido ser capaz de dejarme sufrir de esa manera. Si podías cruzar el río en un tronco para asistir a tus propios funerales, podías haber cruzado para hacerme saber de alguna manera que no estabas muerto sino que solo te habías escapado.

—Sí, podías haberlo hecho, Tom —dijo Mary—; seguro que lo hubieras hecho si se te hubiese ocurrido.

—¿Lo hubieras hecho, Tom? —preguntó la tía Polly, con la cara iluminada por la esperanza—. Dime la verdad, ¿lo habrías hecho si se te hubiera ocurrido?

—Yo… pues… no lo sé. Lo hubiera echado todo a rodar.

—Tom, y yo que creía que eras capaz de quererme tanto como para hacerlo —dijo la tía Polly, con un tono de pena que inquietó al chico—. Al menos se te podía haber ocurrido pensar en ello, aunque no lo hicieras.

—Bueno, tiíta, qué más da —intercedió Mary—, ya sabes que es un atolondrado… Siempre va tan alocado que no se le ocurre nada.

—Peor que peor. A Sid se le hubiera ocurrido. Y además habría venido y lo habría hecho. Tom, algún día, cuando ya sea demasiado tarde, mirarás hacia atrás y te arrepentirás de no haberte portado mejor conmigo, con lo poco que te habría costado.

—Pero, tiíta, si ya sabes que te quiero —dijo Tom.

—Mejor lo sabría si te portaras como es debido.

—Ojalá se me hubiera ocurrido —dijo Tom, con tono arrepentido—, pero de todos modos soñé contigo. Eso ya es algo, ¿no?

—No es que sea mucho… Un gato también es capaz de hacerlo… aunque más vale eso que nada. ¿Qué fue lo que soñaste?

—Pues el miércoles por la noche soñé que tú estabas sentada ahí cerca de la cama y que Sid estaba sentado junto al cajón de la leña y Mary al lado de él.

—Pues fue así. Siempre nos sentamos así. Me alegro de que, aunque sea en sueños, te preocuparas tanto por nosotros.

—Y soñé que la madre de Joe Harper estaba aquí.

—¡Pues estuvo aquí! ¿Soñaste algo más?

—¡Huy, muchísimas cosas! Pero casi se me han .

—Anda, intenta recordarlas, ¿no puedes?

—Pues creo que el viento… el viento hizo temblar la… la…

—¡Haz un esfuerzo, Tom! El viento sí hizo temblar algo… ¡Anda!

Tom apretó los dedos contra la frente durante un minuto de expectación y luego dijo:

—¡Ya me acuerdo! ¡Ya me acuerdo! ¡Hizo temblar la vela!

—¡Bendito sea Dios! ¡Sigue, Tom, sigue!

—Y me parece que tú dijiste: «Creo que esa puerta…».

—¡Sigue, Tom!

—Déjame pensar un momento… espera un poco. Sí, eso es, dijiste que creías que la puerta estaba abierta.

—¡Tan seguro como que estoy sentada aquí! ¿Verdad que lo dije, Mary? ¡Sigue!

—Y luego… y luego… bueno no estoy muy seguro… pero me parece que le mandaste a Sid que fuera a… a…

—¿Y qué? ¿Qué? ¿Qué le mandé hacer?

—Le mandaste que… Eso, le mandaste que la cerrara.

—¡Ay, por el amor de Dios! ¡Nunca he oído una cosa semejante en toda mi vida! No me digas a mí que los sueños no tienen sentido. Sereny Harper se va a enterar de esto inmediatamente. Veremos lo que dice ahora, ella que siempre se está metiendo con nuestras supersticiones. ¡Sigue, Tom!

—Ay, pues ahora lo tengo tan claro como la luz del día. Luego dijiste que yo no era malo, solo travieso y atolondrado y que era más irresponsable que… que… que un potro o algo así.

—¡Y así fue! ¡Ay, Dios mío santísimo! ¡Sigue, Tom!

—Y entonces empezaste a llorar.

—Sí que lo hice. Fue así. Y no por primera vez, tampoco. Y luego…

—Luego la señora Harper empezó a llorar, y dijo que Joe era igual, y dijo que ojalá que no le hubiera dado azotes por comerse la nata cuando ella misma la tiró…

—¡Tom! ¡El espíritu estaba sobre ti! Los profetas moraban en ti… ¡eso es lo que te pasaba! ¡Cielos! ¡Sigue, Tom!

—Luego Sid dijo… dijo…

—Yo creo que no dije nada —dijo Sid.

—Sí que dijiste algo —comentó Mary.

—¡Callaos y dejad seguir a Tom! ¿Qué dijo, Tom?

—Dijo… creo que dijo que esperaba que yo estuviera mejor donde estaba, pero si me hubiera portado mejor algunas veces…

—¡Eso mismo! ¿Lo oís? ¡Sus mismísimas palabras!

—Y tú le hiciste callar en el acto.

—¡Te juro que sí! Tiene que haber sido cosa de los ángeles. Seguro que había un ángel en algún sitio.

—Y la señora Harper contó que Joe la había asustado con un petardo, y tú contaste lo de Peter y el Matadolores…

—¡Tan verdad como que estoy viva!

—Y luego hablaron un buen rato de dragar el río para buscarnos, y de los funerales del domingo, y entonces tú y la pobre señora Harper os abrazasteis y llorasteis, y luego ella se marchó.

—¡Pasó exactamente así! Pasó exactamente así, tan cierto como que estoy sentada en este mismo lugar. ¡Tom, no podrías haberlo contado mejor si lo hubieras visto! Y luego, ¿qué pasó? Sigue, Tom.

—Luego soñé que rezabas por mí… y te veía y oía cada palabra que decías. Y luego te acostaste y me dio tanto pena que cogí y escribí en un trozo de corteza de sicomoro: «No estamos muertos… solo nos hemos ido a hacernos piratas», y lo puse encima de la mesa al lado de la vela, y estabas tan guapa, así dormida, que soñé que me acercaba y me inclinaba a besarte en la boca.

—¿Lo hiciste, Tom, lo hiciste? ¡Todo te lo perdono, aunque solo sea por eso! —y le dio al muchacho un abrazo tan apretado que le hizo sentirse el más miserable de los villanos.

—Qué bueno, aunque solo fuera un… sueño —comentó Sid, con voz apenas perceptible.

—¡Cállate, Sid! La gente se porta exactamente igual en sueños que en la realidad. Aquí tienes una hermosa manzana que te tenía guardada, Tom, por si llegabas a aparecer… Ahora, vete a la escuela. Gracias le doy al buen Dios y Padre de todos nosotros porque te tengo otra vez a mi lado, a Él que es paciente y misericordioso para con todos los que creen en Él y guardan Su palabra, aunque el cielo sabe que no soy digna de ello; pero si solo los que se las merecen recibieran Sus bendiciones y solo a ellos los llevara de la mano para ayudarles a superar las dificultades del camino, serían muy pocos los que sonreirían aquí o los que entrarían en Su descanso cuando llegue la noche eterna. Marchaos ya, Sid, Mary, Tom… Fuera ya… Ya me habéis entretenido bastante.

Los niños se marcharon a la escuela y la anciana fue a visitar a la señora Harper con el fin de confundir su escepticismo contándole el maravilloso sueño de Tom. Sid tuvo la sensatez de callarse el pensamiento que tenía en mente al salir de casa. Era este: «¡Muy mosqueante… un sueño tan largo como ese y sin ningún error!».

¡Tom estaba hecho todo un héroe! No iba dando saltos y bailando, sino que andaba con un paso jactancioso y digno, propio de un pirata que sabe pendientes de sí los ojos de todo el mundo. Y en realidad así era; hacía como si no viera las miradas ni oyera los comentarios que suscitaba su paso, pero eran como un alimento para su alma. Los chicos más pequeños que él le seguían en tropel, orgullosos de que les vieran con él, de que Tom les aceptara, como si él fuera el tambor que va al frente de una procesión o el elefante que camina delante de las fieras de un circo. Los muchachos de su propia edad aparentaban no saber en absoluto que había estado ausente; sin embargo, se concomían de envidia. Hubieran dado cualquier cosa a cambio de la piel morena y bronceada de Tom y su brillante notoriedad, y Tom no hubiera cedido ninguna de estas cosas ni a cambio de un circo.

En la escuela los niños asediaron tanto a Tom y a Joe y les lanzaron miradas de tan elocuente admiración, que los dos héroes no tardaron en ponerse insufriblemente engreídos. Empezaron a contar sus aventuras a audiencias anhelantes… y no hicieron más que empezar, porque aquello parecía que no iba a tener fin, de tantos añadidos como les iban poniendo en su imaginación. Y por último, cuando sacaron las pipas y se pusieron a pasear como si tal cosa, echando bocanadas de humo, lograron alcanzar la cima de la gloria.

Tom decidió que ya podía prescindir de Becky Thatcher. Le bastaba con la gloria. Viviría para la gloria. Ahora que era famoso, tal vez ella intentaría «dar marcha atrás». Bueno, que lo hiciera… Ya se daría cuenta de que él podía ser tan indiferente como algunas otras personas. Al rato llegó ella. Tom aparentó no verla. Se alejó y se unió a un grupo de chicos y chicas y empezó a hablar con ellos. Pronto observó que ella correteaba de acá para allá, muy contenta, con la cara arrebolada y los ojos chispeantes, aparentando estar ocupada en perseguir a sus compañeros y dando gritos de alegría cuando capturaba a alguno; pero notó que en estas correrías siempre procuraba acercarse a él y parecía mirarle significativamente. Con ello no hacía sino halagar la enorme vanidad que había en Tom, y así, en vez de ganarle, solo conseguía que «se le subieran los humos» y pusiera más empeño en evitar mostrar que sabía lo que Becky se proponía. Al rato, ella dejó de jugar y se puso a pasear indecisa, lanzando un par de suspiros y mirando de reojo y con gran interés hacia Tom. Observó que Tom charlaba más animadamente con Amy Lawrence que con el resto de los chicos. Y sintió una pena aguda y al mismo tiempo se puso molesta e inquieta. Intentó alejarse, pero sus pies la traicionaban y se empeñaban en llevarla hacia el grupo. Le dijo, con falsa animación, a una muchacha que estaba casi al lado de Tom: —¡Hola, Mary Austin! Hay que ver cómo eres, ¿por qué no fuiste a la escuela dominical?

—Sí que fui… ¿es que no me viste?

—¡Pues no! ¿De verdad que fuiste? ¿Dónde estabas sentada?

—En el grupo de la señorita Peters, como siempre. Yo sí que te vi.

—¿Ah, sí? Pues qué raro que no te viera. Quería decirte lo de la merienda en el campo.

—¡Qué estupendo! ¿Quién va a organizaría?

—Mi madre me va a dar permiso para organizar una.

—Ay, qué bien; supongo que me invitará.

—Claro que sí. Es una fiesta en mi honor. Y mi madre va a invitar a todos los que yo quiera, y quiero invitarte a ti.

—Muchas gracias. ¿Cuándo será?

—Dentro de poco. Tal vez cuando empiecen las vacaciones.

—¡Ay, cómo nos lo vamos a pasar! ¿Vas a invitar a todos los chicos y chicas?

—Sí, a todos los que son mis amigos… o que quieran serlo —y miró a Tom con el rabillo del ojo, pero él seguía hablando con Amy Lawrence, contándole la terrible tormenta en la isla y cómo los rayos habían derribado el gran sicomoro haciéndolo «astillas», mientras él «estaba a menos de un metro del árbol».

—Oye, ¿me invitas a mí? —dijo Gracie Miller.

—Sí.

—¿Y a mí? —preguntó Sally Rogers.

—Sí.

—¿Y a mí también? —preguntó Susy Harper—. ¿Y a Joe?

—Sí.

Y así sucesivamente, y palmoteaban alegres. Solo faltaban Tom y Amy por pedir que los invitaran. Entonces Tom se alejó indiferente, mientras charlaba, y se llevó a Amy consigo. A Becky le temblaron las piernas y se le saltaron las lágrimas; lo disimuló con forzada vivacidad y siguió charlando, pero la merienda y todo lo demás había perdido interés; se escapó en cuanto pudo y se escondió para «llorar a sus anchas», como suelen decir las mujeres. Luego se quedó sentada, mustia y con el orgullo herido, hasta que sonó la campana. Entonces se levantó con una mirada vengativa y, sacudiéndose las trenzas con un brusco movimiento, dijo que ya sabía ella lo que tenía que hacer.

Durante el recreo, Tom continuó coqueteando con Amy, muy contento y satisfecho. Iba de acá para allá, intentando encontrarse a Becky para atormentarla con el espectáculo. Por fin la divisó, pero de repente se le cayó el alma a los pies. Ella estaba sentada cómodamente en un banquito detrás de la escuela, mirando un libro de estampas con Alfred Temple… y tan absortos estaban y tenían las cabezas tan juntas sobre el libro, que parecía que no existía más que aquello en el mundo. Los celos corrieron al rojo vivo por las venas de Tom. Empezó a odiarse por haber desperdiciado la oportunidad que Becky le había ofrecido de reconciliarse. Se llamó tonto y todos los insultos que se le ocurrieron. Tenía ganas de llorar de rabia. Amy seguía charlando tan contenta mientras paseaban, porque tenía el corazón alegre, pero la lengua de Tom dejó de funcionar. No oía lo que le decía Amy y, cuando ella se callaba esperando una respuesta, Tom solo podía balbucir una respuesta afirmativa, muchas veces inoportuna. Se empeñaba en regresar una y otra vez a aquel lugar detrás de la escuela, para quemarse los ojos con el odiado espectáculo. No podía evitarlo. Y le sacaba de quicio comprobar que a Becky Thatcher —o al menos eso se figuraba él— ni siquiera una vez se le pasaba por la imaginación que él estuviera en el mundo de los vivos. Ella, por supuesto, se daba cuenta de todo, y sabía también que iba ganando la batalla, y se alegraba al verle sufrir como ella había sufrido antes.

El alegre parloteo de Amy se hizo insoportable. Tom le dio a entender que estaba muy ocupado, que tenía muchas cosas que hacer y poco tiempo. Como si nada: la chica seguía charlando. Tom pensó: «Que se vaya a paseo, ¿no voy a quitármela nunca de encima?». Por fin insistió en que tenía que ocuparse de aquellas cosas… y ella dijo ingenuamente que estaría «por aquí» al terminar las clases. Y él se alejó a toda prisa, odiándola.

«¡Si hubiera sido cualquier otro chico!», pensaba Tom, haciendo rechinar los dientes. «¡Cualquier chico del pueblo, menos ese listillo de San Luis que se cree tan elegante y tan aristócrata! Ya verás, señorito, te di una paliza el primer día que pisaste este pueblo y te vas a ganar otra. ¡Espera a que te coja por la calle! Te voy a…».

Y se puso a pegar a un chico imaginario, dando puñetazos al aire, golpeándole y dando patadas: «Qué, ya tienes bastante, ¿eh? Conque te rindes, ¿eh? ¡Toma, para que aprendas!». Y así acabó la paliza imaginaria a su gusto.

Al mediodía Tom huyó a casa. Su conciencia no podía aguantar más la agradecida felicidad de Amy, y sus celos no podían soportar más la otra angustia. Becky volvió a mirar estampas con Alfred, pero, al ir desgranándose los minutos sin el menor rastro de Tom ni de sus padecimientos, su triunfo empezó a nublarse y ella perdió interés; luego se mostró seria y distraída y, finalmente, melancólica; aguzó el oído dos o tres veces al oír pasos, pero resultó ser una falsa alarma; Tom no aparecía. Por fin se sintió totalmente desgraciada y deseó no haber llevado las cosas hasta aquel extremo. Cuando el pobre Alfred, viendo que la perdía sin saber por qué, seguía exclamando: «¡Ay, mira qué graciosa! ¡Mira esta!», ella acabó por perder la paciencia y le dijo: —Anda, no me des la lata. ¡Ya no me gustan!

Se echó a llorar, se levantó y empezó a alejarse.

Alfred caminó a su lado y trató de consolarla, pero ella le dijo:

—¡Vete ya y déjame en paz de una vez! ¡Te odio!

Así que el chico se detuvo, preguntándose qué podría haberle hecho —porque ella había dicho que pasarían toda la hora del mediodía mirando estampas—, y ella siguió adelante, llorando. Entonces Alfred, pensativo, entró en la escuela solitaria. Se sentía humillado y enfadado. Fácilmente adivinó la verdad: la chica, sencillamente, lo había utilizado para vengarse de Tom Sawyer. Al ocurrírsele este pensamiento, no por ello odió menos a Tom, sino todo lo contrario. Ojalá pudiera meter a ese chico en un buen lío, sin arriesgarse demasiado. De repente vio el cuaderno de ortografía de Tom. Aquella era su oportunidad. Lo abrió encantado por la página correspondiente a la lección de aquella tarde y vertió tinta en ella.

En aquel momento Becky miraba por la ventana, vio la acción y se alejó sin decir nada. Entonces se dirigió hacia su casa, pensando que se encontraría con Tom y se lo diría; Tom le quedaría muy agradecido y se resolverían todos los problemas. Antes de llegar a mitad de camino, sin embargo, cambió de opinión. Se acordó del comportamiento de Tom cuando hablaba de la merienda y el recuerdo la llenó de bochorno y de vergüenza. Decidió que dejaría que le azotaran por lo del cuaderno y, por añadidura, que le odiaría eternamente.

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