II - Harry Dickson toma las riendas del carro
II - HARRY DICKSON TOMA LAS RIENDAS DEL CARRO
El señor Rocksniff se hundió en su asiento; enrojeció y palideció alternativamente; balbuceó algo y mentalmente se hizo mil reproches.
¿Cómo él no había reconocido inmediatamente al célebre detective?
Mañana sus colegas se burlarían de él; sus jefes no le escatimarían indirectas punzantes. Seguro que se encontraría con periodistas que lo verían como a un tonto y lo describirían como un policía de vodevil.
Levantó los humildes ojos hacia Harry Dickson que comprendió y se mostró generoso.
—Ya he oído citar elogiosamente, en numerosas investigaciones, el nombre del señor Rocksniff —dijo— y estaría muy contento de poderle ser útil.
El desgraciado inspector jefe había vuelto a la vida y gratificó a su célebre compañero con una mirada llena de gratitud.
—¿Serme útil? ¡Yo confío en usted, señor Dickson! ¡Ordene! ¡Diga qué hay que hacer! Lo seguiré ciegamente. ¿Quiere usted que empiece por decirle lo poco que sabemos?
—Iba a proponérselo, señor Rocksniff.
El inspector jefe describió con palabras un tanto rebuscadas, teniendo en cuenta las circunstancias, el desarrollo de los acontecimientos de aquella noche. La invitación a la casa de esta «excelente» señora Bolland, el cuarto de hora esperando a la desgraciada señorita Flora Carter, cuarto de hora que se eternizó… y con razón. La inquietud de Ted Selby quien, si bien no era aún el novio oficial de la difunta, no habría tardado mucho en serlo de no haber sido por esta escalofriante desgracia… En fin, su salida hacia la carretera y el descubrimiento.
El detective tomó entonces la palabra.
—Si he comprendido bien, la señorita Carter dejó su estudio al dar las siete. El testimonio de la señorita Stone vendrá a confirmárnoslo. Ella habría tenido que llamar a la puerta de Bolland-House veinte minutos más tarde, ¿no es así?, suponiendo que no se entretuviera por el camino, lo cual, en vista del mal tiempo, me parece poco probable. Por consiguiente ella se habría presentado aquí la primera.
—Señora Bolland, ¿cuándo llegaron sus primeros invitados?
—A las siete y media en punto, señor Dickson —contestó la anfitriona—. Fueron el señor y la señora Fleetwinch.
—Sí, pero nosotros no hemos cogido la carretera de Kingston —exclamaron los esposos—. «Los Tritones» está en dirección totalmente opuesta.
Harry Dickson contuvo una sonrisa: ¡estas gentes ya se veían todas acusadas!
—¿Después? —preguntó con voz seca.
—Algunos minutos antes de las ocho las señoras Jacobs y el señor Spurdle llegaron juntos.
—¿Ustedes venían directamente de Kingston? —pidió Dickson volviéndose amablemente hacia las señoras Jacobs.
—Alice, ¿oyes? —exclamó Evelyn, ofendida—. ¡Este terrible hombre nos pregunta si veníamos directamente de Kingston! ¡Cómo si tuviéramos la costumbre de entretenernos por el camino como los chicos de la calle! Sí, señor —continuó picada—, veníamos directamente de Kingston.
—¡Oh! ¿De veras? —contestó Dickson en tono de duda.
—¡Efectivamente! —Rugieron las dos señoras Jacobs.
—Resulta siempre embarazoso para un caballero el tener que acusar a unas señoras de mentir —dijo suavemente el detective.
Las solteronas estuvieron a punto de sufrir un síncope doble.
—¡Mentimos! ¡Así, él dice que mentimos!
Estaban sofocadas, rojas como la cresta de un gallo, pero visiblemente embarazadas…
—¿Querrán decirme estas señoras de dónde venían? —se preguntó el detective, más amable que nunca.
Alice soltó un grito y buscó su frasco de sales, que aspiró con furia, mientras que Evelyn movía frenéticamente la cabeza.
—¡Nos negamos por completo a decirlo!
El señor Rocksniff intervino.
—¡Es grave, señoras! Ustedes saben que tengo perfecto derecho a encerrarlas en la cárcel comunal en espera de que el jurado decida sobre el hecho. Digo aún más: sería mi deber hacerlo así.
—¡A la cárcel! —exclamaron las señoras Jacobs—. Mátenos de golpe, señor Rocksniff, y no nos atormente más.
—¡Entonces hablen!
—¡Jamás!
Harry Dickson intervino.
—Están equivocadas, señoras, pero como deseo ganar tiempo, voy a hablar por ustedes: han dado un rodeo por un sendero que lleva hacia New Maiden.
—¡Cielo santo! —lloriquearon las señoras—. Estamos perdidas.
—¡Oh Dios mío, eso no es posible! —gimió Dora Marholm; y todos miraron a las señoras Jacobs con ojos aterrados, como si el infierno acabara de vomitarlas allí, en medio del salón.
—Mi deber… —empezó el inspector.
—¡Alto! —dijo Dickson sonriendo—. Yo no acuso en absoluto a estas señoras y su crimen se expiará, todo lo más, con unos chelines de multa. No han hecho más que robar algunas rosas en la rosaleda del castillo de New Maiden, flores que llevan en su corpiño.
»Dense cuenta de que estas rosas son raras en Kingston en este momento. Las que llevan las señoras Jacobs dan muestra de haber sido cogidas con prisa. No pueden provenir más que de esa rosaleda. El parque floral cierra sus verjas a las seis pero, con la ayuda de un mango de paraguas, se pueden alcanzar los parterres cercanos a la reja.
»Si me extiendo sobre este pequeño detalle, es porque ello lava a las señoras de toda sospecha, ya que el cuerpo de la señorita Carter fue encontrado precisamente en una parte de la carretera que estas señoras no cruzaron.
Hubo una distensión general. La señora Bolland consoló afectuosamente a las pobres ancianas.
—Señor Spurdle… —empezó el detective, pero las dos hermanas lo interrumpieron.
—Nos hemos encontrado con él cerca de la rosaleda… en el camino de vuelta.
El señor Spurdle levantó sus ojos meditabundos.
—¿Me llaman? —preguntó.
—¿Venía usted de New Maiden, al llegar aquí? —preguntó Harry Dickson.
—¡New Maiden! ¿Conoce usted el pequeño carillón mecánico del castillo? Se pone en movimiento todas las tardes, a las siete, y voy a oírlo. Yo soy quien lo construyó, hace diez años.
El detective movió la cabeza.
Lo mismo que las señoras Jacobs, el bueno del señor Spurdle no había podido ver nada puesto que no había pasado por el lugar del crimen.
—No me queda más que preguntar a la señorita Marholm y a los señores Banks y Selby si han visto algo —continuó Dickson.
Stanley Banks y Ted Selby habían entrado en Bolland-House unos minutos después de las ocho. La sombra invadía ya la carretera. Selby había seguido a Banks de lejos, pero, enredado como estaba en sus sueños sobre el futuro, había preferido la soledad a la compañía del abogado y había acompasado los pasos a los suyos.
La señorita Marholm había dejado Kingston muy tarde y había cubierto la distancia en cinco minutos, ya que había venido en su cochecito Morris, que conducía ella misma.
Harry Dickson se encogió de hombros; se confesó que sólo había hecho estas preguntas por puro formalismo. El cadáver de Flora Carter yacía en la zanja y de no haber sido por un brusco viraje de su coche que proyectó la luz del faro lateral sobre uno de los bordes de esta zanja, él habría pasado junto al cuerpo de la asesinada sin verlo, lo mismo que los otros.
—Entonces, si no he entendido mal, ¿ninguno de ustedes se ha cruzado con alguien en la carretera de Kingston? —preguntó terminando.
Nadie.
El señor Rocksniff había aprovechado el coche de un amigo para venir de los Woodlands, en donde había pasado la tarde, a Bolland-House. Quedaba, pues, descartado.
La primera parte de la investigación desembocaba en un punto muerto. Hubo un embarazoso silencio que la dueña de la casa aprovechó para ordenar que sirvieran ginebra y coñac, generosos licores a quien todo el mundo da mentalmente la bienvenida.
En este momento sonó el teléfono y el señor Rocksniff cogió rápidamente el auricular.
—¿Cómo dice, sargento White? ¿Un vagabundo que dormía en el bosquecillo de abetos? ¡Espere!
Con aire importante se volvió hacia el detective.
—He hecho batir los alrededores por todos mis hombres disponibles y me comunican la captura que acaban de hacer. ¿Hay que traerlo ante usted, señor Dickson?
—¿Lleva gafas? —preguntó el detective.
El señor Rocksniff abrió estupefacto los ojos de par en par, pero conocía las curiosas costumbres del célebre sabueso y sabía que no se ganaba nada asombrándose por ello. Hizo la pregunta.
—No, señor Dickson; el hombre es joven y tiene unos magníficos ojos.
—¡Ah! —dijo el detective con indiferencia—. Por una noche póngalo a cubierto en la cárcel comunal; estará mejor allí que a la intemperie, en este tiempo frío. Por lo que respecta a mí, no me interesa en absoluto.
—¿Sabe ya entonces algo? —preguntó ansiosamente el inspector jefe.
La cara del detective se oscureció.
—Tal vez, pero no me vanaglorio demasiado por ello. Pienso que es pasarse de listo encontrar inmediatamente el hilo que conduce al descubrimiento de todo; pero también se pasa uno de torpe cuando no tiene ya, desde el principio, algo que indique una pista.
Si algún familiar del gran detective hubiera estado presente, se habría quedado boquiabierto ante aquel juego de palabras; pero tal vez se habría dicho que Dickson utilizaba una cierta verborrea para no dejar traslucir su verdadero pensamiento.
El señor Rocksniff parecía rumiar las palabras de Dickson —sin duda, para hacerlas más tarde suyas— cuando se dejó oír una voz sarcástica.
—Encontrar al que se beneficia del crimen… He aquí una inteligente frase que ha sido pronunciada al principio de esta velada. Es evidente que viene a cuento mejor que nunca.
Todos se volvieron hacia Stanley Banks que sonreía por lo bajo, mirando de soslayo al inspector jefe.
Éste se sonrojó, pero pronto se rehízo.
—Y sigue siendo mi punto de vista —dijo.
La señora Bolland lanzó una mirada de disgusto a su consejero.
—Realmente no sé quién puede ser el que se beneficie en hacer desaparecer a esta maravillosa Flora Carter —dijo.
—Solamente el dinero puede guiar las manos criminales —objetó maliciosamente Stanley Banks.
—Desde luego —contestó el señor Rocksniff—. Pero ¿adónde quiere usted ir a parar?
—¿Yo? A ninguna parte, querido. Soy abogado y no policía. Y menos detective —ladró el señor Banks.
—Los celos… —empezó Evelyn Jacobs.
Un pesado silencio cayó sobre todos los reunidos en una misma angustia, un mismo deseo de saber… y todas las miradas se pusieron a buscar a alguien en la habitación, a alguien que no estaba allí.
—La señorita Dora Marholm, sin duda; ¿está en la habitación vecina? —pidió el señor Rocksniff con aire falsamente indiferente.
La señora Bolland se levantó.
—Voy a verlo —dijo en un tono brusco.
Se la oyó abrir puertas, después subir escaleras; un rumor de voces confusas sonó en el office y, después, en el jardín. Al fin, la señora Bolland regresó, pálida, con los ojos sombríos.
—No entiendo nada —dijo—. No está en la casa.
—¿No me había dicho usted que había venido en su cochecito? —preguntó Harry Dickson.
La señora Bolland dejó escapar un suspiro y dio una orden hacia afuera.
—El Morris está en el garaje, al fondo del jardín —explicó—. Han ido a verlo.
La respuesta no se hizo esperar.
—La puerta del garaje está abierta de par en par y el coche no está.
—¿Qué significa esto? —gritó el señor Rocksniff—. Mis órdenes eran tajantes: nadie podía alejarse de aquí.
Ted Selby miró su reloj de pulsera con inquietud:
—Hace más de veinte minutos que no la he visto —dijo.
Por toda respuesta Stanley Banks se echó a reír, lo que le valió una mirada fulminante del joven Selby.
El inspector jefe cogió de nuevo el teléfono y alertó al primer puesto de Kingston.
—¡Que me den enseguida noticias de la señorita Dora Marholm o de su coche! —ordenó.
El señor Banks volvió a tomar la palabra.
—Usted hablaba de una herida enorme, señor Dickson, al referirse a la que ha acabado con la vida de nuestra pobre amiga. Si usted me permite la expresión un poco… científica: el vientre disecado. ¿No ha pensado usted que tal vez fuera obra de un carnicero o de un cirujano?
—En efecto, lo he pensado —contestó Dickson mirándolo fijamente.
—La señorita Marholm no es solamente ayudante del Hospital Municipal de Kingston sino que creo que le falta tan sólo un examen para obtener el grado de doctora en Medicina.
—Banks, ¡cállese o le parto la cara, bestia inmunda! —atronó Ted Selby fuera de sí.
Harry Dickson pronunció algunas palabras para apaciguar la situación.
—Estamos aquí para esclarecer las cosas —dijo con calma—. El señor Banks tiene sospechas; está en su perfecto derecho de tenerlas, lo mismo que cada uno de nosotros. Las suyas se refieren a la señorita Marholm por tres razones.
—Es verdad: tres —afirmó Banks mirando al detective.
—Primero, la llegada con retraso a esta velada: ella, en efecto, ha venido la última. Después sus conocimientos de cirugía; después…
—¡Dígalo ya! —gritó Ted Selby, viendo dudar al detective.
—¡Ella estaba loca por usted! —soltó groseramente el abogado.
Un instante después, Ted Selby lo tenía agarrado ya por el cuello y lo sacudía como a una rata.
—Le haré tragar su lengua de víbora, Bank —rugió Ted—. Dora es un ángel, un ejemplo de honradez, la persona más noble del mundo…
El timbre del teléfono interrumpió la querella que iba a degenerar en un pugilato. El señor Rocksniff escuchó ávidamente; después le oyeron soltar una exclamación de despecho y estupor a la vez.
—¡Si me hubiera esperado una cosa así! —exclamó.
—¡Pero hable ya!
El señor Rocksniff se tomó un tiempo para darse mayor importancia, tosió para subrayar el peso de las palabras que iban a salir de sus labios:
—Me indican que el Morris de la señorita Dora Marholm ha sido capturado con todos los faros apagados delante del estudio de la señorita Flora Carter. La puerta de este estudio estaba abierta de par en par; mis hombres han entrado y lo han encontrado completamente desordenado. Los muebles abiertos, rotos, los cajones vacíos en el suelo.
—¿Y Dora? —preguntaron desde todas partes.
—¡Ni rastro de ella! ¡Desaparecida! ¡Huida!
—Ven, lo que yo les decía —masculló Stanley Banks mirando de arriba a abajo, con insolencia, al pobre Ted hundido y lloroso.
El inspector jefe se aproximó al detective y le habló en voz baja.
—Me parece que es grave, señor Dickson. ¿Qué piensa usted?
Harry Dickson se encogió de hombros, como si todo aquello no fuera de su incumbencia.
—Esta joven nunca llevó lentes ni gafas —contestó—. Poseía unos ojos magníficos que no tenían necesidad de ningún artificio para ver. Déjela, pues, tranquila, señor Rocksniff.