La piedra lunar

III - La noche de «los tritones»

III - LA NOCHE DE «LOS TRITONES»

Pasaron quince días sin que trajeran precisamente el olvido, pero sí un poco de apaciguamiento sobre Kingston. El crimen de Bushy Park que había llamado la atención de Harry Dickson y después el de la carretera de Kingston Hill, se esfumaron en las sombras del misterio. Las personas que se refugiaban en sus casas las primeras noches, recobraron el valor y se atrevieron otra vez a sacar la nariz a la calle.

Solamente la policía, conmovida por la similitud entre los dos hechos, permanecía alerta y esperaba vagamente la continuación de la serie roja. Dora Marholm no reapareció. A pesar de la indiferencia que Dickson manifestó a este respecto, había sido extendida contra ella una orden de arresto. Su retrato salió en la primera página de los periódicos y estaba colocado en todos los despachos de policía del Reino Unido. Se había enviado a todas las compañías marítimas que tenían barcos que partían hacia el extranjero y se vigilaban las estaciones y los puertos.

Pero la joven continuaba siendo inencontrable.

Si bien los habitantes de Kingston, o mejor los noctámbulos, habían recobrado el gusto por sus salidas nocturnas y se reían un poco del terror de los primeros días, no ocurría lo mismo con los esposos Fleetwinch, propietarios de la villa «Los Tritones», en Combe Wood.

En efecto, la villa quedaba peligrosamente aislada, lejos de las carreteras y de las otras casas. Un camino, serpenteando a través de los matorrales, conducía a su ridículo césped enano. A cien yardas de la cerca del jardín, se levantaba el bosque, oscuro y hostil.

Por tacañería, los Fleetwinch habían vivido siempre sin criada. Los amigos de la señora Fleetwinch añadían que ni las santas habrían podido aceptar, como prueba terrestre, pasar un mes al servicio de esta señora agria y avara.

Ahora los esposos sentían el peso de este aislamiento como una maldición. Durante tres días habían abandonado su vivienda silvestre para instalarse en una pensión familiar de Kingston, pero su avaricia se había impuesto. El loco despilfarro de esos días los había llevado a toda prisa a volver a su triste hogar.

Ahora vivían en ella con un miedo tremendo, añadiendo cerrojos y cerraduras a las puertas exteriores, protegiéndose en su dormitorio a la caída de la noche.

La noche llegó. Lloviznaba y un áspero viento gemía por entre los árboles del cercano bosque; hacía frío.

Al construir «Los Tritones», el señor Fleetwinch había considerado un deber sacrificarse al gusto por lo antiguo y había instalado varias chimeneas abiertas, destinadas a quemar leña.

Al principio esto les había costado mucho, pero muy pronto habían encontrado la compensación, ya que Combe Wood proveía de tanta madera como necesitaran a los bribones de los Fleetwinch.

Como la señora Fleetwinch se sentía ligeramente acatarrada, colocaron unos troncos en el suelo de la chimenea del gran dormitorio y pronto un agradable calor, por otra parte bien económico, invadió la estancia.

El señor Fleetwinch, después de haber atrancado todas las puertas, cerrado los postigos y cargado su escopeta de caza, se había retirado con su mujer a la habitación en la cual el fuego bailaba alegremente en el ennegrecido hogar.

Flotaba en el ambiente un olor a cecina, pero ello no molestaba en absoluto a los dos esposos ya que les recordaba su empedernida tacañería: lo barato y, sobre todo, aquello que era gratuito, gozaba siempre de sus simpatías.

A la luz de una minúscula lámpara de petróleo, el jefe de la casa descifraba penosamente un de tres días antes, que ya había servido para empaquetar algunas compras hechas en la ciudad.

La señora Fleetwinch preguntó acremente si era que el petróleo se encontraba, sin más, en algún hoyo a la vuelta de la esquina y su marido comprendió enseguida.

—Tienes razón, querida —contestó—. Este estúpido periódico no merece el derroche de una gota de petróleo.

Sopló la lámpara, se puso un gorro de dormir y se deslizó entre las sábanas al lado de su mujer adormecida.

Fuera, nubes bajas y pesadas rodaban por el cielo sin luna; el viento había redoblado su violencia y después, enseguida, empezó a convertirse en una tempestad.

Con las puertas cerradas y encadenadas, los postigos atrancados, los cerrojos corridos, las cerraduras con las llaves echadas, «Los Tritones» se había convertido en una auténtica pequeña fortaleza; en un desafío al esfuerzo criminal de los eventuales vagabundos de la noche.

Los esposos Fleetwinch dormían.

La señora Fleetwinch se despertó: una tremenda jaqueca le atenazaba las sienes; se lamentó:

—Jeremías, me duele la cabeza y tengo sed.

No obtuvo respuesta.

—¡Ve a buscarme la jarra del agua al lavabo, Jeremías!

Silencio.

Extendió la mano a su izquierda: el lugar de su marido estaba vacío y sin calor alguno.

—¡Jeremías! —gritó escalofriada y sin saber qué pensar de aquella ausencia.

Sintió un soplo fresco en su cara y se dirigió en esa dirección.

La gran habitación estaba oscura. En la chimenea, un último reflejo rojizo de tizones agonizantes luchaba con las sombras.

Esta minúscula claridad le permitía ver que, en el ángulo más lejano de la estancia, la puerta que daba al rellano estaba abierta de par en par.

—¡Jeremías! ¡Jeremías!

—¡Aaaas! —Hizo el eco en el vasto hueco de la escalera.

La señora Fleetwinch se echó a temblar violentamente; extendiendo el brazo hacia el espacio que quedaba entre la cama y la pared, notó el frío acero del doble cañón del fusil de caza de su marido.

Lo cogió. Sabía manejar este arma y ello le daba valor.

Lentamente se dejó deslizar de la cama, después tuvo el valor de comprobar si el arma estaba cargada.

Notó los dos cartuchos de posta, soltó la palanquita de seguridad y avanzó hacia la puerta abierta.

Una vez allí, dudó si encender la lámpara; después decidió no hacerlo. Conocía el paso de su marido y, habituada como estaba por pura avaricia a circular en tinieblas, tenía la certeza de poder dirigirse según su conveniencia.

Avanzó así hacia el rellano, lo cruzó a todo lo largo y llegó a los primeros escalones de la escalera.

Antes de seguir se asomó por el hueco y escuchó.

No se movía nada en la casa, el silencio era inmenso; incluso fuera el viento había dejado de gemir.

Pero tuvo ya la sensación de lo anormal, o sea, del cataclismo.

Un olor soso, desabrido, ascendía de la parte baja y creyó reconocerlo vagamente.

Era como el olor del pollo fresco degollado. Un olor dulzón de vísceras tibias de ave o de conejo que subía hasta sus narices.

Al principio esta sensación no despertó ninguna sospecha en su ánimo.

De golpe, su sangre se heló en las venas y le costó trabajo reprimir un grito de horror: un resplandor se filtraba en el vestíbulo, venía de la puerta entreabierta de la cocina. Olió el tufo cálido y rancio de la vela encendida.

Al mismo tiempo, un deslizamiento extraño se dejó oír abajo, en la sombra.

Esta vez sí que hubiera querido gritar, pero ningún sonido afloró a sus labios.

Maquinalmente, bajó uno, después dos, después tres escalones.

Desde el lugar en donde estaba, podía ver una parte de la cocina, débilmente iluminada por una vela de sebo que debía de estar puesta en el suelo.

¡Pero esto fue suficiente para ver!

Aparecían dos pies desnudos, después dos piernas velludas, lúgubremente rígidas, después el rayadillo de algodón verde de un pijama arremangado sobre las rodillas zambas. Ella conocía bien esta ridícula anatomía y este pijama desgastado por el uso. Era Fleetwinch el que debía de estar extendido por el suelo… sobre una escalofriante y ancha mancha oscura.

Al momento, gritó:

—¡Al criminal! ¡Al asesino!

De golpe, la visión desapareció: acababan de soplar la vela o, mejor, de derribarla ya que se oyó un ruidito de caída.

Al mismo tiempo, del fondo de las espesas tinieblas, algo cayó sobre ella y la lanzó escaleras abajo.

Pero la señora Fleetwinch, habituada a los duros trabajos de la casa, luchó.

Su escopeta se le había escapado de las manos y quedaba perdida en la oscuridad, fuera de su alcance.

Se debatió, gritando, contra una fuerza invisible.

Sus manos notaron unas formas, un brazo, después un puño cerrado, que trató de morder sin conseguirlo, pero que agarró con todas sus fuerzas.

Tal vez ella hubiera podido llevarse la victoria si, de pronto, no hubiera sentido en la cadera un frío intenso y después una llanta lancinándole de pronto las entrañas.

Lanzó un grito enorme y cayó de bruces.

En su caída, dio con la escopeta de la cual se escapó un tiro con un fragor de trueno…

En este momento, quiso la providencia que los guardias forestales de Come Wood, William Desmond y Sol Crookes, aparecieran en los linderos del bosque.

Oyeron los gritos de la mujer y el disparo.

Los dos crímenes de hacía quince días estaban aún suficientemente frescos en su memoria para incitarlos a una aparición inmediata.

Se lanzaron a la carrera hacia la casa, saltaron la baja valla, atravesaron el césped corriendo y escalaron la gradería.

Golpearon fuertemente la puerta que cedió enseguida: estaba sólo entreabierta.

Quejas y lamentos se elevaban a algunos pasos de ellos en las tinieblas del vestíbulo.

Desmond encendió su linterna eléctrica y, de pronto, quedaron horrorizados:

La señora Fleetwinch agonizaba en medio del vestíbulo, los ojos vidriosos, una mano crispada y la otra cogiéndose el vientre del que la sangre y las entrañas se escapaban a raudales.

La desgraciada dejó de respirar cuando el guarda se inclinó sobre ella.

—¡No podemos hacer nada! —dijo entre dientes, horrorizado—. ¡Es un golpe del mismo tipo del de la señorita Carter!

—¿Dónde puede estar Fleetwinch? —preguntó Crookes.

—¡Sabe Dios si él no habrá recibido lo suyo, también! —contestó su colega.

—Recorra la casa, Sol, y no dude en servirse de su revólver.

El haz luminoso de la lámpara de Crookes se unió al de su compañero y penetró en la cocina.

—¡Santo Dios! —gritó el guarda—. ¡Aquí está Fleetwinch! ¡Oh! ¡Qué carnicería!

En medio de la habitación, el desgraciado rentista yacía boca arriba, los brazos en cruz, la cara atrozmente convulsionada. Una tremenda herida se abría en el vientre que había sido abierto de arriba abajo; el cuerpo había sido vaciado como un objeto anatómico.

Pálido de espanto y horror, Desmond repitió su orden.

—¡Registre la casa, Sol! Yo guardaré las salidas. Y si el monstruo que ha llevado a rabo este doble golpe está aún aquí, dele su merecido. ¡Dos balas en la cabeza al mínimo gesto!

Pero por más que Sol recorriera «Los Tritones» de cabo a rabo y Will Desmond guardara las salidas, no pudieron descubrir rastro del criminal. Y los dos representantes del orden no tuvieron más remedio que retirarse para ir a advertir a la policía de Kingston. Lo cual hicieron con inteligencia: Sol Crookes salió a paso gimnástico y Desmond permaneció en el lugar de los hechos.

El alba lanzaba sus débiles resplandores sobre los tejados del trágico pueblo cuando dos coches llegaron a toda prisa de la ciudad.

Rocksniff y los agentes descendieron de uno; Harry Dickson y su discípulo del otro.

Harry Dickson apenas echó un vistazo sobre los cadáveres del matrimonio Fleetwinch.

—El bandido ha firmado su obra —murmuró—; es el mismo golpe que en Bushy Park, el mismo que puso fin a la existencia de la desgraciada Flora Carter.

—¿Han robado algo? —preguntó Rocksniff—. ¿Han revuelto la casa?

—No lo creo, no… estoy seguro —contestó Dickson—. Ésta es la obra de un asesino maníaco; uno de esos criminales difíciles de encontrar, si es que uno los encuentra.

—No, no parece que se hayan llevado nada de la casa —afirmó Sol Crookes—, William y yo la hemos recorrido y todo está en orden. Y, además, todos sabemos que el señor y la señora Fleetwinch no habrían guardado objetos de mucho valor en su casa. ¡Los pobres tenían tanto miedo a los ladrones! —añadió con una triste ironía.

—A propósito, ¿dónde está su colega Desmond? —preguntó bruscamente el detective.

—¡Es verdad! —exclamó Sol Crookes mirando a su alrededor, inquieto.

—¡Desmond! ¡Desmond! ¡Eh, Will!

Nadie contestó a la llamada.

—¡Maldita sea! ¡Esto no me dice nada bueno! Dejé a mi compañero solo en la casa y es posible que muy cerca del monstruo que ha dado el golpe.

Fue lo suficiente para que los agentes se desperdigaran por la casa como una nube de gorriones despavoridos.

Más a Tom Wills fue a quien tocó en suerte el terrible honor de hacer el lúgubre descubrimiento, que elevaba a tres el número de crímenes de la noche.

Will Desmond estaba tumbado cual largo era sobre las baldosas de la cueva, en un ancho mar de sangre que empezaba a coagularse.

La muerte se debía de haber producido hacía apenas una hora.

—La misma herida que la de la víctima del Park y que las de la señorita Carter y el señor Fleetwinch —declaró Harry Dickson—. Difiere de la de la señora Fleetwinch porque la pobre mujer parece que se defendió de su agresor.

De golpe se enderezó y aspiró fuertemente el aire.

Acababa de percibir un vago olor farmacéutico.

—El monstruo ha operado con anestesia —dijo—. Nada lo prueba mejor que la expresión de calma de Desmond. Le han debido poner en la cara una mascarilla de cloroformo.

—Y después, ¡sencillamente, lo han disecado! —añadió Tom Wills.

Su maestro lo miró; después movió la cabeza.

—Creo que tiene razón, Tom. Pero ¿para hacer qué?

—Una manía criminal de profesional —opinó el señor Rocksniff—. Piense pues en Dora Marholm, la aspirante a médico desaparecida, señor Dickson. Esto podría explicar las cosas.

Harry Dickson no contestó y se fue a examinar el cuerpo mutilado del señor Fleetwinch. Unos minutos más tarde se lanzó rápidamente hacia la escalera.

—Rocksniff —gritó casi al mismo tiempo—, haga el favor de subir conmigo.

El inspector jefe no se hizo rogar.

Encontró al detective en el rellano agitando dos trapos de algodón.

—Los clavos de la alfombra del rellano han trabajado a nuestro favor, Rocksniff. ¡Mire lo que han retenido!

—Pero… ¡estos trozos de tela me parece que son del pijama de Fleetwinch!

—¡Precisamente! El cuerpo del asesinado ha sido llevado fuera de la habitación, bajado por la escalera, llevado después a la cocina para proceder allí a algún horrible trabajo.

—¿Cómo? En vivo…

—¡Sin duda! ¡Ah! Eso explicaría muchas cosas.

Harry Dickson acababa de entrar en el dormitorio y se inclinaba sobre la parrilla, ya fría, del hogar.

Tomó un pellizco de polvo gris que se confundía con las cenizas de la chimenea, lo aspiró fuerte y lo probó con la punta de la lengua.

—¡Ya lo tengo! ¡Conozco esta infernal droga! Viene de lejos, del África Ecuatorial, si no me engaño. ¡Allí saben utilizarla! Se obtiene reduciendo a polvo un pequeño hongo extremadamente venenoso. Cuando se echa al fuego este polvo tiene la propiedad de convertirse en humo casi inodoro, pero de gran potencia anestésica, si bien de muy corta duración. El asesino conocía muy bien los rincones de la casa y sus dependencias y las chimeneas abiertas. Le bastó con hacer caer un puñado de su polvo por el hueco de la chimenea para que el dormitorio en que estamos se llenase de su infernal humo.

—En este caso, ha tenido que subir al tejado —anunció gravemente el inspector jefe.

—¡Es evidente! Pero a continuación, ha tenido que habérselas con las cerraduras y los cerrojos. Debe de ser un sujeto ducho en cuestiones de robo, ya que ninguna puerta ha sido forzada. ¡Cuánto daría por poder examinar las herramientas de ése pájaro!

—Si Dora Marholm… —empezó el señor Rocksniff, pero Dickson le cortó la frase con un gesto.

—Trepador de tejados, acróbata, experto cerrajero y criatura de enorme vigor para arrastrar un hombre del peso del difunto Fleetwinch por la escalera y para vencer, sin más, a una corpulenta mujer como su esposa… ¿Y usted ve todas estas excepcionales cualidades reunidas en una débil personilla como la estudiante de Medicina?

Rocksniff prefirió no contestar; le costaba trabajo abandonar sus sospechas, pero la convicción de Dickson le imponía demasiado.

De golpe, la voz de Tom Wills se elevó en el vestíbulo.

—¡Maestro, venga a ver aquí! Creo que la señora Fleetwinch tiene algo dentro de su puño cerrado, algo que brilla entre los dedos.

Harry Dickson y Rocksniff bajaron rápidamente las escaleras y encontraron al joven ocupado en enderezar los dedos de la muerta.

—Es duro —gruñó Tom— y además repugnante. Se diría que no quiere abandonar la presa, que se defiende. Calle… parece que en su mano crispada tiene un canto rodado.

Hicieron falta grandes esfuerzos para que la garra de la muerta se abriera. Cuando lo consiguió, un objeto redondo, de color lechoso, rodó por el suelo.

Un agente lo cogió y lo entregó al detective.

Era una piedra lisa, de una apariencia extraña, ligeramente oblonga, que recordaba por su forma un huevo de avefría.

—¿No es un ópalo? —preguntó Tom Wills—. Pero yo no sabía que existiesen ópalos de este tamaño. ¿Cómo ha llegado a la mano de la muerta?

—Un ópalo, en efecto —aprobó Dickson, pensativo—. Llamado también piedra lunar… Yo me preguntó qué significa, ya que sin duda significa algo…

Esto fue todo lo que reveló la investigación en «Los Tritones».

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